XVI

Miguel Ángel Hernández

 

Iba de regreso a casa cuando recibí el mensaje: ¿Qué haces? Vamos a dar una vuelta. Eran más de las 10 de la noche e ir a caminar juntos a esa hora era lo único que podía salvar el día que terminaba. Nos asomamos a un cementerio, hicimos leves amagos de saltar la cerca, pero dudamos, y si se trata de irrumpir en cementerios en plena noche no puede haber dudas. Vámonos. He caminado un poco por estas calles. Doblemos aquí. Pero es que aquí no hay forma de sorprenderse, todo está muy bien trazado, todo recto, todo igual. Entonces aparecían una y otra vez referencias a ciudades de Europa, a la noche, a calles torcidas como ríos con sed. Sí, ya sé, es culpa de la higiene, de querer limpiar todo, del asco de la piel, de las enfermedades, de los malditos viajeros que traen virus impronunciables. Había que trazar un plan para que la gente no se saliera de la senda, de la vía recta, que no se descarrilara. Entonces los buenos trazaron líneas rectas para que fuésemos todos rectos ciudadanos. Lo que escapa al plan es que hay pasos torcidos que rompen las piedras de las avenidas y de las calles, que cualquier puerta puede trazar una herida, un deseo que puede moler las señales y entorpecer todo tránsito. Como esta noche en que caminamos buscando un banco de madera en una plaza abierta de madrugada donde solo hay pequeños edificios y tiendas que venden un cansancio lejano que chorrea, como ese metro que no aparece a la hora indicada, como este sueño que no llega, como ese deseo demasiado tiempo postergado, como esto que te digo pero que no entiendes, como ese cementerio que no asaltamos porque dudamos en el último minuto.

 



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