Decadencia y caída pampeana: Los galgos, los galgos como parodia de la novela rural argentina

María Ximena Venturini
Tulane University
mventuri@tulane.edu

 

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RESUMEN

En el siguiente trabajo se analiza cómo Sara Gallardo parodia en Los galgos, los galgos el discurso de la novela rural clásica argentina —y en particular Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes— centrándose especialmente en los aspectos de Bildungsroman de dicho género. Julián, el decadente protagonista de Los galgos…, “juega” a ser estanciero y hombre de campo siguiendo los parámetros fijados por la tradición; pero su fracaso demuestra las inconsistencias de la idealización del campo en la novela rural, así como el agotamiento de un determinado modelo cultural y social argentino.

 

PALABRAS CLAVE

Novela rural argentina, Bildungsroman, Sara Gallardo, narrativa femenina.

 

ABSTRACT

This paper analyzes how in Los galgos, los galgos Sara Gallardo parodies the narrative of the Argentinian rural novel, especially that of Don Segundo Sombra by Ricardo Güiraldes. It focuses on the elements of Bildungsroman found in this genre. Julián, protagonist of Los galgos…, “plays the role” of a landowner and countryman following the parameters set by tradition. However, his failure lays bare both the inconsistencies of the rural novel in its idealization of the life in the country, as well as the exhaustion of a social and cultural model in Argentina.

 

KEYWORDS

Argentinian rural novel, Bildungsroman, Sara Gallardo, Feminine narrative.

 

                                                                                                                  A veces soledad, otras silencio,
                                                                                                                  pero ante todo, campo: padre-nuestro.
                                                                                                                  Oliverio Girondo

 

En 1968, la escritora argentina Sara Gallardo (1931-1988) publica Los galgos, los galgos. En este artículo esta obra será leída como una parodia de la novela rural argentina, sobre todo en relación a Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes y sus elementos propios del Bildungsroman. Siguiendo el concepto de tradición que propone Raymond Williams, es decir, como una fuerza activamente configurativa y selectiva en el presente (137), creemos que con esta novela Gallardo desmonta una tradición anquilosada y reelabora en clave paródica la búsqueda de lo “verdadero criollo” de los hijos de los antiguos estancieros.

Beatriz Sarlo en Borges, un escritor en las orillas aclara que el gauchismo presente en Güiraldes podía ser demasiado “compacto” para Borges (66). Para la lógica borgeana, el Corán es auténtico por la marcada ausencia de camellos; en Don Segundo Sombra, el exceso de color local en las descripciones y los abundantes lugares comunes sobre las virtudes criollas ofrecían una visión sospechosamente inauténtica de la vida en la pampa. Si ya entonces se podía cuestionar la autenticidad de la novela rural, cuarenta años más tarde una escritora como Sara Gallardo procederá a realizar una destrucción absoluta de esta representación del campo, idealizada e irreal. Haciendo uso de la ironía, la hipérbole y la parodia del personaje central, que en su búsqueda de identidad como patrón dilapida sus recursos y demuele la simbología decimonónica del campo argentino, Gallardo ataca una anticuada y falsa representación literaria del estanciero pampeano. Si Los galgos parodia la novela de aprendizaje, en este trabajo analizaremos también cómo los viajes de Julián —de la ciudad al campo primero; luego su huida a París y por último su regreso— marcan un camino de verdadero “des-aprendizaje”.

Por otra parte, es interesante pensar la obra de Sara Gallardo, como una narrativa femenina que parodia a su vez la escritura masculina subvirtiendo esta práctica discursiva. Además, a partir de Los galgos la escritora comienza a explorar en su narrativa otros terrenos y modelos diferentes del espacio de la pampa, donde transcurrían sus tres primeras novelas.

 

Parodia, feminismo y clase en Los galgos

 

Gerard Genette se retrotrae a Aristóteles para explicar qué entiende por parodia y la diferencia de lo que denomina “travestismo burlesco”, siendo la parodia el desvío de un texto con una trasformación mínima con función degradante (40). Frederick Jameson, en cambio, sostiene que la imitación que se burla del concepto detrás del original es más propia del pastiche que de la parodia:

 

El pastiche, como la parodia, es la imitación de un estilo particular o único, llevar una máscara estilística, hablar en un lenguaje muerto: pero es una práctica neutral de esa mímica, sin el motivo ulterior de la parodia, sin el impulso satírico, sin risa, sin ese sentimiento todavía oculto de que existe algo normal en comparación con lo cual aquello que se imita es bastante cómico. El pastiche es parodia neutra, parodia que ha perdido el sentido del humor (170).

 

Elzbieta Sklodowska, por otro lado, encuentra en la parodia una potencialidad subversiva importantísima contra el discurso masculino dominante en las letras hispanoamericanas. Ante valores masculinos, patriarcales, machistas y burgueses, la escritura femenina se centra en una reivindicación de una voz e identidad femenina, reescribiendo una imagen pasada y deconstruyendo el discurso patriarcal (144). Si se piensa a la escritura femenina como dialogal, que existe en el seno de una herencia cultural, social y política de fuerzas hegemónicas, la revisión en la escritura femenina será ineludiblemente paródica del “paisaje textual” preexistente. Muchas críticas feministas como Donna Przyblowicz, Sandra M. Gilbert y Susan Gubar sostienen que la mujer imita los sistemas expresivos masculinos, pero sin dejarse reducir a ellos. Al contrario, la mujer descontextualiza la practica discursiva masculina utilizando el discurso con el objetivo subversivo de revelar la naturaleza de su propia explotación y supresión (Przybylowicz 141). Por otro, Gilbert y Gubar emplean palabras como palimpsesto y parodia, sin dudar, denominando la escritura de estas mujeres como revolucionaria aun cuando este producida por escritoras que pueden ser ejemplares de resignación angelical (80).

Por otra parte, Judith Butler cree que la parodia por sí sola no es subversiva, y sostiene que el desplazamiento paródico depende de un contexto y una recepción que puedan provocar confusiones subversivas (271). Así, es productivo pensar el trabajo de Gallardo a la luz de las críticas feministas que se enfocan en el mecanismo de la escritura femenina contra la masculina. Si como afirma Butler la parodia debe sostenerse en un contexto, la lectura de la obra de Gallardo se nos revela como una exponente magistral del uso del recurso paródico dentro del espacio rural argentino. Sara Gallardo se desempeñó, a lo largo de su vida, como periodista y escritora, y fue además una gran viajera. Si bien pudo dedicarse a la literatura gracias a su pertenencia a la clase alta, no pudo escapar a su otro destino, su condición femenina. Siendo mujer, se inició en la literatura en un género ajeno a lo que se esperaba en aquel entonces de una escritora: novelas de mundo rural. Era este un ámbito predominantemente masculino, en el que ella no dejó nunca de ser una suerte de extranjera en su propia tierra. Aunque el vínculo entre Gallardo mujer y Gallardo escritora no es lineal sino atravesado por mediaciones que atañen a la relación entre realidad y construcción ficcional, es interesante ver en un paralelo entre su obra y su vida. Aunque la escritora era propietaria de estancias, una mujer en el espacio rural pampeano no podía tener una entidad propia e individual: en el mejor de los casos, pasaba de ser “hija de” a “esposa de” o “madre de” otro hombre, que era siempre el “verdadero” patrón.

Cuando comenzó a publicar sus novelas en los años 60, nadie (ni los lectores ni la crítica) notó el “atrevimiento” que implicaba que una mujer escribiese un tipo de literatura considerado, hasta ese entonces, estrictamente masculino. José Amícola también señala una ruptura de género en las mujeres protagonistas de las novelas de Gallardo quienes también son víctimas del patriarcado impuesto por los “padres” de la Nación argentina (57).  Así, en sus novelas rurales se representa un espacio netamente masculino, donde aparecen personajes rurales claramente arcaicos como el estanciero, y las mujeres sólo pueden desempeñar un papel (secundario) como esposas: es el caso de Lisa, la esposa de Julián, o como el de la mujer de Orlandi. Esto se corresponde con la realidad de las clases terratenientes argentinas, que la escritora vivió en primera persona. Podría afirmarse que Gallardo refleja la ambivalencia de su posición en un personaje como Julián, masculino, pero que manifiesta en ocasiones una sensibilidad que podría remitirse a lo femenino, sobre todo al narrar su experiencia en un medio rural que se demuestra al mismo tiempo propio y ajeno.

La recepción de la obra por parte de la crítica, sin embargo —y en esto debemos ver también un claro indicio de machismo—, no se propuso pensar la escritura de Gallardo en clave de estrategia renovadora, ya presente en Enero de 1958 o Pantalones azules de 1963 (Domínguez 28). La parodia es, entonces, el recurso con el que Gallardo rompe con el discurso machista y masculino presente en la novela rural anterior.

 

El campo en Los galgos, masculinidad y género

 

La representación del campo en la literatura argentina remite a una muy larga tradición que es en la que nos centraremos al tratar la obra Don Segundo Sombra. Este espacio aparece ya en la escritura de Sara Gallardo en su primera y excepcional novela Enero (1958). Como señalamos, la escritora pertenecía a la clase terrateniente argentina. Esta era la clase que, según palabras de Victoria Ocampo, “tenía la sartén por el mango, justificadamente” (10). Escrita con un marcado realismo, Enero cuenta la historia de una violación en una estancia pampeana narrada por la voz en primera persona de la protagonista (Nefer), más una voz en tercera persona del narrador, que mueve los hilos del relato. Repleta de descripciones de la pampa y de elementos de la nacionalidad -que se esperaban en una novela rural-, la escritora logra una marcada polifonía en el entrecruzamiento de las voces narrativas.

Lucía de Leone en “Otra vuelta: Sara Gallardo y las novelas rurales” define la novela rural como “novelas escritas por hijos de patrones” (110), a la vez que piensa la relación de la autora con el campo literario argentino de fines de los años 50 y principios de los 60. Resalta la irrupción inédita de un grupo de narradoras argentinas mujeres y exitosas como Beatriz Guido, Marta Lynch o Silvina Bullrich. Estas, sin embargo, tienen una diferencia fundamental respecto con nuestra escritora: son todas ellas narradoras de espacios y temáticas urbanas y burguesas. Por el contrario, Gallardo ingresa al mundo literario desde un espacio diferente, reelaborando tópicos tradicionales de una literatura rural como el paternalismo de estancia presente en Enero o los dispositivos racistas en contra de los llamados “gauchos judíos” que tuvieron lugar en el campo argentino. Las primeras novelas de Gallardo, entonces, demuestran las tempranas propuestas estéticas de esta escritora quien evita caer en un rescate extemporáneo o conservador de tópicos tradicionales. La argentina apuesta por lo que De Leone denomina una “autoría diversificada”, lo que define como un móvil nada fácilmente encasillable, que despista y sorprende con la singularidad de cada nueva publicación. Así, Gallardo realiza diferentes operaciones de reescritura renovadora de ciertas matrices de gran parte de la literatura argentina, preferentemente decimonónica y de principios del siglo XX (115).

El ciclo de novelas rurales de Gallardo se cerrará con la iniciación de un heredero en Los galgos, los galgos. Aunque Julián es esencialmente un personaje urbano, será en el espacio de lo rural donde “juegue” a convertirse en hombre, en el estanciero que está llamado a ser por derecho de sangre. La novela, al igual que el protagonista, fluctúa entre el mundo rural, al que él quiere pertenecer, y el mundo urbano, al que pertenece, pero donde no se encuentra cómodo. Esta problemática individual refleja una disyuntiva presente en la cultura y la literatura argentina desde el “nacimiento” de su tradición. Graciela Montaldo, en De pronto, el campo. Literatura argentina y tradición rural, analiza la “cuestión rural” explicando la importancia dentro de la tradición argentina el espacio rural:

 

El espesor de lo rural no es simplemente el de un escenario donde se juegan historias: reside en la acumulación –que tiene sentido y valores- de tradiciones, discursos, figuras, creencias, mitos. El campo (el desierto, la pampa, las estancias o sus metonimias, el pajonal, el rancho) es aquel lugar donde se postula una identidad a través de la extrema diferenciación, es el suelo de una apropiación constante del pasado y de las tradiciones donde cotidianamente se reconstruye nuestra cultura. El campo y lo rural, en suma, son un espacio discursivo que aún sigue proyectándonos sus sentidos (14).

 

 El espacio rural, altamente connotado, es también utilizado para “inventar” una tradición. Como advierte Montaldo, este espacio se convertirá, desde un punto de vista estético y cultural, en un elemento del que los intelectuales extraerán significados. El campo y la tradición rural serán para la cultura argentina —a partir del surgimiento del proyecto de estado moderno y ante la llegada de una inmigración masiva a la que se debe dotar de una “identidad” nacional colectiva— los puntos de partida del debate en el que “el enigma del presente pueda desentrañarse” (22). En Los galgos, los galgos los recorridos que Julián realiza son también un eco autobiográfico de la vida de la propia autora. Así, Los galgos podría leerse en relación con lo que como Josefina Ludmer denomina la “invención de las culturas”: es decir, las tradiciones, las naciones. En Argentina esta herencia que ella llama “alta cultural liberal de 1880”, se traducirá en una asociación de elementos “criollos”. En palabras de la autora, “los patricios de la coalición inventan una cultura nacional que es agente de cohesión para el Estado” (34). Es decir, las culturas nacionales son inventos que ocurren en una trampa discursiva científico-literaria.

 

La parodia de Gallardo al Bildungsroman de Güiraldes

 

Don Segundo Sombra, como Martin Fierro, es el gaucho mismo

Leopoldo Lugones

 

En 1926, un año antes de su muerte, Ricardo Güiraldes publicó su famoso Don Segundo Sombra. El narrador de la obra es Fabio Cáceres, hijo bastardo que hereda el campo, accediendo así a la alta cultura que le permitirá luego relatar los hechos referidos, puesto que la novela se plantea como unas memorias de la vejez. Nos parece interesante, y comparable también con la escritura de Gallardo, que desde el momento en que se elige una focalización interna para contar el relato, lo autobiográfico quede expuesto (Díaz 299). Los acontecimientos que se cuentan refieren el tiempo del aprendizaje, el paso de niño a gaucho y a hombre.

En Los galgos, los galgos, Julián también es un heredero. La novela comienza precisamente con la muerte del padre del protagonista; éste por su parte decide intercambiarle a su hermano la mitad de su casa heredada por un campo: la estancia Las Zanjas. Decide así aceptar la parte “rural” de su herencia, dejando a su hermano mayor la parte urbana de su vida. El personaje, con este acto, se reinventa como un estanciero. Pero Julián será, en nuestra lectura, una parodia que viene a destruir esta figura del estanciero que, ya a fines de los años 60, su representación desaparece en las producciones culturales.

Varias son las coincidencias que encontramos entre Fabio y Julián: ambos son huérfanos, herederos, hombres llamados a cumplir un destino prefijado. Curioso es que ambos personajes tienen alma de escritores: Blas Matamoro explica que Fabio tiene una vocación literaria, ya que escribe en primera persona su relato. Señala, además, los modelos literarios implícitos en el texto (62). Además, es interesante señalar que ambos protagonistas van a terminar su historia con la imagen del campo abierto y abandonando la pampa. El espacio va a relacionarse en ambos con el movimiento: Si Fabio declara “Me fui, como quien se desangra” (Güiraldes 227), el héroe de Gallardo se despide entregándose a la pampa abierta, “Y bueno si es así, adiós. […] Caminemos. Otra vez caminemos, a campo traviesa” (Gallardo, Los galgos 446).

Como bien apunta Blas Matamoro, la sociedad en la que trascurre la historia de Fabio y su maestro es inestable, con una marcada movilidad social (63). En cambio, en la novela de Gallardo, se observa de fondo una sociedad en apariencia más estable que en tiempos de Güiraldes, pero que se encuentra en plena convulsión general. Elena Piñeiro en La modernización de la sociedad argentina en la década del 60 y la evolución del proceso en las décadas siguientes (1962-1989), explica ese momento tan trascendente: “Desarrollo y modernización fueron conceptos que invadieron la realidad argentina luego del derrocamiento del peronismo en 1955. Tras el abandono del relativo aislamiento de la década anterior, se inició en el país un proceso de cambio cultural que, limitado en principio a algunos grupos de intelectuales, se extendió a un espacio cultural más amplio que incluyó a la juventud y a las clases medias y que incidió en la moral, las costumbres y la vida cotidiana. Los argentinos se enfrentaron con un mundo complejo y cambiante al que deseaban integrarse” (86).

Curiosamente, Julián no es el tradicional heredero rico: es un típico joven de su época, que lucha por encontrar su lugar en la sociedad y no reconoce vínculos de clase tan marcados, pues mantiene una relación amorosa con una pintora bohemia. Ni siquiera conseguirá sentirse integrado a su estamento social cuando viaje a París para escapar del dolor de la pérdida de su amor.

Si en Don Segundo Sombra se narra el proceso de aprendizaje que emprende Fabio, señalamos en él dos tipos de aprendizaje: uno de tipo moral, conocer los valores del gaucho, y otro propio del oficio, entrenarse para la vida del campo. Fabio comienza a entender la ética de los hombres del agro: por ejemplo, ser silencioso, callado y parco: “Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar” (12). Como bien señala Nilda Díaz el objetivo de este aprendizaje es entender gestos precisos, puesto que en la sociabilidad del gaucho impera una rígida economía de la comunicación verbal: “Cada palabra, cada movimiento, son el resultado de una reflexión y tienden a moldearse al trabajo que los exige, a la necesaria respuesta, a la indispensable pregunta” (304). Fabio, en oposición a esto, tenía fama de charlatán, situación de la que toma conciencia una vez que es educado en los códigos del campo: “Mi reputación de dicharachero y audaz iba mezclada con otros comentarios que yo ignoraba. Decía la gente que era un perdidito y que concluiría, cuando fuera hombre, viviendo de malos recursos” (5). Fabio, con no poco esfuerzo, aprenderá a ser más reservado, silencioso y estoico. Estas serán, según sus propias palabras, las grandes enseñanzas de don Segundo Sombra: “Creo que la afición de mi padrino a la soledad debía influir en mí” (166). Al finalizar el periplo del aprendizaje de Fabio, aunque él quisiera ser como su padrino, será llamado a cumplir su destino: se entera de que su padre ha muerto y que le deja en herencia los campos bajo la tutela de don Leandro Galván. Ha finalizado el camino de guacho-gaucho-raucho; comienza como hijo bastardo (guacho), don Segundo lo convierte en gaucho, y finaliza el ciclo del héroe convertido en Raucho, en gaucho “cajetilla” y letrado. Por otra parte, una vez terminado su aprendizaje, él educando cambia bruscamente su identidad: no es ya un simple gaucho sino un patrón. Fabio, al principio, no consigue aceptar su destino verdadero ya que abandona la casa solariega y va a dormir con la peonada. Pero don Leandro lo recibe como uno de su clase y condición social, se presenta como su tutor y le da la bienvenida: “Me has conocido como patrón, pero ahora soy tu tutor y eso es casi como quien dice un padre, cuando el tutor es lo que debe ser” (213).

En Los galgos se observa en el protagonista un proceso completamente inverso. Julián, que también narra en primera persona, no es un hombre de campo sino un abogado aburrido, sin un rumbo claro en su vida; intentará dar un nuevo sentido a su existencia en el campo, pero sufrirá un estrepitoso fracaso. Julián también comienza un camino de aprendizaje para convertirse en un hombre de campo, pero será sólo una parodia de estanciero. Julián también trabajaba con su padrino en un estudio jurídico urbano: “Yo trabajaba en el estudio de mi padrino, abogado que alguna vez abrigó la esperanza de que fuese el continuador de sus virtudes” (11). Aquí, a diferencia de Fabio, nadie espera que él cumpla ningún destino prefijado, por lo que se le permite permanecer tranquilo en su mediocridad: “Así pude vegetar gran parte de mi vida en un soleado rincón del bufete” (11). Julián hereda el campo casi como un juego, como si fuese otro de los pasatiempos de niño rico y mimado a los que estaba acostumbrado. En compañía de su novia, la pintora Lisa, sueña con ser, por primera vez en su vida, auténtico poseedor de algo, pues hasta entonces no tenía un verdadero contacto con su riqueza: “En ese tiempo ignorábamos qué significan 500 hectáreas, y lo pasábamos haciendo cálculos, casi siempre erróneos, sobre lo que podían suponer” (13). Si en la novela de Güiraldes el protagonista respeta el código ético del campo, aquí en cambio Julián y Lisa lo toman todo en broma, tal como ella afirma: “Un estanciero de verdad debe usar bigotes. Tendrás que dejártelos crecer” (13). Notamos cómo desde el principio la concepción que los personajes tienen de esta figura está claramente estereotipada y muy próxima a la sátira. Esto también se aprecia claramente cuando Julián juega, ante el espejo, a desentrañar el papel que pretende interpretar: “Solo, en mi casa, donde a veces represento para mi consumo papeles ante el espejo, rubriqué mi decisión con el gesto de un gran estanciero que contesta a la pregunta de otro gran estanciero: ‘Cría, che’ dije” (22).

Desde el momento en que llega a su campo Julián tratará de emular lo que antes representaron su padre o su abuelo, pero descubre que carece de la mano firme necesaria para cumplir el rol de patrón: cuando toma conciencia de esto confiesa que “casi me causó horror” y ve renacer en él una “timidez que creía perdida”. Flores será el gaucho que lo ayude a llevar la estancia, descrito como “algo que chorreaba harapos, sudor, lagañas y hasta baba” (16). El protagonista se enfrentará a su “ceremonia de iniciación” rural cuando deba compartir un mate con este gaucho, mate que está “ungido con una parte de la baba de Flores” (17). El lenguaje de Flores, alejado de los códigos urbanos del nuevo patrón, resulta para él “fatigoso” y un verdadero “farfulleo”. Su mirada sobre este personaje denota cuán ajeno es este mundo para el protagonista: afirma que conduce un “sulky espantoso que nunca supe si era mío” (21), demostrando así el desconocimiento casi total de su propiedad. Es apenas un simple espectador en la vida del campo; para él el espacio rural no será más que un continuo enigma indescifrable.

Julio Caillet-Bois explica la “jerarquía necesaria” que se da en las novelas de este género y de este autor; donde cada personaje “ocupa el lugar que ha heredado en la familia” y donde “se trabaja para vivir o para conservar lo que se tiene por herencia” (25). El prototipo de estanciero, el señor dueño de la estancia, tiene la mano dura y no duda en hacerla sentir sobre los de abajo, “a menudo es hombre de ciudad que vive a disgusto entre gentes a quienes desprecia por su educación, y se esfuerza por señalar esa diferencia en el hablar, en las ropas, en los modales” (26). Curiosamente, el patrón, no quiere demostrarse “agauchado” aunque “haya adquirido gran habilidad en las faenas el campo” (26). Julián, en cambio, es un producto de la ciudad que se inventa a sí mismo, obligándose a ser hombre de campo.  Esto lo vuelve risible ante la mirada de sus peones, que constatan su ignorancia sobre el rol que debe ocupar un estanciero.

A diferencia de Fabio, en Don Segundo Sombra, el héroe de Los galgos no conseguirá nunca tener suficiente empatía con Flores. Julián vivirá en la ciudad “en el alivio del paréntesis arrendatario” (22) y decidirá qué hacer con ese pedazo de tierra heredado. La verdadera ruptura con Don Segundo Sombra está en que no existe para él una figura del maestro que adoctrina al discípulo en los valores vigentes de la sociedad a la que pretende integrarse, no habrá ninguna figura que le enseñé eso mismo: él se “pone a estudiar” (22) leyendo revistas especializadas sobre ganadería, como quien se dedica a una carrera profesional, e incluso se obliga a asistir al evento central de la oligarquía rural argentina: “No falté a la Exposición Rural” (22). Julián es consciente de que, a pesar de estar vinculado por sangre a este grupo social, no pertenece a él, ni por costumbre ni por oficio: “Acodado con aire distraído junto a los grupos de estancieros reales, devorado por la admiración y el despecho, intentaba oír lo que decían” (22). Como un héroe casi posmoderno, Julián se sabe falso y outsider, desconoce las leyes de conducta que se pasan de generación en generación e incluso ignora los códigos lingüísticos, pues choca continuamente con el lenguaje del campo. Del mismo modo que no lograba comprender a Flores, Julián envidia el manejo discursivo de los “verdaderos” representantes del mundo agropecuario argentino: “Palabras como poste, como galpón, como invernada, me exaltaban en secreto, eran cifras mágicas. Ellos las usaban con desenfado. Yo no me atrevía a pronunciarlas, y si lo hacía era con fingida naturalidad” (23).  Cuando conoce a Marco, hijo de unos estancieros amigos de sus padres, teme al momento en que deba demostrar sus conocimientos del campo, sintiéndose falso en todo momento: “Confesé que de campo sabía muy poco, que se trataba de una herencia reciente” (98). Al final, Marco será el quien le aconseje contratar a Sergio Orlandi como capataz de la estancia. Del modo en que Flores representa la lealtad tradicional del gaucho, pues lleva varias generaciones sirviendo a la familia de Julián, Sergio Orlandi representará al arrendatario aprovechador, que, en ausencia del patrón, se aprovecha para beneficio propio de su campo (Thon 1029).

 

La casa museo, reflejo de un mundo pasado

 

Gastón Bachelard en La poética del espacio refiere al espacio de la casa como el primer universo en el que individuo habita y que, por lo tanto, la casa de la infancia es siempre muy compleja psicológicamente: antes de ser lanzado al mundo y a su propia historia, el individuo es “depositado en la cuna de la casa” (30). El hogar es entonces una suerte de armazón psíquico que sostiene al hombre, y en especial, es la morada de la infancia la que unifica e integra sus recuerdos y sueños.

En la primera noche que Julián y Lisa transcurren en Las Zanjas, duermen en la casa vieja de la propiedad. Luego, conversando, mencionan “la casa que servía de museo gauchesco […] tan preciosa que no parecía un museo sino un lugar para vivir” (29). Notamos curiosa la forma en que se presenta esa casa que no es más que un museo, algo prefabricado pensado como muestrario de antiguas costumbres, a la casa donde se crio Julián y la que aspira tener: vivir él también en la mentira del museo. La descripción de esta residencia trae a la memoria de Julián el recuerdo de la “difunta estancia de mi familia materna. La misma donde mi madre pasaba sus veranos” (30). Esta remembranza estimula en el protagonista el deseo de construir una mansión digna para Las Zanjas, realizando una “copia” de la estancia que había pertenecido a su familia materna:

 

Habló de un corredor bajo, sostenido por pilares blancos, tejados, paredes tan gruesas que las ventanas sirven de asiento, un mirador, un patio. Vi lo que me contaba […] Hasta que de pronto los datos se reunieron. Comprendí que conocía esa casa. Creí soñar. La requeteconocía (29).

 

 Decide elegir para la tarea de construir esta nueva morada a un viejo amigo de su hermano “cuyo espíritu creador no se sintió del todo vejado porque le encargara una copia […] así que aceptó” (32). Este espacio que el personaje reivindica no será, sin embargo, nada más que una mera copia de sus recuerdos de infancia. Julián trata de emular un pasado “glorioso” con la reconstrucción de la mansión en medio de la llanura pampeana. Pero en esta novela, la casa no será más que una parodia: se la construye, a diferencia de aquella que recordaba Julián, sin un verdadero fin útil, con un sentido más estético que práctico. Lisa tiene incluso la ocurrencia de hacer una piscina, un elemento de incierta utilidad en la pampa, más propio de una casa de vacaciones —concebida según la comodidad burguesa— que de una verdadera mansión de estancia. Desde un principio, el protagonista presenta su incapacidad de comprender el espacio en el que habitará. Elige el sitio donde construirá la casa de manera aleatoria: “A alguna distancia de la casa vieja y junto al monte encontré por fin un espacio apropiado” (33). Como consecuencia de esta dudosa planificación, la casa tendrá un grave fallo; debido su blancura total, los pájaros chocaban todo el tiempo contra ella y morían:

 

En ese primer tiempo ocurrió algo raro: pájaros sanos, de plumas relucientes, aparecían muertos, con el pico roto, alrededor de la casa […]. Yo supuse que embestían las paredes encandilados por su blancura, y me pregunté con angustia si aprenderían la presencia de la casa blanca o estaba condenado a un tributo de pájaros muertos (60).

 

 Resulta evidente entonces que el gran defecto del que adolece esta construcción es su falta de historia. A diferencia de la propiedad materna que Julián recordaba, esta casa no representa a una antigua estirpe de estancieros. Más adelante, al regresar desde París a Las Zanjas, en la tercera parte de la novela Julián se va a París por una beca, regresando a la estancia (y a Buenos Aires) en la cuarta- Julián encontrará que esta residencia es el único refugio donde podrá esconderse del mundo y del sí mismo: “La casa vacía es un lugar ejemplarmente curativo bueno para lamerse y meditar” (373). Sólo en ella encontrará la paz que le es negada en el resto del mundo: “Mi casa y yo nos entendemos bien. Silencio y soledad. Basta de errores” (401). Pero cuando la mansión esté habitada nuevamente por su familia, Julián percibirá que realmente nunca perteneció a ella, y la abandona definitivamente: “Caminemos. Otra vez caminemos, a campo traviesa. Ya se ve mi casa” (446). La novela se cierra con esta última imagen de Julián alejándose de ella.

En Don Segundo Sombra se observa también cómo se manifiesta esta relación entre la casa, la familia y el recuerdo de la infancia perdida. Cuando Fabio llega a la propiedad que luego heredará, mira con desconfianza la casa principal (donde había vivido su padre), sintiéndola extraña. Esta casa remitirá al fantasma de su padre, una presencia diluida en su infancia. Fue éste el único lugar donde compartió momentos con una figura masculina que sólo después reconocerá como su padre: “La casa grande y vacía, poblada de muebles serios como mis tías, no me veía más que de paso. Seguían sus vastos aposentos siendo del otro hombre, cuya memoria no podía acostumbrarme a encarar como la de un padre” (221).

 

La relación entre hombres de campo y patrones

 

En Don Segundo Sombra una enseñanza fundamental para Fabio era que un buen patrón debía, previamente, educarse en ser un buen gaucho. Julián, en cambio, no podrá experimentar este gradual aprendizaje, dado que su condición de hombre de ciudad le impedirá en absoluto entender a sus peones. Esta incomprensión imposibilitará desarrollar lazos de afinidad entre el patrón y sus gauchos. Éstos lo percibirán, tal como se mencionó más arriba, como si se tratase de un extranjero. Será entonces indigno del respeto de los hombres de campo, como lo demuestra el trato que recibe del encargado de conducirlo hacia su propiedad: “Eligió la maligna diversión de vernos cambiar con nuestros valijones por una huella que llevaba a través del desierto hacia un monte de árboles” (16).

Cuando Julián intente poner en funcionamiento su estancia, su conflicto con los hombres de cambio “verdaderos” se volverá más explícito, pues la compleja realidad, representada por estos, chocará en numerosas ocasiones con el permanente estado de ensoñación en que vive el protagonista. El encargado de hacer funcionar la estancia será el capataz Sergio Orlandi, de quien nos hemos referido más arriba, quien se mudará a Las Zanjas junto con su familia. Curiosa la forma en la que Julián los ve, hasta parece molestado por la diligencia y la “realidad” que representa esta llegada:

 

El diablo se lleve sobre todo a Orlandi. Desde que ha llegado no deja de trabajar. […] Tales intercambios han producido dos hijos altos, boquiabiertos […] No olvido a la madre, madame Orlandi, buena mujer, cabal hermana de sus hermanos, álamos con faldas. Como medida inaugural tuvo a su cargo arruinar nuestros domingos, inmersos hasta entonces en la espléndida vaguedad de Las Zangas (118).

 

Su novia Lisa también los odia, desde el día que llegaron: “-Con éstos se terminó todo” (123). Notamos la marcada ensoñación en que viven los patrones y su molestia ante los verdaderos trabajadores del campo –y los que van a poner en actividad la estancia-.

Por otra parte, aunque en un comienzo el protagonista pretendía convertirse él mismo en un “moderno estanciero”, terminará por delegar progresivamente todas las tareas en su capataz. En este sentido es especialmente simbólico el destino de las revistas de la “Asociación Criadores de Charolais” que el protagonista había comprado y comenzado a leer: “por fin pasaron a aterrizar directamente en la casa de Orlandi […] donde fueron regularmente empleadas por su mujer para encender el fuego” (125). Esto demuestra el abismo existente entre el mundo de Julián, que concibe el manejo de la estancia como una suerte de saber más libresco -aunque no llegue a aprenderlo realmente-, y el mundo de los hombres de campo “reales”, que están en contacto genuino con la vida rural. Es paradigmática también la escena en que se exhiben destrezas rurales, que tanta importancia tenían en Don Segundo Sombra. Si allí la doma era un elemento fundamental en el aprendizaje del gaucho, en Los galgos sólo encontramos un episodio de prácticas gauchescas, la yerra, que será realizada habilidosamente sólo por Orlandi. Julián lo verá todo como un simple espectador, sabiéndose totalmente ajeno e inhabilitado ante tales proezas. Incluso el propio Flores se convertirá en un objeto de burla para los peones, quienes no perdonan al que no se muestra digno de respeto: 

 

Flores también resulta ser un maestro desconocido, pero cada uno de sus desempeños desencadena diluvios de carcajadas. Los recibe con mansedumbre avergonzado solamente de que yo descubra su status comunal de bufón. No me sorprende. ¿No lo soy en cierto modo? (129).

 

Los animales en Los galgos, los galgos

 

Los galgos Corsario y Chispa reflejan en la novela el devenir de la vida del protagonista en su proceso de adaptación al campo. En un principio, Corsario será un simple elemento más con el que se intenta dotar a Julián de una imagen (estereotipada, como ya hemos dicho) de propietario rural: “— ¿De modo que estanciero? — me dijo (creo que mi hermano se puso nervioso) — lo primero que hace falta en el campo es un perro. Yo te lo voy a regalar. Sentí una emoción rara” (13). Con el paso del tiempo, sin embargo, este galgo se convertirá en el gran compañero del protagonista. Con la llegada, posteriormente, de otra perra, Chispa, se conformará una pareja de perros que en ciertas ocasiones será un reflejo de la pareja de Julián y Lisa. Una pareja incluso más “afortunada” en tanto que podrá tener hijos, a diferencia de los protagonistas. No será casual que la ruptura con Lisa tenga lugar casi en simultáneo con la muerte de Corsario: “Murió herido como un leproso, casi degollado a colmillazos […] en una gran batalla” (139). Los perros son, junto con Lisa, el único verdadero amor de Julián. En su regreso a Las Zanjas desde París sólo encontrará a la perra Chispa, que enloquece de alegría al verlo: “¿Es ella? Cuando levanta la cabeza me ve. Abro los brazos. Se incorpora. Viene. Viene. Retorciéndose, riendo, casi desvanecida de felicidad, gimiendo, gruesa, blanca, los dientes mochos, envuelta en moscas” (355). El título Los galgos, los galgos evidencia la importancia que estos animales juegan en la novela: son una de las pocas cosas realmente bellas y hermosas en la existencia de Julián, profundamente unidos a su vez a la vida en Las Zanjas. Esto se demuestra cuando el protagonista pide a Lisa un dibujo de un galgo para utilizar como marca del campo:

 

—Quiero un favor: que me dibujes la marca del campo.

— ¿Qué marca?

—La que tendrán mis animales cuando se vayan a los arrendatarios

 […]

— ¿Y cómo? ¿Unas zanjas? Parecerán vías de ferrocarril

—Nada de zanjas. Un galgo (41)

 

Muchos animales cumplirán también un rol lírico en la representación de la pampa, como símbolos de una profunda belleza que conmueve al protagonista. Es el caso, por ejemplo, de unas garzas cuyo vuelo observa: “Una garza levanta vuelo como un ángel que acompaña a su pupilo. Demasiado bella. No mirarla. La belleza excesiva cómo parte el alma” (364).

Pero también liebres, hormigas y hasta murciélagos aparecen admirados por Julián: “Una buena mañana las hormigas coloradas surgieron entre dos baldosas del cuarto de baño. Son simpáticas, inofensivas y valientes. Contra mi voluntad las combatí” (111).  Si estos animales no son vistos como usurpadores en la novela sí lo será –contrariamente a lo esperado- el ganado que vaya a criar. Las ovejas, los toros y las vacas; son descriptos como animales invasores, que aparecen solo para demostrar el choque que siente Julián sobre el sentido de su estancia:

 

-Vienen –dije con sobresalto, pues cada motor que se acerca me disgusta, y este mes todo ha sido motores que se acercan-

-¿Vienen? –murmuró Lisa, siempre distraída.

El ruido cesó (abrían la tranquera), continuó, volvió a cesar (cerraban la tranquera). Recomenzó cada vez más próximo.

-¿Será posible que no se pueda tener un minuto de tranquilidad?-

Lisa pareció muy sorprendida.

-¿No estás esperando que lleguen los toros? (114).

 

A los toros los describe como “tres monstruos” (115), precedidos por las vacas y las ovejas. Las ovejas las representa como una marea lentísima, torpe y lenta, adormiladas y feas:

 

Balando mansamente, las ovejas recién llegadas se expandieron por el campo. Fuero una decepción. Nada idílico en ellas, como pude creer alguna vez. Animales parduscos, sebáceos, malolientes, provistos de mocos indescriptibles, aquejados por toses de vieja, dotados en el mejor de los casos de malignidad, en el habitual de imbecilidad, en fin, las ovejas (117).

 

De entre todos estos animales que pueblan la estancia y la pampa, la presencia de los perros se destacará en todo momento por su profundo valor tanto lírico como simbólico en tanto representantes de la estancia.

 

Una expedición a la frontera: el fallido “viaje iniciático” de Julián

 

Los viajes son una constante en Los galgos, desde el momento en que el protagonista decide instalarse en la estancia sólo los fines de semana, residiendo el resto del tiempo en la ciudad. Esto implica que Julián cambia permanentemente de un espacio urbano, Buenos Aires, a otro rural, la estancia. Durante toda su residencia en Las Zanjas, Julián emprenderá una única excursión a través del campo, con la intención de visitar las estancias vecinas:

 

Durante meses tuve un proyecto que no me decidía a poner en práctica. Conocer las viejas estancias que pueblan la región, saber sus historias, tener alguna idea sobre sus habitantes. El proyecto fue variando y por fin quedó en una visita a Cañada Grande, propiedad de dos viejos que tuvieron relación con mis padres y cuyo solo nombre —Acuña— hacía ahuecar la voz de mi hermano (87).

 

Entonces, el protagonista emprende la expedición a caballo, acompañado por sus galgos. En un principio, la emoción del viaje hace que se sienta como un expedicionario del siglo XIX, que buscaba internarse en la frontera con el indio. En especial, Julián se muestra especialmente excitado por cruzar el río Salado, evocando de esta manera a los padres fundadores del estado argentino, quienes pertenecían además a la misma clase en la que él busca insertarse:

 

El nuevo tramo del viaje me llenaba de emoción, incluía el cruce de un río, el Salado, que —entre otras anécdotas que le incumben— pasara de niño el general Mitre sobre el recado de un joven gaucho de ojos azules que resultó ser Juan Manuel de Rosas […] cruce que exaltaba mi fantasía: primero por razones históricas; segundo porque tenía noticia de más de un bañista ahogado, y tercero porque estaba impaciente por transformarme en conocedor de la región (92).

 

Sin embargo, la energía de toda la empresa quedará truncada rápidamente. A mediodía estarán cansados y hambrientos tanto el jinete como sus perros y su caballo. Pasará la noche en una estancia, en la que se verá obligado a reconocer sus enormes deficiencias como hombre de campo. A la mañana siguiente, amanecerá dolido físicamente por la excursión, extenuado por la aventura: “Amanecí paralítico. Intenté unas gimnasias y por un cruel momento creí que la expedición había llegado a su fin. Arrastrando las piernas, acribillado a punzadas” (91). Luego partirá hacia el río Salado en compañía de un baqueano dispuesto por el mayordomo de la estancia. Enfrentado a la realidad del espacio de sus ensoñaciones, Julián se siente desencantado; ni el río es tan imponente como lo imaginaba ni tampoco hay ya una “frontera” que ganar al indio: “Hablando mal y pronto, es un río que no vale nada. Un curso color pardusco y pare usted de contar” (93). La travesía finaliza representando el desengaño del protagonista con la vida rural, previamente idealizada. Tampoco ha conseguido reafirmarse a sí mismo como jinete, algo tan importante (como hemos visto más arriba) en la construcción de la “imagen” del estanciero. Julián, al día siguiente en Buenos Aires, estará agotado por la cabalgata. Debe reconocer, con ironía, que no es el gran héroe que se imaginaba: “Así debió sentirse el Cid después de una batida de moros, aunque no soy el Cid y medio moro acabaría conmigo” (133).

 

Conclusiones

 

Finalmente, la escritura de Gallardo en Los galgos, los galgos no será entonces otra cosa más que la melancólica y paródica reescritura de una adecuación: del campo argentino, de una escritura y de una tradición. Como si con una resignación activa en un mundo masculino y patriarcal no bastase, Sara Gallardo no volverá a escribir otra novela sobre el campo argentino ni sobre la pampa; concluyendo así su relación con esta parte de la historia literaria de su país. Gallardo decreta así el agotamiento del género, abriéndose a nuevas propuestas estéticas y a otros recursos textuales.

 

 

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