Extractos del libro inédito Piedras para Babel. Fragmentos sobre la traducción

Adalber Salas Hernández

New York University

as7585@nyu.edu

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Samuel Beckett, quien parecía vivir en el punto ciego de lo decible, escribió un poema titulado Comment dire. En él no hay hablante lírico, no hay un yo que se enuncie; apenas un espacio vacío donde el texto poético se despliega, tropezando, dudando, tratando inútilmente de dar con su propio decir:

 

ce —

comment dire —

ceci —

ce ceci —

ceci-ci —

tout ce ceci-ci —

folie donné tout ce —

vu —

folie vu tout ce ceci-ci que de —

que de —

comment dire —

voir —

entrevoir —

croire entrevoir —

vouloir croire entrevoir —

folie que de vouloir croire entrevoir quoi —[1]

 

 

Los primeros versos del pasaje citado parecieran ensayar las diversas permutaciones de deícticos que permite la lengua francesa para señalar algo que está presente, interrogándose sobre cómo nombrarlo, comment dire, cómo decir eso que está presente, ese cuerpo u objeto que nos resulta incognoscible porque somos ciegos como la página en blanco. Cuerpo u objeto que, sin embargo, es visto, vu, por las palabras: folie vu tout ce ceci-ci que de. Las palabras lo ven, pero no lo tocan. Sin embargo, poco a poco la visión se va haciendo más lejana, más remota, como si con cada nuevo verso la capacidad del lenguaje para señalar disminuyera: voir, entrevoir, croire entrevoir, vouloir croire entrevoir. Del ver al querer creer que se entrevé hay un trecho insalvable, la falla que separa a las cosas de las palabras.

La pregunta por el decir, por el ver, desemboca en una locura específica. La lengua, queriendo decir el mundo, apenas lo interpreta. Pero no lo contiene; si retrocedemos hasta la pregunta inicial –comment dire, cómo decir–, nos tropezamos con la incertidumbre, la mudez. Beckett, al escribir un poema que renuncia a la ficción de lo decible y, con un mismo movimiento, obliga al lector a la misma resignación, trabaja a la sombra del mito de Babel, único mito que tenemos sobre la imposibilidad de enunciar certeramente el mundo. Incluso pareciera apoyarse en la misma impersonalidad, el mismo vacío blanco. A propósito de esto, anota Paul Zumthor en Babel ou l’inachèvement: “Le récit babélien ne connaît de personnage que collectif et sans nom; par là même, l’image qu’il transmet flotte un peu et n’interpelle qu’indirectement le sujet que je suis, que vous êtes.”[2] El texto de Beckett elimina el rasgo colectivo del personaje –de plano elimina toda noción de personaje. Resta, eso sí, esa anonimia inquietante que nos hace sentir interpelados.

Al colocarse en ese espacio del cual huye la palabra y queda apenas su rastro o su intuición, Beckett escribe un texto que nos coloca en el grado cero de la traducción.

 

*

 

Hay algo en la traducción que remite siempre a la vista. De nuevo: voir, entrevoir, croire entrevoir, vouloir croire entrevoir. Como si, para empezar a traducir, fuera necesario dar un paso atrás, colocarse más acá de los vocablos, detenerse justo en la orilla del lenguaje. Tratar de mirar al mundo despojado de la violencia del lenguaje que lo reinventa. “Pour bien traduire, il faut voir la chose et l’exprimer à nouveau”, escribe Jean François Billeter en su ensayo La traduction vue de près[3]. Así pues, la traducción es primero un ejercicio de la mirada. Un enseñar a la mirada a callar.

 

*

 

Pero no es se trata de una mirada cualquiera, sino de una mirada suspicaz. El primer gesto de la traducción es de desconfianza. Su primera tonalidad emocional es la sospecha. Perder la fe en el poder de las palabras para fijar las cosas: allí está el origen de toda traducción.

 

*

 

La reacción inicial ante un texto en otro idioma: indescifrable de buenas a primeras, áspero, repleto de altibajos, con una topografía accidentada. Y luego, poco a poco, emergiendo de esa suerte de glosolalia, cuajando en un sentido, como un cuerpo extraño que poco a poco se va haciendo familiar bajo las manos.

Cercanía del cuerpo textual al garabato, a la tachadura.

 

*

 

Ante el texto escrito en una lengua ajena, la pregunta. Pero, también, la misma pregunta al intentar traducirlo a la lengua materna. Como tratando de hallar entre ambos un terreno común, secreto, revelado sólo gracias a la duda. Al interrogar a las palabras de las que nos valemos, las palabras que intercambiamos con nuestros semejantes, las forzamos a significar de forma diferente –no más justa ni más exacta, pero quizás sí más lúcida, más consciente de sus propia impotencia.

En Acerca de la fenomenología del ritual y el lenguaje, Gadamer escribe: “Incluso cuando dos hombres hablan la misma lengua, no obstante, procuran encontrar en cualquier conversación el lenguaje verdadero, el lenguaje común en que los interlocutores se comprenden. Cualquier palabra es pregunta, tanto la aprobación como la réplica.”[4] Al buscar un lenguaje verdadero –no comparto el entusiasmo de Gadamer por este calificativo–, un lenguaje más apegado al querer decir, todo lo dicho se vuelve interrogación. Bajo cada palabra suena: comment dire…?

Gadamer apunta con atino un fenómeno importante para pensar este primer momento antes de la traducción: la extrañeza que recorre toda la experiencia del traductor no proviene exclusivamente del encuentro con la lengua del otro, sino el descubrimiento, a través de ésta, de la otredad que constituye el núcleo de la lengua materna.

 

*

 

En el Retablo de las maravillas, Cervantes hace decir a uno de sus personajes, Benito Repollo: “Siempre quiero decir lo que es mejor, sino que las más veces no acierto.”[5] Puede que no haya mejor formulación del oficio del traductor: el intento por decir con certeza, sin poder finalmente acertar. Y es que la fuerza motriz de la traducción es el equívoco, el error. Entre dos lenguas, sin importar cuán cercanas sean, siempre hay múltiples desencuentros. De esos deslizamientos del sentido, imprevisibles e incontrolables, se alimenta el traductor.

Al traducir, aprovechamos esa primera fascinación por vocablos cuyo valor expresivo encontramos ampliado por nuestra ignorancia. De este desconocimiento proviene esa fuerza reveladora que intentamos imprimir en el texto final.

 

*

 

“No two languages are ever sufficiently similar to be considered as representing the same social reality. The worlds in which different societies live are distinct worlds, not merely the same world with different labels attached.” Esto anota Edward Sapir en Culture, Language and Personality[6]. Es inabarcable la red de asociaciones cognitivas y afectivas que activa una frase –y es completamente imposible predecir con exactitud cómo funcionará en ciertos contextos. Una traducción no puede abarcar el amplísimo espectro de posibilidades que ofrece el texto original. Su apuesta es otra: equivocarse de la manera más provechosa, más fértil.

Puede  que la traducción sea el único arte cuya base –de hecho, cuya principal experiencia– sea el error.

 

*

 

La radical desconfianza que el traductor experimenta con respecto a las palabras –propias o ajenas, pronunciadas o escritas en no importa cuál lengua– termina por desembocar en una puesta en cuestión de la propia subjetividad. Queda suspendida la validez de todas esas construcciones verbales sobre las que se sostiene el sujeto, todo el andamiaje interno que lo mantiene. Para traducir, se debe colocar en el lugar donde los lenguajes se cruzan y chocan, donde la fricción entre sonidos recuerda la de animales en la oscuridad.

 

*

 

Traducir: yo no es otro: yo es ninguno.

Notas

[1] Samuel Beckett. The Collected Poems of Samuel Beckett. Nueva York, Grove Press, 2012.

[2] Paul Zumthor. Babel ou L’inachèvement. París, Éditions du Seuil, 1997.

[3] Jean François Billeter. Trois essais sur la traduction. París, Éditions Allia, 2014.

[4] Hans-Georg Gadamer. Mito y razón. Barcelona, Editorial Paidós, 1997. Traducción de José Francisco Zúñiga García.

[5] Miguel de Cervantes. Entremeses. Madrid, Galaxia Gutenberg, 2013.

[6] Edward Sapir. Culture, Language and Personality. Berkeley, University of California Press, 1966.



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