Donde empieza el misterio

Natalia Castro Picón

 

Después la niña miró a su compañera con una sonrisa de cristal quebrado y los ojos encendidos. «Bueno, ven», ordenó, y agarró su mano para arrastrarla en una carrera hacia los yuyos que había detrás del edificio de la escuela. Allí estuvo buscando por un momento con la mirada el lugar adecuado, hasta acercarse despacio bajo la escasa sombra proyectada por el muro que separaba el patio del descampado. Hacía un calor de caléndula, así que las dos tiraron la chaqueta en el suelo, y mientras una se zarandeaba funambulescamente, caminando una soga invisible la otra se sentó en la tierra y comenzó a arrancar tallos largos y solitarios de las malas hierbas.

«¿Y entonces…, qué?»

«Pero, a nadie, ¿eh? Júralo.»

«Sí, lo juro, lo juro, vamos.»

«Es alto como esta tapia y tan viejo… ¡qué podría ser tu padre!»

«¿Tan viejo?»

«Bueno, o no tanto, porque él no tiene blanco el bigote»

«¿Y qué te dice?»

«Me dice “niña”, a mí no me gusta cuando me llama así, pero da igual porque no me trata de niña, me lleva a los cafés y hablamos, a veces me pregunta cosas. Piensa que voy a ser muy buena cuando sea bailarina.» La niña sigue haciendo equilibrios en su cuerda floja imaginaria, y en ese momento da un giro de ciento ochenta levantando la pierna todo lo posible, graciosamente, apenas a medio metro del suelo. «Dice que cuando eso pasé él quiere ser mi marido.»

«¿Te ha dado alguna vez un beso?» divertida desde el suelo observa la silueta de su amiga agigantada desde aquel ángulo, moviéndose como la figura de un joyero musical, aunque a trompicones.

«No, nunca. Qué asco.»

«Y entonces ¿cómo va a ser tu marido? Los esposos se besan a veces, sobre todo de novios.»

La niña detiene su danza y se sienta en el suelo, pensativa, con la falda del colegio extendida y la ropa interior directamente sobre la tierra y los yuyos. «No lo sé. Me coge la mano y me abraza por aquí», dice tocándose los hombros. «Júrame que no se lo vas a contar a nadie. Como lo cuentes te tiro de los pelos. Te mato. Le cuento a Pablo que te gusta y que fuiste tú quien escribió las hojas de su cuaderno.» La otra mira con gesto temeroso y niega con la cabeza, cruzando los dedos a la altura del pecho.

«Ah, y mira lo que tengo. Se lo robé ayer del maletín» Saca dos cigarrillos arrugados de un bolsillo de la mochila, mostrándolos con cara de orgullo, y después un mechero del bolsillo de su chaqueta. Enciende uno y se lo pasa a su amiga, que acepta el silencio. Luego se enciende el segundo para sí. Las dos se aguantan la tos.

«Escribe unas cosas, unas cartas, me las lee pero no me las da por si me las encuentra mi padre.»

«¿Y que pone?»

«Cosas rarísimas, nunca las entiendo. Él se ríe porque no entiendo. No me gusta nada.»

«A lo mejor si te diera alguna podríamos descubrir que pone, con el diccionario.»

«Ya, pero no me las quiere dar. Las rompe.»

«¿Son cartas de amor?» dice queriendo decir otra cosa, al final, en la seguridad que le proporciona el cigarrillo, se lanza. «¿O guarradas?»

«¡No! Qué asco, no. Son como frases difíciles. Algunas sí las entiendo, pero pocas. El otro día dijo ¿qué dijo? Yo me enfadé porque se reía. «Dijo,» recordaba haciendo muecas de gran esfuerzo, «cuando tú te adentres en el mar, yo seré solo una huella en la arena, de la que te alejas» luego, con el resto de su colilla achicharró intencionalmente una hormiga. «No se lo puedes decir a nadie.»

El sol, cansado de estar quieto, comenzó su lenta bajada hacia el oeste. La otra que había estado escuchando trazó en la tierra con un palo una palabra ilegible, y después, con el mismo paló, la borró.

«Que no lo digo, tranquila.»



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