Beatriz o la genealogía del infierno

Roberto Elvira Mathez

 A Sebastian Ayo, quien se suicidó y me llevó consigo

 Vincendo me col lume d’un sorriso,
ella mi disse: “Volgiti e ascolta;
ché non pur ne’ miei occhi è Paradiso”
(17-20, Canto XVIII, Paradiso)

…temí que no me abandonara jamás la impresión de volver.
(Aleph, J.L. Borges)

 

/Beatriz/ nombre derivado de la forma latina Beatrix, es la forma femenina del tardío nombre latino de Viator, “viajante, viajero”. Beatriz también era tú nombre y se debía repetir dos veces, como toda poesía para Jackobson. La primera vez porque costaba pronunciarlo, vos evitabas la facilidad de las claras respuestas y era tentador repetirlo cuando de regreso y a solas y sin ti en el camino entre el estacionamiento y el motel; y dos veces porque tu nombre y Houston, Texas, donde nos encontrábamos, no congeniaban y en cambio me llevaban a Italia y a la Divina Comedia.

Pero si nos volviéramos a ver, me dijiste, no sería en el Paraíso. Esto me decías en nuestros últimos días cuando aprendiste sobre el miedo y repetías la palabra hasta exorcizarla y volverla alguna esquina del otro lado de la ciudad: Infierno, infierno, infierno. Habías hecho todo lo posible por adelantarte en la cola, me dijiste, y me mostraste tus muñecas con aquellos estigmas de piel santa, como una cordillera o un horizonte al cual traspasar, riéndote porque aparentemente ahora no habrías de tener necesidad de ese atajo.

Tu catolicismo, de padre mexicano, tenía el encanto de aquellas catedrales vacías donde ya solo van los migrantes buscando escapar de la lluvia. Nunca supé porque me seguiste hablando, o si quiera porque te acercaste a esa mesa de café donde yo, este adolescente demasiado grande, escribía un nombre e intentaba describir la psicología de un personaje con el perfil y el color castaño de una cabellera rapada a los costados, el tatuaje de una pirámide en el lado derecho, con un vestido azul sin mangas y unos pantalones rojos tachados y cortados que se escondían debajo de la mesa donde vos te habías venido a sentar, enfrente mío, sin preguntar si había alguien.

A lo mejor te acercaste porque sabias que te ibas a morir y eso, también me dijiste alguna vez, te hacia valiente. Pero vos no me dijiste “valiente”, nunca hablabas así de ti, ni siquiera te gustaba ese vocabulario de las estanterías de los usados y los panegíricos. Esa tarde, cuando las montañas detrás del perfil de la camarera sirviéndonos la quinta o sexta taza de café a ambos, se apagaba, ya me habituaba peligrosamente a tu sonrisa. Entonces me hablaste de tu nombre y me recomendaste libros, de los cuales todos ahora están desparramados en esta mesa de motel, donde la montaña, de la cual acabo de regresar en un intento por escalarla, confirma esa cita de Camus que vos turnabas con bocanadas de humo en esta misma habitación donde me dijiste debíamos esperarlo a Virgilio: el amor es injusto y la justicia insuficiente. Nunca supe a cuál justicia te referías, si alguna metafísica, como la de hasta último momento no encontrarle sentido a este mundo finando en otra cama de otro motel al lado de otro hospital, sentido a esta velocidad de relojes y pastillas llevándonos desesperados hacia la casa de tus padres a las afueras de Austin, sentido a este tú y yo tan mal escrito; o si era una injusticia material, como la de no poder pagarte los medicamentos porque no tenías el dinero, ni la seguridad médica, ni todo aquello por lo cual, frente a la puerta del hospital de Houston, aquella funeraria en medio de la ciudad de avenidas y faroles, te dejaban march(it)arte.

Por suerte te guardaste al menos una moneda para Caronte. A veces siento culpa porque gracias a ese padecimiento pude conocerte, pude vivir doble porque en tú desparramos de vida y tiempo durante tus últimos tiempos, yo me llevaba conmigo todas las noches, detrás de los parpados o sobre la cama,  el vértigo de conducir a cien sin manos, los cielos de Houston, bruces detrás de un Texaco porque alguien te miró mal, los acentos mexicanos y salvadoreños de tu familia y amigos, humo de cigarros en techos sin nadie y con todas las estrellas, el sexo de las peleas con las promesas de eternidades después, tu mano leyendo mi mano en esa mesa de café, ya de noche, y los faroles infinitos en la playa de estacionamiento, cuando todavía no sabía sobre los finales y las despedidas, ni de ti tan cerca de ambos, y era solo un adolescente en busca de si y una montaña donde me prometí, en esta habitación cuando esperaba que te vinieran a recoger, dejarme perder para encontrarte después en nuestro intimo infierno, donde me dijiste seguro te encontraría.

Había venido a este país y a esta ciudad con su montaña y a este café cerca de su base, solo porque necesitaba de un lugar ajeno a mi lengua, mis padres, mis lugares. Mi intención era perderme en el desierto como los personajes de Auster, pero calculé mal y quedé varado a lado de una montaña mínima en camino a Nuevo México desde Houston. En casa, había dejado unos poemas en unas antologías y la ignominia de una terminal de embarque vacía de amigos y hermanos. Después de un matrimonio demasiado temprano, y un divorcio demasiado temprano por ello, después de ser despedido de la única carrera que podía discernir, después de cientos de manuscritos enviados por correo para volver al otro lado de mi ventana como las cenizas de las quemas en editoriales cansadas, mi última esperanza yacía en repetir la historia de Kafka y Pessoa, postergar la posibilidad de mi nombre a un baúl o la necedad de un amigo. Pero yo no tenía aquel baúl ni aquel amigo, me di cuenta tarde, ya en el pueblo cerca de la montaña. Pero tardé en contarte esto, esquivando la pregunta e inventando refugios, y solamente cuando por fin vi que me ganarías la carrera hacia el averno, te cedi mis secretos y en ese asiento de copiloto, atorados en un embotellamiento, te reíste y me aconsejaste que buscara a Virgilio en la montaña para que me guiara a ti del otro lado.

Me regalaste una copia de la Divina y me dijiste que no la tocara hasta cuando escalara la montaña. Al leer los pasajes en una de las caras hechas de roca y arbustos, ya el frio imposibilitando mantener el libro abierto, encontré una parte subrayada. Aparentemente los suicidas, como castigo, vuélvense árboles en el infierno. En esa montaña, entre los arboles de su base, esperé, me enfrié y pasé hambre, pero Virgilio nunca vino y yo nunca llegué a la cima de aquella montaña ahora tornándose anaranjada, morada por el retumbar de pasos y puertas cerrándose en el motel recordando a los conventillos porteños. Aquella montaña ya no es la misma, “pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita”, así dice el libro de Borges que me disté, ahora las paginas soportando el desnivel de la mesa bajo una de las patas de la misma.

Pude volver de esa montaña, pero nunca salir de esta habitación de motel donde herede todos tus libros, como tampoco pude nunca reconciliarme con la idea de permanecer inmutable, arbóreo, cuando tu pasaras cerca gritando mi nombre. Pero todo cambia, incluso cambió el infierno desde nuestro último café. Aparentemente, así dice la radio mientras me recostaba donde hace dias vos echabas llamas y la fiebre te hacia echarme de tu lado porque mi calor era mortal y el tuyo pertenecía al averno. Beatriz, la Iglesia de Bergoglio negó la eternidad de la condena. Solamente desde el siglo XV el castigo y el infierno fue eterno, alegaron como justificación. Supongo que Caronte, quien separa el infierno y el purgatorio, ha quedado sobrecogido por el trabajo porque todo el mundo ya podrá cruzar. Pero no es suficiente, no basta con acortar la pena, y por eso, para exorcizar esta culpa, para justificar esta cobardía, escribo este cuento, malogrado porque su tú ya no lo puede leer, ni su yo quisiera terminarlo. Pero esta es la única manera de evitarte el infierno. El infierno, hecho discurso, deja de existir.

Algunas religiones no permiten la iconografía de sus dioses y otras castigan cualquier mención del nombre de sus mesías. Yo las entiendo, historiografíar lo eterno, trazar la genealogía del siempre, señalar la construcción de lo perentorio, desapodera la idea, la escribe, la vuelve ficción. Otras teologías del infierno explicitan con imágenes y crueldades, como uno de los seis reinos del samsara, el Naraka del budismo. Otras teológicas con narrativas cíclicas suelen mostrar el infierno como un período intermediario entre la reencarnación, como el reino de los muertos de la mitología china, Diyu. El existencialismo, tras soterrar la religión del colectivo, torno al Otro en el infierno. A veces incluso al Amor, así las uniones de dos deseos infinitos por Otro terminan en la angustia, en un íntimo averno. Mi infierno era tu salud, aunque para nosotros el infierno siempre vino desde fuera. En tu casa, madre texana y padre mexicano, el trabajo a deshora en el campo y los salarios básico en las cafeterías al costado de la ruta, forzaron una fe en el después. Pero para mí el infierno era ver como los días empalidecían guardados en tu piel,  era la perdida de sueño en la antesala de los doctores, las sobre horas conduciendo de una clínica a otra, las toses que frenaban tus lecturas hasta media noche, la inmutable montaña ante tu mutación, la avidez por esbozar una biografía y el temblar del pulso, tu fe en un dios que te condenaba. Pero quien sabe, a vos mismo te gustaba llevar contigo un rosario el cual todavía pesa, ahora, sobre mi cuello.

Todas las religiones abrahámicas, monoteístas, tenemos nuestros infiernos. La cristiana es una traducción tardía del griego Haidas, en cambio para los hebreos es Gehena, nombre derivado de un valle cerca de Jerusalén, denominación que comparte etimología con el Islam, para quienes el infierno es el Yahannam, un lago de fuego cruzado por un puente del tamaño de un cabello el que te lleva al paraíso. En los Origines, alrededor del siglo III, incluso Satán terminaría por redimirse del infierno católico, pero Agustín de Hiponia y Santo Tomas condenaron a todos los pecadores, ampliando ad eternum el infierno, y por ello ambos se encuentran en el Paraíso de Dante. El protestantismo, como todo lo que se cría en el norte, ganó la severidad del frio y clausuro el purgatorio, y hace pocos se clausuró el limbo, cuando el papa Benedicto XVI ratifico la decisión de la Comisión Teológica Internacional. Nosotros, quienes leemos con caracteres latinos, con una gramática enseñada por helenos, olvidamos el politeísmo de nuestras primeras guerras y nuestras primeras cosmogonías, incluso ni siquiera reconocemos, al leer la República de Platón, que, según el padre de la razón, nosotros reencarnamos.

Por eso, hermosa, ve tranquila hacia la buena noche, no temas ahora. El infierno, si es que existe, existe solo como palabras, y tú y yo sabemos que las palabras sobran cuando callábamos los dos juntos y fumábamos y nos recostamos buscando, sin resultado, constelaciones entre las estrellas. Al desterrarte del Infierno, o desterrar el infierno de cualquier sea tú futuro, me he condenado a él. Al imposibilitar encontrarte en el futuro, en ese futuro del allá, aunque sea el infierno, he suprimido el futuro de aquí. Y ahora borro en este motel con nuestra montaña apagada tras su ventana, ni siquiera los faroles penetrando a lo lejos, aquello que te prometí, ese epitafio que eran las coordenadas de un reencuentro, y con ello hago, pienso, lo mejor para los dos, porque así vos te salvas, aunque así yo me pierda.



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