Artistas del hambre

Anaconda Montes

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Quisiera hablar sobre la pantera. Imaginaba negra la pantera que reemplazó al artista del hambre en esa jaula abandonada en el pasaje hacia las cuadras de los animales del circo. ¿Era negra? Hay panteras blancas y también nebulosas, leopardos y jaguares con distinto pelaje: pardo, rubio, negro como la noche.

No hay nada como un buen final, en un libro, en una fiesta, en una conversación. Casi desde el principio espero impaciente el final: lo anticipo, lo busco, lo cuido. Semilla que cae al corazón y se queda hasta convertirse en un nuevo comienzo; germina, como quien dice. Así que, por la pantera del final, esa historia de Kafka es una de mis favoritas. La pantera se queda rondando en mi cabeza, como en la jaula del cuento.

¿A qué huele una pantera? A sangre, a hierba, a tierra, al sudor de los felinos y a su saliva, a su sexo también. Olor selvático y animal. ¿Cómo será respirar la luz y las sombras a través de ese olor? Pienso en cuando respiro en el olor de un hombre las horas juntas de la noche o el día, o en el olor de los niños dormidos —pan fresco y tibio— la honda calidez de esos sueños nuevos. Las rosas de los jardines guardan un aroma-amor de tierra, agua y aire, concentrado de transparencia, y bajo las flores colgantes de los borracheros se respira la luz borracha del sol.

¿Y en una pantera?

Yo suponía que los animales encarnaban en humanos y que por eso había cada vez más humanos y menos animales. Ahora pienso lo contrario, si la reencarnación existe, los humanos evolucionados encarnan en animales y después dejan de nacer en este mundo. Nuestra última experiencia en la tierra no puede ser humana, sería pobre ese final, y nos quedaría faltando casi todo de lo que llamamos “vida”. A los humanos, a los que nada sacia y no tienen contento. Todos somos artistas del hambre, según nuestra hambre, según nuestra audiencia y escenario. Apetito humano, pavoroso, selectivo.

El espíritu de los tiempos cambia, y el tiempo le da la razón a ese artista incomprendido que sabe contentarse con la felicidad de su arte, aquel que puede sobrevivir a la indiferencia, a la malinterpretación, al equívoco. Casi ninguno lo logra. No lo hace, por ejemplo, el artista del hambre entre su heno. Por eso los espectadores, ávidos, vuelven a detenerse ante la pantera, ese animal al que nada le falta y que parece llevar consigo su propia libertad, “escondida en cualquier rincón de su dentadura”. Hasta los dioses deben maravillarse ante tanta plenitud, ante la belleza de “ese noble cuerpo”.

Tal vez yo pueda contentarme con haber sido pantera algunas noches, con algunos amantes. Tal vez tenga que contentarme con eso. Pero no me contento. Voy, sin querer, tras ese olor salvaje. Quiero ser pantera todo el tiempo.

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