ISLAS DENTRO DE LA ISLA: REPENSANDO LA “OTREDAD” EN DOS DOCUMENTALES DE SARA GÓMEZ

Nils Longueira Borrego, Yale University

Yelsy Hernández Zamora, Yale University

Autor de contacto: nils.longueiraborrego@yale.edu

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Mucho se ha escrito y discutido sobre 1968, un año largo, dilatado, colmado de eventos históricos cruciales, de producción de obras literarias y cinematográficas excepcionales, un año de cambios que marcó profundamente el devenir de los años siguientes. En Cuba, entre otras cosas, fue el año de los premios a regañadientes a Heberto Padilla y a Antón Arrufat, el año en el que el gobierno de Fidel Castro apoyó el paseo de los tanques soviéticos por Praga. Sin duda, fue un año que anunció los duros tiempos que tomaban forma entonces y que se desplegarían en toda su extensión en las décadas siguientes y sus interminables años negros y grises. Un año en el que Sara Gómez produce los documentales En la otra isla y Una isla para Miguel.

La Revolución cubana en su primera década generó un discurso de inclusión social en el cual, repentinamente y por primera vez en la historia del país, segmentos de la población que hasta ese entonces habían permanecido al margen se convertían en protagonistas del proceso de construcción de una nueva sociedad. Ese discurso inicial instauró un patrón específico para la interrelación del sujeto con el nuevo contexto, en el que los valores nacionales se trastocaron con el programa que la Revolución venía a cumplir. De esta forma, el ideal social del concepto “Revolución” comenzó a percibirse como el criterio de negociación de los afectos, en función de su mayor o menor cercanía al criterio resbaladizo y ambiguo de lo “revolucionario.” De este modo, llegaron los tiempos en los que la nación comenzó a ser ante todo “revolucionaria,” es decir, por y para los “revolucionarios.” Este proceso vertiginoso de redefinición sostenida de la identidad nacional y de la propia estructura social generó otro proceso continuo de exclusión y aislamiento de individuos conflictivos dentro del nuevo esquema nacional.

En la otra isla y Una isla para Miguel son obras marcadas por el interés particular en los sujetos comunes inmersos en el violento momento de cambio social. Ambos documentales exploran el impacto del devenir de la gran Historia en el individuo de a pie, y en los modos y posibilidades de este de acceder a esa gran Historia. Sara privilegia un acercamiento microhistórico, en el que el relato del proyecto de nación se aleja de las grandes tribunas, de los actos, de los rostros y sucesos reconocibles propios del cine cubano de la década. Las grandes imágenes mediáticas del momento desaparecen frente al sujeto anónimo. Se atiende al individuo, a la siempre conflictiva relación sujeto-colectividad, y se busca individualizar a los participantes en el proceso revolucionario, rompiendo la magia del concepto abstracto de “pueblo.” En suma, se propone una indagación antropológica en el sistema de ideas de los integrantes de la comunidad y el modo en el que se definen a sí mismos, mientras negocian con el entorno que los rodea.

En la otra isla, Una isla para Miguel e Isla del Tesoro fueron los tres documentales realizados por Sara en Isla de Pinos. Este territorio, como explica Gerardo Fulleda León, se consideraba propicio para la agricultura y la ganadería, pero necesitaba mano de obra consciente que permitiera el desarrollo de estas actividades económicas (244). Particularmente en las esferas de cultivo de cítricos, de la ganadería y de la construcción, dicha mano de obra fue proporcionada por jóvenes que, según el Gobierno revolucionario, no se ajustaban ideológicamente al paradigma de “hombre nuevo” que debía llevar adelante el nuevo proyecto de nación. Allí, esos jóvenes y adolescentes eran organizados en campamentos y sometidos a un proceso de reeducación mediante un programa que combinaba el horario de trabajo en el campo, las vaquerías o la construcción, con el aprendizaje escolar y con el recreo, bajo la mirada guía de militantes que les instruían en diversas profesiones técnicas y los reformaban ideológicamente. Se aspiraba a que, gracias a las experiencias adquiridas durante este proceso de reeducación, al cabo de dos años los jóvenes pudieran reintegrarse a la sociedad como verdaderos “revolucionarios.”

Yissel Arce, en Relatos de exclusión. Indagaciones poscoloniales sobre raza y marginalidad en el cine de Sara Gómez, enfatiza que: “En ese momento, la isla resultaba un escenario ideal, fuera de la geografía insular central, pero a 142 kilómetros de distancia de la Ciudad de La Habana: una isla dentro de otra isla,” que, mediante el proyecto de reeducación de tantos jóvenes, evocaba el destino que históricamente se había reservado al territorio, conocido como Isla de los Deportados en la época colonial y luego, a partir de los años treinta del siglo XX, enclave del Presidio Modelo (67-68). Sin embargo, aunque Sara no conecta este nuevo proyecto de reeducación con la historia simbólica del territorio de la Isla de Pinos, sí ubica este espacio como “otro,” donde se desarrolla una realidad que corre en paralelo a la isla “central.” Si bien la “otra” isla pertenece al espacio geográfico oficial de la nación, es un lugar al que se confinan aquellos sujetos que, por diversas razones, representan lo que debe quedar “fuera” del proyecto revolucionario y por lo tanto deben ser “recuperados” de su condición de individuos desviados de la fórmula de lo revolucionario. La reeducación supone en primera instancia una limpieza, un proceso de re-culturización o sobre-escritura en clave del “hombre nuevo.”

Si bien Yissel Arce utiliza la condición meta-insular —isla dentro de una isla— para definir el espacio en el que ambos documentales se desarrollan, para nuestro análisis preferimos “pluralizar” la primera isla —islas dentro de la isla—, y de este modo repensar las subjetividades que Sara recoge en los textos fílmicos y las causas diversas que los han llevado a ese otro espacio.

En la otra isla, filmado en una granja paradójicamente nombrada “Libertad,” se estructura a partir de ocho segmentos que se acercan individuos que representan un conflicto para el discurso homogeneizador de la Revolución alrededor del paradigma del hombre nuevo revolucionario. A partir de las historias personales de varios sujetos, Sara se acerca a los posibles aspectos que determinan la necesidad de reformación en el contexto cubano: condiciones de pobreza, ideológicas, religiosas, raciales y de género que funcionan como los puntos de origen de estos sujetos en la nueva sociedad. Sus historias apuntan a dimensiones residuales, pertenecientes a un momento que ya no es. Los protagonistas de la obra de Sara quedan atrapados entre el presente y el pasado, como un anacronismo al que se denomina “problemas ideológicos.”

Las estrategias cinematográficas de Sara para abordar y analizar esos “problemas ideológicos” en cada segmento del documental apuntan hacia una concepción del texto fílmico como una instancia de identificación, un espacio democrático de producción de empatía. Los individuos ganan profundidad, dejan de ser personajes que necesitan que se les dé una voz para transformarse en sujetos históricos, una condición negada por la propia presencia en el campo de reformación.

Sara evita en En la otra isla el uso de la voz en off omnisciente que pudiera imponerse al espectador como único criterio de verdad —excepto en el segmento “La furia de los vikingos,” donde funciona como una suerte de nota al pie el explicar que el tema de los niños que “por su aspecto y violencia” han sido trasladados a la isla será tratado en un documental independiente, Una isla para Miguel. Además, la realizadora expone la estructura del filme: ella aparece en las secuencias de entrevistas, la voz en off que se utiliza es siempre la suya de forma que no remite a una realidad off-screen, incluye los esquemas de las secuencias, cómo están filmadas y organizadas proveyendo fragmentos del guion, y la presencia constante de las claquetas. De este modo, la ilusión generada por el cine y el aura de “ilusión” de realidad es reemplazada por un texto que muestra su hechura, por tanto, reforzando la autenticidad de lo filmado.

La literatura crítica sobre el documental se ha enfocado particularmente desde perspectivas poscoloniales al segmento protagonizado por Rafael, un joven cantante lírico que, por prejuicios raciales de sus colegas, debió abandonar su grupo e incorporarse a los trabajos en la isla. Es esta una de las historias más impactantes del documental, que representa crudamente los profundos complejos raciales que aún perduraban en Cuba, a pesar del discurso enarbolado por la Revolución. Pero, junto a la experimentada por Rafael, Sara presenta marginaciones de otros tipos que muestran la diversidad del concepto mismo de otredad dentro de la Revolución, el cual no puede ser reducido a un solo aspecto, sino que abarca facetas múltiples de la existencia.

Tras un intertítulo donde se lee “Una descarga de Fajardo (Esperamos que sea del agrado del público),” aparece en el escenario donde se realizan las actividades culturales Fajardo mismo, el instructor de teatro en el campamento, quien se nos presenta dando indicaciones a dos “actores” en una escena de reyerta. Después de un corte aparece Fajardo, en un plano medio, que se dirige a un público off-screen al que explica que su gran labor en la isla consiste no solamente en fomentar el trabajo, sino, y, sobre todo, la cultura a través del teatro. Así como la presentación de la escena constituye un ensayo para una posible pieza teatral, el discurso de Fajardo recibe el aire beligerante de esa situación anterior, de modo que su lucha particular por difundir el teatro en el campamento se presenta como el conflicto de un individuo y el sistema que se le opone. Su discurso, en tono defensivo y exaltado, se dirige a la validación de su trabajo como intelectual y artista, más allá de la labor productiva en la vaquería que debe desarrollar en estas nuevas circunstancias.

Fajardo aparece con papeles en la mano, como si sostuviera un libreto. La ambigüedad de su naturaleza como personaje o como individuo real se vislumbra desde el intertítulo, donde, con gran ironía, la realizadora espera que el público disfrute del discurso, que se confunde así con una obra de teatro, como las que podría poner en escena el propio Fajardo. En el intertítulo su arenga es referida como “descarga,” palabra que, en el lenguaje coloquial, implica un sentido catártico y, a la vez, de denuncia en lo expresado. Para él, la instrumentalización de la categoría “trabajo” dentro del discurso de la Revolución no es comprensible en los términos en los que se define, es decir, una concepción que privilegia solo un tipo de actividad física, relacionada a la producción de objetos, por encima de la expresión artística o la actividad intelectual. Por tanto, el discurso de Fajardo se opone a una clasificación de la actividad social que elimina el teatro como una praxis válida y necesaria y el sistema de valores éticos se redefine en función de los principios de un sujeto en plena lucha por preservar su identidad y sus motivaciones como ser social. Las palabras de Fajardo se erigen en alegato de defensa de una postura que no corresponde plenamente con el discurso oficial sobre el valor del aporte intelectual al proyecto revolucionario. La suposición de que semejante arenga pueda ser recibida positivamente por los espectadores del documental se reviste de connotaciones irónicas, provocando extrañamiento en la audiencia, puesto que distancia críticamente al espectador de lo que escucha, y produce un choque en el texto fílmico entre la postura oficial y su reverso.

La actitud de Fajardo, tal y como la muestra Sara, revela la posición de muchos artistas e intelectuales de su momento, cuya situación se agravaría en los años siguientes. La pregunta sobre el papel del intelectual dentro de la Revolución queda plasmada sutilmente en este segmento y se complementa en la entrevista a Rafael que le sigue. “Yo del arte me alimento,” dice también el cantante de ópera, manifestación esta considerada esencialmente burguesa y elitista.   

  Este eje temático, explorado en el documental desde la pluralidad de aristas que ofrecen en un principio Fajardo y Rafael, encuentra una nueva dimensión en la entrevista a Lázaro, el joven exsacerdote que trabaja en la vaquería. Lázaro se concibe como un intelectual dentro del documental a partir del pensamiento activo sobre su entorno, de su vocación irreductible de racionalizar y producir sentido del contexto social y político que lo rodea. Es un sujeto atrapado entre dos sistemas de creencias —el catolicismo y la ideología de la Revolución— que se planteaban como excluyentes entre sí, definiendo un conflicto de ideologías que tomó la forma de oposiciones binarias absolutas e insuficientes como “lo viejo” contrapuesto a lo “nuevo,” “lo reaccionario” enfrentado a “lo revolucionario.”

Lázaro articula ambos universos filosóficos en un humanismo que, según sus propias palabras ha desterrado cualquier noción de lo divino y la ha suplantado por la fe en sus propias capacidades para luchar por un futuro mejor para el hombre, lo cual mantiene evidentes resonancias del cristianismo, pero se distancia de él en su instauración de la violencia como único vehículo para la transformación social.

Precisamente, el tema de la violencia aflora en la conversación entre Lázaro y la cineasta cuando esta, sentada en la vaquería, al mismo nivel de su interlocutor, le confiesa: “Hay una realidad, yo creo en ti” y le pregunta si aún existe algo que le una a su antigua fe. Las palabras de Sara, su actitud desenfadada pero respetuosa, constituyen estrategias propiciadoras del diálogo, un diálogo que se asume entre iguales, sin jerarquías, dirigido sobre todo al entendimiento mutuo. Pero a la pregunta Lázaro responde que no tiene dioses: solo ese deseo de luchar por el hombre y su futuro pudiera, en última instancia, calificarse como su Dios. Sin embargo, la violencia, de la que ha sido testigo y que considera inevitable en cualquier proceso de transformación, le separa radicalmente de sus creencias previas. Sara estructura hábilmente el fluir de la entrevista, particularmente en este tema, de una manera única dentro del documental: mientras Lázaro expone sus ideas acerca de la violencia y su papel en la sociedad, su voz en off se superpone a imágenes que puntúan su discurso. Durante una pausa en su elocución mientras narra cómo vio el cuerpo asesinado de Manuel Ascunce, la fotografía del joven alfabetizador se muestra al espectador, a manera de recordatorio trastocado en homenaje a través de la memoria de Lázaro. Del mismo modo, imágenes de una escena de Lázaro atizando con un látigo a las vacas acompañan su sentida declaración, esta vez en tercera persona, de que ese día en que vio a Ascunce muerto, “Lázaro de la Paz se volvió violento.”

Por otra parte, Lázaro rechaza cualquier noción de heroísmo asociada a la violencia del nuevo momento revolucionario. De forma tal que la violencia, al ser ejercida, no concede ninguna condición superior al que la practica, sino que forma parte indispensable de una praxis encaminada al cambio social. Por esta razón, rechaza cualquier asociación entre la labor que realiza en la Isla de Pinos y la noción de heroísmo, y contradice directamente las palabras de Fidel Castro que repetida y obsesivamente califican el día a día de la Revolución como gesta épica. Según Lázaro, su cotidianidad consiste en enfrentarse a “condiciones difíciles,” pero estas son solo parte del proceso de transformación, no trascienden al plano ni de lo extraordinario ni de lo heroico.

La existencia de Lázaro presenta la misma estructura del intertítulo que abre su historia dentro del documental, una estructura en forma circular que ilustra la tensión y separación de los diferentes elementos que componen su vida y su sistema de creencias. El intertítulo reza: “Lázaro. La violencia. El heroísmo. Gladys,” siendo los tres últimos componentes los temas a los que se refiere el entrevistado. Gladys, la novia de Lázaro, de quien la cineasta también presenta imágenes acompañadas de la voz del joven, queda en esta estructura colocada al otro extremo, descubriéndose así la separación entre ambos matizada por ese conflicto de creencias y experiencias al que hemos aludido. La posible incomunicación entre Gladys y Lázaro que genera no solo la separación física, sino especialmente la diferencia de ideales, queda resumida en el intertítulo, metáfora del impacto del proyecto de reformación en el sujeto común.

Uno de los intereses principales de Sara en el documental reside justamente en el acercamiento a sujetos cuya identidad se presenta compleja, tanto para el discurso de la autoridad como para las concepciones culturales y morales tradicionales. En el segmento “Mapy y Jaime. Dos “ondas” diferentes,” presenta la historia de dos individuos a los que une su no identificación con patrones normativos y obsoletos de una sociedad patriarcal y machista.

Mapy, una joven de pelo corto que trabaja en la cafetería del campamento. A pesar de que asume con responsabilidad su nueva tarea como camarera—oficio asociado a lo femenino, a partir de una distribución social del trabajo según criterios de género—, Mapy considera que su etapa más feliz fue aquella en que formaba parte de “Las Suicidas,” grupo de mujeres creado espontáneamente y que durante el día trabajaba en la agricultura y durante las noches se dedicaban a la construcción. De esta forma, Mapy, y con ella todas las integrantes de “Las Suicidas,” desarticula el estereotipo de lo femenino asociado a lo débil o físicamente inferior frente a lo masculino. La joven se afirma como sujeto histórico, “hace” la Revolución con sus manos y, como indica el nombre del grupo, dispuesta a asumir responsabilidades que por estar asociadas a la “masculinidad,” de acuerdo a los patrones patriarcales vigentes, resultan supuestamente impropias para ellas.

Por su parte Jaime encarna el joven que gusta de las tendencias de moda, ya sea en la música como en la construcción de su imagen física. Jaime explica a Sara su gusto por llevar el cabello largo y pantalones estrechos, y los conflictos que esto le ha provocado dentro del sistema represivo de disciplina establecido por la moral revolucionaria. La habilidad de esta moral de convertir la extensión del cabello en una declaración de principios demuestra todo su absurdo cuando se contrasta con los resultados del trabajo de Jaime: su valor como trabajador comprometido con la Revolución se ve disminuido solo por su imagen exterior. Se trata de otro sujeto que escapa de una imagen normativa, fija, vinculada a un paradigma de lo masculino que puede ser entendido desde dos perspectivas: primeramente, desde lo militar, lo cual implica una visualidad masculina rígida, repetitiva y pobre, en función de la anulación del individuo y, por otro lado, el sujeto burgués de clase media prerrevolucionario, cuya apariencia física continúa siendo el modelo único del deber ser. Sara incita a Jaime para que se exprese y ponga en evidencia lo ilógico del sistema cuando le dice que la explicación que ella recibió al indagar sobre el asunto refería que la medida de cortar el pelo a los hombres se debía a cuestiones de higiene. La respuesta de Jaime —que todos los miembros del campamento, tanto hombres como mujeres, debían ser pelados entonces— revela el profundo carácter heteronormativo de la visualidad individual que la moral revolucionaria impuso.

La última de las historias que abordaremos, dentro de todas las que merecen ser repensadas dentro del documental, es la anclada en el segmento “La furia de los vikingos,” que, como bien se ha dicho antes, la realizadora introduce solo para referir que el tema será abordado in extenso en su documental Una isla para Miguel. Sara aborda el tema de niños y adolescentes que por sus problemas de conducta social son considerados como potenciales delincuentes, y en consecuencia enviados a la Isla de Pinos para su reeducación.

Miguel es uno de estos adolescentes “conflictivos,” al que el esposo de una de sus hermanas lleva a la Isla para alejarlo de las malas influencias de su barrio, ayudarlo a que obtenga una profesión técnica y se convierta en “un hombre de bien.” A diferencia de En la otra isla, donde Sara no provee directamente los motivos por los que los sujetos han llegado a la Isla de Pinos, sino que estos pueden ser deducidos de sus actitudes y declaraciones más espontáneas, en Una isla para Miguel no se contenta con presentar al espectador la experiencia de Miguel, alejado de su familia, sino que va en busca de esta, de su barrio y sus vecinos, como reflejo de una preocupación sociológica por acercarse a las raíces del conflicto.

Con el mismo objetivo, Sara coloca ante la cámara a los dirigentes del campamento donde se encuentra Miguel, quienes, a manera de informe, explican la organización de la rutina diaria de los internos, las actividades agrícolas, educativas y recreativas que realizan y ofrecen valoraciones de su comportamiento. A la rigidez de su discurso impersonal, que comparte la retórica oficial burocrática, se opone la espontaneidad de Miguel y su familia, que le abren su casa a la cineasta, dejando que la cámara elabore un ensayo visual sobre zonas del espacio privado que los dirigentes nunca comparten.

Con la historia de Miguel y sus circunstancias el documental se arriesga a abordar el tema del futuro, de las generaciones de las que debe emerger el “hombre nuevo” producido por la Revolución. Sara complejiza el proceso educacional a partir de la historia de Miguel en el campamento y su comportamiento cuestionado por los dirigentes. Miguel es sorprendido lanzando piedras a pajaritos en el campo y es sometido a un “juicio” público que condena su actitud. La escena del “juicio” es sucedida por una conversación privada que la cineasta sostiene con el muchacho donde indaga sobre el posible impacto de la medida en él. El documental establece el contraste de dos procedimientos educativos: al método intimidante y ejemplarizante de la “corte” que establece el sistema, se opone el acercamiento humano de Sara, que se interesa por la versión de la historia del sujeto que está siendo reeducado, dándole la posibilidad de articular un discurso sobre sí mismo y sobre su relación con la sociedad, lo que no sucede en la asamblea. La cineasta, entonces, deja abierta la pregunta sobre la efectividad de una educación basada en criterios de exclusión y no en el entendimiento y la transformación del sujeto desde un presupuesto humano.

Frente a la escurridiza, nebulosa noción del individuo monolítico y excluyente del “revolucionario” según el modelo institucional cubano, Sara desplaza la mirada hacia sujetos que supuestamente se encuentran en los “márgenes.” Este desplazamiento, sin embargo, produce un doble efecto. Por una parte, la constante imagen del líder mediático, celebrity revolucionaria que inundaba los medios de prensa y los filmes de la época, desaparece en los documentales de Sara en favor de sujetos comunes, anónimos, cuyas historias sitúa al centro de la reflexión sobre el proceso y a los cuales nombra, volviéndolos tan singulares como los propios líderes. Por otra, al invertir las relaciones centro-periferia, ambos documentales redefinen la subalternidad, esto es, democratizan el espacio de la esfera pública, insertando sujetos que se escapan a los paradigmas normativos de la Revolución pero que, como Sara parece afirmar, son parte fundamental de ella, son los que, con sus manos, la crean. En la otra isla y Una isla para Miguel no constituyen un mero registro, o representación, de sujetos “otros.” Por el contrario, proponen la centralidad en la transformación hacia la utopía de una sociedad más justa, de un nuevo sujeto plural, multidimensional, desde el cuestionamiento profundo de esa noción vacía e imposible que fue el “hombre nuevo.”

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