LA PUGNA POR LA CONSTITUCIÓN DEL NUEVO SUJETO DE LA REVOLUCIÓN CUBANA EN CONDENADOS DE CONDADO, DE NORBERTO FUENTES

Reynaldo Lastre

University of Connecticut

reynaldo.lastre@uconn.edu

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Resumen

Condenados de Condado (1968), del escritor cubano Norberto Fuentes, es una colección de relatos inspirados en la contienda bélica que, entre los años 1960 y 1967, propició el enfrentamiento en Cuba de las fuerzas represivas del Estado (Fuerzas Armadas Revolucionarias, las milicias, etc.) y una fracción insurgente, concentrada sobre todo en las montañas del Escambray, en el centro del país. En este estudio se analiza la pugna por la constitución de un nuevo sujeto, producto del ideario de la Revolución cubana, a través de las definiciones de Slavoj Žižek para violencia subjetiva, violencia objetiva y violencia sistemática.

 

En este estudio sobre Condenados de Condado (1968), del escritor cubano Norberto Fuentes, analizo la pugna por la constitución de un nuevo sujeto, producto del ideario de la Revolución Cubana, a través de las definiciones de Slavoj Žižek para violencia subjetiva, violencia objetiva y violencia sistemática. La violencia subjetiva es vista por este teórico como «una perturbación del estado de cosas “normal” y pacífico», la objetiva «es precisamente la violencia inherente a este estado de cosas “normal”», mientras la sistemática puede entenderse como «las consecuencias a menudo catastróficas de nuestros sistemas económico y político» (10). La idea de centrar los argumentos en el uso de la violencia está en concordancia con autores como Alberto Garrandés, para quien la tesis del libro de Fuentes viene a ser «la desdramatización de la violencia en busca de un espesor trágico que crece e implosiona en los textos y en la sensibilidad del lector» (65).

Condenados de Condado es una colección de relatos inspirados en la contienda bélica que, entre los años 1960 y 1967, propició el enfrentamiento en Cuba de las fuerzas represivas del Estado (Fuerzas Armadas Revolucionarias, las milicias, etc.) y una fracción insurgente, concentrada sobre todo en las montañas del Escambray[1].  Aunque el propio Norberto exponga estos acontecimientos como una guerra civil, tesis reafirmada recientemente por Rafael Rojas[2], la naciente Revolución cubana negó esta lectura cuando ejerció una violencia de Estado orientada a deslegitimar a sus enemigos tanto en el orden simbólico como en el jurídico. El hecho de que la Revolución acudiera a todos estos tipos de violencia resulta un elemento esclarecedor sobre la posibilidad de riesgo ante su oponente, pues como afirma Hannah Arendt: «El poder y la violencia son opuestos, donde domina uno falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro, pero, confiada a su propio espíritu, acaba por hacer desaparecer al poder» (77).

La oposición decidió asentarse en la Sierra del Escambray por dos razones básicas. Primero, esta zona montañosa les permitiría desarrollar la estrategia de “guerra de guerrillas” que años antes muchos de ellos llevaron a cabo exitosamente junto a Fidel Castro y el Che Guevara en el Oriente del país, contra el ejército del dictador Fulgencio Batista.  Segundo, la “guerra de guerrillas” contenía, gracias a la propia Revolución cubana, un capital simbólico enorme, no solo en el orden de la victoria (Guevara 27), sino en el orden de la justicia.  A estas conclusiones llegaron también Fidel Castro y sus ideólogos cuando decidieron echar a andar una eficaz maquinaria de deslegitimación, pues de acuerdo con Carlos Montemayor, «… la guerrilla rural y urbana surge a menudo apoyándose en una declaración formal de guerra, pero (…) de manera recurrente los Estados se niegan a reconocerla como fuerza beligerante a fin de no quedar sujetos a un orden legal internacional…» (178-9).

El gobierno revolucionario cubano jamás reconoció a los insurgentes, y tampoco le otorgó rango de guerra a la confrontación.  Por el contrario, «bautizó aquella operación contraguerrillera como “Limpia del Escambray” o “Lucha contra bandidos” e incluyó a todas las organizaciones sociales en la confrontación» (Rojas 127).

Norberto Fuentes aclara en el glosario al final de sus relatos, justo en la entrada léxica correspondiente a “bandidos”, que «la suerte semántica de los alzados del Escambray» (174) surgió casi por azar, en una reunión del Estado Mayor comandada por Fidel Castro. Sin embargo, resulta coherente que la ideología oficial haya usado el término en oposición a “guerrilleros”, pues, como explica Eric Hobsbawm en su monografía sobre el bandolerismo social, aquel vocablo define a bandas de hombres que, tanto en las montañas como en los bosques, permanecen «fuera del alcance de la ley y la autoridad (tradicionalmente las mujeres son raras), violentos y armados», y que, además, «imponen su voluntad mediante la extorsión, el robo y otros procedimientos a sus víctimas» (19). 

Nombrar a la oposición de esta forma peyorativa permitió avanzar en su aniquilación de dos formas diferentes. Primero, los despojó de ese capital simbólico del “guerrillero” que la Revolución había capitalizado, y que más tarde exportaría al exterior como estrategia de éxito para las causas justas. «No podíamos permitirnos que uno de los principales símbolos de la Revolución pasara a manos del enemigo» (Fuentes 16), le había explicado el propio Fidel Castro al narrador a comienzos de 1983. Este gesto se puede traducir a la jerga de Žižek como “violencia simbólica”, un tipo de violencia subjetiva «encarnada en el lenguaje y sus formas» (10). Segundo, como una extensión de esta “violencia simbólica”, se opera un no reconocimiento capaz de dividir las empatías sobre la vida y la muerte. Los que luchan del lado revolucionario permanecen dentro de un marco glorioso, mientras que los del otro lado van a exhibir unas vidas susceptibles de perderse o de dañarse.  El Estado cubano creó, en ese momento, un marco con nuevas formas de reconocimiento. Este marco, elaborado desde los centros de poder, comenzó a ramificarse no solo en el terreno bélico, sino en todos los espacios de sociabilidad, pues, como ha explicado Judith Butler, «… los marcos que deciden realmente qué vidas serán reconocidas como vidas y qué otras no lo serán deben circular a fin de establecer su hegemonía» (Marcos de guerra 28).

En “El Capitán Descalzo”, primer relato de Condenados…, Magua Tondike, como denominan al opositor, es un hombre desesperado escenificando una huida de la milicia comandada por Bunder Pacheco. Cuando penetra en la propiedad de Descalzo, Magua ignora que se trata de un viejo capitán respetado y condecorado por sus acciones durante la lucha contra Batista. A los ojos del insurrecto, Descalzo no es otra cosa que un campesino sumergido en sus labores de labra. Por su parte, el capitán disimula muy bien su condición militar. No solo por su camisa de faena y su pantalón amarrado a la cintura con una soga, también por su trato afable. Sin embargo, la súbita violencia que desencadena Descalzo, justo cuando la relación de ambos había despejado cualquier tipo de tensión, pone en evidencia su carácter de simulacro. El trato humano que se le había dispensado a Magua no es más que un anzuelo del cual este, por su estado de desesperación, es incapaz de dudar.

Lo curioso es que este crimen puede leerse desde la perspectiva de dos de las violencias (subjetiva y objetiva) a las que se refiere Žižek. Es generada por la interrupción de un estado de cosas normal, es decir, de la guerra de los revolucionarios contra los bandidos, pero la naturaleza en que suceden los hechos distancia al lector de la posibilidad de leerlos como una confrontación trágica. Esta superposición de violencias recorre hábilmente todo el libro de relatos. Fue, sin dudas, una de las estrategias que puso en práctica su autor para simbolizar la manera como el nuevo orden revolucionario imponía sus razones, a la vez que era representado el rumbo y las consecuencias de esta imposición.

Descalzo, por ejemplo, actúa como agente de violencia porque a la altura de los tiempos es lo que de él exige la razón revolucionaria. Sin embargo, detrás de ese respaldo es fácil leer las razones personales del viejo capitán.  Este personaje, escribió Julio Ortega, «se ha hecho soldado para defender su condición de campesino» (209). Como sucede con otros protagonistas del libro, su cuerpo vive el enfrentamiento entre estas dos formas de identidad.  Él mata bajo el amparo de su condición de soldado, pero «la fría violencia con que actúa (de modo casi fatal) no es un hecho fortuito sino una respuesta desde su experiencia más personal, desde su otra lucha tácita por la sobrevivencia en un medio hostil» (204).

 Si partimos del hecho de que se trata de un libro realizado bajo el amparo del proceso revolucionario, el mismo que se había legitimado como un paladín de justicia, un grupo de cosas comienza a resultar ambigua.[3]  Descalzo, ese capitán que no usa zapatos y que elige la realidad rural en detrimento de la vida capitalina, se comporta como un ser frío y despiadado. No se trata, evidentemente, de un hombre sin sensibilidad. Después del asesinato del insurgente, podemos leer un diálogo donde le confiesa al comandante Bunder Pacheco la tristeza en la que vive tras la pérdida de su esposa: «Yo le pedí a la muerte que no lo hiciera, pero ya usted sabe lo terca que es ella» (Fuentes 26), lamentaba. Descalzo ama el campo y sufre los vaivenes de los precios en el mercado, está afligido por la muerte de su esposa y lo que esto implica para el crecimiento de sus hijos, esa «docena de muchachos» (25), pero se comporta como un insensible verdugo ante Magua Tondike.

Tondike está expulsado del nuevo orden revolucionario, y su muerte es diferente a la de la esposa de Descalzo. Cuando este trata de disuadir al comandante Pacheco de que no hay apuro en su misión, porque ese que buscan «está echándose a perder bajo el sol de mi labranza» (Fuentes 27), se expone de manera explícita la diferenciación de ambas muertes, es decir, una muerte valiosa, digna de duelo, y una muerte infame, donde se agrupa a todos «… aquellos cuyas vidas no se “consideran” susceptibles de ser lloradas, y por ende, de ser valiosas» (Butler Marcos de guerra 45).

Sin embargo, el proyecto literario de Fuentes trata de ir más allá de esa dialéctica dentro-fuera del ideario revolucionario, cuando extiende la instrumentalización de la violencia hacia otros sujetos que no pertenecen específicamente al orden insurgente. El relato “La yegua”, narra la historia de un acampado de revolucionarios durante una noche de lluvia, en una pequeña casa de piso de tierra, «buenos horcones y techo de zinc» (47). El capitán Bayamo había paralizado las operaciones desde la tarde, y los soldados organizaban la estrategia de ataque a partir del mapa de un joven topógrafo que los acompañaba. En este relato no hay presencia de insurgentes, pero el antagonismo que genera la acusación de presunta homosexualidad que el capitán Bayamo lanza sobre el topógrafo produce el conflicto. Una vez más, la diégesis del cuento funciona como una metáfora de la Revolución. En esa casa pequeña donde duermen todos los militares agrupados, también se negocia el dentro y el fuera de la nueva sociedad. El topógrafo, un joven instruido que había participado impertérrito de los horrores de la contienda bélica, cargaba con el estigma de no concordar con la imagen de los barbudos de la Sierra Maestra liderados por Fidel Castro, quien a la larga se había convertido en una suerte de arquetipo del guerrero (Sierra Madero 315). Como aclara el narrador, «… él se había batido como nosotros a lo macho y había visto a los ñámpitis (sic) con la cabeza desflorada y los pedazos de cerebro regados afuera como si fueran rebanadas de cebolla, y bueno, nosotros creíamos que era bragao[4] igual que nosotros» (48).

Su valentía ante las imágenes de horror le facilitaba un salvoconducto hacia el nuevo orden revolucionario, que estaba dispuesto a sumarlo, a pesar de su apariencia poco ruda. Sin embargo, la acusación pública que desliza el capitán Bayamo sobre el joven promueve su suicidio al final del relato, materializando así su total exclusión. No es difícil establecer la relación entre Tondike y el topógrafo, en el orden de no pertenencia al proyecto revolucionario. Basta citar el pasaje donde el capitán Bayamo, dando rienda suelta a sus prejuicios contra aquel, grita en medio de la madrugada a voz en cuello:

¡Estas tres barras me las dio quien puede, el mayimbón de los mayimbones[5], me las dio Fidel Castro! ¡Por estas tres barras yo tengo Buick grande, pistola de veinte tiros, casa en el Nuevo Vedado, mujer rubia que nunca huele a potrero! (…) ¡esta yegua se ha encarnado conmigo, yo le gusto, que desgracia la mía, mire usted, comandante, que me la agarró otra vez! (48-9)

En este texto furibundo, se negocia la legitimación, por un lado, del discurso masculino, y por otro, del discurso del poder político, a la vez que se propone la posibilidad de que sea, masculinidad y poder político, un solo discurso. De esa forma, Bayamo se suma al capital simbólico que representa el poder de la imagen de Fidel Castro, mientras le niega esa pertenencia al topógrafo por las mismas razones. La operación es el resultado de la puesta en práctica de una violencia estructural que exige una legibilidad tanto en el orden ideológico como en el de género. Si como recuerda Butler, «razón y mente se relacionan con masculinidad y capacidad de acción» (Género en disputa 105), es lógico que la razón revolucionaria haya encontrado un aliado en los dispositivos de la masculinidad. Para el topógrafo, la acusación del capitán Bayamo es doble, pues le «crea una cierta crisis en la ontología experimentada en el nivel de la sexualidad y en el lenguaje» (13), a la vez que deja de ser, automáticamente, revolucionario. ¿Qué implica si no, ser denominado “yegua”, en un espacio rural donde la carga semántica de la palabra promueve la práctica homosexual en un sentido extremadamente despectivo?

Al radicalismo del nuevo imaginario revolucionario hay que agregar el contexto militar donde se negocian las inclusiones y las exclusiones que aparecen en alguno de los cuentos. Es en este terreno militar donde la exaltación de un modelo exclusivo de masculinidad se emplea para repudiar y excluir salvajemente otro, la homosexualidad (o su sospecha), como pudo verse en el análisis del relato “La yegua”. Pero en “Santajuana”, otro de los relatos, esa suerte de masculinidad revolucionaria expande sus prácticas excluyentes al terreno estético. En “Santajuana” aparece nuevamente el comandante Bunder Pacheco, esta vez juzgando de afeminados a los veintidós hombres de un pelotón por el hecho de haberse adornado con collares de semillas. Desde el instante en que el narrador anuncia «Todo comenzó cuando les dio aquella fiebre por las cosas del arte» (Fuentes 41), sabemos que el régimen estético queda proscrito para estos jóvenes. Otra vez la frontera entre el afuera y el adentro se sintetiza en un fragmento de discurso. En este caso, se trata de las palabras pronunciadas por Bunder Pacheco a “Abuelo bueno” frente a su pelotón formado: «¿qué significa esto? Los collares y las prendederas son cosas de mujeres. Yo no quiero mujeres en mi ejército. Abuelo bueno, ¿no me dirá que esto es técnica de camuflaje? Abuelo bueno, comprenda, ¡esto es un ejército serio!» (44).

Bunder Pacheco reclama, para el ejército que defiende la causa revolucionaria, una seriedad que solo es posible en la “rectitud” masculina. El carácter asimétrico entre la masculinidad revolucionaria y la mujer, como una de sus otredades, responde aquí a la polarización fuerza-debilidad que tanto se ha denunciado en las teorías feministas. Para defender la revolución, de acuerdo al discurso de Bunder Pacheco, no basta con portar el atributo sexual masculino. La exigencia de una pureza de género equivale aquí, obviamente, a una pureza revolucionaria. Como ha recordado Abel Sierra Madero, «La más leve pose, el mínimo gesto disonante de la marcialidad revolucionaria fue leído como un síntoma que ponía en peligro todo el proyecto» (316).

Otros cuentos promueven una división todavía más marcada que la que hasta ahora hemos visto entre revolucionarios e insurgentes o al interior de las filas militares. Se trata de una auténtica división de clases. Es lógico que Fuentes, formado en el marxismo ortodoxo, señale esta división como uno de los grandes pecados en el seno de una revolución que se había autoproclamado comunista. En Condenados… asistimos a dos metamorfosis: la del viejo burgués queriendo identificarse como proletario y la del nuevo líder revolucionario adoptando de forma solapada los amaneramientos de un burgués.

El primer caso aparece en el relato “Kongo Kid”, donde un empresario y maestro de ceremonias de un circo venido a menos acude en su Cadillac a las oficinas de Bunder Pacheco. El motivo es reportar quejas sobre el comportamiento de los soldados durante la última función de su circo, acaecida muy cerca del campamento. Aunque el centro de la historia es el asesinato del domador Kongo Kid a manos de los soldados, justo cuando estos trataban de impedir que el león le diera muerte, me interesa mucho más revisar aquí revisar el diálogo entre el comandante y Martin Razore, el empresario.

Cuando Razone clama a Bunder Pacheco para que detenga a los soldados que «hacen la guerra en mi circo» (98), el comandante intentaba terminar el arroz con huevo que componía su almuerzo. Aunque este pudiera ser uno de esos detalles superfluos que Roland Barthes gustaba llamar “efectos de realidad” (95), la mención a esa alimentación precaria alude, más que a la rudeza del mundo militar, a la condición humilde del comandante. Esta condición contrasta ostensiblemente con la mención del Cadillac propiedad del empresario. Sin embargo, la violencia estructural que impone el cambio revolucionario obliga a Razone a comentar: «Mi circo es un circo muy humilde. (…) Un circo proletario cantidá (sic)» (98). Esta frase le gana la complicidad del comandante, quien contrasta en sus respuestas cortas y torpemente formuladas con la elocuencia y dominio de la lengua del empresario. Se trata de una estrategia de sobrevivencia en un mundo donde se reconfiguran las relaciones de poder.

El segundo caso puede observarse en el relato “Visita”, donde se narra la visita del capitán Atila y el teniente Bedul a la oficina del secretario regional del partido, con el objetivo de recibir información sobre un sitio estratégico de Condado que debía ser intervenido. La oficina de «paredes blancas y cortinas azules» (73), contrasta enormemente con las construcciones con techo de zinc, y piso de tierra donde acampan los soldados. Esta diferencia crece cuando el capitán Atila se acerca a la biblioteca del secretario y desliza la vista por cada uno de los ejemplares que la contienen. El funcionario atesora libros de guerra, tácticas de combate, economía y políticas venidas desde Europa de Este y el bloque soviético. Leyendo a Cervantes e Isaac Babel en su oficina, con un aire acondicionado que «cortaba el cuerpo» (75), el funcionario se adentra en los contradictorios y emocionantes mundos de la épica. Sin embargo, los militares que están experimentando la guerra en sus propios cuerpos, deben acudir allí para recibir órdenes sobre sus itinerarios. Con esta paradoja Fuentes deslizaba una fuerte crítica al nuevo orden revolucionario, a la vez que presenta al ejército como uno de los grupos que se encargan de su implementación sin participar activamente en las decisiones. Es decir, el poder de Bunder Pacheco y los otros comandantes del ejército se alimenta de las órdenes de esa nueva casta que ostenta un confort burgués disfrazado de colores revolucionarios. No por gusto en la oficina del funcionario cuelga un gran retrato de Fidel Castro, al lado de «una banderita con las insignias de la Juventud Democrática Alemana que representaba a Walter Ultricht en sus años mozos mientras hacía deportes en short» (74). Los dos militares reconocen que «el lugar no hacía juego con nosotros, con nuestros rostros requemados, las altas botas del monte, los corretajes de las armas del caballo ensillado; rompíamos el ambiente» (75), termina reflexionando el teniente Bedul mientras contempla el sitio.

A través de algunos cuentos de Condenados…, inspirados en la contienda bélica real que tuvo lugar en las montañas del Escambray, en la primera década de la Revolución cubana, he analizado la forma en que operaron los tres tipos de violencia definidos por Slavoj Žižek. Además, lo hago desde el espacio conflictivo que produce el propio ejercicio de nombrar, donde se genera una tensión entre los términos guerrillero y bandido. Finalmente, muestro con numerosos ejemplos de los cuentos de Fuentes, como estos tipos de violencia se generan no solo a través de conflictos de clase, sino también de raza, sexo, género y masculinidades.

Estos ejemplos demuestran que el proyecto revolucionario, como todo proyecto moderno, a la vez que cambió radicalmente las estructuras del país, reprodujo inevitablemente los retazos del viejo esquema eurocéntrico. Tanto los militares liderados por Bunder Pacheco y otros comandantes, como los insurgentes que se mueven entre la Sierra del Escambray y los caseríos de Condado, el pueblo que recrea Fuentes en su libro, provienen de la población campesina o de la clase obrera, sectores históricamente oprimidos en la sociedad capitalista. Como ilustra Rafael Rojas, «En buena parte de la clase media, el conflicto se vivió como el choque entre dos maneras irreconciliables de entender la misma Revolución» (130), y el instrumento para materializar ese conflicto, parece decir Fuentes en estos relatos, no fue otro que las clases más humildes. En este enfrentamiento entre «comunistas y demócratas» (130), los campesinos y los obreros trataban de salvar sus propios intereses sumándose a uno u otro grupo, intentando así garantizar su propia supervivencia.  Como la oposición «fue eficazmente reprimida por medio de la contrainsurgencia» (125-6), la producción semántica que prevaleció fue la de guerrilleros contra bandidos, que no tardaría en convertirse en revolucionarios versus contrarrevolucionarios, extendiendo a todo lo largo y ancho de la Isla la nomenclatura binaria fraguada en los siete años de enfrentamiento en el Escambray. La pugna por la constitución de este nuevo sujeto revolucionario y sus opuestos totalizó el complejo mundo de las relaciones sociales cubanas, como resultado de la violencia sistemática que emanaba del Estado-nación que nacía. Los resultados de esa desbalanceada producción semántica, si exceptuamos algunos matices, se mantienen en la Cuba contemporánea como una parte vital de la estrategia de supervivencia de la Revolución nacida en 1959, aún vigente.

 

Bibliografía

 

Arendt, Hannah. Sobre la violencia. Alianza Editorial, 2006.

Barthes, Roland. “El efecto de realidad”. Lo verosímil. Editorial Tiempo Contemporáneo, 1970, pp. 95-101.

Beauvoir, Simone de. El segundo sexo. Cátedra, 2015.

Butler, Judith. Marcos de guerra. Paidós, 2010.

—. Género en disputa. Paidós, 2007.

Fuentes, Norberto. Condenados de Condado. Seix Barral, 2000.

Garrandés, Alberto. El concierto de las fábulas: discursos, historia e imaginación en la narrativa cubana de los años sesenta. Almenara, 2015.

Guevara, Ernesto. “Guerra de guerrillas”. Escritos y discursos I. Editorial Ciencias Sociales,  1972, pp. 27-29.

Hobsbawn, Eric. Bandidos. Crítica. 2001.

Menton, Seymour. “La novela de la Revolución cubana, fase cinco: 1975-1987”. Revista Iberoamericana, vol.  56, núm. 152, 1990, pp. 913-932.

Montemayor, Carlos. La violencia de Estado en México. Antes y después de 1968. Random House Debate, 2010.

Ortega, Julio. Relato de la utopía. Notas sobre la narrativa cubana de la Revolución. La Gaya Ciencia, 1973.

Rojas, Rafael. Historia mínima de la Revolución cubana. El Colegio de México AC, 2015.

Sierra Madero, Abel. “‘El trabajo os hará hombres’: Masculinización nacional, trabajo forzado y control social en Cuba durante los años sesenta.” Cuban Studies, vol. 44, núm 1, 2016, pp. 309-349.

Žižek, Slavoj. Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Austral, 2016.

 

[1] «Entre los últimos meses de 1960 y los primeros de 1961, el gobierno revolucionario lanzó una ofensiva contrainsurgente de 70,000 hombres, al mando de los comandantes Dermidio Escalona y Raúl Méndez Tomassevich. La ofensiva incluyó el desplazamiento de pueblos enteros del Escambray hacia Pinar del Río y otras zonas del Occidente, con el fin de reubicar el sustrato campesino de apoyo a las guerrillas, como en el conocido caso de la “comunidad tabacalera” Sandino» (Rojas 126).

[2] «El concepto de Guerra civil parece apropiado para definir la polarización que vivió Cuba en la primera mitad de los sesenta y que dejó secuelas duraderas en la población de la isla y, también, en el constante éxodo de cubanos hacia Estados Unidos» (129).

[3] Algunos años después, una novela como Los guerrilleros negros (1975), de César Leante, respondió a la urgencia de legibilidad que la Revolución exigía a Condenados de Condado en cuanto al uso del término “guerrilleros”.  La de Leante es, como ha escrito Seymour Menton, «una novela ejemplar» (917) y su forma, sin la ambigüedad del libro de Fuentes «también está de acuerdo con la política oficial del gobierno» (918). 

[4] De acuerdo al glosario de Fuentes, “ñámpitis”, junto a las demás palabras derivadas de ñámpiola o ñampea, significa, de acuerdo a su uso gramatical, muerto, muerte o matar (181), mientras “bragao” es usado como sinónimo de valiente (175).

[5] Fuentes aclara que el término “mayimbe” es usado dentro de las tropas revolucionarias para representar a los jefes, pero aclara que «La ampulosidad en este caso de “mayimbón de los mayimbones”, equivalente al menos a la de Mariscal de los mariscales, sirve en términos cubanos para la designación exclusiva de Fidel Castro…» (180).

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