Ricardo Alberto Garza Herrera
Doctorado en Historiografía. UAM – Azcapotzalco
r_garza_h@yahoo.com.mx
Resumen: Este texto retoma algunas exhortaciones apostólicas, encíclicas y juntas eclesiásticas encabezadas por el papa Francisco para reflexionar sobre el perfil y posibles rumbos del catolicismo en la actualidad. Uno de los principales objetivos del presente escrito es identificar parte del discurso sobre una renovación católica encabezada por miembros jesuitas y sus vínculos con movimientos sociales en América Latina a partir de la segunda mitad del siglo XX. Un análisis historiográfico sobre los decretos del Concilio Vaticano II y las Congregaciones Generales XXXI y XXXII de la Compañía de Jesús sirve de rastreo para abordar las teologías sociales que condujeron a la “opción por los pobres” como el proyecto político religioso del pontificado de Francisco.
Palabras Clave: Jesuitas, Papa Francisco, Revolución, Teología de la liberación, Teología de los pobres, Teología ambientalista, Historia intelectual, Historia de la religión.
Abstract: This text takes up some apostolic exhortations, encyclicals and ecclesiastical meetings headed by Pope Francis to reflect on the profile and posible directions of the Catholicism today. One of the main objectives of this paper is identify part of the discourse on a Catholic renewal led by Jesuit members and their developments as social movements in Latin America since the second half of the 20th century. A historiographical discursive analysis of the decrees of the Second Vatican Council and the XXXI and XXXII General Congregations of the Society of Jesus serves as a trace to address the social theologies that led to the “opción por los pobres” as the political and religious project of the pontificate of Francisco.
Keywords: Jesuits, Pope Francis, Revolution, Liberation Theology, Theology of the Poor,
Environmental Theology, Intellectual History, History of Religion.
INTRODUCCIÓN
El 6 de octubre de 2019 en la Ciudad del Vaticano se realizó el Sínodo de los Obispos para la región Panamazónica. Durante casi todo el mes, el papa Francisco y los obispos, laicos y demás representantes de la Iglesia católica de Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana Francesa, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela trataron las nuevas vías pastorales para las enseñanzas del Evangelio; así mismo, cuestiones sobre la conversión religiosa entre pueblos indígenas y el posicionamiento de la curia católica ante los nuevos retos para el cuidado ambiental en la región, y en conjunción al orbe, fueron abordadas. La importancia de esta reunión eclesial radica en el desdoble de los posibles caminos del catolicismo latinoamericano para el presente más próximo. Por una parte, se habla de la capacidad del papa Francisco para articular un mensaje evangélico acorde con los requerimientos regionales, adaptándose a las dinámicas culturales que exceden la órbita de la Iglesia católica. La situación se agrava, según los religiosos, al entender que la región amazónica ha sido vista como un foco alejado de los principales centros de poder político y eclesial de la zona, por lo que se entrevé un debilitamiento en el influjo de la confesión católica. A la manera de las crónicas de evangelización de hace 500 años, se habla de la ausencia de párrocos laborando permanentemente en partes del amplio territorio sudamericano, sobre todo en las zonas más alejadas; la celebración de los sacramentos para ciertas poblaciones casi una vez al año; la mala cristianización de un número importante de personas; los obstáculos en la formación de un clero local, y las dificultades de la conversión religiosa.
El Sínodo para la región Panamazónica resaltó en importancia por el planteamiento de las posibles resoluciones a las problemáticas de la zona. Sus propuestas sacudieron y rasgaron de manera abierta a los sectores más conservadores de la Iglesia católica, entre ellos, a parte del Colegio Cardenalicio y su maquinaria intelectual. Las iniciativas cobraron importancia al contener reclamos generalizados y recalcar los limitantes frecuentes en procedimientos pastorales y doctrinales. De las cuestiones más polémicas se presentaron las posibilidades para adaptar la liturgia al contexto religioso de la región amazónica o, incluso, la creación de un rito propio, la formación de nuevos ministerios laicales, permitir el diaconado permanente femenino y la ordenación sacerdotal para hombres casados similar a lo sucedido en otras confesiones cristianas fieles o no a Roma (“El sínodo”, 11).
Sin embargo, problemas más profundos y graves han saltado a la vista de la opinión pública y académica. En una columna periodística el historiador mexicano Jean Meyer, abordando el Sínodo, desglosó una serie de peculiaridades, dificultades y altercados sufridos como consecuencia de su celebración. El historiador comienza resaltando la sorpresa por la cercanía en tiempo entre un congreso académico en Roma que celebraba los 40 años de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (1972) y la reunión eclesial Panamazónica. Otra situación detectada por Meyer fue la serie de acusaciones entre Francisco y el presidente brasileño Jair Bolsonaro en relación con el Amazonas en tiempos en que las llamas consumían parte importante de la selva. Al respecto, el sumo pontífice declaraba ante las acusaciones de intromisión a las problemáticas de la región por parte de Bolsonaro: “¡Dios nos guarde de la avaricia de los nuevos colonialismos!”. La columna periodística de Meyer finaliza con los pronósticos sobre las resoluciones de los debates acerca de la ordenación sacerdotal de hombres casados en la Amazonía y las nuevas vocaciones sacerdotales.
Destaco esta opinión del historiador mexicano por algunas situaciones concluyentes al Sínodo para la región Panamazónica que ayudarán a poner en perspectiva historiográfica el camino de la Iglesia católica latinoamericana posterior al Concilio Vaticano II: el papa Francisco tuvo que rechazar las propuestas tan radicales, contrarias a la tradición, pero no sin resaltar los entusiasmos que siguen naciendo del carisma ignaciano1 y evocan a un nuevo andar social inscrito en una ecología integral. Como muestra de ello, no pueden pasarse por alto algunas frases de la exhortación apostólica Querida Amazonia nacida del Sínodo mencionado: si bien la Amazonía enfrenta un desastre medioambiental, cabe destacar que «un verdadero planteo ecológico se convierte siempre en un planteo social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres»” (8). Por otra parte, existen férreas figuras opositoras que siguen tachando al pontífice y a una rama “progresista” de la Compañía de Jesús como personajes que buscan romper con las bases tradicionales de la Iglesia.
Sin otras voces que complementaran el abordaje del historiador Jean Meyer, a mi parecer, este quedó un tanto limitado en cuanto al registro de los sucesos. Se ha omitido que, también, días antes del Sínodo para la región Panamazónica se realizó en la Plaza de San Pedro una manifestación de órdenes religiosas femeninas que exigieron las posibilidades a una ordenación sacerdotal para las mujeres; asimismo, durante la reunión fueron duramente discutidas las acusaciones por pederastia eclesiástica en América Latina y las posibilidades de la eliminación del voto de castidad a religiosos. Basta decir que un pequeño grupo de intelectuales religiosos y laicos, algunos vinculados a la Compañía de Jesús, reflexionaron y animaron estas mociones. Deshebrar esta situación nos lleva a reflexionar sobre los caminos de renovación o reformación católica que la orden ignaciana ha abanderado en las últimas décadas del siglo XX y principios del XXI, principalmente desde la formulación de la defensa y protección de los pobres y las repercusiones que la Compañía obtuvo tras involucrarse en las discusiones y movimientos de izquierdas latinoamericanas, escenario que se pretenden exponer a continuación a través de unos primeros trazos.
Este artículo plantea como objetivo un rastreo historiográfico sobre el proceso de redefinición interna de la Compañía de Jesús a partir de la Congregación General XXXI que, bajo inspiración del Concilio Vaticano II, direccionó un discurso justificado en la “opción por los pobres” como fundamento hacia una acción pastoral en América Latina, quehacer vigente que permite entender parte de los intereses, objetivos y rumbos del actual pontificado de Francisco. Es de interés resaltar las disputas, diferencias y singularidades en algunos frentes del catolicismo misionero y los planteamientos jesuitas sobre la defensa de los pobres como abanderamiento pastoral para el cobijo social a partir de las últimas décadas del siglo XX. El artículo intenta comprobar que, más allá de considerar a estas teologías renovadas como movimientos pastorales anclados a las luchas armadas revolucionarias, es necesario destacar que la búsqueda de compatibilidad entre los movimientos armados, la defensa de los pobres y los valores católicos generó disputas sobre las conveniencias respecto a una integridad popular de comunión católica. Asimismo, los pronunciamientos sobre el actuar decididamente bajo el compromiso de la justicia representaron posicionamientos políticos primarios para algunos frentes de la Iglesia católica (Müller 2021, 23). Para justificar la exposición, el texto se sitúa en la figura del jesuita argentino Jorge Mario Bergoglio (Buenos Aires, 1936), hoy papa Francisco, para desglosar tanto un perfil sacerdotal dentro de un activismo católico frente al hecho revolucionario y la violencia social, así como el camino de la Iglesia católica, enunciada desde su sumo pontífice, en la elaboración de una narrativa de inclusión y defensa popular.
LA DEFINICIÓN DE UN JESUITA: DE LOS PRINCIPIOS FUNDACIONALES A LAS TEOLOGÍAS SOCIALES LATINOAMERICANAS
En principio, toma relevancia una revisión historiográfica sobre el sentido ignaciano de misión a partir de sus principios fundacionales y sus implicaciones hacia el cuarto voto sobre la obediencia pontificia para entender parte de los debates que se suscitaron sobre el perfil jesuita y los modos de proceder frente a las crisis sociales y políticas que acontecían en diferentes focos del orbe, prestando principal atención a lo pronunciado en relación con el escenario latinoamericano. No es exagerado remitirnos a los lineamientos fundacionales de la Compañía de Jesús para asumir una interpretación vinculativa al actual quehacer pastoral jesuita, sobre todo, ante el llamado del Concilio Vaticano II en el Lumen Gentium y la “vuelta a los orígenes” como un renovado principio de acción evangélica. Gran parte de este ideal misionero fue retomado a partir de los estatutos de definición de la Compañía de Jesús presentes en las líneas iniciales de la Fórmula del Instituto, uno de los documentos primigenios de la orden: “la defensa y propagación de la fe y en el provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana, sobre todo por medio de las públicas predicaciones, lecciones y cualquier otro ministerio de la palabra de Dios, de los ejercicios espirituales, de la doctrina cristiana a los niños y gente ruda, y del consuelo espiritual de los fieles, oyendo sus confesiones y administrándoles los otros sacramentos” (Obras de san Ignacio 2014, 390). Como se ha citado en diversas ocasiones, basta con recordar a los diez reunidos en París, antes de la aprobación papal, teniendo como objetivo peregrinar a Tierra Santa para laborar entre infieles; tras los objetivos frustrados, el grupo planteó la voluntad de ofrecer un cuarto voto, en organización religiosa, para disponerse a la voluntad papal de laborar en tierra de infieles, ideal plasmado en la segunda sección de la misma Fórmula del Instituto: “Hemos creído que será sumamente conducente que cada uno de nosotros y todos aquellos que en adelante harán la misma profesión, además del vínculo común de los tres votos, se obliguen con voto especial a cumplir todo lo que el actual Romano Pontífice y sus sucesores nos mandaren respecto al provecho de las almas y propagación de la fe, y a ir inmediatamente, en cuanto estará de nuestra parte, sin tergiversaciones ni excusas, a cualquier parte del mundo adonde nos quieran enviar, a los turcos o a cualquiera otros infieles, aun a aquellas partes que llaman Indias, o a otras tierras de herejes, cismáticos o fieles cristianos” (391).
El cuarto voto dirigido a las disposiciones misioneras y apostólicas ha sido confundido y malinterpretado respecto a las ideas de la obediencia papal y los “soldados de Dios”. En este sentido, estereotipos de religiosos militares, ya fuera por el pasado militar informal de Ignacio de Loyola o el título Militantes Ecclesiae de la bula de 1540, los escenarios de guerra y disputas en un frente abierto ante las diferencias confesionales, así como una idea de fidelidad absoluta e incontrovertible a la figura papal, fueron alimento de múltiples acusaciones hacia la orden jesuita desde los primeros años de su fundación y que se recorren hasta la participación eclesiástica en la defensa popular en los escenarios de violencia y represión en las últimas décadas en América Latina. Contrario a ello, el principio de “defensa y propagación de la fe” nos acerca a entender otro perfil evangélico que contiene los objetivos de misiones pastorales hasta hoy: el servicio a la Iglesia católica en su constante renovación bajo la dirección del Romano Pontífice. No es extraño, entonces, que se remita constantemente a la figura del francés Pedro Fabro (1506 –1546), compañero de Ignacio de Loyola y miembro fundador de la Compañía de Jesús, a través del papa Francisco: más allá de ambas procedencias humildes, “Fabro era amable, de mentalidad abierta, con gran capacidad para el diálogo, y a la vez fue un líder y reformador capaz de gobernar con decisión” (Ivereigh 2015, 231 – 232), como si tal descripción aludiera al historial religioso de Jorge Mario Bergoglio.
Paralelamente, debemos situarnos en los proyectos reformistas nacidos tras el Concilio Vaticano II (1962 – 1965), escenario que permite reconstruir las premisas de los mensajes de giro católico nacidos en la Compañía de Jesús que se insertaron en corrientes centrales de las teologías sociales surgidas en la segunda mitad del siglo XX. Muchos se ha hablado del cambio que representó el Concilio Vaticano II para la Iglesia católica y para la misma orden jesuita. Desde diversos frentes historiográficos, el Vaticano II ha sido considerado una condena indirecta de la Iglesia católica hacia el comunismo y el ateísmo. Joseph Ferrano asume que tanto Juan XXIII como el resto de los miembros de la junta ecuménica buscaban generar acercamientos con los comunistas a través de laicos católicos “bien formados” para intentar un convencimiento sobre la doctrina social católica y, posteriormente, una conversión religiosa (62 – 63). Ejemplo de lo anterior, se hace notar en la invitación marcada por la junta conciliar en el Proemio del Gauium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual: “el Concilio Vaticano II, tras haber profundizado en el misterio de la Iglesia, se dirige ahora no sólo a los hijos de la Iglesia católica y a cuantos invocan a Cristo, sino a todos los hombres, con el deseo de anunciar a todos cómo entiende la presencia y la acción de la Iglesia en el mundo actual […] Al proclamar el Concilio la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en éste se oculta, ofrece al género humano la sincera colaboración de la Iglesia para lograr la fraternidad universal que responsa a esa vocación.” (Concilio Vaticano 2012, 123). Aunque el Concilio habría evitado una mención explícita sobre el comunismo, las denuncias a las fallas sociales y a lo inhumano, en términos de “las formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen gravemente los derechos de la persona o de los grupos sociales” disfrazaban, según Ferrano, su mención directa en las condenas (66). Por otro lado, el rechazo al que la junta ecuménica se mostró explícita y unánimemente congregada fue en razón de la presencia y el avance del ateísmo. Aunque se desglosan en los decretos una serie de variantes sobre las incertidumbres y pérdidas de la fe a raíz de un orden temporal más perfecto provocado por el hombre “con su inteligencia y su dinamismo creador”, pero sin un avance paralelo en el mejoramiento de lo espiritual (Concilio 2012, 127), la junta ecuménica del Vaticano II es directa al indicar al ateísmo como uno de los desequilibrios más profundos del mundo moderno. Asimismo, se reconocía una revolución global más amplia, un aumento del imperio de la inteligencia humana reflejado en los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales, cambios en las estructuras de “las comunidades locales tradicionales”, avances económicos y técnicos dentro de las sociedades industriales y mejores medios de comunicación para difundir los modos de pensar y sentir, eso sin descartar las grandes diferencias provocadas por el desigual alcance social de estos desarrollos (125 – 127). Sin embargo, para el Concilio el grave problema del ateísmo radicaba en que las nuevas condiciones han dirigido a muchedumbres cada vez más numerosas a la negación de Dios. “[El hombre] descubre paulatinamente las leyes de la vida social, y duda sobre la orientación que a ésta se debe dar”, afirmaba el Concilio para subrayar parte de la naturaleza del ateísmo alimentado por aquellos “tarados en su vida por el materialismo práctico” (219). Además, la junta ecuménica aseguraba que “la negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos” (127).
A pesar de ello, las respuestas que el Concilio Vaticano II elaboró, prestando principal atención a los ministerios de las misiones, justificaron una lucha por las libertades religiosas, sociales y económicas que algunas teologías sociales retomaron como principal eje de sus pronunciamientos. No es menor destacar una reivindicación pronunciada por la junta a fin de revalorar la herencia que los decretos del Vaticano II tuvieron en declaraciones posteriores: “las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, poniendo a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual”. Otro ejemplo se suma en el Decreto Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia y las búsquedas de una renovación de los contenidos del concepto de misión de la Iglesia, donde se exclamaba que “La iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza” (234), bajo el entendido de que la labor misional es acompañamiento social y no meramente predicación del mensaje. Asumiendo que la salvación pertenece a la historia del hombre y que debe ser trabajada por los mismos hombres de la Iglesia en “la realización del plan divino en el mundo y en la historia”, un nuevo principio sobre los caminos misionales sirvió como la identidad más profunda de la Iglesia, “su gracia y vocación”, según complementara posteriormente la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (Borda 1990, 859). Es decir, la misión ya no se planteaba como un conjunto de tareas accidentales frente a pueblos no cristianos, sino como el fundamento del dinamismo obligado a acompañar a las obras de la Iglesia (861), entusiasmo que tendría un posterior desdoble legitimador en acciones colectivas vinculadas a la defensa de los pobres y lo popular, y representado en reflexiones teológicas hacia la búsqueda de nuevas vías de enunciación evangélica para la voz de los pobres como una manera de “reflexión crítica sobre la praxis histórica” (Tahar 2007, 429). El Concilio Vaticano II, “la Carta Magna del catolicismo moderno”, ha sido el principal referente en la producción intelectual y el andar pastoral de Jorge Mario Bergoglio (Ivereigh 2015, 127 – 127).
Para la Compañía de Jesús, tras la clausura del concilio ecuménico en 1965 y la apertura de la Congregación General XXXI comenzó una etapa de renovación y restructuración de la orden ignaciana. El historiador Manuel Revuelta consigna este período como un comienzo de época para la Compañía en la que se cierra el largo camino restauracionista iniciado en 1814 y se genera un cambio de rumbo a tal grado que comenzó a hablarse de una “tercera Compañía”. El historiador español señala que esta renovación supuso la relegación de costumbres inveteradas, la adopción de nuevos estilos apostólicos, la inmersión en nuevos campos de acción social y el abandono de algunas viejas amistades (Egido 2004, 399). El desarrollo de este reformismo jesuita se llevó a cabo en dos fases sucesivas que coincidieron con los generalatos del P. Pedro Arrupe (de 1965 a 1983) y del P. Peter Han Kovelnbach (de 1983 a 2008): un primer momento en el que se realizan los cambios más decisivos y se padecen las crisis más agudas, y, posteriormente, una etapa de cambios más moderados y sosegados. Ambas fases se determinaron por las Congregaciones Generales XXXI (1965 – 1966) y XXXII (1975). Algunos de los decretos nacidos de estas congregaciones generaron la sospecha y la crítica de los papas Pablo VI y Juan Pablo II, quienes, aunque estimularon parte de los ánimos de renovación de la Compañía de Jesús respecto a su apostolado social, vigilaron y frenaron proyectos de transformación para el interior de la orden y censuraron frentes de crítica radicales alimentadas desde las ópticas del marxismo realizadas por miembros de la orden.
La Congregación General XXXI representó la recepción de los ideales del Concilio Vaticano II, aunque esta reunión jesuita dio inicio antes de finalizar la junta ecuménica. El primer cometido fue la elección del P. Pedro Arrupe como general de la orden, sexto español que ocupara el cargo. El resto de los resultados de la Congregación se han resumido en cuatro cometidos: retocar la formación espiritual y académica de los jesuitas; renovar la vida religiosa; orientar las actividades apostólicas a las demandas de la Iglesia y del mundo; establecer los cambios convenientes en el gobierno supremo de la Orden y en la convocatoria de las Congregaciones provinciales (402). En vinculación a la Congregación XXXII y la génesis de algunas teologías sociales, es necesario atender que la directriz pontificia de la lucha contra el ateísmo y el realce al ecumenismo, así como los nuevos medios de difusión y participación evangélica promovidos por la Congregación XXI, significaron una relectura de los trabajos pastorales dirigidos a los sectores de la población más vulnerables. Se resolvió que “el Gobierno entero de la Compañía debe adaptarse a las necesidades y las formas de vida modernas” a partir de una purificación y enriquecimiento de los jesuitas según “las necesidades de nuestros tiempos”, consolidando desde el interior de la orden un ideal de misión: solidarizarse en un afán de justicia y paz de los pobres alimentado por un entusiasmo de retornar al “carisma primitivo” de los primeros jesuitas (Ivereigh 2015, 129 – 132). Además, detalla Ivereigh, los Ejercicios Espirituales fueron redescubiertos y reconsiderados una escuela de oración, la Autobiografía de Ignacio de Loyola fue mostrada en su texto original, los manuales de reglas elaborados en el siglo XIX fueron archivados, las Constituciones fueron citadas a partir de sus ediciones del siglo XVI y el discernimiento se volvió a considerar una práctica usual de los jesuitas. Basta decir que la Congregación General XXXI coincide con la etapa de la vida de Jorge Mario Bergoglio siendo estudiante y escolástico vinculado al Colegio Máximo de San Miguel de la provincia de Buenos Aires, momentos en los que convivió estrechamente con el P. Miguel Ángel Fiorito, considerado pionero de la renovación espiritual en la provincia jesuita de Argentina, quien alentaba el estudio y las prácticas religiosas a partir de los escritos ignacianos y retomó los Ejercicios Espirituales como método de retiro individual y guiado (129 – 131).
La Congregación General XXXII, celebrada en 1975, representó la confirmación de las andanzas emprendidas tras la congregación anterior, pero con posicionamientos de mayor avanzada apostólica y actitudes más radicales. Una de las mayores implicaciones de esta reunión, y que retomo y destaco de Manuel Revuelta González para los objetivos de este escrito, fue la promulgación del Decreto 4: “Nuestra misión hoy: el servicio de la fe y la promoción de la justicia”. Este Decreto 4 podría ser sintetizado bajo tres directrices: la inseparabilidad de la fe y la justicia: “no hay conversión auténtica al amor de Dios sin una conversión al amor de los hombres y, por tanto, a las exigencias de justicia” y donde “la promoción de la justicia es parte integrante de la evangelización”; la integración de la promoción de la justicia en la misión del jesuita: el apostolado social debía ser “una preocupación de toda la vida, una dimensión de todas nuestras tareas” y no sólo un apostolado en un campo determinado; el carácter de lucha apostólica en las formas de aplicación prácticas: el jesuita debía reconocer y laborar en la transformación de los ambientes de opresión para contribuir en el cambio de las estructuras que generan desigualdad social, económica y política, procurando la inserción del mundo, la aculturación y la solidaridad con los pobres (Egido 2004, 434).
Se puede considerar a este decreto como uno de los mensajes sociales más importantes dictados por la Compañía de Jesús con implicaciones profundas en el apostolado de los siguientes años. El Decreto 4 de la Congregación General XXXII proyectó la misión de la Compañía de Jesús en términos de propagación de la fe anclada a la justicia social, los principios ignacianos adaptados a las directrices del Concilio Vaticano II. Sin embargo, el proceso de definición y puesta en práctica de este principio pastoral puso en evidencia los conflictos internos en la orden y los cuestionamientos desde otros frentes de la Iglesia católica respecto al estado de la Compañía y el papel que jugaban como estandartes de la custodia de la fe y sus tradiciones. Algunas voces de la Congregación XXXII clamaban que el binomio fe-justicia era la versión renovada del Ad Mariorem Dei Gloriam para ayuda de las ánimas que desde los textos fundacionales planteara Ignacio de Loyola. Para resaltar la profundidad de la polarización y los enfrentamientos que suscitó la suma jesuita ante lo que se consideraba la lucha por la desigualdad y la pobreza en América Latina, cabe aludir a dos pronunciamientos. Por una parte, el general P. Pedro Arrupe, en el desarrollo de la Congregación General XXXII, se pronunció en torno a su posición favorable a los miembros que habían sido acusados de traición y faltas a la tradición de la Iglesia: “No trabajaremos en la opción por la justicia sin que paguemos el precio; […] la justicia del evangelio debe predicarse por la cruz y desde la cruz. Y los que cometen injusticia nos argüirán de marxismo y de subversión, nos retirarán su amistad y, por consiguiente, su confianza y su ayuda económica. Entrar por el camino de la cruz traerá la incomprensión de las autoridades civiles y religiosas y de nuestros mejores amigos” (Arrupe 1981, 56). En tiempos del cierre de la misma Congregación XXXII, el papa Pablo VImanifestaba su desconfianza hacia la Compañía y “las extrañas y siniestras ideas” de algunos de sus miembros, quienes intentaban destruir la tradición de la orden respecto a la completa fidelidad al Sumo Pontífice y “renunciar a tantas venerables costumbres”. Aunque Pablo VI afirmaba que la Iglesia y el sucesor de Pedro podían seguir confiando en la herencia construida por Ignacio de Loyola “como a su fidelísimo y particular escuadrón”, lanzaba serias advertencias sobre la crisis que comenzaba a brotar desde la Compañía de Jesús.
La Congregación General XXXII fue el momento crucial en el que los jesuitas plantearon la promoción de la justicia como referente de fe y postularon una reformulación de la identidad jesuita vinculada a la defensa de la justicia social. En los primeros decretos nacidos de la junta se remarca el ser jesuita como un pecador llamado a ser compañero de Jesús a semejanza de lo hecho por san Ignacio. Sin embargo, el principio fundamental radica en asumirse parte de la lucha por la fe y la justicia. Por esta razón, además de expresar bajo arrepentimiento los fallos en la defensa y promoción de dichos valores, se asumía tal lucha como el eje de actualidad sobre la que los jesuitas “hacen y son” (Congregación General XXXII 1975, 59). Nuevamente, partiendo del principio fundacional sobre la defensa y propagación de la fe, la Congregación XXXII promulgó la fe y la justicia bajo inseparables caminos de búsqueda. Un eje de acción en contra de la violencia sistemática quedaba abierto al pronunciar “fe y justicia son inseparables en el Evangelio que enseña que «la fe hace sentir su poder a través del amor” [Gal. 5, 6]. No pueden, pues, estar separadas en nuestro intento, en nuestra acción y en nuestra vida” (47). Este postulado se ancló irremediablemente y de manera entusiasta en una realidad latinoamericana como obligación ministerial, una avanzada pastoral en acción por los pobres: “Debe ser el factor integrador de todos nuestros ministerios, y no sólo de éstos, sino de nuestra vida interior, como individuos, como comunidades, como fraternidades extendidas por todo el mundo. Esto es lo que la Congregación quiere significar por una «opción decisiva». Es la opción que subyace y determina todas las demás opciones incorporadas en sus declaraciones y directrices” (47).
Una de las principales dificultades nacidas de estas congregaciones y que configuraron en gran medida el esquema público de las teologías sociales latinoamericanas fueron los conflictos al interior de la orden gestados por una división marcada, en general, entre los grupos “progresistas” de religiosos, quienes laboraban en comunidades de base y abanderaban miradas marxistas en teologías sociales, frente a otros grupos que se denominaban más conservadores; dicha división evidenciaba el rumbo de las discusiones sobre la identidad de la Compañía, las especificidades de cada provincia y la fractura de los ignacianos y de la Iglesia católica en general (Ivereigh 2015, 133)2. De los pronunciamientos teológicos con acentos en el acompañamiento y defensa de los pobres se destaca la teología de la liberación como una doctrina social religiosa que reorientó las labores pastorales en consonancia con el radicalismo de los discursos revolucionarios de las últimas décadas del siglo XX, al grado de formular, con diferentes matices, un sujeto popular concientizado a través de la vocación social y los valores evangélicos de la Iglesia católica (Tahar Teología 2007, 443). La declaración de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (CELAM), reunión celebrada en la ciudad de Medellín, Colombia, en 1968, resulta un evento clave para entender tanto la formulación del concepto “teología de la liberación” como posteriores reflexiones sobre una definición de la Iglesia más amplia y aplicable al acompañamiento de los pobres, ejercicio del que Jorge Mario Bergoglio resultó ampliamente influenciado. El documento de Medellín impugnaba por una “concepción cristiana de liberación”, liberación que superaba el ámbito del pecado individual ydenunciaba a las estructuras sociales y políticas pecadoras que mantenían a una mayoría de la población en la pobreza y el desamparo. En 2010, Jorge Mario Bergoglio explicaba: “La opción por los pobres es desde los primeros siglos del Cristianismo […] Es el Evangelio mismo. En el Concilio Vaticano II se reformula la definición de la Iglesia como Pueblo de Dios y de ahí nace con mucha más fuerza esto que en Latinoamérica cobra entidad fuerte en la II Conferencia General del Episcopado en Medellín” (Ivereigh 2015, 133 – 134). La teología de la liberación presentó un discurso sobre la fe que denunciaba la violencia estructural e institucionalizada, en términos de colonialismo, y juzgaba los vínculos y beneficios de la Iglesia con las élites políticas, sociales y económicas. De manera constante, los teólogos de la liberación fueron destacando la necesidad de la participación de la Iglesia Católica como un modelo de “Iglesia de los pobres”. Como lo resalta Malik Tahar, hubo una convergencia de primer orden entre los jesuitas y la teología de la liberación latinoamericana que se marcó, principalmente, en torno a la definición de un tipo idóneo de religioso e intelectual para actuar en la realidad de América Latina (Tahar Compañía 2007, 98). Posteriormente, cada provincia religiosa recibió el programa de Medellín y lo adaptó a una realidad particular. El estudio de algunos vínculos de los teólogos de la liberación a los movimientos de izquierda latinoamericano nos lleva a señalar procesos, por ejemplo, como la llamada “Nueva Izquierda” cohesionada en las luchas guerrilleras urbanas y rurales en El Salvador, Chile o la Revolución Sandinista en Nicaragua; para Argentina, basta mencionar la Declaración de San Miguel, elaborada en 1969, documento del que sobresale la participación del jesuita Lucio Gera, figura de amplia vinculación en la formación intelectual de Jorge Mario Bergoglio y otros jesuitas del entorno. Estos pronunciamientos no fueron gratuitos y conllevaron a que la teología de la liberación no fuera considerada parte del Sínodo Extraordinario convocado por Juan Pablo II en 1985 para la revisión de las reformas del Concilio Vaticano II (Egido 2004, 434 – 436).
El documento de Medellín advertía sobre lecturas teológicas alimentadas del marxismo, y algunas otras con el liberalismo, que, se consideraba, quebrantaban la dignidad humana, distanciaban las labores pastorales de las necesidades del pueblo, lo reducían a una categoría de clase en disputa con otras y desproveían al pueblo de ser sujetos de su propia historia. Sin embargo, las miradas teológicas cercana al marxismo resultaron atractivas a un gran número de religiosos postconciliares, entre ellos los jesuitas letrados mayoritariamente de clase media, y se servían de ellas para explicar el atraso de algunas regiones y justificar un socialismo en clave de amor cristiano puesto en práctica. Ejemplo de ello, en 1967 se firmaba el Manifiesto de los obispos del Tercer Mundo, documento en el que un grupo de obispos, sacerdotes y religiosos de diferentes países de América Latina, entre quienes sobresalió el sacerdote argentino Carlos Mugica, pedían a la Iglesia rechazar la economía de mercado y la explotación laboral y declaraban su acción pastoral “desde el pueblo y con el pueblo” con el objetivo de “la socialización de los medios de producción, del poder económico y político y de la cultura” (Ivereigh 2015, 136 – 137).3
La teología de la liberación encontró en el marxismo una concordancia teórica que le permitió profundizar en el análisis sobre las realidades sociales en América Latina. El teólogo peruano Gustavo Gutiérrez se valió de los conceptos revolución y lucha para formular una de las definiciones más amplias y mejor conocidas sobre esta teología social: “la teología de la liberación busca partir del compromiso por abolir la actual situación de injusticia y por construir una sociedad nueva, debe ser verificada por la práctica de ese compromiso; por la participación activa y eficaz en la lucha que las clases sociales explotadas han emprendido contra sus opresores. La liberación de toda forma de explotación, la posibilidad de una vida más humana y más digna, la creación de un hombre nuevo, pasan por esa lucha” (Gutiérrez 1975, 32), esto es, el enriquecimiento de la fe a partir de la lucha por la liberación y justicia de los oprimidos.
Pero no todas las relecturas fueron en términos marxistas y con tintes hacia la revolución armada. De hecho, de acuerdo con Juan Carlos Scannone, hubo un uso muy reducido de las categorías marxistas sobre la conciencia de clase en las reflexiones teológicas y en algunas prácticas pastorales, mientras que fueron predominantes los discursos que tendían a destacar una conciencia de la persona a través del cristianismo reconociendo al otro como a uno mismo. Siguiendo la línea del pensamiento de Scannone, estas posturas tomaban en cuenta el concepto de revolución en tanto proceso experimentado en la conciencia de la persona que condujera hacia una vinculación entre lo personal y lo comunitario. Este complemento permitía una condición de libertad entre lo personal y lo divino: cuanto más libre más obediente a Dios, y cuanto más obediente soy a Dios, soy más libre; paralelamente respecto al hecho social, cuanta más persona soy, más pertenezco a una comunidad, y cuanto más contribuyo a la comunidad, soy más persona. Estos principios destacados a través de la teología del pueblo alimentaron la propuesta del papa Francisco sobre la madurez personal como una vía para salirse de sí mismos y darse a los demás, el llamado a un vacío propio hacia la comunión social.
La teología del pueblo ha sido considerada la vertiente argentina de la teología de la liberación y sus primeros referentes fueron los sacerdotes Lucio Gera, Rafael Tello y el jesuita Juan Carlos Scannone, de quienes se valió, posteriormente, Jorge Mario Bergoglio para desarrollar una visión propia de la historia. Dicha teología social se constituyó como una revalorización de la piedad y la sabiduría popular, “de los pobres y sencillos”, como los referentes principales para la comunión, evangelización y liberación humana (Scannone 2014, 35 – 36). Teniendo como base la exhortación apostólica de Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, fechada el 8 de diciembre de 1975, esta teología social clamaba a la religión del pueblo, señalándola como la categoría bíblica que el Concilio Vaticano II usó constantemente para designar a la Iglesia y, paralelamente, reconocer a un conjunto de manifestaciones legítimas de espiritualidad, fe y piedad evangélicas. Retomando los principios de la misión de la Iglesia en la historia del hombre, la teología del pueblo no sólo representó una revalorización del laicado dentro de la Iglesia, como proclamaba la teología de la liberación, sino que contribuyó a reflexionar sobre la inclusión de la Iglesia “en el transcurso histórico de los pueblos” en cuanto sujetos de historia ycultura, y agentes de evangelización (33 – 34). Lucio Gera consideraba que el pueblo es un agente activo de la historia y no un grupo pasivo que debía ser concientizado, un proyecto propio a la luz de la historia de la salvación como Pueblo de Dios del cual los religiosos sólo debía procurar y acompañar en su realización; “La teología o es la es la expresión del Pueblo de Dios o no es nada” se sentenciaba (Ivereigh 2015, 155). Asimismo, la categoría de pueblo permitía privilegiar la idea de comunidad social como unidad ante el conflicto. Desechando los principios de lucha de clases para entender la historia y las pugnas sociales, la categoría de pueblo permitía establecer los conflictos como un referente histórico a partir de las mismas sociedades, es decir, “la injusticia institucional y estructural es comprendida como traición a éste por una parte del mismo, que se convierte así en antipueblo” (Scannone 2014, 35).
Jorge Mario Bergoglio se sirvió del concepto de pueblo para desarrollar una clave interpretativa basada en la revelación del Espíritu Santo encarnada en el proyecto del pueblo fiel, pero necesitado de la compañía de nuevos apóstoles, una hermenéutica del Evangelio como opción de la gente corriente, “como los pescadores y los pastores a los que Dios se reveló a sí mismo en Jesucristo hace dos mil años”, refiere Austen Ivereigh (2015, 157). Durante la Congregación Provincial XIV en 1974, siendo provincial de la orden en Argentina, Jorge Bergoglio exclamaba: “Este pueblo fiel no divorcia su fe cristiana de sus proyectos históricos, ni tampoco los mezcla en un mesianismo revolucionario. Nuestro pueblo reza, y ¿qué pide?: la salud, el trabajo, el pan, el entendimiento familiar; y para la patria, la paz. Algunos piensan que esto no es revolucionario; pero el mismo pueblo que pide paz, sabe de sobra que esa es fruto de la justicia” (161). En consonancia, no es extraño encontrar parte de los fundamentos de esta teología social vinculada a los pronunciamientos pastorales emitidos durante el actual pontificado de Francisco. El sumo pontífice evoca a la comunidad humana en solidaridad como pueblo destinado a anunciar el Evangelio. La orientación de la teología del pueblo a construir“ciudadanos responsables en el seno de un pueblo” orientó a esta teología social a destacar cierto carisma ignaciano para entender, siguiendo las interpretación del P. Scanonne, los signos actuales de los tiempos de la Iglesia latinoamericana y su presencia ante los conflictos de violencia política y social, es decir, asumiendo no ignorar la profundidad de los conflictos y su peso hacia ciertos sectores desprotegidos, pero planteados como el eslabón de un nuevo proceso: “no la paz de los cementerios, sino la de la «comunión en las diferencias», […] la resolución en un plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna”, reflexiones desarrolladas en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium del 2013 (Scannone 2014, 43 – 44).
El PAPA FRANCISCO Y LA VOZ POR LA OPCIÓN DE LOS POBRES
De regreso a la encíclica papal Laudato Si ́, es importante retomarla como referente ideológico inmediato al Sínodo para la región Panamazónica para abordar algunos puntos de lectura sobre los caminos de una presente renovación católica. Presentada en 2015, esta carta general es considerada el posicionamiento pontificio sobre la crisis ambiental y las problemáticas actuales de injusticia social. Laudato Si ́ es una referencia a la alabanza “Cantico de las Creaturas” de sanFrancisco de Asis (ca. 1181 – 1226), figura que Jorge Mario Bergoglio ha tomado como bandera apostólica, social y política. En general, en la encíclica se traza una revisión global sobre la devastación de los recursos naturales a manos del “gran capital” y la crisis social y económica que ha representado para los grupos más vulnerables del mundo. Laudato Si ́ es una denuncia abierta contra las prácticas políticas que han legitimado la destrucción y saqueo del medio ambiente, provocando una incontrolable desigualdad social y abandono de los pobres. Además de ser un posicionamiento ante los debates ambientales y sociales tan comunes hoy en día, se perciben rasgos de un manifiesto político más radical y crudo, al menos en sus proposiciones, que evidencian las deudas que la Iglesia católica tiene frente a un conjunto de problemáticas actuales.
Diferentes voces han buscado establecer argumentos para no desvincular el escrito papal de la tradición eclesiástica. Por ejemplo, se plantea que Laudato Si ́ es un texto sobre ecología que se suma a las advertencias de la comunidad internacional sobre la explotación de los recursos naturales y el daño al medio ambiente. Asimismo, asumen que enaltece el respeto a la naturaleza dentro del marco de la teología de la creación y la ley natural postulada por la tradición católica a través de “ciertos elementos fundamentales de la moral católica desde una perspectiva nueva, que los hace más comprensibles a la sensibilidad del hombre de hoy” (Tonello 2017, 73 – 75; Pelayo 2015, 86 – 92) y que continúan las preocupaciones de los anteriores pontífices Benedicto XVI y Juan Pablo II. Esta primera encíclica netamente “ecológica” representa una maduración del pensamiento católico y justifica la intervención de la religión en los planos sociales, dotando la participación de los creyentes de características místicas, proféticas, escatológicas y hasta sapienciales (Tatay 2016). Lo que queda claro es que desde el núcleo de la maquinaria intelectual católica se busca revertir la idea de que el papa Francisco esté conduciendo a su Iglesia al abandono de las convicciones tradicionales y morales, sensaciones provocadas por los debates relacionados a la pastoral del matrimonio, la familia, la ordenación sacerdotal, los nuevos derroteros de salud pública y las dinámicas de relaciones sociales y amorosas. Sin existir suficientes análisis profundos desde el plano laico, se evidencia lo cerradas y polarizadas que continúan estas discusiones, así como la poca resonancia para la opinión pública y académica.
Debo aclarar que este esquema no ha buscado generar apologías hacia la Iglesia católica ni sobre la Compañía de Jesús. Considero que revisar las manifestaciones sociales y teológicas nacidas desde la Compañía y vinculadas a las izquierdas latinoamericanas, y analizar el actual pontificado de Francisco permite entender algunos de los procesos de renovación católica y advertir posibles intereses pontificios como son las nuevas promociones sobre las políticas de santidad y los modelos de virtudes cristianas en el siglo XXI. Por ejemplo, las causas de canonización de dos jesuitas de enorme peso para la historia latinoamericana, del P. Pedro Arrupe, SJ (Bilbao, 1907 – Roma, 1991) y del P. Alonso de Barzana, SJ (1530, Belinchón, España – 1597, Cuzco, Perú), en complemento a otras figuras como el ya santo, pero no jesuita, Oscar Romero (1917, Ciudad Barrios, El Salvador – 1980, San Salvador, El Salvador) vislumbran ciertos objetivos y entusiasmos hacia la confesionalización y la conversión religiosa en la región, sobre todo, si se antepone el avance y la fuerza que han obtenido otros movimientos confesionales como el pentecostalismo, el evangelismo o los Testigos de Jehová, o un amplio fenómeno de secularización social. Por ello no pueden tomarse como palabras vacías las declaraciones del papa Francisco emitidas en la causa canónica diocesana sobre Alonso de Barzana el 20 de diciembre de 2015 en Cuzco: “De nuestra fe en Cristo hecho pobre y siempre cercano a los pobres y excluidos brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad” (Soto 2018, 12); o lo curioso que resulta, junto con sus posibles consecuencias, la expresión del pontífice sobre la falta de vocaciones dictada ante los jesuitas de Perú el 19 de enero de 2018: “hay que buscar a los padres, a los padres de la institucionalización de la Compañía: por supuesto Ignacio, Fabro” (17).
El renovado andar eclesiástico, configurado en un discurso contra la violencia en sintonía con la defensa de los desprotegidos, tiene un punto álgido de resonancia en la voz del papa Francisco. En su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, presentada el 24 de noviembre de 2013, el papa Francisco reconoce los signos de la conversión pastoral, cultural, ecológica y sinodal como los referentes que frente a las violencias sistemáticas alimentan la apertura interior individual y colectiva. Evangelii Gaudium resalta como el llamado pontificio, concordante con el de algunos obispos latinoamericanos, a dejar la pasividad de los templos por una pastoral decididamente misionera. No es gratuito que el mismo Francisco adorne su mensaje como invitación al servicio por la justicia y misericordia hacia el pobre y como herramienta de denuncia ante la indiferencia eclesiástica que el mismo pontífice acusa: “porque «a los defensores de la ortodoxia» se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes políticos que las mantienen” (Francisco 2013, 154) Partiendo del pronunciamiento sobre “escuchar el clamor de los pobres” que alimenta Laudato Si ́, Francisco conjuga la “opción por los pobres” de la Iglesia católica en términos de la «primera misericordia» en el proceso de alcanzar una paz fundada en el respeto de los derechos de las personas y en el respeto de los derechos de los pueblos, siendo ellos mismos los “artífices de su destino” (150 – 157).
CONCLUSIONES
A manera de reflexión final, sitúo el texto dentro las proyecciones nacidas de la Primera Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe, organizada en México en 2021, para rematar lo que considero es la herencia directa de la renovación católica del Concilio Vaticano II e indirectamente la renovación jesuita a través de la figura papal de Francisco. La Asamblea Eclesial ha determinado y reforzado el compromiso de la Iglesia a su labor misional dirigida principalmente al amparo de los pobres y la defensa de su espacio, como se repite en los llamados del papa Francisco a la manera de cantos netamente revolucionario. Ya el papa Francisco había exigido a su Iglesia salir a la periferia “si se quiere ver el mundo tal cual es” (Weiler 2022, 9), a mantener la prioridad de la causa misionera, a reconocer que la salida misionera es el “paradigma de toda obra de la Iglesia” (Francisco 2013, punto 15). Estos entusiasmos de integración alimentan las más recientes pretendidas voces resonantes desde la Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe hacia el seno popular de la Iglesia sobre una nueva representatividad eclesiástica, políticamente activa a partir de sus reclamos, denuncias, defensas y cobijos, así como a un nuevo sentido de inclusión social. La llamada a una Iglesia sinodal y evangelizadora, esto es, la inclusión y reconocimiento de todas las voces en las que se aspire a romper el monopolio de los hombres en la Iglesia o la apertura a liderazgos eclesiásticos ya no supeditados a la ordenación sacerdotal, lo que incluye la mayor integración de las mujeres y el reconocimiento del rechazo de la Iglesia a personas LGTBIQ+, grupos originarios, afrodescendientes y otros sectores y comunidades vulnerables, representa un paso de vanguardia en el reconocimiento de una nueva geometría espiritual católica.
Retomando parte de las reflexiones que Austen Ivereigh ha dictado sobre el presente del pontificado de Francisco, se percibe un gobierno apostólico que ha tenido que adaptarse a una época en la que la Iglesia católica ha quedado exhibida, acusada y superada, debiendo recurrir a procesos de cambio, adaptación y purificación, desde lo profundo de la experiencia espiritual, para dar cuenta de una nueva vivencia renovada. Si la opción por los pobres se postula como una hermenéutica del Evangelio, su prioridad ha sido dirigirse a los desposeídos. Lo que sucedió como un movimiento de redefiniciones respecto a los trabajos pastorales en la propagación y cuidados de la fe por parte de la Iglesia católica posconciliar, y desde la Compañía de Jesús a través de la figura de Jorge Mario Bergoglio, puede ahora ser identificado bajo los entusiasmos de un pontífice guía de la Iglesia, un facilitador, un director espiritual a la manera de los Ejercicios ignacianos, como diría Ivereigh, un acompañante que reposiciona la confianza en Jesús como el rey de la Iglesia y al Espíritu Santo como el agente de cambio que direcciona hacia un nuevo espacio de evangelización, una conducción de la Iglesia hacia un saneamiento del
perfil público y sus modos internos (Ivereigh 2019, 20). Hasta ahora, se puede percibir que los objetivos de cambio implicados, por ejemplo, en la erección de un Consejo de Cardenales –el “Consejo de los nueve”, la formulación de la nueva constitución apostólica Praedicate evangelium del 19 de marzo de 2022, las legislaciones dirigidas a reformas a la colegialidad y la sinodalidad, un reglamento de finanzas, el destape y confrontación por los casos de abusos sexuales dentro de la Iglesia –como fue el informe Scicluna–, una disposición sacramental respecto al amor, las parejas, el matrimonio y la familia, entre otros ejemplos, manifiestan una búsqueda de nuevas soluciones pastorales para la Iglesia católica que, sumado a la mencionada apertura a grupos antes negados, evidencian los intereses de generar un involucramiento más íntimo de la comunidad eclesiástica hacia los asuntos de la fe en lo social, una purificación y mundanidad en el servicio del sacerdocio (Jensen 2019, 535 – 545).
Notas
1. Se ha definido carisma como el acontecer histórico de Dios. Pensado en que cada persona forma parte del Cuerpo del Señor, “es la operación divina que se ejercita por un ser humano, o bien un ser humano en donde Dios acontece humanamente”, la obra de Dios siendo a través del hombre. Respecto a la Compañía de Jesús, el carisma ignaciano se asume como el modo de proceder jesuita, la singularidad identitaria de la Compañía. Se toma el carisma en lo fundante de la Compañía de Jesús en el “acontecer de Dios, en Ignacio de Loyola y sus compañeros” según el modo concreto de Jesús; la institucionalización del carisma se entiende como la objetivación y despliegue estable del acontecer de Dios (Baena, 288 – 303). El renovado carisma ignaciano se vincula al entenderse e identificarse con la opción de “Cristo pobre y humilde” y su propósito apostólico.
2. Continuando con el rastreo histórico a partir de la posteriores Congregación General XXXIII, realizada en 1983, hasta la Congregación General XXXVI, de 2016, se resalta un agitado proceso de redefiniciones que incluyó, más allá de la unidad que representaron los decretos y las prácticas nacidas de la Congregación XXXII, discusiones tras la participación directa de jesuitas en movimientos armados, los cuestionamientos sobre la obediencia y otras tensiones con la Santa Sede, situaciones comprobables, por ejemplo, con las intromisiones y desconfianzas del papa Benedicto XVI respecto a las decisiones internas de la Compañía de Jesús.
3. “Documento de Carlos Paz”, julio de 1971.
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