El nuevo paradigma de la identidad colombiana: el paso de la construcción nacional a la era del neoliberalismo

Sara Feullet Benavides

Pontificia Universidad Javeriana

sfeullet@javeriana.edu.co

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El nuevo paradigma de la identidad colombiana: el paso de la construcción nacional a la era del neoliberalismo[1].

Resumen

Este artículo aborda cómo se ha formado la identidad nacional colombiana, postulando que esta ha condicionado los modos de vida de los sujetos que integran el territorio geopolítico. Para ello, explora el siglo XIX a partir de las nociones de raza, cuando se empieza a formar la comunidad nacional, como el punto de partida de ese proyecto identitario. Luego, se adentra en la reconfiguración de la identidad en la era multicultural y neoliberal, de modo que elabora un recorrido por la construcción de la alteridad nacional colombiana, visibilizando cómo se han condicionado los sujetos, las identidades y los cuerpos dentro del Estado nacional y que, como consecuencia, el discurso institucional ha designado quiénes son los ciudadanos-consumidores y los otros-consumidos, en donde la idea de la diversidad, a su vez, resulta problemática.

 

Palabras clave: identidad, raza, nación, neoliberalismo y multiculturalidad.

 

Introducción

El siguiente artículo presenta la manera cómo fue mutando la idea de una identidad nacional colombiana desde inicios del siglo XIX hasta el presente, en la cual las lógicas del mercado operan sobre las concepciones de raza que se fueron formando en la nación para incidir en prácticas de exclusión que reflejan la desigualdad social. Esto, a partir del objetivo de problematizar la construcción de subjetividades que se crean a partir del tiempo y el espacio, evidenciando que las comunidades en Colombia han sido condicionadas para cumplir con las necesidades tanto de unas élites como del capital.

Lo anterior se plantea desde tres instancias: la primera analiza cómo el paso hacia la República de Colombia en 1886 arrastraba una herencia colonial y decimonónica del otro, sobre el cual se cimienta la idea de un nosotros que, en contraposición, se alza como reflejo civilizatorio. En consecuencia, se borraron del espectro nacional las realidades indígenas y negras, incluso representándolas como lo “bárbaro”. La segunda analiza la Carta Política de 1991 como punto de quiebre entre una sociedad que veía a lo blanco-hispánico como estandarte moral y cultural frente a una nueva multicultural, en donde el indígena y lo negro cobran un nuevo significado. Aquí, se cuestiona si esa renovación social es realmente la integración real y material de todas las subjetividades a la comunidad política, o si es solo un discurso sobre diversidad.

Finalmente, la tercera analiza esa nueva integración de una manera crítica, por lo que desenhebra cómo la multiculturalidad es un reflejo del modelo neoliberal que se ha insertado de formas violentas para recrear realidades mercantilizadas y, así mismo, olvidadas por ese Estado Social de Derecho cuyo fin, según sus propios térnimos, es:

…servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación (Constitución Política de 1991. Título 1. Artículo 2)

Con base en lo mencionado, este artículo analiza la formación de la identidad cultural y nacional colombiana, así como la identidad en la era de la multiculturalidad y el neoliberalismo. Por lo que, en principio, se conceptualizará acerca de la categoría de identidad a partir de dos vertientes: primero, en cuanto el lugar social que esta ocupa y, segundo, a partir de su significado teórico, específicamente desde una lectura a Stuart Hall. Esto, con la intención de señalar cómo las prácticas sociales, los discursos y esa rejilla por la cual se articulan los sujetos y que le da un sentido al mundo -lo teórico- se van entretejiendo para construir una visión de un nosotros y, paralelamente, de otros en la actualidad. Por tanto, el texto se construye sobre una base teórica, unas fuentes historiográficas que delinean ese mundo político y la manera en que ambas se conjugan.

 

Identidad y ciudadanía

Identidad

Para entender cómo se fue moldeando en la consolidación de la nación aquello que identificase al sujeto con esa “comunidad imaginada” (Anderson, 1991) se parte, en primer lugar, por aquello que el “sentido común” -es decir, aquello que la personas en su cotidianidad conceptualizan– entiende sobre la identidad, en cuanto se trata de una experiencia que se desenvuelve dentro del día a día. Desde este punto de vista, la identidad, se percibe como esa semejanza que comparten unos sujetos dentro de un mismo círculo social, o de una comunidad, sobre unas características comunes que permiten separar y diferenciar a otros (Hall, 15). Así, parece estar definida a través del tiempo, como si los elementos que la comportan fueran naturales a cada grupo social, por lo que se ve, o se siente, como el síntoma de una misma colectividad que cuenta con una “definida” historia.

Así, el sentido común ha naturalizado la identidad como un reflejo de las teorías y de los símbolos patrios nacionales, que conllevan a pensarla como una situación fáctica que simplemente es pre-existente a la formación de nación y concomitante a ella misma. Por eso, la identidad aparece sujetada a performatividades que fueron potencializadas, en el caso colombiano, por una hegemonía blanca que se alza sobre todo desde la institucionalidad y opera como un artefacto político[2].

Peter Wade ilustra cómo esa institucionalidad ha agrupado colectividades diferenciadas de forma homogénea y totalizada, ayudando a establecer imaginarios en donde   tanto los grupos negros como los indígenas son comunidades que, al interior de cada una, se les son borradas las diferencias que las integran (171). Por lo tanto, se crea una representación desde el poder que termina impregnando, definiendo y esencializando a las comunidades. Lo cual el sentido común apropia como verdad en tanto no se ocupa de desestabilizar nociones ya constituidas en el lenguaje. Un lenguaje que, además, deviene de un discurso conservador[3] que se asienta en imaginarios colectivos, en donde lo negro e indígena se relacionaron con la “degeneración racial”, sobre todo a través del siglo XIX.

En segundo lugar, en cuanto a la teoría, algunos académicos invitan a pensarla el concepto de identidad desde el discurso o como un acto de poder, en tanto la consideran como una “producción del yo como un objeto del mundo [en el que] las prácticas de autoconstitución, reconocimiento y reflexión, la relación con la regla” (Hall, 31) y con el ordenamiento jurídico se relacionan. Por ejemplo, desde la perspectiva de Stuart Hall -quien a su vez se apoya en Judith Butler- por un lado, resalta la idea sobre la cual “…las identidades, actúan por medio de la exclusión, a través de la construcción discursiva de un afuera constitutivo y la producción de sujetos abyectos y marginados, aparentemente al margen del campo de lo simbólico” (Hall, 35). Por el otro lado, Stuart Hall, analizando los estudios de Derrida, Freud, Gilroy, Foucault y Laclau, entre otros, comprende que la categoría de identidad hace parte de la formación social del sujeto en la que hay otros a los que se excluye. (Hall,15)

De modo que, relacionando lo que dice la teoría y sentido común, la identidad opera como un sentimiento de exclusión que existe frente a quienes no se construyen desde unos rasgos comunes. Es, entonces, un instrumento de alienación que sirve para limitar la entrada de otros a esa comunidad para la que fue pensada, en cuanto se consolida sobre una alteridad con la que se marca una diferenciación social. Por esta razón se levanta como signo de exclusión de un proyecto, bien sea político o social (como la nación), debido a un interés que se consolida como una invención de unos sujetos sociales[4], en los cuales la historia, la cultura y la lengua se convierten en mecanismos que moldean su identificación frente al mundo y de relacionarse frente a los demás.

Benedict Anderson define, aunque no en cuanto a la identidad, pero sí frente a la nación y el nacionalismo, que estas expresiones surgen como consecuencia de algunos artefactos culturales como el periódico, la lengua y las emociones, debido a que se entrelazan para afirmar la existencia de un grupo que se reconoce en las palabras y en los sucesos que puede leer o escuchar (57). Del mismo modo se puede pensar que actúa la identidad, en cuanto se acentúa a través de instrumentos que ayudan a moldear en los individuos una representación de sí mismos por medio de un rasgo común de cada grupo social determinado.

Por lo tanto, si bien la identidad es esa práctica discursiva que sirve para marcar y ratificar unos límites simbólicos (Hall, 16), en la práctica es ideológica. De manera que el sujeto social ignora que se trata de una construcción y la relaciona con la formación a-histórica de su entorno, que al final conlleva a la exclusión e impenetrabilidad de otros.

 

La formación de ciudadanía

Raza

Para hablar de la formación de ciudadanía en el territorio colombiano actual, hay que comenzar por redefinir las características que permiten dotar de significado a eso que se llama identidad y que se crea a partir de unos factores importantes, como la raza. Por tal motivo, hay que remontarse a inicios del siglo XIX cuando aparece en el plano social y científico en su acepción moderna. Cabe mencionar que raza ha sido una palabra utilizada con diferentes cargas sociales y su significado ha variado dependiendo del tiempo y el contexto en el que se emplea (Feullet, 13). Tal como define Marisol De la Cadena (2007):

se encuentra inscrita en el imaginario social como característica diferencial de los seres humanos. En esta, se pretenden resaltar rasgos humanos como el color de la piel y se le adscriben aptitudes morales y psicológicas, las cuales, se supone, determinan la cultura y la condición de los seres humanos (12-13).

No obstante, esta idea de la raza y de lo racial ha variado históricamente. En el siglo XIX, si bien la raza se definió a partir de la ciencia biológica y las ciencias sociales, dado que eran “indispensables para legitimar el estudio del ser humano en función de su colonización, en tanto que el proceso evolutivo de los individuos y, por ende, de las sociedades, dependía de la racialidad misma” (Feullet, 14), esta idea no fue la única que apareció a través del tiempo. Sin embargo, fue la que se insertó en el imaginario colectivo como una formación biológica y natural del ser humano que estaba, a su vez, atada al color de la piel.

De modo que la categoría de raza puede rastrearse desde Hispanoamérica, cuando se usaba para definir el estatus social de cada persona (De la Cadena, 23) e, incluso, hasta el siglo XVI, a pesar del carácter teológico [5]que poseía dicha connotación, en tanto servía para marginar y desplazar a los individuos debido a unos aspectos identitarios (Hering, 33). Esto sirve como hilo conductor de los conceptos retomados en el siglo XIX, pero con base en las nuevas ideas que comenzaban a surgir estas posturas eugenésicas -las cuales contaban con estatuto epistemológico científico en esa época– y racial, con miras a la consolidación de la nación sobre el paradigma de una “limpieza racial”.

 

La Nación del siglo XIX

El proceso de independencia de la Nueva Granada (1810-1819), como todo proceso de autoproclamación de soberanía, tenía grandes desafíos para aquellas élites decimonónicas que pensaban la consolidación de la nación, dada la necesidad de insertarla dentro de las discusiones del constitucionalismo moderno que surgían a partir de la independencia de los Estados Unidos de América. Lo cual, planteaba la supremacía de la Constitución y la organización de la sociedad por medio de una carta política escrita.

Lo anterior significaba diseñar un modelo de nación en el que se adoptaran nuevas instituciones, una forma de gobierno que planteara cuáles serían los rasgos que debían adoptar quienes serían los gobernados. Así, uno de los puntos clave era “¿cómo hacer del individuo el elemento per se de la nación?” (Feullet, 51), en cuanto se trataba de crear la representación de ella en una corporeidad que incluyera todos los principios que se esperaban de un Estado moderno, incluyendo la cultura. Lo anterior, dado que, raza y cultura, iban de la mano. Por este motivo, esa transformación de súbditos a ciudadanos llevaría consigo ese elemento que permitía distinguir, entre muchos otros, a un grupo determinado de personas[6] para que cargaran con la identidad de neogranadinos y, posteriormente, colombianos. La primera Constitución nacional que apareció en el actual territorio colombiano[7], fue la Constitución de 1821, promulgada en la ciudad de Cúcuta, y aunque fue de corto aliento es significativa en cuanto revela la mentalidad de quienes la diseñaron. Esto implicó, esencialmente, nombraba al pueblo para quien era proferida: en su título primero se proclamaba como “de la Nación colombiana y de los colombianos” (Constitución Política de 1821, título 1, sección primera, Artículo 1). Lo cual, lleva a preguntarse, ¿quiénes eran estos colombianos para quienes se diseñaba la primera constitución y que continuarían siéndolo alrededor del siglo XIX[8]?. Pues bien, en el Título 2º de la Carta se decía que eran:

Todos los hombres libres nacidos en el territorio de Colombia, y los hijos de estos; los que estaban radicados en Colombia al tiempo de su transformación política, con tal que permanezcan fieles a la causa de independencia y los no nacidos en Colombia que obtengan carta de naturaleza (Constitución Política de 1821. Título 2, sección segunda, Artículo 4).

Los cuales, a su vez, eran ciudadanos libres. Cabe aclarar que la esclavitud fue abolida en 1851, pero hasta 1852 comenzó a entrar en vigencia. No obstante, a pesar de ser sancionada la ley, los grupos negros e indígenas no estuvieron completamente integrados a la sociedad colombiana, dado que la posibilidad de ser un ciudadano, es decir, de poder acceder a las instituciones y de hacer valer los derechos naturales que todo hombre tenía por el hecho de serlo, eran restringidos. Y, aún hoy, continúan siéndolo.

A pesar de las nueve constituciones que aparecieron en el territorio, si bien hubo cambios políticos que evidenciaban el tipo de poder que se ejercía en cada momento determinado, dado que el siglo XIX estuvo marcado por una constante disputa política (entre federalistas y centralistas, en primer lugar; y entre liberales y conservadores, en segundo lugar), no hubo cambios estructurales en la manera de abarcar la población que se integraba dentro de las fronteras, aun cuando discursivamente estaban llenas de nuevas promesas. Tal como lo consagran las diferentes Cartas Políticas, la constante era que los derechos civiles se adquirían por una serie de condiciones que, tácitamente, integraba a una población blanca[9]. Audiencia de Santa Fe. La cual, posteriormente, se conoció como Nueva Granada, Colombia y República de Colombia, como es su nombre oficial en 1886. De igual manera, se hace la salvedad que, en la Constitución de 1830, lo que se llamaba Colombia integraban todas las provincias del Virreinato de Nueva Granada y que se conoció como “La Gran Colombia”. Eduardo Restrepo incluso hace un estudio sobre las imágenes del negro alrededor del siglo XIX y destaca cómo lo negro era borrado del imaginario nacional[10]. Esto lo hace estudiando conferencias psiquiátricas y analizando los textos que eran escritos por científicos de la salud sobre el problema de “los signos físicos y psíquicos de la población” (47). Es decir, desde la élite científica se encuentra la ansiedad por definir quiénes somos estaba atravesada por el miedo que suscitaba la supuesta degeneración racial que caracterizaba a lo indígena y lo negro, con apuestas hacia el mestizaje como adaptación a la vida civilizada y geográfica[11]. En tanto, se pensaba que “hay razas hechas para cada zona” (49), así como una cultura para cada raza.Lo que determinaría que las condiciones materiales propicias para ser un ciudadano estaban alejadas de las realidades negras e indígenas. Asimismo, sobre esas ideas, nació la Constitución Política de 1886, en cabeza del presidente Rafael Núñez, la cual tenía como mandato principal la homogeneización social a través de los postulados de la fe católica, la lengua castellana y una forma de organización administrativa del Estado en torno al centralismo. En general, se trató de elevar los principios conservadores para que regularan la vida en sociedad. De este modo, la identidad política y social giró en torno a un desconocimiento profundo de quienes habitaban la nación, dado que acentuaba la marginación de aquellos que no se encontraban representados en la letra de la nueva norma de normas. De modo que la identidad que se creaba a partir de 1886 no solo planteaba cómo ser un buen ciudadano, sino también quien no era un ciudadano adecuado para la república, reafirmando esa condición a partir de símbolos y discursos que se creaban desde distintos ámbitos con los que se reforzaba la idea del ciudadano colombiano. Así es cómo se insertaron dispositivos que determinaban la pertenencia a la comunidad nacional, con la idea de una sola raza en donde se evidenciara el mestizaje cultural y racial que se había llevado a cabo alrededor del siglo XIX y que remitía a pensar en una “limpieza racial”.

Esta “limpieza racial” veía en el mestizaje o blanqueamiento[12], la posibilidad de que quienes no respondían al ethos blanco e hispánico -principalmente, negros e indígenas- se transformaran como parte de la anhelada “purificación ontológica-epistémica” (Burns, 41) sobre la que se alzaba la nación. Por lo tanto, se “…apelaba al ejercicio de poder sobre la vida humana, como parte del proyecto de modernización estatal. Un proyecto que, enfocado en la creación de ciudadanos” (Feullet, 22) se disponía a cambiar los cuerpos y la cultura de aquellos que fueron construidos como la alteridad y, de esa manera, concentrarse en una identidad blanqueada, como parte del deseo de las élites decimonónicas. De este modo, la respuesta a la pregunta por cómo se llevó a cabo todo ese proyecto social, político e identitario, hay que buscarla en todos los dispositivos que se insertaron en la cotidianidad de la gente y que, desde una mirada superficial, no tendría ninguna implicación en los imaginarios sociales. No obstante, la calle, el colegio, las leyes, la familia y, en general, cada ámbito del espacio público y privado, se convirtieron en un discurso nacional que impregnaba la existencia de los individuos. Así, las estatuas[13], los manuales de urbanidad[14] y los museos jugaron un rol importante para la normativización de los cuerpos tendiente hacia el blanqueamiento. Se trataba, en consecuencia, del biopoder[15] que se insertaba para invadir cada ámbito de los individuos, dejando morir todo aquello que estorbara al proyecto nacional y modernizador.

Lo anterior se derivaba de leyes que pretendían llevar a cabo la “misión de civilizar a quienes se encontraban por fuera de la fe y, por tanto, de la legislación nacional” (Feullet, 90). Así, en 1887 se estableció el Concordato entre la Iglesia Católica y el Estado colombiano; y posteriormente, en 1890, se expidió una ley en la que “se determina la manera como deben ser gobernados los salvajes [para que] se reduzcan a la vida civilizada” (ley 89 de 1890, prólogo). De esta manera, la Constitución de 1886 marcó el comienzo y el fin de la era de la nación. El comienzo, en tanto que, desde ahí, se consolida la República de Colombia; el fin, porque a esta Carta Política le siguió la Constitución de 1991, la cual traería un nuevo paradigma con la entrada del neoliberalismo al país. Sin embargo, en 1886 se moldea un proceso identitario que, si bien perdurará en el imaginario colectivo hasta la actualidad, en 1991 las formas de concebirse dentro del conjunto nacional cambian en función de la globalización y las leyes del mercado. De modo que, en 1991, ese biopoder que había actuado para condicionar la sociedad en función de la nación se transformaría para que la ciudadanía y la alteridad se subsumieran en un sistema en el que el capital primaría sobre las relaciones humanas y entre los individuos y las instituciones. Michel Foucault habla de cómo el biopoder fue (y ha sido) indispensable para el desarrollo del capitalismo; [en cuanto] no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos (Foucault, 131).

Por lo tanto, el ejercicio del poder sobre la vida, a partir del dejar vivir y el dejar morir, condicionó con miras a la consolidación nacional, una identidad. Así, un siglo después, el biopoder seguiría ejerciendo su función, pero disponiendo de los sujetos, del capital y el mercado.

 

El cambio del paradigma: de lo nacional a lo global.

Multiculturalidad y neoliberalismo

La entrada en vigor de la Constitución de 1991 dibujaba para diferentes grupos sociales la posibilidad de acceder a los derechos civiles que hasta entonces les habían sido negados gracias a la reivindicación de las diferentes demandas populares y como un pacto social entre el Estado, actores armados y los grupos subalternos. Sin embargo, para un país que había estado sumido en distintos tipos de violencia (entre conservadores y liberales; la conformación de guerrillas; el narcotráfico y un Estado ausente), la necesidad por abarcar tantas demandas y el añorado progreso imposibilitaron una real efectividad entre la parte orgánica y la parte dogmática. Así, mientras que se reivindicaba la diversidad, se le daba entrada al mundo neoliberal y globalizado. De esta manera fue como el multiculturalismo entró al país como la gran innovación, cuyas consecuencias se verían reflejadas, sobre todo, en esas identidades que fueron marginadas del proyecto nacional previo y que se fueron constituyendo como el elemento étnico de la nación (Segato, 40).

Por lo que, cuando el multiculturalismo entró en la vida nacional, lo hizo para darle “continuidad al ejercicio biopolítico a partir de otros significados, como lo era la creación de [nuevas] identidades y, en consecuencia, de nuevas ciudadanías [que] respondían a una necesidad mercadológica, [en la que] los diferentes grupos [sociales] se convertían en potencializadores para el mercado” (Feullet, 95). Por lo tanto, quienes otrora habían sido relegados de la relación con el Estado, ahora se insertaban dentro de esas líneas que definían el rumbo del país de la mano con “el discurso neoliberal que se introdujo desde los años 90 del siglo XX” (Feullet, 95).

Rita Segato plantea cómo, precisamente, en la actualidad, la dinámica del poder se mueve para “crear identidades enlatadas y mercadológicas y minorías étnicas como grupos de consumidores etiquetados” (65 y 105). No obstante, el modelo económico no solo se queda en estas comunidades, sino que trasciende hacia todo el entramado social, dado que las relaciones globalizadas entre el capital, los sujetos y los Estados, inciden para que todos participen de esa cadena de producción y consumo.

La Constitución de 1991, por lo tanto, traía consigo dos consecuencias importantes. La primera, se trataba de la inserción del modelo neoliberal al país. La segunda, con respecto a la forma de organización política, se establecía un Estado Social de Derecho y una Nación plural. De modo que, lo económico y lo político, iban de la mano reconfigurando las relaciones sociales.

Si bien, la idea de ser un Estado Social de Derecho transformaba la relación entre los sujetos y el ordenamiento jurídico, en cuanto consagraba la necesidad de llevar a cabo la efectividad real de los derechos, y no simplemente su enunciación, esto no tuvo mayor incidencia en la práctica. En realidad, se trataba de un discurso que no modificaba los problemas de fondo que tenía la sociedad. De hecho, en nombre de la Nación colombiana de 1991, se impulsó una “política de identidades” que reducía las experiencias de la alteridad “en su complejidad de origen para tornarse convertibles y representables en los términos de un equivalente universal, presupuesto de un valor de cambio de las mercaderías” (Segato, 142).

En efecto, la idea de la multiculturalidad le agregaba a Colombia el adjetivo de “riqueza cultural”, pero no trastocaba las necesidades inmediatas, sobre todo para las comunidades negras e indígenas, quienes incluso seguían borradas del conjunto nacional. Un claro ejemplo es que, en el año 2019, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), encargado de realizar el censo en Colombia, borró del mapa a 1.3 millones de Afros por no estructurar preguntas demográficas que se preocuparan por incluir a todos los colombianos en la comunidad nacional. (El Tiempo, 2019). Adicionalmente, la misma Constitución impulsaba políticas que daban luz verde a la consecuente privatización de los servicios, la flexibilidad laboral, la precarización social y el aumento de la desigualdad.

David Harvey hace un análisis bastante interesante en donde muestra cómo el Estado, tiene un papel fundamental para que las políticas neoliberales y, en general, el sistema capitalista, funcione. De este modo, el Estado no se reduce para dejarle hacer al capital, sino que impulsa sus dinámicas, incluso por medio de la violencia (153). Para no ir más lejos, las comunidades más afectadas por el desplazamiento, la violencia paraestatal y estatal y, en general, todo tipo de violencias, han sido las indígenas y las negras. Uno de los casos más llamativos es el proyecto mega minero del Cerrejón, en el que hubo un desvió de un afluente principal del Río Ranchería, sin ningún tipo de reparación por parte de la empresa responsable quien, cambio, sí presionó a las familias para firmar acuerdos que les eran perjudicables, obligándoles a salir de la zona. (Colectivo de abogados, “párr.”1)[16].

Lo anterior demuestra que, mientras se mostraba una imagen idealizada de la Nación, se les iban expropiando las tierras y se incrementaban los desplazamientos forzados hacia las “comunidades étnicas”[17] con ayuda de las instituciones en un país que tiene como lema su diversidad. Roberto Gargarella en Sala de Máquinas de la Constitución (2014) nota que, justamente, esa desconexión entre la parte dogmática y la parte orgánica de los textos constitucionales latinoamericanos crea una realidad social que está muy lejos de ser esa promesa a futuro que supuestamente plasman. Repasando las nuevas oleadas de cartas políticas que se generaron desde el sur, coincide en ver cómo, las de los años 90 del siglo XX (momento de la reforma constitucional colombiana), llevaban consigo “políticas monetaristas, anti estatistas, de drástica reducción del gasto público y, sobre todo, de eliminación de los programas de protección social” (Gargarella, 275). Lo cual, claramente, ha resultado en varios estallidos y movimientos sociales que se articulan, actualmente, para modificar ese estado social, político y económico.

 

Fetichización de la identidad[18]

En este apartado, se analizan las consecuencias de la multiculturalidad en el campo social, las cuales devienen de continuidades de exclusión que están presentes desde la época colonial y que se insertaron como un mecanismo de auto-reconocimiento y de reafirmación. El sistema neoliberal y global se ha transformado conforme al contexto nacional e histórico, replanteando el dualismo de ciudadanía y alteridad (en otro término, de otredad) con base en las nuevas dinámicas que surgen y las cuales, pretenden la creación de nuevas identidades que den cuenta de la heterogeneidad de la sociedad; ello, sin embargo, de cara a una diversidad manifiestamente mercantil. En esencia, se trata de dilucidar cómo ese reconocimiento cultural que dibuja la separación de subjetividades bajo una noción simplista de unidad, partiendo de “imposiciones esencialistas formuladas por el grupo hegemónico, (Segato, 105), se refleja en “la apropiación de bienes culturales de las diferentes comunidades que han pasado a ser representación nacional, [con el fin de ser] comercializados” (Feullet, 114).

Por lo tanto, se puede decir que la multiculturalidad conllevaba una doble dimensión: por un lado, reivindicaba las luchas sociales de las comunidades que, aún cuando no tuvieron mucha representación en la Constituyente[19], la Carta trató de abarcarlas, aunque de forma bastante reducida. Por otro lado, esta noción se conjugaba con las políticas neoliberales, en tanto nacían al mismo tiempo dentro del ordenamiento jurídico. Roberto Gargarella, a su vez, ha destacado que una Constitución no es un conjunto de compartimentos fragmentados de la nación, sino que es un texto en donde todos los artículos deben articularse mutuamente dentro de ella. Es decir, los derechos tienen que ir de la mano de los mecanismos y las instituciones que los institucionalizan (286), de manera que, en el deber ser, estén encaminados hacia un mismo fin, como lo es la realización y funcionamiento del Estado y la sociedad. No obstante, la entrada al país de las nuevas políticas económicas, aquellas que buscaban la primacía del capital sobre las demandas populares, generaba que las dinámicas sociales cambiaran y que esos ciudadanos y habitantes de la nación, se convirtieran en trabajadores en favor del capital: producir y consumir (o ser consumidos). En efecto, esa “sala de máquinas de la Constitución”[20] no se había ajustado a las demandas sociales y creaba nuevas necesidades que se evidenciaban en el “desplazamiento, la instrumentalización de sus identidades con fines de Marketing, la precarización de sus territorios, los asesinatos de sus líderes y una estrategia estatal para deslegitimar sus luchas” (Feullet, 97).

De manera que, el resultado de estas políticas conllevó no solo a la parcelación de tierras comunales, a la expropiación de sus territorios, a la injerencia de las multinacionales en la vida social que acabó con el tejido social de las comunidades, sino a usufructuar sus identidades que quedaban agrupadas como si se tratara de poblaciones iguales e indiferenciadas. En particular, aparecían como si “Arahuacos, Quillacingas, Nazas, Emberas, etc. fueran la misma representación de “Lo Indígena”; o como si “Raizales, Palenqueros y afros del pacífico, tuvieran la misma identidad y se consagraran como “Lo Negro” (Feullet, 115), vendiendo imágenes totalizantes de todos ellos.

Arturo Escobar analiza cómo el sistema global, a partir de multinacionales y el Estado, irrumpe en las realidades ontológicas de las experiencias populares -como las indígenas y negras- al tiempo que muestra cómo éstas han resistido a esas incursiones del “Mundo Mundial”. Una resistencia que no solo es física, a partir de las luchas en defensa de sus territorios, sino a partir de una reivindicación de sí mismos frente a la penetración de las industrias que pretenden apropiarse de sus espacios (20-22). Lo cual evidencia que, frente a esa política de identidades diversas que se inscribe en el papel, hay una lucha que no es horizontal, dado que los poderes económicos e institucionales llevan a cabo esfuerzos por cooptar sus vidas, tanto desde el desplazamiento que rompe el tejido social, como desde invadirlos culturalmente despojándolos de sí mismos para tornarlos objetos de representación nacional.

Así, el multiculturalismo en el sistema neoliberal que se introducía y que transformaba las formas de vida, estaba atado a un biopoder que venía ya de tiempo atrás y se fundamentaba en la otredad que se había constituido desde la consolidación de la nación. No obstante, ya no se trataba de una otredad sustentada por la ciencia racial o biológica del siglo XIX, sino por una política multicultural que, al tiempo que decía integrar a todos en una nación, persistía en viejos intentos de marginar sobre la diferencia. Sin embargo, esta vez, la diferencia del siglo XX-XXI tenía tintes económicos porque no solo era distanciar un nosotros de esos otros, sino consumirlos en sí mismos. Se trata, pues, del consumo, producto del fetiche identitario, en el que las comunidades son un valor nacional en tanto que signo distintivo de Colombia frente a los demás países, pero dentro de una realidad que seguía vulnerando su ontología y su existir. Se resalta, para finalizar, cómo se han cooptado parte de sus tradiciones para tornarlas en objetos de moda y alta costura, sin que las dueñas originarias de los diseños perciban ganancias económicas[21].

 

Conclusión

Este trabajo recorre dos épocas fundamentales en el devenir nacional colombiano. Por un lado, la consolidación de la nación en el siglo XIX y, por el otro, la reconfiguración de esta a partir de las dinámicas del mercado y la globalización a finales del siglo XX. Esto, con la intención de desenhebrar el porqué, en la actualidad, los modos de existir y de pensarse como parte de una comunidad nacional se reflejan de formas desiguales y violentas. Por esta razón, es necesario que las pervivencias que se constituyeron en la realidad social desde incluso antes de la formación republicana empiecen a ser desmanteladas, dado que es claro el papel ideológico que cumple la diferenciación racial.

 

Fuentes primarias

City TV. “alcaldesa pide judicializar a los asesinos del conductor” 27 de enero, 2022 Constitución política de Colombia, 1821.

Constitución Política de La República de Colombia, 1886.

El Tiempo, “El ‘error’ del DANE que borró del mapa a 1.3 millones de Afros”, 2019. ley 89 de 1890, prólogo

LAUD 90.4 FM ESTÉREO-Universidad Distrital Francisco José de Calda

Laureano Gómez, interrogantes sobre el progreso en Colombia. Conferencias dictadas en el Teatro Municipal de Bogotá. (1928)

Museo Nacional de Colombia, cuadernos de curaduría Nº3

Testimonio: Mujeres de la Comunidad de Tabaco reflexionan sobre el impacto sufrido por la megaminería (2015) en: Colectivo de Abogados.

 

Bibliografía

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De la Cadena, Marisol, ed. Formaciones de indianidad: Articulaciones raciales, mestizaje y nación en América Latina. Lima: Envión, 2007

Escobar, Arturo. “sentipensar con la tierra: las luchas territoriales y la dimensión ontológica de las Epistemologías del Sur”. Revista de Antropología Iberoamericana, vol 11. 2016.

Feullet, Sara. “Nación, capitalismo y consumo: fábrica de identidades y de cuerpos. Pontificia Universidad Javeriana. Departamento de Ciencias Sociales, 2021.

Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber. México: Siglo XXI, 2011.

Gargarella, Roberto. La Sala de Máquinas de la Constitución: dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010). Buenos Aires: Katz, 2014. Impreso.

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Harvey, David. “El nuevo imperialismo: acumulación por desposesión”. Socialist Register 2004: El nuevo desafío imperial.https://socialistregister.com/index.php/srv/issue/view/1167

Hering Torres, Max S. “La limpieza de sangre. Problemas de interpretación: acercamientos históricos y metodológicos” Editorial Anuario Colombiano   de   Historia.   Historia crítica, ISSN 0121-1617, Nº. 45, 2011, págs. 32-55

Marx, Karl. El Capital. Tomo I. Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2008. Edición 28. Impreso.

Parada, Daniela. “La Pola, alegoría de la nación: memorias y silencios en las representaciones de Policarpa Salavarrieta” en Imaginando América Latina: Historia y cultura visual, siglos XIX y XXI, ed. Sven Schuster y Óscar Daniel Hernández Quiñones Bogotá: Universidad del Rosario, 2017)

Restrepo, Eduardo. “imágenes del ‘negro’ y nociones de raza en Colombia a principios del siglo XX”. Bogotá: Revista de Estudios Sociales, num 27, 2007.

Segato, Rita. La Nación y sus otros: raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de identidad. Buenos Aires: Prometeo, 2007.

Wade, Peter. Defining blackness in Colombia”. Journal de la Société des Americanistes, Vol 95-1, 2009.

[1] Este texto está basado en el Trabajo de Grado, “Nación, capitalismo y consumo: fábrica de cuerpos y de identidades”, el cual realicé para optar para el título de historiadora en la Pontificia Universidad Javeriana de Colombia.

[2] El sentido común, a su vez, opera de manera ideológica, por lo que el campo político que es hegemónico dentro del Estado (sea conservador o liberal) marca el pensamiento de la colectividad de manera mayoritaria. Así, las leyes, los discursos presidenciales, los decretos y la Constitución hacen parte de la mentalidad que se irradia en el día a día, como consecuencia y materialización de un sentir institucional y colectivo.

[3] El expresidente Conservador Laureano Gómez hizo pública su concepción sobre las razas en los distintos discursos. En ellos, planteaba que, hay ciertas razas que necesitaban de una constante tutela por no estar hechas para la vida civilizada. Ver más en: Laureano Gómez, interrogantes sobre el progreso en Colombia. Conferencias dictadas en el Teatro Municipal de Bogotá. (1928)

[4] Este interés luego será estudiado, sin embargo, cabe destacar que, en el siglo XIX, se habla del proyecto de nación que las élites políticas moldearon a partir de su deseo como clase social.

[5] Si bien no se puede desprender como un antecedente directo del racismo lo que se conoció como “limpieza de sangre”, esta delinea aspectos fundamentales que se utilizaron en la época para jerarquizar y excluir a ciertos grupos sociales. En tanto, esta “limpieza de sangre” fue una práctica del mundo ibérico que buscaba limitar que los judíos, musulmanes e, incluso, con posterioridad, gentes del nuevo mundo, pudieran acceder a instituciones de poder y de saber que estaban reservadas para los “cristianos viejos” (De la Cadena, 89). La “limpieza de sangre fue una política religiosa que inició por estatuto en 1449 y duró hasta finales del siglo XVI (Hering, 30). Por lo tanto, se trataba de una categoría normativa (Hering, 30) que reglaba las interacciones entre los sujetos y las instituciones, al tiempo que condicionaba jurídicamente la agencia de los individuos a un límite que se fijaba por un ordenamiento legal. Así, quienes estuvieran fuera de estas imposiciones jurídicas, podría pensarse, quebrantaban ese pacto social que se imponía desde las esferas de poder.

[6] Para el derecho civil, la connotación de personas no tiene que ver únicamente con las características humanas de un individuo. Persona es quien tiene la capacidad jurídica para adquirir derechos y contraer obligaciones.

[7] Hubo constituciones locales y la primera fue la de Socorro 1810. Pero estas no revelan un sentir nacional, sino local.

[8] Alrededor del siglo XIX, el territorio, hoy colombiano, no tuvo siempre ese mismo nombre, como tampoco comprendió geográficamente la misma situación que hoy ocupa. Sin embargo, a grandes rasgos, se puede analizar que hubo una continuidad de la situación política y social, en su mayoría, de lo que otrora había sido Real.

[9] Los requisitos eran: “saber leer, escribir, ser mayor de 25 años cumplidos y vecino de cualquiera de las Parroquias del Cantón; ser dueño de una propiedad raíz que alcance el valor libre de quinientos pesos, o gozar de un empleo de trescientos pesos renta anual, o ser usufructuario de bienes que produzcan una renta de trescientos pesos anuales, o profesar alguna ciencia o tener algún grado científico (Constitución política de 18219. Título 3, artículo 21, parágrafo 4).

[10] Según Eduardo Restrepo, si bien hay referencias a la población negra, estas son escazas, pero llenas de caracterizaciones, sobre todo en lo que respecta a su calidad cultural y moral.

[11] Cabe resaltar que en la época había un determinismo geográfico en el que se planteaba que las tierras calientes, o ‘bajas’ eran propicias para la raza negra. Incluso, se resalta el “fenómeno de la africanización progresiva de nuestras razas en las regiones bajas” (48) para aludir a que, el Trópico, era el lugar en el que debería localizarse esa población por su capacidad de resistencia física. Así mismo, los “indios de color pálido, y los mestizos que de su cruzamiento nacieron, ocuparon las regiones montañosas y el Altiplano” (52); de igual manera, otras poblaciones eran relegadas a las zonas fronterizas de selva que eran llamados “salvajes”, tal como lo menciona la ley 89 de 1890.

[12] Considero más acertado este segundo término del blanqueamiento, dado que la pretensión era convertir los cuerpos y la cultura nacional en torno a la idea de lo hispánico. Esto, en cuanto se concebía que “el viejo continente” era la referencia de la modernidad y la civilización

[13] Por esa razón, la estatua de Policarpa Salavarrieta (La Pola), entre otros símbolos y otras prácticas, fue construida en 1910 en el centro de la ciudad de Bogotá (Museo Nacional de Colombia, cuadernos de curaduría Nº3) con el fin de rememorar la independencia. Dicha estatua se alzó, primero, “para reivindicar el sentido de la mujer en la Patria” (Feullet, 70). Segundo, porque la idea que subyacía de esta figura se trataba del sacrificio de la vida por una República libre e independiente (Parada, 133), dado que encarnaba las virtudes que se esperaban de la ciudadanía y evidenciaba los aspectos físicos y culturales que se deseaban para esta Nación.

[14] Manuales de urbanidad como el de Carreño que fue impreso en 1853 para dictar las actitudes y los modales que debía tener la sociedad para ser parte del modelo universal de Nación.

[15] El concepto del control biopolítico, aunque no surge con Michel Foucault, este autor sí fue el encargado de renovarlo. Así, en 1974, el teórico francés, después de una larga tradición que se remonta al siglo XVIII en el tratamiento de la biopolítica, empezaba a advertirla como ese rol estratégico de la medicina y su intervención en la especie humana, dentro de un sistema capitalista. Sin embargo, es en 1976, cuando la fórmula “hacer vivir, dejar morir” se comienza a especificar como la modalidad del biopoder. Ver más en: Cristina López, “La biopolítica según la óptica de Michel Foucault. Alcances, potencialidades y limitaciones de una perspectiva de análisis” El banquete de los dioses. Revista de filosofía y teoría política contemporáneas (2013). Extraído de (Feuillet, 32

[16] De igual manera se pueden encontrar más ejemplos de este tipo de alianzas entre el Estado y las multinacionales. Por ejemplo, en la Sentencia de Unificación 095-2018 de la Corte Constitucional, se redujo el campo de acción de la consulta popular y se avala la explotación del suelo y del subsuelo por parte de la Nación sin necesidad de acudir a ello. Esto, quiere decir que ese mecanismo de participación de las comunidades se restringe y permite que proyectos mega-mineros pongan en riesgo la vida y las actividades de estas poblaciones, así es como el corregimiento de Cañaverales, en San Juan del Cesar puede desaparecer. Incluso, se encuentra en hechos como que el desplazamiento en el Bajo Atrato hacia poblaciones afrodescendientes, se llevó a cabo a partir de “una cadena de despojo que va antecedida por amenazas, homicidios y hostigamientos contra los campesinos que viven allí, para que, por medio de los artilugios jurídicos, los empresarios se apoderen de esas tierras” (LAUD 90.4 FM ESTÉREO-Universidad Distrital Francisco José de Caldas).

[17] Peter Wade, resalta que el empleo de connotación “étnica” está planteada para identificar la diferencia respecto de lo mestizo y blanco. Adicionalmente que el término multicultural que opera en la realidad colombiana, según el autor, describe a aquellos que se constituyen, desde la normatividad, como diferentes (175). Lo cual, encaja con la idea de que la multiculturalidad no es sino una forma de exclusión dentro del discurso de unidad, en donde lo diverso sigue siendo el otro pero con legitimación social.

[18] El término “fetichización” lo elaboro siguiendo una lectura de Marx cuando describe, precisamente, el “fetichismo de la mercancía”. Esto, en cuanto, Marx al resaltar el carácter social que adquiere la mercancía, lo hace en cuanto a su atributo; en cuanto al valor que adquiere por el trabajo individual y el entramado social en el que se desenvuelve, en tanto que construcción social. En este caso, la identidad aparece fetichizada en cuanto aparece como una mercancía que adquiere valor como el resultado de una cultura que, producto del sistema, se ha convertido en un agregado social o económico para la Nación multicultural. Una Nación que moldea y abstrae como étnicamente diferentes a las comunidades negras e indígenas, englobándolas en el concepto de lo “étnico” y borrando sus diferencias intrínsecas de cada una de ellas, para presentarlas como un agregado de la Nación. Lo cual, se refuerza a través del marketing para vender un producto nacional. Aquí, el video sobre “Colombia es pasión” que patrocinaba el turismo del país, en el año 2005, es perfecto para explicar cómo las comunidades “étnicas” se convertían en una especie de paquete turístico o paisaje nacional que dota al país de “riqueza cultural” y, así, incentivar el turismo.

[19] Peter Wade destaca cómo no hubo representación negra elegida en la Asamblea Constitucional. Sino que, un líder Embera, asentado en la Región costera del Pacífico, fue quien habló en nombre de las comunidades indígenas y negras de la región, dado que, según él, compartían problemas comunes (171).

[20] Se utiliza el nombre que Roberto Gargarella utilizó para su libro, en cuanto en esa palabra describe en esencia cómo se hace una Constitución y el deber ser de ella. Ver más en: Roberto Gargarella, sala de Máquinas de la Constitución: dos siglos de Constitucionalismo en América Latina (1810-1010) (Buenos Aires: Katz Editores, 2014).

[21] Se resalta el caso de la Mochila Wayúu que ha sido reapropiada por diseñadores que venden lo étnico, como agregado de su trabajo. Ver más en: Las Dos Orillas, Lina Moreno, “El Jet Set fascinado con las Mochilas Wayúu, ¿Quién le paga a las indígenas?” (2020).

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