Paseo de domingo

Francesca Moreno Possin

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            Había que ir al cementerio. Era el domingo entre Rosh Hashaná y Kippur, es costumbre visitar a los muertos. Mamá y yo nos montamos en el Renault 4 de primeras, ella en el puesto del copiloto y yo detrás del piloto. Jacobo ya saldría con mi hermana y mis hermanos. Mientras llegaban todos, mamá jaló el botón blanco cuadrado hacia ella, soltando el resorte, deslizó el vidrió para abrir la ventana.

Cantamos:

Vamos de paseo (bibip bip)

En un coche feo (bibip bip)

Pero no me importa (bibip bip)

Porque llevo torta (bibip bip)

Me vi los pies volando en el vacío por sobre los tapetes de caucho negro del carro. Media pantalón blanca y zapatos de charol. Vestido de domingo azul oscuro. Repitiendo la canción, me imaginé instantáneamente que llevaba sobre el regazo una galleta grande, cubierta de salsa de mora. Mi torta de mora de galleta estaba espolvoreada de azúcar glas imaginada.

           Al cementerio judío no se lleva nada, ni flores, ni adornos, mucho menos tortas; se entra (y se sale) con las manos vacías. Y frías, porque primero hay que lavárselas con agua. Para entrar al cementerio se camina por entre dos hileras de grifos. Hay que detenerse, llenar una de las jarritas de lata dispuestas para lavarse primero una, luego la otra mano. Papá lo hizo primero y después cargó a los dos más pequeños; a mí no porque yo ya alcanzaba la llave de metal sola.

           Había que detenerse antes de entrar a donde están los muertos, y en esa pausa acordarse de que se entra a un lugar diferente del lugar de los vivos. Cuando paramos a lavarnos las manos mis hermanos dejaron de correr. Al detenernos todos, comenzamos a hablar más suave; estábamos a punto de entrar. Cuando íbamos a la casa de la abuela tocaba estar bien vestido y mejor peinado que de costumbre, y saludar a cada uno; aquí era parecido porque era como estar de invitados de los muertos que vivían en el cementerio.

            Después de franquear la entrada, Ursa tomó del recipiente lleno de piedritas unas cuantas para ir a visitar a sus muertos. Era una urna de piedra enorme, imposible de levantar, pero con manijas a los lados. Cuando visitan a los muertos, los judíos se acercan a la tumba, y están un momento en silencio. Colocan un piedra sobre la lápida y así es como decimos “estuve aquí”.

            Los martes, el bus en el que la tía me llevaba a la clase de música pasaba delante del Cementerio Central y las señoras se persignaban; yo las miraba sin saber qué hacer. Cuando entrábamos a conocer por dentro una iglesia, yo titubeaba delante del agua bendita porque sentía que todos se iban a dar cuenta de que yo no me había hecho la señal de la cruz. Aquí, en cambio, era distinto. Sabía qué debía hacer. Me llené los bolsillos de piedritas; unas negras, otras rugosas, otras de bordes redonditos. Me gustaba la gente, la viva y la muerta también. Todos ellos merecían una visita. Mientras Ursa buscó la tumba de su papá, luego de su tía, de su abuela, yo me perdí entre las hileras visitando gente. 

            En el mundo de afuera no podía dar la vuelta en la esquina de la casa, pero en este podía alejarme tanto como quisiera, podía perderme entre las lápidas hasta perder de vista a Ursa y que Ursa no me viera más a mi. En el mundo de afuera daba miedo alejarse, pero aquí no. Anduve lejos.

            Pero no había tiempo ni piedras suficientes para visitar todos los muertos. Zigzagueaba entre las lápidas leyendo, pescando cualidades particulares o algún detalle que fuera llamativo. Me gustaban los lugares de oriente que hacían pensar en otros perfumes. Bujará, Ismir, Tesalónica. Este nació en Trieste, un sitio seguramente maravilloso ¡ZAZ! ¡piedrita! Esta en el Cairo (ni hablar, ¡piedrita!). Esta tumba fue decorada una palomita de piedra sobre su lápida. Alguien la había puesto allí con amor; yo, al notar la paloma, al detenerme un instante, pasaba de visita en nombre de esa persona: ¡piedrita!

¡1898! Esta es la fecha más antigua que he visto hasta ahora, ¡piedrita! Podía elegir a Neftalí Ben Zahar por tener un nombre musical o a Isaac Weinstein por tener la tumba más antigua. Algunas me hacían sentir un nudo en el pecho, como si comiera de un pan triste que se atraganta por sólo pararme frente a ellas y leer. Algo mantenía vivo el duelo alrededor de ciertas tumbas, algo en las curvas de las letras en bajo relieve; también a ellas les ponía piedríta.

            En uno de los extremos del cementerio, bajo la sombra de unos cipreses, separadas de las demás, se juntaban algunas lápidas pequeñitas, en fila. Vi dos tumbas contiguas en las que solamente figuraban los nombres, con el mismo apellido. Escogí un par de piedritas blancas, que hacían un sonido muy agudo al chocar entre ellas. Cuando me agaché para colocarlas, al acurrucarme sentí como el estrujo de un abrazo; “es su mamá”, pensé. Pero no me dio miedo.

La tumba siguiente también me llamó y miré las fechas. “Bebé Ackerman” había muerto antes de cumplir ocho días. Piedrita miniaturita en su lápida chiquitita.

            Fui también a la tumba de Malela. Cuando Malela todavía estaba viva la íbamos a visitar a una casa antigua del otro lado de la ciudad. En esa época Ursa no saludaba a su abuela con piedritas sino tocándola. Se acercaba a su cama, le ponía la mano sobre el pecho y Malela se la apretaba con la fuerza que tuviera. Cuando Malela quería decir algo se veía que se movía el mentón y había un sonido ronco; Ursa se inclinaba sobre el lecho hasta poner la oreja muy cerca de la boca de ella. Entonces se volvía a erguir y le respondía hablando claro y fuerte, abrazando de sentido lo que para mi era como un rumor áspero venido del fondo de la tierra. Una vez acaricié el rostro de Malela cuando estaba viva. Su piel era fría y cálida a la vez, como si fuera hecha de vidrio quebradizo. Mientras mamá conversaba con ella un rato, los niños explorábamos los rincones de la casa vieja y comíamos galletas de mantequilla y almendra.

La tumba de Malela decía:

Eva Moreinis

Riga 7 de enero de 1905-Bogotá 13 de junio de 1990

 En mi salón nadie sabía dónde queda Riga. En las tumbas del cementerio judío hay muchas

personas que habían nacido en lugares que quedaban muy lejos y que en mi colegio nadie había oído hablar, como Riga. Para ellos Riga no significa nada. Pero para Malela Riga era el lugar en el que había nacido. Riga quedaba en Latvia y en Latvia quedaba la infancia.

            De lejos vi a Ursa tomando de la mano a mi hermana mayor y haciéndome señas, mostrándome a Jacobo que ya estaba cerca de la puerta, quitándose la kippah. Ya tocaba irse, pero yo quería por lo menos ir a la lápida de mármol rosado que estaba un poquito más lejos, y a la otra más allá, porque tenía una foto. Entonces, ¡corrí! Corrí para alcanzar a hacer un par de visitas relámpago: ¡piedrita!, ¡piedrita!

            Me gustó mucho ser un poco desobediente, alcancé a Ursa en la puerta jadeando pero contenta. Ya le quitaría la cara de desaprobación con un poco de torta de mora imaginaria. Pero, ¡ay de mí! De tanto correr, no reparé en sacarme del bolsillo las piedras que me habían sobrado del recorrido. Cuando llegamos a la casa no las puse en el jardín ni en las materas de la casa; no eran rocas como todas. Eran piedras del cementerio, que vivían en el lugar de los muertos y ahora se encontraban en otra dimensión por error. Misteriosas, tal vez peligrosas, como las semillas de granada que Perséfone se había comido en el cuento. Así que las puse aparte, en una de las estanterías de los juguetes de mi cuarto, pero bien arriba y sobre un pañuelo para que estuvieran bien apartadas, honrándolas para que no nos fueran a traer mala suerte.

            Creo que eso es que algo sea sagrado, cuando despierta el temor de dios y hay que separarlo. 

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