¿Qué haría Sandino hoy?: Disputa de los símbolos y la memoria colectiva durante la crisis nicaragüense del 2018

Eduardo Mora Zúñiga

Bachillerato de Ciencias de la Comunicación Colectiva

Universidad de Costa Rica

eduardo.mora.zuniga@gmail.com

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Resumen: Tras la sangrienta represión del régimen Ortega-Murillo que dejó más de 350 muertos, la lucha por la hegemonía en Nicaragua se trasladó de las calles a otros escenarios como la disputa del significado de los símbolos políticos y la resignificación de la memoria colectiva. En este estudio se analizaron eventos que cuestionaron tres universos de símbolos políticos durante la coyuntura de abril del 2018: los símbolos nacionales, el imaginario sandinista-revolucionario, y los nuevos símbolos orteguistas. Para ello se utilizó una combinación de la teoría del significante vacío de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la antropología de la memoria de Joël Candau y Maurice Halbwachs y el mito de Roland Barthes para estudiar cómo la bandera nacional o el legado de Sandino al ser significantes flotantes o vacíos, también cargan una memoria que intenta representar a una totalidad: al pueblo nicaragüense, pero esa fijación del sentido siempre es parcial y contingente, y está expuesta a presiones externas.

Las disputas hegemónicas por el sentido de estos símbolos políticos, también generan cambios en la memoria colectiva, cuyas reflotaciones emergen al calor de conflictos actuales, al igual que en el espacio vacío del significante podemos ver reflejados los conflictos del sistema.

El análisis de estos cambios nos permite echar un vistazo a un nuevo estado del universo simbólico y de las relaciones hegemónicas en Nicaragua, que sin embargo no es estático y se mantiene en constante cambio y abierta disputa.

Palabras clave: hegemonía, significantes vacíos, populismo, memoria colectiva, sandinismo, mitos

 

Tras su regreso al poder en el 2007[1], el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), partido gobernante en Nicaragua desde entonces, ha hecho uso extensivo de sus símbolos partidarios en el espacio público como una forma de crear hegemonía y fortalecer su estancia en el poder, desde los símbolos clásicos como la imagen de Sandino o la bandera rojinegra, hasta una nueva generación de signos y colores que han brotado específicamente del orteguismo, como los “Chayopalos”[2], elevándolos de facto al rango de símbolos nacionales, en una suerte de cogobierno simbólico con la bandera o el himno, signos que tampoco tienen la intención de abandonar. (Ver ilustración 1)

Desde ese momento comenzaron a acumularse ciertos factores de descontento, que Sergio Villena Fiengo explica a partir del desgaste de los derechos ciudadanos y la institucionalidad democrática formal, así como la implementación de políticas extractivistas que favorecieron intereses mineros, turísticos y de infraestructura en detrimento de las tierras, los recursos y las condiciones de vida de poblaciones campesinas e indígenas (2016 3).

A esto se le suma la amenaza de expropiación masiva de tierras para la construcción del faraónico canal interoceánico, la displicente respuesta al masivo incendio en la reserva biológica Indio Maíz y a la reforma de corte neoliberal al régimen de pensiones, esto último (3), esta última movilizó a personas mayores a la calle, las cuales fueron brutalmente reprimidas, lo que originó a su vez más movilizaciones y más represión.

Ilustración 1 Convivencia de banderas nicaragüenses y sandinistas y árboles de la vida el 19 de julio del 2019, de Harold González, El 19 Digital, https://www.el19digital.com/app/webroot/tinymce/source/2019/00-Julio/19JULIO/fotos-aereas/aereas-19-julio-2019-revolucion-sandinista-4.jpg, accedido el 20 de junio del 2021.

[…] Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, que devendría vicepresidenta, buscaban asegurarse el poder implementando una agenda que favorecía a políticos cuestionados, empresarios depredadores y religiosos ultraconservadores. Asimismo, realizaba una serie de movidas que procuraban una creciente patrimonialización del Estado por la familia gobernante y sus allegados […]. Con todo ello, el sandinismo, pese a declararse histriónicamente “socialista, cristiano y solidario”, se alejaba cada vez más del legado de Sandino. (3)

Todo esto provocó una insurrección social que se tomó por completo varias ciudades y levantó barricadas en todo el país. Parecía que la hegemonía estaba rota y el gobierno tuvo que echar mano de la violencia extrema para recuperar el control del país, con un saldo de más de 300 personas asesinadas (4).

Como todo proceso insurreccional, la lucha no se dio solo en las calles, sino también en el espacio simbólico y cultural. Los manifestantes hicieron un asalto directo a los símbolos nacionales, cuyo control fue arrebatado al gobierno, el cual también perdió en algún grado la titularidad de ciertos elementos de su universo simbólico sandinista, ya que muchas de las personas que salieron a las calles fueron parte del período revolucionario de 1979 y a otras les fue transmitida esa memoria colectiva, la cual reflotó para cuestionar al mismo gobierno del FSLN.

Esta parte de la lucha política es fundamental, ya que a través de los movimientos del significado de los símbolos podemos entender partes del conflicto que se escapan a los relatos oficiales. Además, partiendo de que estos símbolos son mitos, en términos de Barthes, el grupo que logre controlarlos tiene la capacidad de “naturalizar” sus intereses como si fueran los intereses de la sociedad, “el mito tiene a su cargo fundamentar, como naturaleza, lo que es intención histórica” (Barthes 129).

La definición del contenido de los mitos de esos símbolos nacionales es primero un “proceso de formalización y ritualización, caracterizado por la referencia al pasado, aunque sea mediante la imposición de la reiteración” (Hobsbawm 99). Para Hobsbawm el nacionalismo y los movimientos políticos crean una continuidad histórica y el pasado remoto (real o no) a través del uso de himnos, efigies, enseñas y demás símbolos nacionales (101).

Rafael Cuevas argumenta que algunos de los hechos históricos fundamentales en la solidificación del nacionalismo nicaragüense son de naturaleza antiimperialista, como la lucha antifilibustera de 1856, la resistencia contra la usurpación británica del puerto de San Juan del Norte en 1840, e incluso llega a utilizar “la imagen de Rafaela Herrera rechazando a cañonazos una invasión desde Jamaica en 1762, como mito fundante” (64). Es para ese último ejemplo que traemos de nuevo a Hobsbawm, quien coloca la posibilidad de que el pasado que encarnan los símbolos nacionales no necesariamente es real. Esta idea es extendida por Barthes al plantear que “el mundo provee al mito de un real histórico definido […] por la manera en que los nombres lo han producido o utilizado, el mito restituye una imagen natural de ese real” en una “prestidigitación que trastoca lo real, lo vacía de historia y lo […] despoja de su sentido humano” (129).

Sin embargo, al solamente aparentar ser natural, pero en el fondo ser humano, el contenido de los símbolos puede cambiar y puede ser manipulado por quienes tengan suficiente capital político para apropiarse de ese significado. En el caso de la instrumentalización de Sandino como símbolo por parte del FSLN, Villena Fiengo (2020) lo plantea así:

En la apropiación del Frente, la figura de Sandino como héroe revolucionario y luchador antiimperialista es magnificada. El combatiente de Las Segovias se convierte ya no sólo en un héroe de la resistencia antiimperialista, sino también en una figura tutelar, factor aglutinador y referente para un nuevo proceso político, nacional e internacional. La apropiación del legado antiimperialista y del carácter “proletario” de Sandino, queda claramente establecido. (20)

Como sigue explicando Barthes, la función del mito es la de vaciarse de lo real como si fuera una hemorragia, para llenarse de un contenido purificado, refundado como eternidad. Esto implica que el mito no cumple la función de explicar, sino de comprobar. Es decir, si el FSLN evoca y controla a Sandino como símbolo entonces comprueban que son una organización antiimperialista y proletaria. La explicación, es decir, la confrontación del contenido real-histórico del mito con quien lo enuncia, implica una disputa por la memoria histórica de Sandino y por ende a una flotación de su significado, a una ruptura. Esto es posible porque en primer lugar ninguna fijación de sentido es total y absoluta, y en segundo lugar porque la forma en que nos relacionamos con el real-histórico no es exclusivamente a través de los mitos impuestos por los rituales y las instituciones hegemónicas.

Candau, siguiendo a Halbwachs, distingue dos tipos de memoria, la memoria histórica, que es prestada, escrita y aprendida a través de instituciones como la educación pública, y la memoria colectiva que es vivida, oral y plural (57). Es decir, que aunque la memoria “se ejerce siempre en marcos instaurados por la sociedad y que, en parte, la determinan” (65), también es cierto que al tratar de constituir el contenido del pasado “observamos[…] la obra de memorias múltiples, a veces convergentes, con frecuencia divergentes e incluso antagónicas” (63-4).

A pesar de que muchas formaciones míticas tienden su continuidad con un pasado muy remoto, en el caso de naciones recientes como Nicaragua, hay eventos ya considerados mitos, como la lucha armada de Sandino o la revolución Sandinista, sobre los cuales aún existen relatos y memorias vivas que circulan entre las personas. Esa memoria colectiva es capaz de retar la naturalización de los mitos y retrotraer su vaciado, para ahora sí, explicar a través del contenido real-histórico, o al menos, de una nueva construcción del pasado remoto, una nueva memoria, que será la que intente sustituir el espacio del vacío.

Acá es donde la teoría de los significantes vacíos de Laclau y Mouffe puede ayudarnos a entender ese proceso dialéctico de disputa por el sentido hegemónico de los símbolos nacionales y sus mitos. De acuerdo a esta propuesta, hay ciertos símbolos cuya función no es la de significarse a sí mismo, sino más bien, vaciarse de contenido y convertirse en un punto de anclaje para otros significantes que se encadenan. Es decir, son pura forma. “El carácter formal de estos ‘símbolos’ implica su necesario vaciamiento de contenidos concretos, con los cuales mantienen una relación hegemónica, es decir, una relación que se juega en la lucha política.” (Montero, 2012, p4). Ese significante vacío pasa a representar, la plenitud comunitaria ausente, en este caso, la identidad nacional. Es decir, el “pueblo”, el cual no representa a la totalidad de la población, sino a una parcialidad que aspira a ser la única totalidad legítima (Laclau 108), persigue esa plenitud que está rota, fracturada, vacía; los responsables de esa ruptura no son parte legítima de la comunidad, son no-pueblo, es decir, que la búsqueda de esa plenitud ausente representada en el significante vacío es la que da nacimiento al “pueblo” (Laclau 113) y para nuestros intereses, a la identidad nacional.

¿Quién es el pueblo nicaragüense? La disputa hegemónica puede dar distintas respuestas. Por ejemplo, en 1927 tras la firma el Pacto del Espino Negro[3], el pueblo, para Sandino y sus ejército, excluía a la oligarquía y a los traidores de la patria (Cuevas 76) mientras que en el 2018, para Daniel Ortega, el pueblo claramente no incluía a las personas insurrectas, a quienes consideró “golpistas”. En el momento en que se constituye el pueblo, es decir cuando se reduce al mínimo la flotación del significante vacío, o cuando una particularidad asume una significación universal inconmensurable, es cuando se genera la fijación hegemónica del sentido (Laclau 95), cuando finalmente, se fijan las fronteras de esa identidad. El actor hegemónico, es entonces capaz de imponer sus intereses como los intereses del pueblo.

En síntesis, Barthes plantea que el mito fundacional se vacía de su contenido histórico para llenarse con la esencia “natural”, el contenido ideológico. Laclau lo lleva más allá, planteando que el significante vacío no solo se vacía y se llena con el contenido hegemónico, sino que al lograr estabilizar una totalidad fallida contingente, completa la operación hegemónica, pero deja abierta la posibilidad de que esa fijación de sentido pueda ser disputada. Y en esa disputa, en los cambios del espacio vacío, es donde podemos encontrar el contenido ideológico y las transformaciones de la memoria:

Las distorsiones de la memoria provocadas por estos conflictos nos enseñan probablemente más sobre una sociedad o un individuo que una memoria fiel. En la deformación sobre el acontecimiento memorizado hay que ver un esfuerzo por ajustar el pasado a las representaciones del tiempo presente. (Candau 77)

El estallido social del 2018 en Nicaragua, es una situación ejemplar de cómo los símbolos no son un simple anexo cultural a la lucha política, sino que pueden ser condiciones fundantes de nuevas identidades. Esto es particularmente evidente cuando el estallido mismo comenzó a tomar forma, pasó de la particularidad de las distintas demandas y disconformidades y logró articularse en una cadena equivalencial propia articulada alrededor de los símbolos nacionales como significante vacío, a la vez que rechazaban la titularidad de los signos partidarios del oficialismo:

[N]o es de sorprender la “tala” de las arbolatas de Rosario Murillo, la quema de las banderas roji-negras sandinistas, el rechazo a los psicodélicos colores del gobierno que invadieron las oficinas y los espacios públicos. En contraste, los Autoconvocados usan los colores de la bandera nicaragüense y la bandera misma, se unieron para re-pintar lo monumentos con los colores nacionales. […] Están creando nuevos símbolos cuando aún no han podido desprenderse de los del pasado. (Rueda-Estrada 113)

Es decir, en ese momento se rompió la débil cadena equivalencial de significantes controlada por los signos oficialistas, incapaces de interpelar lo suficiente a toda la población para garantizar la cohesión social. A partir de entonces, símbolos que se complementaban entre sí (nacionales y partidistas) para designar una identidad, se separaron para oponerse los unos a los otros. Los símbolos nacionales como la bandera o el himno se convirtieron en símbolos de resistencia, y la simbología partidaria del régimen, que alguna vez fue parafernalia subversiva, se transformó en símbolos de dominación fallida.

Ambos campos (el opositor y el oficialista) utilizaron sus respectivos símbolos como puntos nodales para estructurar su universo simbólico y su nueva identidad durante el conflicto. Ellos contenían las reivindicaciones esenciales que delimitaron las nacientes fronteras de ambos significados: en el caso opositor las reivindicaciones en contra de la represión, la corrupción y el autoritarismo, denunciaban la consumación de una dictadura; del lado del oficialismo la denuncia era en contra de la “desestabilización” y los “actos terroristas”, amparados en una larga tradición antiimperialista nicaragüense, (sobre la cual nos referiremos más adelante) y en las amargas experiencias de intervención militar estadounidense desde el siglo XIX y durante las primeras tres décadas del siglo XX, solo para repetirse con la insurgencia contrarrevolucionaria orquestada por Estados Unidos en la década de 1980.

Las particularidades de las posiciones nicaragüenses que presuntamente pertenecen a un grupo específico, los sandinistas o las autodenominadas organizaciones cívicas, buscan cada cual representar una totalidad –el pueblo– sin abandonar su diferencia particular. Y esa presunta totalidad quiere y necesita expeler al otro, excluirlo. En la Nicaragua contemporánea, la disputa hegemónica laclauniana por el pueblo, en cuanto la fijación de sentido de una totalidad legitimadora, es ejemplar. (Aguilar 147)

Desde ese momento fue común referirse a los opositores al régimen como “los azul y blanco”, haciendo efectivo el arrebato de los símbolos nacionales, que ponía en una situación complicada a un régimen que debía gobernar un país sin una parte importante de su capital simbólico.

Algunos eventos dejan de manifiesto esta resignificación radical. Por ejemplo, el 2 de noviembre del 2018, día de los santos difuntos, se hizo una convocatoria “invitando a ‘vestir los cementerios de azul y blanco’, el color de la bandera de Nicaragua y de las protestas contra el gobierno sandinista” (Miranda) (ver ilustración 2), a la que que a su vez el gobierno sandinista respondió: “Los policías armados y paramilitares encubiertos hicieron guardia en las estrechas calles de los cementerios impidiendo que las tumbas fuesen coloreadas de azul y blanco” (Miranda). La jornada finalizó con varias personas arrestadas.

Ilustración 2 Tumbas azul y blanco en Estelí, fotografía de Rugma, Máximo. El Nuevo Diario, 3 de nociembre 2018, http://assets.cdnelnuevodiario.com/ckeditor/2018/11/02/crisis-nicaragua-dia-de-muertos.jpg, accesado el 20 de junio del 2021.

Para este momento la mera enunciación de los símbolos nacionales ya se había transformado de un ritual identitario inocuo a un acto de resistencia: “Las madres de los manifestantes fallecidos […] entonaron el Himno Nacional de Nicaragua frente a las tumbas, para mostrar su rechazo contra el Gobierno” (“Los colores de la crisis”). Sin necesidad de proferir explícitamente denuncias contra el gobierno, la intención está dada en la enunciación performativa de un signo que ahora es amenazante, y así es decodificada por su interlocutor (el gobierno) que responde con diversas formas de represión: “Entre las estrategias represivas incluimos […] ataque a las tumbas de nuestros familiares, asedio en las misas de homenajes” explicó Josefa Meza de la Asociación de Madres de Abril a CNN (Medrano) (ver Ilustración 3)

Ilustración 3 Militarización en cementerios de Nicaragua, de Roy Fonseca, La Prensa, 3 de noviembre del 2021, https://s3.us-west-2.amazonaws.com/s3.laprensa.com.ni-bq/wp-content/uploads/2018/11/02223209/031118porCementeriophoto01.jpg, accesado el 20 de junio de 2021.

Pintar las tumbas de color azul y blanco también se constituye en una táctica para fusionar a los cientos de muertos de las protestas con la bandera, de elevarlos como mártires fundacionales de una nueva memoria colectiva, una forma de llenar el vacío del significante con sus nombres.

El régimen está consciente de esa maniobra simbólica, y lo hace patente no solo a través de impedir la proliferación de nuevos ritos de memoria y significación, sino que también disputa en el campo de la memoria histórica: “Por su parte los grupos oficialistas colocaron banderas rojinegras del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), partido del poder, en tumbas de personas que murieron en la revolución de 1979” (“Los colores de la crisis”) (ver ilustración 4).

Mientras la Policía Orteguista ubicaba y fotografiaba las tumbas azul y blanco, personas afines al partido en el poder y agentes en moto daban vueltas de vigilancia en el cementerio Oriental, rondando las lápidas de los caídos en San José de las Mulas[4][…] además de estar recién pintadas con los colores rojo y negro, hay varias banderas del mismo color puestas en varias hileras de tumbas, que constantemente son vigiladas por los guardas. (Moncada)

Ilustración 4 Tumbas rojinegras en cementerios nicaragüenses, pintadas por el gobierno con o sin autorización de las familias, de Roberto Fonseca, La Prensa, 3 de noviembre del 2021, https://s3.us-west-2.amazonaws.com/s3.laprensa.com.ni-bq/wp-content/uploads/2018/11/02135017/WhatsApp-Image-2018-11-02-at-1.40.25-PM.jpeg, accesado el 20 de junio del 2021.

Es una disputa abierta entre la memoria histórica constituida y reproducida por medios oficiales y la memoria colectiva en construcción, donde se compara una gesta, la revolución sandinista y su defensa, con las protestas de abril 2018, como diciendo “nuestros muertos sí valen ser recordados, los suyos no”. Irónicamente, el Frente Sandinista estaba repitiendo la táctica que usó Anastasio Somoza García tras asesinar al mismo Sandino, cuyo cuerpo al día de hoy no ha sido encontrado.

La desaparición de su martirizado cadáver tuvo[…] el propósito de evitar su mitificación o al menos de establecer su tumba como un lugar físico cargado de simbolismo donde sus seguidores pudieran honrar su memoria. Sin embargo, ese intento consciente de borrar su memoria fracasó[…] pues con la muerte física de Sandino comienza una larga disputa simbólica por su memoria e imagen. (Villena Fiengo 2016 18-9)

Niquinohomo y la estatua de Sandino

Niquinohomo es una ciudad situada a 40 kilómetros de Managua. Y aunque es pequeña tiene una importancia simbólica ya que en ella nació Augusto César Sandino, referente icónico del partido oficialista, el cual ha tratado de monopolizar su memoria y su significado. Además, la ciudad se consideraba hasta hace poco un bastión electoral del FSLN.

Durante la insurrección del 2018 los pobladores de Niquinohomo levantaron barricadas en contra del gobierno que sostuvieron durante varios días. El 30 de abril los manifestantes intervinieron una estatua de Sandino: “un grupo de jóvenes, varios de los cuales se autodenominaba sandinistas pero aseguran estar en contra de la represión […] decidieron, de forma simbólica, pintar con los colores de la bandera de Nicaragua el monumento” (Tórrez y Gallegos) (ver ilustración 5). La respuesta del oficialismo fue movilizar policías y paramilitares para recuperar el control sobre la estatua, sin embargo los pobladores de Niquinohomo lograron repeler el intento.

Ilustración 5 Estatua de Sandino con colores azul y blanco en Niquinohomo, de La Voz del Norte, 5 de mayo del 2021, https://4.bp.blogspot.com/-sOFv1Gr4_WM/Wu3fUh4yNpI/AAAAAAAAMaE/FrWnDFptN6IcIX31-vxPpC1un0FAfg_0ACLcBGAs/s1600/sandino.jpg, accesado el 20 de junio del 2021.

A diferencia de la disputa por el color de las tumbas, donde queda clara la separación entre ambos universos simbólicos (los símbolos nacionales y los partidistas) acá se entra a la disputa de un ícono que intenta ser monopolizado por el oficialismo, a pesar de que Sandino es respetado o al menos tratado diplomáticamente por la mayoría de fuerzas políticas, ya que ayudó a construir la tradición nacionalista nicaragüense y eventualmente “pasa a ser identificado como referente simbólico fundamental de ese mismo nacionalismo en su país y en toda América Latina” (Cuevas 70). O como lo plantea Villena Fiengo: “Sandino ya no es sólo un héroe del panteón revolucionario, pues deviene prócer de la totalidad de la nación refundada” (2020 23).

Entonces, ambos bandos en esta disputa reconocen el símbolo (la estatua, pero a la vez, a Sandino) como propio, pero lo significan desde lugares muy distintos. Para el oficialismo la insurrección es una conspiración pagada por Estados Unidos y un intento de golpe de estado (López 2018a), amparándose, como ya lo hemos discutido, en la larga historia de intervenciones militares norteamericanas en Nicaragua. Del otro lado, quienes reivindican la figura de Sandino pero no al gobierno sandinista, creen que el régimen “pisoteó los ideales nacionalistas de Sandino al entregarle a un empresario chino una concesión para la construcción de un canal interoceánico” (López 2018b), o más detalladamente:

‘Los Ortega usurparon el nombre de Sandino. Sandino luchó por una Nicaragua libre y por los pobres, y los que están apoyando a ellos ahora son Orteguistas no son Sandinistas’, me asegura un vecino de Niquinohomo, que se tapa el rostro con una bandera de Nicaragua, ‘es el momento de sacar a esa gente, ya no queremos ver banderas rojo y negras’. (Chavarría)

Esa frase “no son sandinistas, son orteguistas” se repite en una declaración a la BBC (López 2018b) del manifestante Oscar Somarribas, y parece ser un sentir de una parte importante de la población que se ha relacionado históricamente con la figura de Sandino, en el que reinterpretan la memoria, sugiriendo que el FSLN no es el verdadero representante de los ideales sandinistas, y que la lucha sandinista sigue viva en sus actos de resistencia contra el mismo FSLN (ver ilustración 6)

Ilustración 6 Caricatura sobre representaciones de Sandino, de Manuel Guillén, La Prensa, 16 de julio 2019, https://www.laprensa.com.ni/2018/07/16/caricaturas/2449321-caricatura-92, accesado el 20 de junio del 2021.

Este es un clarísimo intento de vaciar el significante de Sandino, de socavar la fijación hegemónica pero parcial del sentido y llenarlo de otro: “Si Sandino estuviera vivo, ya los hubiera mandando a fusilar a todos los del gobierno” (López 2018b). Como todo intento, no necesariamente es exitoso, no hay un arrebato completo de Sandino como símbolo (a diferencia de los símbolos nacionales, que están casi por completo en lado opositor), pero sí hay una polisemia, una enunciación alternativa que pone a Sandino como significante en un estado de mayor flotación.

Masaya y Monimbó

Esto queda mucho más claro en la situación de Monimbó, un barrio indígena de la ciudad de Masaya que es ampliamente reconocida como una ciudad heroica, un bastión de la revolución, a la que se han dedicado incontables poemas y canciones. Allí se celebra uno de los rituales más importantes de todo el imaginario revolucionario nicaragüense, el Repliegue Táctico, que conmemora un evento militar que ayudó a concretar la ofensiva final en contra de la dictadura de Somoza en 1979 y durante 38 años consecutivos se ha realizado una peregrinación desde la capital, Managua, hasta la placita de Monimbó, donde se ubica un monumento a las personas caídas en el repliegue.

A pesar de haber sido un bastión electoral para Daniel Ortega, en el 2018, la ciudad de Masaya estaba bajo control de la oposición, al punto de que parte de la prensa la denominó “ciudad rebelde” (“Masaya, la ciudad heroica”), forzando a Daniel Ortega a finalizar el Repliegue en un cuartel de policía en las afueras de la ciudad, admitiendo una derrota importantísima en el terreno de su imaginario revolucionario.

Ortega no se atrevió a intentar llegar a la placita del histórico barrio de Monimbó, donde históricamente se ha celebrado el Repliegue, en cambio, militarizó toda la ciudad y sus alrededores para entrar en una caravana, resguardada por centenares de oficiales de la Policía. (Rivas)

Esto nos empieza a revelar que la composición del “pueblo” comenzó a cambiar, que los lazos equivalenciales que unían el liderazgo de Ortega con sus significantes subordinados, como la memoria revolucionaria o la imagen de Sandino, estaban debilitándose. Esto se comprueba al ver que muchas de las personas que participaron en el levantamiento de Monimbó, se consideraban sandinistas, algunas se habían alejado de las posiciones del gobierno en los años anteriores, otras tan solo unos días antes, como lo podemos ver en estos testimonios:

“Ortega no es sandinista, es somocista. Nos estafó. Pero Monimbó tiene experiencia en derrocar dictadores, sean de izquierda o derecha”. (“Los ‘kamikaze’ de Nicaragua”)

“La familia Ortega-Murillo está haciendo lo mismo que Somoza. Siento coraje porque luchamos por la revolución y mandan a matar a los hijos y a los nietos de quienes llevamos a Daniel al poder en 1979 y luego peleamos por mantenerlo así”. (Sánchez)

“Los verdaderos traidores de la revolución no somos nosotros, son la familia Ortega Murillo, porque ellos traicionaron todos los principios revolucionarios. Ellos no tienen principios para hablarme a mí de revolución”. (Salinas)

Estos relatos tejen una serie de paralelismos, entre la situación del 2018 y la de 1979, que una parte de la comunidad siente pasar por su cuerpo, “Resistir lo llevamos en la sangre, en el ADN” (“Los “kamikaze” de Nicaragua”), y no es fortuito, ya que la lucha antiimperialista y anti autoritaria fue retomada como parte de la misma identidad política nacional durante el gobierno revolucionario a partir de 1979, algo que recordarán muy bien quienes estuvieron ahí o se les heredó a través de la memoria colectiva.

El modelo de nación que tiene como centro el antiimperialismo fue reivindicado y alimentado, contemporáneamente, por los gobiernos del Frente Sandinista de Liberación Nacional después de 1979. Se trató, al decir de Sergio Ramírez, del rescate de una tradición que habría permanecido “soterrada”, y que el proceso revolucionario de entonces habrías sacado a la luz y transformado en dominante. (Cuevas 65)

Esa continuidad histórica cuelga de las barricadas en forma de consignas en las mantas: “hoy, mañana y siempre”, “jamás nos rendiremos” u “Ortega Vende Patria” (ver ilustraciones 7 y 8). Son consignas que remiten directamente a la continuidad histórica del mito de Monimbó y del nacionalismo nicaragüense, ambos antiimperialistas, es decir, en vez romper con Ortega y con el mito que el gobernante intenta enarbolar, estos manifestantes trascienden el signo político, y se declaran representantes del pasado histórico antiimperialista, excluyendo a Ortega del mito.

Ilustración 7 Consignas plasmadas en las barricadas de Monimbó, de Noticiero Universal, 17 de julio del 2018, https://noticierouniversal.com/wp-content/uploads/2018/07/20180717202744_monimbo-nikaragaua-efe_foto610x342.jpg, accesado el 20 de junio del 2021.

Ilustración 8 Barricada con consigna antiimperialista al lado de la legendaria Placita de Monimbó, imagen de Archivo, La Prensa, publicado el 19 de febrero de 2020, https://s3.us-west-2.amazonaws.com/s3.laprensa.com.ni-bq/wp-content/uploads/2018/07/12152313/a928bcac-7d80-4db5-bbd8-ba2ee8cac479.jpg, accesado el 20 de junio del 2021.

Ese mito además era revivido a través de ciertos elementos de lucha callejera como las mismas barricadas de adoquines y los morteros que, desde el fin del gobierno revolucionario, habían sido de dominio del Frente Sandinista en su faceta de fuerza opositora, pero que esta vez fueron ampliamente utilizados en las movilizaciones en contra del gobierno orteguista.

La reapropiación de estos elementos no se da a partir de criterios prácticos, sino que implica una reapropiación de la memoria, una resignificación del mito, ya que, según los testimonios que recabamos, la forma de levantar una barricada, el cómo elaborar bombas molotov o bombas de contacto, y el performance de muchísimas canciones, consignas y poemas que fueron utilizados en las protestas, fueron transmitidos desde el sandinismo histórico y la experiencia revolucionaria de 1979, a partir de las historias y los relatos dentro de las mismas familias (Berríos, Saravia). Esto solo es posible si el contenido de la memoria colectiva de Monimbó ya efectivamente rompió con el significante vacío que lo subordinaba y lo encadenaba. Y así fue, porque el orteguismo fue incapaz de contener las demandas particulares de Monimbó, que hizo flotar su contenido hasta encadenarse a otras demandas y a otro significante vacío: el azul y blanco.

Como todo intento, no necesariamente es exitoso o completo. El Frente Sandinista sigue utilizando a Sandino, y muchas personas que se consideran sandinistas opositoras son tachadas de infiltradas del gobierno o comunistas por parte de la oposición más de derecha. Lo que sí es cierto, es que hoy existe una polisemia más fuerte, una enunciación alternativa del imaginario sandinista.

Símbolos orteguistas

Desde antes de su retorno al poder en el 2007, el FSLN de Daniel Ortega ha desarrollado una serie de signo distintos a los símbolos partidarios tradicionales y a los símbolos nacionales. Este proceso de imposición simbólica parte de la necesidad de paulatinamente trasladar el capital simbólico del imaginario revolucionario y del sandinismo histórico hacia el orteguismo actual, sin intermediarios ni contingencias y con el Comandante Ortega como centro. El poner un liderazgo particularista como significante vacío encadenante de la formación identitaria del pueblo tiene debilidades intrínsecas, como plantea Laclau:

[U]n grupo duradero cuyo único lazo libidinal es el amor por el líder, es igualmente imposible. La dimensión de particularidad diferencial que, como hemos visto, continúa operando bajo la relación equivalencial se hubiera desvanecido en un caso corno ese y la equivalencia hubiera pasado a ser simple identidad, y en ese caso ya no habría grupo. (109)

Al intentar hacer que el líder de solo una parte de la población se convierta en el líder del “pueblo”, se tensiona al máximo la cadena equivalencial, potencialmente sobrepasando su capacidad unificadora, “cuanto más extendido es el lazo equivalencial, más vacío será el significante que unifica la cadena” (129). Esta tensión máxima sobre la figura del líder, reventó, y provocó que el dispositivo de sustitución simbólica puesto en marcha por el régimen Ortega-Murillo no fuese capaz de interpelar a una masa crítica suficientemente grande para mantener la hegemonía cultural durante la ejecución de su proyecto político.

Además, la operación de traslado del capital político de un símbolo a otro implica que el símbolo destituido paulatinamente, vuelve a flotar relativamente. Es decir, como la memoria revolucionaria ya no es el anclaje principal del discurso, queda disponible para que otras personas se lo apropien precisamente para criticar al gobierno. Esto es posible porque esa memoria revolucionaria no le pertenece exclusivamente al régimen orteguista, sino que vive en los recuerdos de muchísimas personas que fueron parte de ese proceso (o que les fue transmitido a través de la memoria colectiva), pero que ya no se consideran interpelados por el proyecto del FSLN.

Al ser Ortega la totalidad fallida de la cadena equivalencial, el ataque a cualquiera de los símbolos de esa cadena, era un ataque simbólico directo al corazón del régimen. Los elementos principales de esta nueva simbología son una tipografía característica, una paleta de colores pastel, frases y palabras de carácter religioso[5] o espiritual como “Nicaragua cristiana, socialista y solidaria”, (ver ilustración 9) que además han sido dispuestos de forma invasiva no solo en el espacio público, sino también en instituciones públicas como ministerios, escuela y otra infraestructura, siempre acompañado de fotografías de Daniel Ortega y su esposa/vicepresidenta Rosario Murillo (ver ilustración 10).

Desde casi cada metro de las calles de Managua, se puede ver las caras de Ortega y Murillo, a menudo con su eslogan ‘cristiana, socialista, y solidaria’. Los posters, que usan fucsias, azules, y amarillos luminosos muy diferentes que el rojinegro de la revolución de los ochenta, sirven como un recuerdo del poder y la presencia del gobierno en las vidas diarias de los nicaragüenses. (Creeks 13)

Ilustración 9 Típico cartel de propaganda que muestra a Ortega en primer plano, así como la tipografía, los colores pastel y las frases elementales de la imagen orteguista, de Sven Hanssen, Autorreferencial.wordpress.com, https://autorreferencial.files.wordpress.com/2011/06/nicaragua-01.jpg, accesado el 20 de junio del 2021

Ilustración 10 Propaganda electoral en un hospital público, cuya imagen institucional coincide con la imagen del FSLN de Ortega, Maynor Valenzuela, La Prensa, 3 de noviembre del 2016, https://laprensa-bucket.s3.us-west-2.amazonaws.com/wp-content/uploads/2016/11/02220646/031116porcampana.jpg, accesado el 20 de junio del 2021.

Tal vez el símbolo orteguista que se colocó más al centro de la disputa fueron los llamados árboles de la vida, apodados popularmente como “arbolatas” o “chayopalos” ya que “[e]xisten por iniciativa y orden de la vicepresidenta y primera dama, Rosario [“Chayo”] Murillo, cuya visión conceptual de ocupar el espacio público con símbolos de tinte político y seudoesotérico ha generado varias críticas” (“Qué significan los ‘árboles de la vida’”). Los “chayopalos” son gigantescas estructuras de metal iluminadas con colores vibrantes y que llegaron a ser un símbolo de poder y presencia del estado más que un complemento estético, que además recogen un sincretismo pagano y cristiano (Creeks 16).

El proceso de destitución simbólica en detrimento de Sandino y en favor de los símbolos orteguistas se ve reflejado en la colocación de un árbol de la vida junto al monumento de Sandino erigido en la Loma de Tiscapa, un lugar extremadamente sensible, ya que allí se ubicó el Palacio Presidencial de la dictadura Somocista (destruido en 1972 por un terremoto) y sustituido por un edificio apodado “El Búnker” que funcionaba como centro de tortura de la Guardia Nacional. Se podría interpretar que, a como el gobierno revolucionario hizo patente la victoria del legado de Sandino sobre la dictadura somocista con la captura de su loma, el régimen quería declarar la preponderancia de Daniel Ortega y Rosario Murillo por encima de Sandino (ver ilustración 11).

El sandinismo actual salta al estrado de la historia nicaragüense como una auto-parodia del periodo revolucionario, escenificando un gesto iconoclasta –más carnavalesco que iracundo–que erosiona la autoridad tutelar de Sandino mediante procedimientos que pretenden transferir su aura a otros símbolos que, sin embargo, carecen de anclaje en el pasado revolucionario y se muestran vacíos de promesa de futuro. Pero, detrás la fingida alegría de los coloridos “árboles de la vida”, asoma la espectral “sombra” de Sandino, devenida ahora emblema luctuoso de la revolución. (Villena Fiengo 2016 33)

Ilustración 11 Árbol de la vida sobrepasa la altura de la silueta de Sandino en la Loma de Tiscapa, de Carlos Herrera, El País, Confidencial, 17 de diciembre del 2013, https://imagenes.elpais.com/resizer/92bqraSYKCh48nv3QxD8–kOlss=/1960×0/arc-anglerfish-eu-central-1-prod-prisa.s3.amazonaws.com/public/3L7SI4OHUVELKH4WQBOBYMYQ2Y.jpg, accesado el 20 de junio del 2021.

La destrucción de los árboles de la vida se convirtieron en actos importantes de lucha directa en contra del gobierno orteguista (ver ilustración 12), y su reiteración empezó a tomar forma de ritual, ya que para finales de mayo del 2018 se habían derribado unos 30 chayopalos de los casi 200 instalados en el país (Tórrez y Vega).

“Botar un ‘árbol de la vida’ se ha convertido en un ritual de las protestas estudiantiles y una analogía común para quienes recuerdan cuando fue derribada la estatua ecuestre de Somoza en 1979”. (González)

Ilustración 12 Decenas de personas con banderas nicaragüenses pisotean un árbol de la vida derribado, La Prensa, 20 de mayo 2018, https://www.laprensa.com.ni/2018/05/20/nacionales/2422425-nicaraguenses-botan-cinco-arboles-de-la-vida-en-un-solo-dia, accesado el 20 de junio de 2021.

Los testimonios de algunos manifestantes a la agencia de noticias AFP dejan muy claro el carácter de esta acción: “Es una expresión de que ya los nicaragüenses no queremos que este régimen siga en el poder”, “Botar los árboles significa derrocar este gobierno que está actuando mal con nosotros” (“Los ‘árboles de la vida’, símbolos de poder”). Es justamente esta reiteración performativa y lo que intenta comunicar, la que deja en claro que las demandas particulares que encendieron el conflicto se encadenaron alrededor de una demanda que podía representarlas a todas: que se acabe el régimen Ortega-Murillo. Esta nueva identidad popular azul y blanco no podría ser aplacada con la concesión de una o dos cosas (por ejemplo, cancelar el proyecto de canal interoceánico o retirar la reforma de pensiones). Para el gobierno era imposible recuperar el vínculo hegemónico sin dejar de existir como tal. La respuesta era obvia: las masas tenían que ser derrotadas militarmente si Ortega quería seguir en el poder.

Conclusiones

En este ensayo hemos hecho una conexión entre el concepto de mitos fundacionales de Barthes y los significantes vacíos de Laclau, y hemos analogado su contenido a la memoria histórica construida hegemónicamente tal como la concibe Halbwachs. Partiendo de que los significantes vacíos son siempre una fijación contingente del sentido, sujeta a los procesos de disputa hegemónica, sabemos que sus cadenas equivalenciales pueden romperse y hasta los mitos más profundos pueden bajar del Olimpo para confrontarse de nuevo a su real-histórico ante los conflictos del presente.

Esos cambios en el espacio vacío del significante, en el contenido naturalizado del mito, nos cuentan una historia que no siempre es accesible. En Nicaragua los medios de comunicación están controlados en su mayoría por el régimen orteguista o por la élite derechista opositora. Esto excluye amplios sectores que no encajan en la versión simplificada y bipolar que se instala de manera oficial. El análisis del uso de la memoria colectiva como arma de disputa política nos expone ante colectivos y grupos espontáneos que rescatan el real-histórico del antiimperialismo nacionalista nicaragüense, del legado de Sandino y de la misma gesta del FSLN de 1979 para explicar los conflictos del presente, trascendiendo las simplificaciones del signo político.

Esto resulta particularmente interesante si consideramos que los mitos fundacionales de las naciones normalmente son coloniales, racistas y patriarcales, y sus enunciaciones modernas con frecuencia son instrumentos de opresión. Sin embargo, en Nicaragua hay grupos que han roto el significante del mito para extraer críticamente su contenido y llevarlo a nuevas instancias. Dicho de otro modo, han demostrado que la continuidad histórica de las gestas de Sandino y de la Revolución no está representada exclusivamente por el orteguismo.

También nos reafirma que cuando el poder simbólico no es suficiente para generar cohesión y consenso, se requiere la coerción para garantizar el control social. Tampoco es suficiente con dar una la lucha simbólica para crear contrahegemonía. El poder militar del Estado nicaragüense se impuso y dejó como saldo cientos de muertos y decenas de miles de exiliados. Como lo expone Ana Montero:

Desde nuestro punto de vista una articulación política y semántica exitosa no reside solamente en la apropiación de un significante en tanto forma vacía (necesario pero no suficiente) sino sobre todo en la imposición de los argumentos y los encadenamientos argumentativos que se asocian a esa entidad lingüística. (22)

Partiendo de esto, aunque en algunos campos, como los símbolos nacionales, hubo una destitución casi total del control hegemónico (la cual se ha debilitado con el tiempo), hay otros en que tan solo hay polisemia, como en la memoria revolucionaria sandinista o tan solo un rechazo, como en los símbolos orteguistas. Pero también es innegable que el estado de las cosas actual no es un reacomodo definitivo, que la disputa hegemónica se sigue dando en muchos frentes y está lejos de estabilizarse.

Como plantea Candau la memoria colectiva es más la suma de olvidos que la suma de los recuerdos (64), por eso la lucha por no olvidar se vuelve fundamental, ya sea que se reinterprete a Sandino para juzgar al gobierno, con la convicción de que se traicionó la lucha revolucionaria, y que al igual que en el 79, hoy se está luchando contra una nueva dictadura; o que se ondee la bandera azul y blanco para exigir que de una vez por todas termine de nacer esa democracia republicana; esos “olvidos” que se revierten (o más precisamente, esas reflotaciones de la memoria), son utilizados para resignificar el pasado, para juzgar el presente y para construir el futuro.

 

Referencias

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—. “Encuentro Nicaragua 1979-2019: De la Revolución a la insurrección.” Anuario de Estudios Centroamericanos, Vol. 46, 2020, pp 1-19.

 

Notas

[1]En 1978 el FSLN comenzó a acorralar a la dictadura de Somoza, a la vez que sus tres facciones se reunificarían. La Facción Tercerista, dirigida por Daniel Ortega, propuso una estrategia insurreccional acelerada y hacer pactos con cualquier sector que estuviera en contra de la dictadura, aún si este fuera parte de la oligarquía.

Este enfoque fue fundamental para concretar el apoyo de la oligarquía y la comunidad internacional a través del Grupo de los 12 (formado por personalidades nicaragüenses cercana a las élites económicas y culturales), particularmente después del asesinato de Pedro Joaquín Chamorro, líder opositor moderado y director del periódico La Prensa en enero del 1978.

Rápidamente el FSLN se posicionó como la única salida viable para derrocar al dictador y recibió aún más apoyo internacional, incluso de parte de varios gobiernos. Finalmente, el 19 de julio de 1979 el FSLN entró victorioso en Managua. (Portero 70-80)

[2] Estructuras de metal en forma de árbol, iluminado con colores vibrantes de varios metros de alto, se colocaron cerca de 200 en varias ciudades nicaragüenses. Sobre este tema discutiremos más adelante en este mismo texto.

[3] Tras una larga ocupación militar, en 1925, Estados Unidos retiró sus fuerzas del territorio nicaragüense, sin embargo en 1926 se dio un golpe de estado por parte del caudillo conservador Emiliano Chamorro, el cual dio pie a la Guerra Constitucionalista, librada entre Chamorro y el Ejército Liberal Constitucionalista, comandado por José María Moncada. Sandino se integró a este ejército y llegó a ser uno de sus comandantes.

En el marco de la guerra, la ocupación militar reinició y a pesar de controlar la mayor parte del territorio nacional, Moncada temía enfrentarse a los marines norteamericanos. Moncada llegó a un acuerdo con el gobierno estadounidense, conocido como el “Pacto del Espino Negro”, en el que aceptaba tolerar el gobierno de facto (fruto del golpe de estado) hasta las siguientes elecciones (que serían supervisadas por los marines), en las cuales el mismo Moncada sería candidato, en vez de Juan Bautista Sacasa, el presidente constitucional derrocado por Chamorro.

Sandino rechazó este pacto y prometió seguir combatiendo, ahora desde el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional, el cual combatiría a las milicias estadounidenses y a la Guardia Nacional, órgano militar controlado por los marines que paulatinamente fue entregado al gobierno nicaragüense. La retirada final de la ocupación se daría en 1933, en parte por el desgaste propinado por la legendaria lucha de Sandino y su ejército. (Cuevas 73-79)

[4] El 27 de febrero de 1983, cientos de combatientes de la “Contra”, grupo insurgente contrarrevolucionario financiado por el gobierno estadounidense, atacó al batallón 30-62 conformado por menos de 60 combatientes. La lucha desigual dejó 23 caídos del lado sandinista. El 18 de febrero del 2021 la ley 1065 de Nicaragua declaró el sitio del combate un sitio histórico.

[5] Durante la época de guerrilla y el gobierno revolucionario el FSLN tuvo fuertes lazos con los sectores progresistas del cristianismo, particularmente con la Teología de la Liberación. Sin embargo, para las elecciones del 2006 su acercamiento al cristianismo se dio de una manera más oportunista, materializado en un pacto con las altas esferas de la Iglesia Católica y 500 líderes evangélicos, donde Ortega se comprometió a apoyar la prohibición del aborto terapéutico (Ortega-Hegg 209) como una forma de ampliar su alcance electoral, “[d]etrás de esa relación con la religiosidad, con la religión y con los religiosos, no hay ni un pensamiento progresista […] Lo que hay es un pensamiento conservador y manipulador” (Aragon)

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