Jacarandas

Rony Ortiz

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En marzo las jacarandas florecían y pintaban la ciudad de morado. Desde el cielo se apreciaban los volcanes de Agua, Fuego y Pacaya ubicados en el sur occidente y oriente de la capital. Parecían entonces como los guardianes de la urbe, rodeando el progreso con flora, mermando la urbanidad con la naturaleza, abrazando los edificios. Esa mañana los volcanes de Fuego y Pacaya humeaban con furia, pero ni una llama salía de sus cráteres. En el transcurso de un par de horas el humo se fue disipando hasta perderse entre los edificios.  

En la séptima avenida de la zona 9, el Hotel Dorado se hacía más visible entre la niebla. Su fachada modernista blanca y balcones con forma de pentágono invitaban a explorar su vida enigmática. En el bar se figuraban militares y guerrilleros, a quienes Victor, el gerente general del bar, trataba con disimulo entre sus muros beige de alfombra verde. 

Habrá tenido como 30 años. Era chaparro, catrin y chispudo. Tenía el pelo negro y colocho, la tez blanca y ojos cafés de mirada tierna. Ese día andaba trajeado con un saco azul y camisa blanca, una corbata negra que asentaba su atuendo y un pañuelo azul y blanco como la bandera. 

Mientras tomaba su café observaba cómo la niebla se iba disipando y desde su ventana, observaba las jacarandas como esqueletos que lentamente iban revelando sus hojas moradas. El color le recordó a la tez de su hermana menor después del accidente. Sentía que el color se le impregnaba en la piel, recordó haber recogido el cadáver y de los nervios sin pensarlo botó la taza de café.

– ¡A la gran puta hombre! – gritó alterado. 

Gladys, su ayudante, acudió luego a su grito. 

– ¿Todo bien, Don Vic? 

– Sí, disculpe Gladys, es que me quemé un poco y me alteré, disculpe. 

– No tenga pena, Don. Ahorita le marco a Armando pa´ que venga a limpiar, menos mal y no se manchó usté. 

– Ni me diga, Gladys, gracias a Dios, muchas gracias. 

Marcó su asistente, don Armando tardó unos 15 minutos en llegar y se disculpó. 

– Puchica usté disculpe, esa niebla no lo deja ver a uno, tan peligrosa. 

– No se preocupe, Armando, mire, después de limpiarme esto hagame un favorcito, pásese por la barra y dele una buena barrida porfa, voy a tener a unos familiares en la barra. 

– Sí, sí, como guste mi Don. 

Limpió sus cosas y se fue a la barra. Victor se quedó en la oficina del séptimo piso ordenando recibos, pedidos y reservaciones para fiestas privadas. A eso de las 3 cuando ya había escampado, bajó al bar. Agarró un rocks glass y se sirvió un Elijah Craig. Se sentó en un high top mientras miraba como los barmans se preparaban para la jornada de la noche. Ese día el bar abría a las 4 porque había que reparar un problema con las tuberías, no volvería a circular el agua hasta como por las 3:30 – 3:45. 

Sonó su celular, cogió el motorola y lo abrió.

 

– ¿Puta, qué onda vos? ¿Ya sirve esa mierda o qué? ¿Ya podemos llegar? 

– Ya casi terminan, el bar abre a las cuatro, a esa hora están más que bienvenidos. 

– Ahh va buena onda, es que yo estoy con aquel va vos, tamos en el portal, hablando con un cuate abogado por eso de los clavos, ¿ya sabes va? 

– Ahh ya, sí pues ¿y ya andas chupando a estas horas? 

– Unas dos, tres chelitas nomás. 

– Puta, ¿y el compadrito también? 

– También vos ese no le dice que no a ni mierda. 

– A la gran muchá, bueno, ahí vienen con cuidado pues. 

– Va, ta bueno pues. Te veo al rato. 

– Va. 

Colgó el teléfono y suspiró profundamente. Se reclinó sobre el high top mientras que los muchachos ordenaban los vinos tintos que se vendían solo en copas. Esperó que fueran las cuatro, antes de abrir comprobó que el agua fluía y estaba limpia, y después ayudó a su staff a recibir a la clientela. 

Por eso de las 5 de la tarde Beto y el compadrito llegaron al hotel. 

– ¡Qué gusto verte, mano! 

– Lo mismo les digo. 

Se sentaron en la esquina del bar. Victor les invitó a dos Monte Carlos bien frías.

 

– ¿Como les fue muchá? 

– Puchica bien vos. Habían unas patojas bien guapas allí y se sentaron a platicar. !Ja vieras vos! Pura cosa permitida – anunció el compadrito. 

– En temas de seguridad, todo bien. Hoy duermo en el apartamento vos – dijo el Beto. – Va, te paso las llaves. 

 

Victor subió a la oficina, sacó las llaves del departamento que tenían entre el y Beto y luego bajó. Cuándo llegó a la barra notó un cambio de ánimo en sus invitados. Al Beto se le fue poniendo la cara pálida y el compadrito miraba cabizbajo la botella de cerveza. 

– ¿Y ahora qué? – les preguntó a los dos. 

– Puta vos, yo creo que nos vienen siguiendo mano. 

– ¿Quién? 

– Uno de esos milicos – respondió el Beto – déjame ir a la oficina vos. 

Victor sacó las llaves del bolsillo y se las dio. 

– ¡Andate a la mierda ya! 

Subió las gradas por la puerta que llevaba a la cocina, mientras al otro extremo, por la puerta que daba a la piscina, las hojas de las jacarandas caían e iban tiñendo el color del agua morada. La puerta se abrió, y desde el fondo un señor con bigote grueso de tez morena con semblante apático entró preguntando por Beto Aguilar. 

Era Marín, comandante de la G2, cliente regular de Don Vic. Lo miró fijamente a los ojos y espetó.

– Buenas, Don, disculpe, ¿no quiere tener problemas va? Por allí unos informantes me dicen que vieron a Beto Aguilar, ingresar por este recinto, así que sí usted se quiere evitar cualquier molestia, yo le sugeriría que coopere va, porque la G2 no está pa´ juegos usté. 

Victor lo vio y le respondió. 

– Disculpe Marín, aquí creo que hay un mal entendido. No conozco y no he visto a ningún Beto Aguilar. Siéntase libre de buscar, pero aquí no ha ingresado nadie con ese nombre. 

– Bueno, yo solo le digo que en caso de que sí esté, usted estaría cometiendo un crimen contra el estado, y el estado será libre de dictaminar su sentencia. Así que yo se lo recomiendo por las buenas va, pa´que vea que soy buena onda y no quiero involucrarlo a usted en nada. 

– Con todo respeto Marín, sea usted libre de buscar, pero dudo que encuentre algo. 

El compadrito sudaba y pidió otra cerveza para apaciguar sus nervios. Se excusó para ir al baño y empezó a hiperventilar. Sacó unos rubios de sus bolsillos y fumó en el inodoro, le pidió a la Virgen, a Dios y a Victor perdón por sus actos y se encomendó a fumar sin resquemor. El gusto le duraría poco ya que afuera empezaron a sonar las alarmas de las patrullas, las cuales incrementarían su ansiedad y lo harían tirar el cigarrillo por el escusado. Regresó al bar como pudo y vio a los militares marchando por las puertas principales, sus botas cargaban hojas de jacarandas que se iban esparciendo alrededor de la alfombra verde.

Dieron la orden de registro al hotel. Los militares entraron y buscaron todo el hotel, cercaron todo el estacionamiento. Victor tomó otro Elijah Craig mientras que los militares hacían el registro de los recibos y la lista de invitados en el hotel. 

Para su sorpresa, Raúl llegó al Dorado, pregonando el paradero de Beto Aguilar. 

– Tres millas al norte – anunció a Marín. 

Su ex compañero de escuadrón le dio un guiño y le agradeció. 

A un kilómetro al norte del Dorado, se escucharon disparos por la Plaza España. Los militares salieron rápido a investigar. En la entrada del hotel una mujer sollozaba, bajo una jacaranda.

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