Ivan Jimenez
UPEC-IMAGER
Resumen
Figura destacada del campo coreográfico cubano en el siglo XX, Alberto Alonso (1917-2007) forma parte de la tríada de fundadores del Ballet Nacional de Cuba –junto a su hermano Fernando Alonso (1914-2013), y junto a la primera esposa de este, la legendaria Alicia Alonso (1920-219)–. El propósito de comentar algunas piezas de Alberto Alonso desde el vértice de ‘lo popular’, tiene que ver con la importancia que esta noción ha adquirido en el discurso crítico de los últimos años (La jiribilla, num. 828 del 2017). En el renovado interés por la obra del coreógrafo (El solar, Un día en el solar, Mi solar, Carmen Suite y Carmen), ‘lo popular’ se asocia con frecuencia con ‘lo nacional’. Sin embargo, a partir del análisis del movimiento, la mirada podría ampliarse hacia algunos aspectos de la Cuba de los 50 y de inicios de los 60, que no siempre son puestos de relieve desde la perspectiva de la cubanidad: la circulación de géneros y productos estadounidenses, en particular, de los musicales de Hollywood. Dialogando con algunos estudios recientes (Schwall), y con base en el análisis del movimiento (Laignel y Papin), trataremos en Carmen Suite y Carmen, las huellas del contacto de Alberto Alonso con las danzas jazz de Norteamérica; ello permitiría observar una migración de rasgos gestuales, de EEUU hacia la URSS, que pondría en evidencia los límites de los discursos normativos nacionalistas durante la guerra fría.
Consideraciones preliminares: la cubanía de Carmen
En el campo coreográfico cubano, Alberto Alonso (1917-2007) ha venido a encarnar la figura de un artista ecléctico y poco dogmático, igual de abierto al ballet clásico que a la rumba, el cabaret y la comedia musical. Junto a su hermano mayor, Fernando, y junto a la legendaria Alicia, quien fuera la primera esposa de éste, Alberto comparte el mérito de haber fundado el Ballet Nacional de Cuba (BNC)[1], a pesar de que en el discurso de los miembros de esta institución[2] su nombre no sea muy destacado. Quizás ello sea una consecuencia de su exilio en Florida a partir de 1994, en ese “período especial” que para el régimen castrista marca el inicio de una etapa de penurias económicas, a falta del apoyo de la recién desaparecida URSS. Luego de los estudios del historiador cubano Miguel Cabrera (1990, 2010), la obra del coreógrafo ha suscitado un creciente interés en los últimos años. Además de un coloquio[3] y un dossier en la revista La jiribilla, ambos motivados por el centenario de su natalicio en 2017, cabe mencionar la monografía de Yaima Redonet Sánchez (2018) sobre Un día en el solar (1965, película[4]). También están los trabajos de Elizabeth Schwall (2018, 2019) acerca de la historia de esta comedia musical y su relación con otras piezas del artista en las que también participa su esposa, la bailarina de rumba Sonia Calero: la pieza breve El solar (1951, 10 min.), la pieza homónima a la que ésta da lugar años más tarde (1963, 45 min.) y el musical escénico Mi solar (1965), que surge de las transformaciones de ambas; se suman a este corpus los ballets Carmen Suite y Carmen, respectivamente creados por Maya Plisétskaya en Moscú, y por Alicia Alonso en la Habana, en 1967, con una escenografía de Boris Messerer y una composición de Rodión Shchdrín –esposo de Plisétskaya– a partir de la partitura de Georges Bizet. En los estudios críticos referenciados, el trabajo de Alberto Alonso con géneros dancísticos menos elitistas que el ballet clásico aparece tematizado con un énfasis en ‘lo popular[5]’, que en esta ocasión nos proponemos interrogar desde el punto de vista de su relación con lo nacional.
Entre quienes nos interesamos en la historia del BNC y su cercanía con los ballets soviéticos durante la guerra fría, la anécdota sobre el parentesco entre las piezas que constituyen el mencionado corpus es bastante conocida: ante su éxito rotundo en La Habana, el musical escénico Mi solar, interpretado por el Conjunto Experimental de Danza, emprende una gira europea en 1965, pasando por París, antes de llegar a Moscú (Espinosa). En esta ciudad, más concretamente en el estadio Luzhnikí, la prima balerina assoluta del Bolshói, Maya Plisétskaya, que en ese momento estaba en búsqueda de nuevos horizontes artísticos por fuera de las fronteras del ballet soviético, fue a ver ese espectáculo, que gira en torno a la vida cotidiana y a las historias de amor en la vecindad de un viejo edificio habanero, tal como lo evoca el título. Aunque la bailarina no lo explicite en sus memorias (Plissetskaïa 342), es probable que el hecho de que su hermano, Azari Plisetski, estuviera trabajando como profesor y primer bailarín del BNC desde 1963 haya influido en su motivación para ir a “ver bailar a los cubanos”. En todo caso, fue tal su agrado ante el “lenguaje gestual” que descubrió[6], que le propuso a Alberto Alonso que coreografiara para ella un ballet en torno a Carmen, la gitana libre y seductora del cuento de Prosper Mérimée (1845), y de la ópera de Georges Bizet (1875), que ella deseaba encarnar. La creación en Moscú, en abril de 1967[7], suscita la censura por parte de las autoridades estatales de la Cultura, debido al carácter demasiado “erótico” –y por consiguiente, inadecuado para el arte socialista–, que fue atribuido tanto a la falda demasiado corta de Carmen como a los pas-de-deux de la gitana con sus dos enamorados, el militar don José y el torero Escamillo (Plissetskaïa 347-350). Meses después, en agosto del mismo año, con el título de Carmen a secas, sin la palabra Suite, Alicia Alonso bailaría su propia versión de ese ballet coreografiado por su cuñado[8], que le permitiría reactivar los saberes sobre las danzas ibéricas adquiridos en su infancia, e interpretar uno de los roles más notorios de su carrera.
Esta cadena de acontecimientos, colaboraciones y afinidades artísticas en torno al personaje de Carmen ha generado un conjunto de percepciones duraderas que apuntan a subrayar la presencia de una cubanidad gestual en ese ballet creado en territorio ruso-soviético. El periodista cubano José Ernesto González Mosquera, por ejemplo, que ve a Alberto Alonso como uno de los artífices de la entrada de “la insularidad y la cubanidad [en] la danza académica”, considera que
si bien Alicia puso a Cuba en el mapa del ballet y Fernando solidificó una metodología de una escuela hoy reconocida en el mundo, Alberto comenzó un estilo propio de coreografiar lo cubano, y logró, con Carmen –una historia española, creada para una rusa, reinterpretada por una cubana–, poner a Cuba en la coreografía universal. (Carmen)
Por su parte, el crítico Norge Espinosa estima que
[Alicia, Fernando y Alberto] nos demostraron que bailar en Cuba era otra forma de la nacionalidad comprendida a cabalidad […] [y que] la Carmen de Alberto Alonso, desmontando los aires del flamenco y lo hispano en un acento tan moderno, no es menos cubana que esas escenas de Mi solar que se han vuelto, pese a todo, míticas.
La socióloga Pauline Vessely (La Cubanidad) ha analizado los diversos motivos ideológicos e identitarios que convergen en esta imagen de “la Carmen cubana”, promovida por el BNC: la voluntad de darle visibilidad a un cuerpo nacional mestizo; la “sensualización” del cuerpo femenino (86) que se apoya en las “potencialidades eróticas” simbólicamente atribuidas a “la mujer latina, la mujer del sur” (88); la superposición de la identidad de Alicia con la del personaje (“Carmen es Alicia, Alicia es Carmen”, traducción nuestra, 91); y por último, la “visión comprometida” sobre ese ballet, que el BNC defiende, con el argumento de que la heroína combate en la arena de la lucha de clases, del lado de los oprimidos, y que por consiguiente exalta los valores revolucionarios (84). Por nuestra parte, en un trabajo anterior, que aquí retomamos parcialmente (Jimenez, Une Carmen), corrigiendo algunas erratas, hemos realizado una lectura teniendo en cuenta el contexto de circulación de esta “Carmen cubana”. Sin desconocer el virtuosismo ni las audacias creativas de la interpretación de Alicia Alonso, llama la atención que una pieza como Carmen, que conlleva un homenaje explícito a las tradiciones de España –la antigua metrópoli imperial–, haya podido generar admiración y circular sin ninguna traba oficial en ese intérvalo de 1967-1968, en el que precisamente se conmemora el centenario de la primera guerra de independencia (Vasserot 338), en el que la muerte reciente del Che Guevara en Bolivia conduce a la declaración del año del Guerrillero Heroico (331), al tiempo que es lanzada la “gran ofensiva revolucionaria” que se traduce en un mayor dogmatismo en cuanto a la producción de un arte revolucionario (338). A este respecto, los trabajos que abordan la función de propaganda del BNC (Wirth, Vessely) nos llevan a pensar que son los logros de la Escuela Nacional de Ballet –como la primera promoción de bailarines formados en tiempos de la revolución (Wirth 110-111), o la reputación de los solistas en el extranjero (Vessely La Cubanidad 82)–, los que le confieren a Carmen una especie de salvoconducto en un período de extrema vigilancia por parte de las autoridades culturales cubanas, tal como se observa en los ámbitos de la literatura, el cine y el teatro[9].
Uno de los logros que ayudan a consolidar la buena reputación del BNC se produce en París, en el otoño de 1966 (Jiménez, Corps et altérités). Invitada por una iniciativa diplomática del ministro de Asuntos Culturales francés, André Malraux, la compañía se lleva el Gran Premio en el IV Festival Internacional de Danza con la versión de Giselle de Alicia Alonso, cuya interpretación del rol principal es recompensada con el premio Ana Pavlova de la Universidad de la Danza. Por su parte, Aurora Bosch, que interpreta el rol de la reina de las wilis, obtiene el premio de la Asociación de Escritores y Críticos de la Danza. Ni siquiera la deserción de diez bailarines que ante el temor de ser perseguidos o encarcelados por su homosexualidad solicitan asilo político en la capital francesa logra opacar el brillo de esta serie de triunfos. En cambio, en ese mismo festival, Espacio y Movimiento, que Alberto Alonso coreografió con base en la Sinfonía en tres movimientos de Igor Stravinsky, no corrió con la misma suerte: considerada como “moderna”, la pieza motivó varios comentarios críticos (Bloch, Cournand[10]) que esperamos analizar en un estudio posterior.
A partir de este dato mínimo sobre la recepción del trabajo de Alberto Alonso en París hemos empezado a explorar las posibilidades que para el conocimiento de su obra ofrece la historiografía de la danza en Francia. Con base en ésta pueden acentuarse algunas conexiones entre factores contextuales y características gestuales, que si bien no están del todo ausentes en la crítica y la historia de la danza que se escriben en Cuba y en EE. UU., no aparecen allí con demasiado realce. Norge Espinosa (Un día con Alberto) ha expresado el anhelo de que se escriba una historia de la danza en Cuba que pueda “calibrar el aporte total de Alicia, Fernando y Alberto Alonso sobrepasando los vacíos, los silencios”. Desde la perspectiva que proponemos aquí, que busca poner de relieve los gestos que logran migrar más allá de la fronteras trazadas por los nacionalismos, algunos de estos vacíos y silencios tienen que ver con las experiencias interculturales que los tres Alonso vivieron entre la isla caribeña y el vecino del Norte, antes de darse a la tarea de fundar una compañía en su país natal, en 1948. En las líneas que siguen haremos un repaso de la formación y de la trayectoria internacional como bailarín de Alberto Alonso, con el fin de explicitar los alcances y los límites de la asociación entre ‘lo popular’ y ‘lo nacional’ para un estudio de su producción coreográfica durante la década de los 60. Con este propósito, entablamos un diálogo con Elizabeth Schwall, centrado en su análisis “Staging lo popular” (2019). En la sección final, con base en el análisis del movimiento, presentamos algunos indicios que nos llevan a plantear la hipótesis de la transferencia de cierto tipo de jazz made in America hacia ese par de piezas hermanas –Carmen Suite y Carmen– que giran en torno a “una historia española, creada para una rusa, reinterpretada por una cubana”, para decirlo con las palabras de González Mosquera.
Trayectoria internacional y contacto con el jazz
Como su hermano Fernando, Alberto Alonso comienza su formación como bailarín en 1933, en la Sociedad Pro Arte Musical –institución fundada por miembros de la burguesía habanera–, que su madre, la pianista Laura Raynieri, dirigiría por más de una década. En 1935, integra el Ballet Ruso de Montecarlo –también conocido como Ballet del Coronel de Basil–, que estaba de paso por Cuba; el contrato con esta compañía le permite ir de gira por varios países y seguir formándose con maestros rusos –entre otros, Michel Fokine, Georges Balanchine y Leonidas Massine–, que luego migrarían a los EE. UU. (Cabrera, Villalón). En 1941, como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, regresa a Cuba con su primera esposa, la bailarina Patricia Denise Meyers, y asume la dirección de Pro Arte Musical. Paralelamente, en esa época de hegemonía económica y política de EE. UU. hacia Cuba es intérprete de varios ballets y musicales en Nueva York y Hollywood: así, en la temporada 1944-1945, trabaja como primer bailarín de carácter en el Ballet Theatre. En una entrevista con Miguel Cabrera (El ballet 68-69), cuya fecha no es precisada en la fuente, al referirse a este pasado, el artista enumera los “factores” que intervinieron en su decisión de radicarse en su país natal en la década del 40:
el haber vivido el movimiento cultural que se opuso a la dictadura de Gerardo Machado, la lucha primera contra Batista y la llegada al puerto habanero del acorazado Texas, que a pesar de mi juventud me hizo preguntarme por qué los norteamericanos tenían que venir a vigilarnos. Otros factores que contribuyeron fueron mi ida a Europa con el Ballet ruso de Montecarlo, que me permitió ver en esos países los movimientos progresistas a favor de las culturas nacionales, mi amistad con grupos de ideologías de avanzada en Estados Unidos, mi ingreso en el Partido Comunista de ese país, en 1945, y el conocer de cerca el interesante movimiento de jazz danzado, que allí se había generado. […] [Este bagaje] se enriqueció con las estrechas relaciones que mantuve con intelectuales y artistas tan preocupados por estas cosas como Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Juan Marinello y Carlos Rafael Rodríguez, Mariano [Rodríguez] y Juan David, músicos como Harold Gramatges, José Ardévol y Bola de Nieve, entre otros […]. A todo esto puedo sumar los estudios del marxismo orientados por los compañeros del Partido Socialista Popular [PSP]. Todo ello me ayudó a encauzar, a convertir esas inquietudes en un arma de lucha contra la influencia extranjerizante, deformadora de nuestra cultura nacional.
Este relato resulta particularmente interesante por varias razones. En primera instancia, porque da cuenta de la cercanía del coreógrafo con un círculo artístico e intelectual preocupado por trazar los derroteros de un arte nacional. En segundo lugar, por las diversas credenciales que Alberto muestra para presentarse a sí mismo como un sujeto formado en el comunismo y el marxismo, como un opositor de los regímenes dictatoriales anteriores (Machado y Batista) y como un crítico de la hegemonía política y militar de los EE. UU… En pocas palabras, como un artista afín al discurso revolucionario de después del 59. Sin embargo, desde otra narrativa, como la de Isis Wirth, antigua encargada de las Relaciones públicas del BNC, que ha publicado un texto crítico y polémico en francés –La ballerine & el comandante (2013)–, Alberto Alonso es valorado, no por su cercanía, sino al contrario, por su alejamiento progresivo del régimen castrista, lo cual plantea una diferencia con respecto a su hermano y a su cuñada: primero se rehusa a hacerse miembro del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS) –que reemplaza al PSP–, hecho que le habría costado el cargo de director del Conjunto Experimental; y luego, en 1968, habría adelantado un intento fallido de solicitud de asilo político ante el cónsul estadounidense en Canadá (Wirth 120-122). Con el propósito de ampliar la mirada hacia Carmen Suite y Carmen desde un ángulo distinto y complementario al de la cubanía, trataremos de examinar un poco más de cerca lo que dice el coreógrafo sobre la posibilidad de “conocer el interesante movimiento de jazz danzado generado [en EE. UU.]”. Es aquí donde las investigaciones históricas que exploran de manera detallada el vaivén de géneros dancísticos y musicales entre Cuba y su vecino del Norte nos ayudan a enriquecer el análisis.
En su Histoire de la Havane (2016), cuyo capítulo sobre el período 1899-1958 lleva precisamente el título de “La ville américaine” (La ciudad norteamericana), el historiador Emmanuel Vincenot (511) explica que con la crisis de 1928 muchos músicos cubanos emigran a EE. UU. y Europa (Francia y España), generando la moda de la conga y la rumba, término éste que acabaría por designar toda música identificada como cubana o hispanoamericana. Con la reactivación del turismo en La Habana a lo largo de la década de los 30, las orquestas de los grandes casinos empiezan a adaptarse al gusto de los visitantes, que piden escuchar los géneros descubiertos en New York o en París: el éxito de El manisero y la consolidación del personaje de la rumbera datan de esta época. Ya en los 40, según comenta Eliane Séguin en Histoire de la danse jazz (2003), los coreógrafos de Hollywood, en su afán de producir un efecto de “optimismo” a través de las comedias musicales, afán que se vuelve aún más apremiante en el contexto de la posguerra, empiezan a tener contacto con “las danzas populares latinas”, como las sambas, los tangos, las congas y los merengues. Entre los coreógrafos mencionados, al lado de Jack Cole, Nick Castle y Katherine Dunham, está Eugene Loring, un coreógrafo de danza clásica del Ballet Theatre de Nueva York, especialista de las danzas españolas, y –según Cabrera (El ballet 68)– autor de varios “bailables especiales [para Alberto Alonso] dentro del filme Yolanda y el ladrón (1945), dirigido por Vincente Minelli, con Fred Astaire y Lucille Bremer”.
En algunos estudios históricos y culturales sobre Cuba (Quilleveré, Vincenot), la atención conferida a las dinámicas interculturales cubano-estadounidenses resulta de un intento por complejizar las interpretaciones monolíticas sobre la dictadura de Fulgencio Batista. No se niegan las violentas represiones del régimen (Vincenot 542), ni su uso de la corrupción (545), ni las enormes desigualdades entre la capital y las provincias[11]. Tampoco se olvidan la especulación immobiliaria, ni los vínculos con los mafiosos, ni el aumento de la prostitución –sobre todo femenina (571)– concomitantes a la intención de Batista de “[transformar] la capital cubana en Las Vegas del Caribe” (564, traducción nuestra). Sin embargo, también se reconoce la intensidad de los intercambios entre distintas tradiciones artísticas que traen consigo las inversiones en el sector audiovisual (552-553) y en el turismo, así como la construcción de numerosos hoteles, cabarets, clubes nocturnos, casinos, restaurantes y cafés que genera “un gran mercado para los artistas y las orquestas” (558). El musicólogo Marcel Quilleveré afirma que La Habana era “la ciudad de la música y de los teatros [en la que] todas las músicas se influenciaban, gracias a la radio y, partir de 1950, de la televisión” (161, traducción nuestra), y que ello incita a ir al rescate de un corpus impresionante de obras musicales y coreográficas ricas y heterogéneas, “deliberadamente borradas por la Cuba comunista”. De modo más sucinto, Pío E. Serrano, editor cubano exiliado, dice que “La Habana era una fiesta” (210).
Vincenot también se ha referido a esta “excepción habanera” (544, traducción nuestra) –en términos de una “edad de oro moderna” (547) o de una “incursión del arte en el tejido urbano” (552)–, documentando además el proceso de norteamericanización que acompaña este dinamismo cultural. Algunos signos de esta norteamericanización serían: la proliferación de las rocolas (558); los televisores, las neveras y los aires acondicionados que empiezan formar parte de la vida cotidiana de los hogares burgueses y de clase media[12]; y el gran consumo de películas, que por el control de las compañías de distribución hollywoodenses (555) correspondía mayoritariamente a una programación estadounidense, a pesar de la atracción que en el “público más popular” ejercían las producciones mejicanas.
‘Lo popular’ asimilado a ‘lo nacional’
Although [Alberto] Alonso never participated in teatro bufo or zarzuela, his choreography built upon these predecessors in embracing popular culture to advance a progressive notion of Cuban nationhood that ultimately failed to shake ingrained racial prejudices. (Schwall Sweeping gestures 39)
Dentro de esta cartografía urbana hedonista, en la que “la música y la danza son inevitables y hacen trabajar a miles de personas” (Vincenot 568), hay una categorización social de los lugares. Por un lado, están los cabarets que no gozan de mayor renombre pero que atraen a muchos clientes, como el Alí Bar, el Casablanca, el Zombie y el Southland, cerca del Paseo del Prado. En los barrios más alejados del centro, están el Mambo’s, el Bambú, el Night and Day, y en Miramar, Las Fritas, punto de encuentro de los músicos luego de sus espectáculos. Por otro lado están los cabarets selectos –como el Tropicana (con capacidad para 1750 espectadores), el Montmartre en el Vedado, y el Sans-Souci, cerca de Marianao–, en los que los “ritmos locales y los internacionales [se mezclaban]”, y que son “frecuentados casi exclusivamente por la élite blanca” (567). Alberto Alonso estará vinculado a los dos últimos, y según Gladys Alvarado, allí colaborará con “bailarines de una depurada formación técnica como Elena del Cueto, Luis Trápaga y Sonia Calero [que trabajaban en programas musicales y que] asumían estilizaciones de danzas populares como el guaguancó y la rumba, hasta entonces consideradas como parte de la cultura marginal”. En 1950, asume la dirección del ballet de uno de los dos canales habaneros, el CMQ, que también se encarga de las ondas radiofónicas. Hacia 1951, en el Cine-Teatro de Radiocentro, se presentan algunas de sus creaciones –La guagua, El parque, La engañadora, El alardoso, y El solar, entre otras– que pueden ser consideradas como “pequeñas viñetas de la vida cotidiana del cubano de esos días”.
Entre todas estas piezas, El solar tendrá un rico y complejo devenir –un ballet, una película y un musical–, ampliamente analizado por Elizabeth Schwall. En su artículo “Sweeping gestures”, cuyo título evoca el célebre dúo de coquetería entre Roberto Rodríguez y Sonia Calero con su escoba, y que incluye una sección titulada “Staging ‘lo popular’ before 1959”, la historiadora explica que, sin lograr subvertir la discriminación racial de su época, El solar (pieza breve) sienta un precedente en la medida en que su inclusión de los géneros de la música y la danza que forman parte de un vecindario habanero, conlleva un reconocimiento evidente de las tradiciones afrodescendientes como parte del universo cultural cubano:
The show appears to have peddled in established racist tropes and conformed to exclusionary conventions of 1950’s elite cabarets, which allowed only light skinned dancers onstage (Lowinger and Fox 2005: 239–44). However, El Solar did challenge some social and racial boundaries by representing the lives of black and mulato Cubans and foregrounding Afro-Cuban music and dances. (Sweeping gestures 41)
Adentrándose en la zona de los posibles desacuerdos que surgen en medio de las colaboraciones artísticas, la historiadora realiza un estudio genético del libretto del ballet, de la película y del musical –firmado por Lisandro Otero, de la “corriente de la politización radical” del arte (Gilman 280)–, y explica que la eliminación de los personajes de la prostituta y del homosexual habla de un alineamiento con respecto al discurso oficial de la revolución castrista. Sin embargo, la inclusión posterior del personaje de la santera (Lula), la presencia de mujeres diversas –sin insistir en ninguna distinción racial– en la secuencia bailada del lavadero, así como el homenaje a la rumba como una forma encarnada (“embodied”) de la solidaridad cubana, son maneras sutiles de tomar distancia del dogmatismo castrista, porque sugieren que “los movimientos revolucionarios no derivan de las prescripción del Estado sino del espíritu de las danzas del común de los ciudadanos” (43, traducción nuestra). Desde esta misma perspectiva centrada en las disidencias disimuladas, en “Between Espíritu and Conciencia”, evitando los juicios maniqueos, Schwall examina con detenimiento la complejidad del campo coreográfico habanero antes y después de 1959, y muestra la diversidad de actitudes políticas que asumen los bailarines y coreógrafos en ese período de reconfiguración de su ámbito profesional: por ejemplo, dentro de la jerarquía de los cabarets, la reducción de las desigualdades entre los salarios de los bailarines que provoca la revolución. Por el lado del ballet clásico y del BCN, a partir del ejemplo de Carmen, muestra los giros discursivos mediante los cuales Alberto Alonso presenta a su ballet como una crítica sutil al orden establecido (Schwall 4369).
Análisis del movimiento: detrás del rastro del jazz en Carmen Suite y Carmen
Como hemos visto, en los acercamientos desde la perspectiva de la cubanidad, la categoría de ‘lo popular’ ha sido un punto de apoyo para caracterizar el universo de ‘lo nacional’ a partir de la inclusión de los saberes y las tradiciones afrodescendientes. Los espectadores que busquen la cubanidad quizás se focalizarán en las poses en que las bailarinas sacan la cadera, y en los instantes en que los bailarines agitan los hombros, para comprobar el parentesco entre El solar, Un día en el solar, Mi solar, Carmen Suite y Carmen. Incluso en los dúos de las primeras y los pas-de-deux de las dos últimas, se podría establecer una continuidad: en los giros con las piernas orientadas hacia adentro (tours en dedans), en los portés apoyados en las caderas, en la atracción de los intérpretes por medio de la tensión de los brazos, y, en general, en su clara implicación en el plano frontal (développés, grands battements). Ahora bien, sin minimizar el valor de estas coincidencias, quisiéramos tener en cuenta los elementos señalados en la trayectoria internacional de Alberto Alonso como bailarín, para darle cabida a otros géneros y prácticas que también llegaron a ser populares, pero que probablemente por su procedencia estadounidense, no siempre se reconocen como tales en el estudio de su obra coreográfica. Nos referimos en particular a las danzas jazz y a las comedias musicales. En otras palabras, lo que Schwall (Sweeping gestures 39) menciona de paso como un elemento contextual o como una característica secundaria del grupo de mujeres que bailan mientras lavan la ropa en Un día en el solar –el lado jazzy– es lo que quisiéramos desarrollar como un argumento en una próxima investigación: “[Alberto Alonso’s] experience with US choreographers working to develop uniquely ‘American’ productions had a lasting impact”. De hecho, la historiadora cita al mismo Alberto Alonso, diciendo que “el nacionalismo de Jerome Robbins [le fue] inspirador” para su propia reflexión sobre un estilo de danza cubano.
El lazo intercultural que plantea la génesis de Carmen Suite a partir de Mi solar, nos lleva a desplazar un poco la mirada de la frecuente asociación entre lo popular y lo nacional afro-cubano, y a plantear la posibilidad de que algo del contacto que Alberto Alonso tuvo con los productos culturales manufacturados en EE. UU., en el contexto de una Habana norteamericanizada, pudo haber perdurado también en ese lugar que le confiere a ‘lo popular’ dentro de su práctica coreográfica. Los indicios del contacto con las danzas jazz made in America nos parecen palpables en el cuerpo de ballet formado por los bailarines hombres: lo vemos sobre todo en el colectivo sincrónico de diez o doce muchachos –según la versión– que representan a los amigos de Carmen –los bandidos y traficantes de tabaco[13]– que asisten a la pelea entre la gitana y las otras tabacaleras, y que ven llegar a los dos miembros del cuerpo del regimiento, Zúñiga y Don José.
Al parecer, la perdurabilidad de las dinámicas del jazz fue uno de los aspectos más registrados por la recepción crítica de mi Mi solar en París, en 1965: algunas investigadoras (Redonet Un día 58; Schwall Sweeping gestures 44) comentan que las críticas favorables de la prensa –Le Monde, Jours de France, France Soir, L’Humanité, Combat– establecieron una proximidad entre el musical cubano y el estilo de Jerome Robbins, el coreógrafo de West Side Story. Las historiadoras Aline Laignel y Mélanie Papin (132) han señalado el éxito rotundo que esta película tuvo desde su lanzamiento en 1961, y su importancia para la difusión de la práctica de las danzas jazz en Francia: la película habría contribuido a la propagación de un universo gestual que pretendía oponerse al “modelo estricto y patriarcal” (133, traducción nuestra) y que incluía al “swing [y al] movimiento hacia afuera de las caderas”, ambos apreciados como expresiones de una actitud “desenfadada”. Last but not least, en continuidad con las investigaciones de Eliane Séguin (181), las dos historiadoras (132) problematizan esta difusión de las danzas jazz en Francia desde el punto de vista de sus implicaciones raciales: en el intervalo 1965-1966, en medio de la compleja “integración y legitimación” de las formas del jazz (música y danza) en Francia, hay un momento en que en el imaginario popular empieza a quedar arraigado el dinamismo de un jazz “blanco”, percibido como un transmisor de “modernidad”, y este giro hacia el “norteamericanismo” irá relegando a un segundo plano “la identidad negra del jazz”. El contraste entre la mayor familiaridad con la estética de Jerome Robbins y el desconocimiento progresivo de la técnica y del pensamiento de Katherine Dunham (140) sería una manifestación de la preferencia hacia un estilo de bailar que despierta la ilusión de una “Norteamérica gloriosa y estimulante (entraînante)” (135).
De acuerdo con el análisis del movimiento que Laignel y Papin incluyen en su estudio histórico, otros rasgos característicos de ese jazz “blanco” serían el contoneo de las caderas, el chasquido de los dedos (132) y “la alternancia entre una tonicidad controlada y una distensión muscular” (145, traducción nuestra). La exigencia de bailar frente a la cámara para el cine y los programas de televisión habría acentuado la frontalidad y un carácter francamente espectacular, en el sentido de algo impactante que debe producir un efecto de entretenimiento (143). Volviendo a Alberto Alonso y a las coreografías de Carmen Suite y Carmen, es esta mezcla de swing, tonicidad controlada, distensión muscular, y frontalidad por la presencia de la cámara, lo que creemos reconocer en el entusiasmo del grupo de los amigos bandidos de Carmen, que con sus saltos, torsiones, flexiones de las piernas y extensiones de los brazos prolongan los acentos de las percusiones de la música de Bizet-Shchdrín.
Conclusión
Al inicio de este trabajo recordábamos aquella cita en la que Alberto Alonso habla de sí mismo como un coreógrafo “en lucha contra la influencia extranjerizante y deformadora de [la] cultura nacional”. A nuestro parecer, este sería un ejemplo de la discordancia que a veces se produce entre los discursos explícitos de los artistas –sobre todo si deben expresarse en contextos de vigilancia oficial– y las prácticas que realizan. Si esta vez nos hemos interesado en el colectivo de bailarines hombres de Carmen Suite y Carmen, ello se debe al carácter disruptivo de esta danza: más allá de los pasos, poses y figuras que pueden atribuirse a una procedencia ibérica y a la cubanía, en esa simultaneidad colectiva de movimientos distensos se revelan las huellas del contacto de Alberto Alonso con ‘lo popular’ de las danzas jazz y de las comedias musicales venidas de Norteamérica. Ello pondría de manifiesto una migración de dinámicas, de EE. UU. a la URSS, pasando por Cuba, que se burla un poco de las fronteras geopolíticas establecidas durante la guerra fría. Y es importante destacarlo porque, tal como lo sugiere Schwall, lo que está en juego es la posibilidad de que “las subjetividades vivan [y se abran un espacio] en los intersticios de la estrechez de los paradigmas políticos” (Between Espíritu and Conciencia, traducción nuestra). Por nuestra parte, en otra ocasión hemos aludido a “los límites de los discursos normativos para eliminar la necesidad o el deseo de alteridad gestual de las corporeidades danzantes” (Jimenez, Corps et altérités 210). Por más de que los agentes oficiales de la Cultura hagan prescripciones y prohibiciones, a los bailarines y coreógrafos –sobre todo cuando incorporan ‘lo popular’ de la danza– les queda abierta la posibilidad de una disidencia con el recurso del contrabando gestual.
Bibliografía
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[1] La fundación del BNC en 1961 surge de la nacionalización de la compañía que los Alonso habían creado en 1948 y que en 1955 pasa a llamarse Ballet de Cuba (Vessely, De la propagande révolutionnaire).
[2] Prueba de ello es que el nombre de Alberto Alonso casi no es mencionado por los artistas y profesores del BNC que aparecen en el documental de García, Nico. Imprescindibles – Alicia Alonso. Para que Giselle no muriera (62 min.). TVE, 2015, https://www.youtube.com/watch?v=IhUnPPyctPE. Accedido el 15 de septiembre de 2019.
[3] Coloquio Alberto Alonso, por cien años de danza (natalicio), organizado en mayo de 2017 por la profesora Marilyn Garbey, en la Casa del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.
[4] Manet, Eduardo. Un día en el solar (83 min.). ICAIC, 1965.
https://www.youtube.com/watch?v=yNm9YMgZYXQ. La música es de Gilberto Valdés y el libreto de Lisandro Otero. Accedido el 15 de septiembre de 2019
[5] Como una muestra, podríamos hacer referencia al siguiente comentario de la investigadora, artista escénica y directora de teatro Gladys Alvarado:
es en la Sociedad Pro Arte Musical, sede de creadores con inquietudes renovadoras, donde Alberto Alonso coreografía el ballet Antes del Alba (1947) –con música de Hilario González, escenografía y vestuario de Carlos Enríquez–, iniciador del tránsito de lo clásico a lo popular, al llevar a la escena una tragedia de las mujeres y hombres habitantes de un solar habanero.
Por otro lado, según González Mosquera:
Alberto se sirvió de la técnica básica, las bases fundamentales de la danza, y no solo de la académica, sino también de la popular (entiéndase popular en el sentido amplio de la palabra, como extraído de los saberes propios de una cultura urbana, rural, diaria y espontánea […]).
[6] En sus memorias (Plissetskaïa 342, traducción nuestra), la bailarina cuenta:
Moscú, 1965. [En el Luzhnikí] daban un ballet de Alberto Alonso. Desde el primer gesto de los bailarines, fue como si me hubiera picado una serpiente. Hasta el intermedio, creí estar sentada en un fogón encendido. Ahí estaba el lenguaje de Carmen. Su gestual. Su universo.
[7] Para el presente artículo, nos hemos basado en una versión filmada a color en 1969: Carmen Suite (44 min.). Video Artists International, 2004, https://www.youtube.com/watch?v=LKU8rWxw2zY. Accedido el 14 de abril de 2019.
[8] Para el presente artículo, hemos utilizado la grabación en blanco y negro publicada en Youtube (50 min.), con fecha del 4 de agosto de 1967, sin mayores precisiones sobre la producción y la dirección, que probablemente fue grabada el día del estreno, o unos días antes, https://www.youtube.com/watch?v=vffPh3HDLpk. Accedido el 14 de abril de 2019.
[9] Valga aquí mencionar el conocido caso de la censura del cortometraje PM de Orlando Jiménez y Sabá Cabrera en 1961, y el de la censura del poemario Fuera del fuego de Heberto Padilla y de la pieza teatral Los siete contra Tebas de Antón Arrufat, a través de Verde Olivo, la revista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Vasserot 325-331).
[10] Según Gilberte Cournand:
En voyant le ballet présenté en lever de rideau, “Espacio y Movimiento”, on pouvait craindre pour le succès de cette troupe cubaine.
Según Gilbert Bloch:
le premier ballet “Espacio y Movimiento” [est un] assez banal exercice de style sur la musique pourtant fort belle de Stravinsky
[11] Según Vincenot, entre 1956 y 1957, La Habana tiene una tasa de desempleo de solo 11,8 contra 16,4% en el resto del país; el 60% de la mano de obra de la capital es empleada en el sector terciario (servicios, comercio), contra un 22% a nivel nacional. Por otro lado, “mientras que la mayoría de los campesinos vivía en bohíos sin agua, electricidad ni sanitarios, la Habana concentraba la mayoría de los televisores (43,8%), las neveras (64,5%), los automóviles (62,7%) y los teléfonos del país” (546-547).
[12] «La rápida difusión de la nueva invención [la televisión] es una de las manifestaciones más evidentes de la [norteamericanización] del modo de vida de la burguesía y de la clase media, que van a adoptar también la nevera y el aire acondicionado tan pronto como puedan. Pero este objeto es también el nuevo caballo de Troya del American way of life, como lo es el cine desde los años 1920 » (Vincenot 2016 534).
[13] Según el folleto del presentación del DVD de la versión rusa de 1969. Ver el fragmento de los minutos 10:20 a 12:41.