Las monjas

Eliana Hernández 

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Cuando cumplí 8 años mis papás me metieron a un colegio de monjas españolas. Tenían la teoría de que las monjas por ser monjas eran inofensivas, y que estas, por ser españolas, lo eran doblemente: carecían de la astucia solapada que ellos llamaban malicia indígena. El requisito para entrar al colegio era ser niña, y estar bautizada. Me bautizaron rápidamente y entré al Pureza de María porque en el otro colegio, cuando hice la entrevista, el cura no pudo evitar hacer cara de pecado mortal cuando mis papás respondieron que estaban casados por lo civil, y no por la iglesia. Las monjas en efecto no fueron tan astutas y solo preguntaron si estaban casados.

Las monjas nos hacían llevar la falda del uniforme a la mitad de la rodilla. De vez en cuando nos paraban en los pasillos, aplanaban la falda con la palma de la mano y daban su veredicto, que sin importar la altura era siempre el mismo: “para mañana le bajas el ruedo”. A veces nos lo decían al oído, como si fuera un secreto, y ese aliento a viejo, ese olor a enclaustro en nuestra cara, era el peor castigo. Nosotras hacíamos un pliegue en la parte de arriba y apenas las veíamos acercarse nos bajábamos la falda. Quedábamos igualitas a ellas, al menos de la cintura para abajo. También teníamos que llevar baiker debajo de la falda, que era una forma que teníamos de decir shorts o pantalones cortos, para que no se nos vieran los calzones cuando nos echábamos en los pasillos o rodábamos por el parque. Ya no me acuerdo si el uso del baiker había sido nuestra idea o si era obligatorio como la falda hasta la mitad de la rodilla. Las monjas decían pantalones cortos.

Para nosotras, que poníamos en evidencia pública a quien no llevara baiker, el secreto más grande que había en el colegio era el pelo de las monjas.

Yo creo que son calvas, decía Ximena Fernández, cuyo segundo apellido era de la Roche y ella hacía pronunciar como de la Rosshh cuando llamaban lista, sin la e. No pueden ser calvas, a veces se les mueve un poquito el velo y se les salen unos pelitos, decía yo. Puede que tengan solo pelo al frente y en el resto de la cabeza sean calvas, tipo skinhead, decía ella. Lo cierto es que a veces, cuando se agachaban para hacer la genuflexión en la capilla o si llevaban mucho tiempo con la cabeza inclinada, se les insinuaban unos mechones pero no podíamos saber qué tan largo era, si tenían capul o si lo llevaban en capas como nosotras.

En mi familia el gen capilar no solo propició el pelo abundante, largo y negrísimo, sino un orgullo desmedido por mostrarlo. El pelo corto era de niños, el pelo largo de niñas, y en el intermedio, en un espacio misterioso, estaba el pelo de las monjas, que nadie puede mirar.

Camila Martínez y yo estábamos en el equipo de ping pong. Una tarde nos quedamos en el colegio después de un entrenamiento. Ni a ella ni a mí pasaban a recogernos. La imagen del colegio sin niñas se me hacía triste, pero a ella no parecía importarle. Nos subimos a la mesa de la cafetería, que daba al patio principal y obviamente estaba cerrada a esa hora, y nos pusimos a intercambiar stickers. Al rato llegaron por mí, pero antes de despedirme de ella vi que por las escaleras del edificio de la rectoría bajaba la hermana Juana. Las monjas, que tenían una capacidad sobrehumana para enterarse de todo, ya debían saber que Camila se quedaba sola. Pensé que habían mandado a la Hermana Juana a acompañar a Camila, pero mientras el carro de mi papá se alejaba vi cómo la subían a los dormitorios. Ninguna de mis amigas, en verdad ninguna persona que yo conociera, había subido alguna vez ahí. Ese era el lugar de dónde salían las monjas todas las mañanas. Cuando desaparecían, sabíamos que estaban ahí. El acceso a la escalera que llevaba de la recepción del colegio a los dormitorios estaba prohibido para todas, a menos que alguien fuera con nosotras o nos mandaran a llamar.

Al otro día lo primero que hice fue buscar en la oración de la mañana a Camila Martínez. La vi sentada al lado de Ximena Hernández, cuchicheando mientras la Hermana Gloria leía los anuncios de la mañana: “el miércoles hay que ir de sudadera, el viernes es la izada de bandera, el tema es la solidaridad”. Al salir de la capilla, la busqué entre el tumulto de trenzas, colas de caballo y cebollitas en la cabeza. Oye. Hola. ¿Cómo te fue ayer? ¿Llegaron por ti? Sí, como una hora después de que te fuiste. ¿Y? ¿Y qué? ¿Te subieron a los dormitorios? Sí. Me dieron chocolate caliente. Rico. ¿Y el pelo? ¿El pelo qué? ¿Se los viste?  No, la Hermana Juana me dejó con el chocolate y cuando volvió tenía puesto un gorro. ¿Un gorro cómo? Como esos que se ponen para lavarse el pelo. Y pantuflas. Se veía chistosa. ¿Y se duermen con el gorro? No sé, no la vi dormir.

Pensé en hacerme dejar de la ruta para tener esa oportunidad que Camila, tontamente, había desperdiciado. Por lo triste que me parecía quedarme sola en el colegio después de clases, decidí mejor organizar un plan. Reuniría a las más aguerridas y armaríamos un grupo con el propósito de desenmascarar, o más bien despelucar, ese insoportable secreto. Pedí voluntarias y todas mis amigas accedieron felices. El plan era: cuando estuviéramos saliendo a recreo pasaríamos corriendo al lado de la monja Juana, que es la que toca la campana, y alguien le halaría el velo. En medio del caos, que nos encargaríamos de exagerar ese día, y porque ella jamás soltaría su adorada campana, nadie sabría quién fue. Que lo haga Sol, dijo alguien, que es la más alta. Todo el mundo estuvo de acuerdo.

No pude ver qué tan largo era. La hermana Juana reaccionó de inmediato, acomodándose el pelo, pero alcancé a ver que era blanco y delgadito, muy diferente al nuestro.

Tengo chichí, me susurró Sol al otro día, en plena misa. Recuerdo que le dije: dile a alguien que tienes que salir. No me van a dejar, respondió. Al rato vi cómo se acercó a una profesora. Sol no me dijo nada más, pero antes de que llegáramos a la comunión escuché que alguien gritó detrás: ¡Sol se orinó! Todas nos reímos, y Ximena Fernández hizo mucha cara de asco. La hermana Juana sacó a Sol, casi arrastrada, de la capilla. Esa tarde Sol pasó al frente en el salón y dijo, con la monja detrás: tuve un accidente esta mañana porque no alcancé a entrar al baño en mi casa. Recuerdo que la monja dijo que era importante entrar al baño antes de ir al colegio, porque por ningún motivo podríamos salir durante la oración de la mañana.

Hace poquito me encontré a Sol en Bogotá, en la calle. Me acordó de la vez que se había orinado en la capilla. Nos reímos y me terminó confesando que en ese tiempo pensaba que si uno hacía algo malo el corazón se le ensuciaba. Los pecados lo iban ennegreciendo, de a poquitos, y después, cuando ya estaba muy oscuro no había nada que hacer. ¿Y cómo hacíamos para limpiarlo?, le pregunté yo. Había que hacer un examen de conciencia, y luego ir a hablar con el cura. Del examen de conciencia me acuerdo, era fácil porque nos daban una hoja con preguntas y uno tenía material para inventarse cualquier cosa. Debí haber guardado una de esas hojas, le dije. Uff pero sabes, sentí una culpa horrible durante mucho tiempo, me dijo luego Sol. De verdad estaba que me meaba y por eso me hice chichí ahí….qué más iba a hacer, nadie nunca me dijo que no pasaba nada, que no había lío. Por mucho tiempo pensé que era un gran pecado mearse en la “casa del Señor”, que no había mayor ofensa que eso. ¿Por qué no te dejaron salir?, pregunté. Laura Mantilla, la directora de cuarto, no me dejó. ¿Por qué no te dejó? Me dijo que sabía lo que había hecho el día anterior. ¿Que habías hecho? Ese día me habían retado a quitarle el velo a la monja Juana, ¿no te acuerdas? Yo me quedé pensando… ¿Quién era Laura Mantilla? La que no tenía velo, tenía un pelo hermoso. Nos ponía ejercicios de matemáticas y luego se sentaba a peinarse el resto de la clase.

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