Memorias: Olor a fresa

por Reina María Rodríguez

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus muchos libros destacan: “Para un cordero blanco” (1984), “En la arena de Padua” (1992), “Páramos” (1995), “Te daré de comer como a los pájaros” (2000), “Variedades de Galiano”(2007), “Otras mitologías” (2012). El volumen “La caja de Bagdad” (Letras cubanas, 2017) agrupa tres de sus libros de prosa y ensayo. Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Condujo en la Habana, por más de 15 años, el espacio de promoción literaria “Torre de Letras”.

Actualmente, Reina María Rodríguez escribe sus Memorias, de las cuales presentamos en este número de LL Journal, dedicado a los afectos, la Conectividad y las poéticas del contagio, un adelanto de Do Mi La, primer tomo que, junto a Do Si La y Mi sostenido, conformarán una trilogía autobiográfica.

 

“Los pensamientos sabios son como la fruta escarchada en un pastel de Navidad”.

U.U.

I

Pasa un vendedor de colonia “de afuera”. Los pacientes salen a comprarla y allí mismo, en la sala de espera, destapan los pomos, y la untan sobre sus cuerpos para quitarse de encima, el sudor. El olor, predominante ahora, inunda el local donde no hay cupo para más pacientes ni para más olores.

El vendedor traía cuarenta frascos, y ya no le quedan –dice–. El que está a mi lado se restriega, y se restriega. La señora completamente jorobada de la fila delantera a la mía se encorva aún más, para echárselo en los pies. El médico que algún momento tuvo bonita sonrisa –pero ya no–, lo derrama sobre su larga bata que dejó de ser blanca hace años para convertirse en hueso. El de al lado de mi asiento, moja también con gotas de fresa el periódico Granma que abrió, pero que no lee. Las letras de tinta negra se corren y descorren con un tono aguado entre grisáceas noticias.

Todos se quejan de que el olor no se siente, no llega, no es suficientemente dulzón. Se pasan el aroma por las coyunturas, por los pelos de los brazos que crecen desmedidos bajo mangas a cuadros. Se peinan con él, desenredándose con premura o lentitud. No he dicho que en esta sala se tratan enfermos mentales y que, por eso, tal vez, la fresa los calma. La luz centellea en los cristales con barrotes de las ventanas que dan a la calle Lealtad –faltaría que colindara con la calle Esperanza–, pero eso no está al doblar de la esquina como quisiéramos.

La tapa de un frasco se ha caído y rueda hasta mis pies. La recojo con pereza, y observo como si el peso del mundo rodara con ella, como si necesitara hacer un esfuerzo para levantarla, aunque no pese nada. El piso es viejo y sobresalen algunas flores fresas. No sé si porque el color se convirtió en ellas, con ese mimetismo que conlleva convertirse siempre (las personas y los objetos) en lo que no se es.

El piso está rajado en la mitad de la habitación donde están las hileras de asientos que ocultan un bajío, y allí se hunden las botas de la antigua milicia de un señor que no tiene cordones puestos y donde, por fin, la tapa rodante se detiene. Solo en unas horas de lenta espera, he vivido la borrachera del olor del que siempre está ebrio, y la paranoia del que siempre es perseguido aquí.

 

II

     El coro de las doctoras con sus vestidos de salir mal planchados sobre blancas butacas plásticas, y las joyas también plásticas en sus cuellos y orejas, me espanta, como me espantaron siempre las normalidades, y los veredictos. Las veo como rehiletes contra un viento de ocasión, punzantes en sus comentarios, detentando la verdad de una normalidad inexistente y provocando la enfermedad en cualquier desliz de mi mirada. Hablo con miedo: les temo:

–¿Fue medicada alguna vez? -pregunta una que lleva talco en las orejas-.

–Nunca tomé pastillas de ninguna índole, respondo, pero tiemblo.

Hace muchos años que estuve en una consulta similar, entonces era adolescente. Purgué allí el precio por la diferencia y una parte de todos mis terrores de entonces. No podía tener más: dormía agarrada a las manos de mi madre, con tres vasitos de agua debajo de la cama para no soñar, o con una escoba puesta hacia los pies para espantar a los espíritus. A veces no podía cruzar un sueño o una calle, temblaba y empezaba a llorar. No veía la realidad. Pero ¿acaso la he visto alguna vez luego? “Todo lo demás no era más que una historia de miedos.”

El doctor Vega y la doctora Asquí, me atendieron en el hospital “Aballí”. Esto vino después de la muerte de mi padre, antes de cumplir quince años. Era entonces una muchacha llena de terror a la que le sudaban las manos y le dolía el pecho. “Micro-infartos” los llamaba, por ellos acudía a cardiología constantemente. Y porque “seguimos viviendo con el miedo” –aseguraba, ella–. Aunque ya no me apriete el pecho, ni me eche aquel perfume callejero. Nos untamos, alternativamente, los olores del miedo con los que asustamos a los otros.

Ahora sé, que “lo único que cambia es el olor. Antes olía a chica joven, y ahora a mujer madura”, a vieja –gritó–.

 

III

         A los treinta años estaba embarazada de un muchacho mucho más joven que yo, pero que ahora está muerto. Salimos huyendo en un tren hacia el oriente del país –porque estaba casado–. Había dejado por mí a la mujer de aquella canción famosa. Tocaba su guitarra sentado en el inodoro, desnudo. De todas mis historias, ésta es la que siempre oculto. Me gustaba mucho, creo que también lo amé, si amar significa aquel vértigo que solo sentía con él. Yo estaba todo el tiempo mareada, sin tomar ninguna bebida alcohólica.

Pero yo “no tenía mundo”–dijo–, cuando nos fuimos a vivir al hotel “Habana libre”. En mi casa dije que me iba para estudiar, aunque, en verdad, solo lo estudiaría a él. Lo que pretendía poner en palabras, lo marcaba con los dedos al rozarme como un largo arpegio que no lograba sostener con su delgadez. Y quedé embarazada. Aquella vez, por primera y última vez, “farandulera” me llamé a mí misma.

Tuve que recurrir después, a las consultas del doctor Juan Carlos Volnovich, psicoanalista argentino. A esta consulta asistían también, Ángel Escobar y Raúl Hernández Novas, dos poetas que, como ya dije, se suicidaron. De alguna manera mediocre salí invicta del embarazo perdido, y un día decidí no volver con el sicoanalista ni con el joven músico. Fue cuando supe que aquella muñequita ensangrentada bajo la línea del tren de Marianao, donde viví de niña, era un feto.

Había perdido otro embarazo entre mis dos primeros hijos. A causa de un procedimiento en el hospital, el zigoto se desprendió. Ni con reposo absoluto lograría retenerlo –dijo el médico–. Fue una difícil decisión. La muñequita ensangrentada era un feto en mi conciencia. Corrí bajo la línea a rescatarla cuando solo tenía tres años y estuve –según dijo mi madre cuando se lo conté a los treinta–, varios días con fiebre muy alta.

Es la misma fiebre que me acompaña cuando presento un libro, o cuando tengo un hijo: todos son partos. Pero la muñequita de la línea del tren, que no era real –porque “el crimen era irreal. Todo era irreal”–, se quedó allí, detenida entre paños debajo de un tren que no pasaba ya, petrificada entre otros embriones de mi mente. Desde entonces supe: “como el miedo borroso hasta para ella, la había empezado a consumir, y como había aprendido a ocultarlo con palabras”. (D.U.)

Pero las palabras, que conformaban una pared entre el miedo y ella, se estaban derrumbando. El asunto no era de fetos o de muñecas ensangrentadas –aunque escribiera luego de ello en El libro de las muñecas. Era “matar a las muñecas”, porque de eso se trata cuando la situación se hace más tensa con la pérdida de la juventud y de los deseos y uno no tiene ya cómo protegerse de lo que ve. Sólo entonces “podrá escribir el fin de su terror, trasladarlo al papel desde su cuerpo y su mente.” Y liberarse de todo lo que la aprisiona cada día.

Por eso, durante el último viaje a La Habana, estuvo sentada en aquella consulta esperando respuestas; valorando todo esto del “equilibrio” y de la “normalidad” contra el que siempre había luchado. Porque, “el pasado es nuestra “instalación” –decía ella. Un pasado que se le caía encima, desbordándosele. La consulta, más que en un terreno específico, quedaba afuera. La calle se había convertido en otra sala de espera donde todo era “como si estuviera vivo”, pero no lo estaba. Las personas hablaban solas, parloteaban: no podían ser más patéticas, no podían estar más destruidas, por dentro y por fuera.

Aunque los pregones trataban de confundirnos, entre el canto de un amolador tocando una armónica oxidada mientras afilaba unas tijeras, el diálogo a gritos entre el panadero y el heladero –que se oía como una provocación contra el hambre y el calor–, y el anuncio de un colchonero: “estiro bastidores… cama de niños y de mayores”, ella, que cada vez era más yo, desde el pequeño cuarto se volteaba una y otra vez. Buscaba cómo acomodarse en el hueco del colchón, entre las púas que la presionaban, sin poder quitarse aquellos aullidos de la cabeza, fueran locura o no, en medio del vacío que provocaba la noche.

Sabía que era muy peligroso asomarse a las ventanas –también a las ventanas de los textos–, y mirar a través de ellas: los ladrillos, los gemidos, la propia conciencia y la basura, podían caer en cualquier momento, y sepultarnos.

– “¿Y toda esta desgracia? ¿Quién pagará por ella?”

– “¿Y a usted qué le importa?”

– “¿Entonces quién recordará?”

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