Resumen
En el año 1905, fecha en que se celebra el tercer centenario del Quijote, Rubén Darío publica en Madrid sus Cantos de Vida y Esperanza, poemas de reflexión sobre la hispanidad y la latinidad que circulaban desde 1898. La “Letanía a Nuestro Señor Don Quijote”, una de las piezas clave del libro, moviliza un elenco de lugares comunes de la recepción romántica del Quijote, pero resignifica los atributos dirigiéndolos hacia una intervención crítica sobre la crisis del mundo hispánico. El Quijote de la “Letanía” se construye como símbolo de la moderna hispanidad; en este sentido, amplifica la apropiación modernista del personaje cervantino presentada por Darío en un cuento anterior, “D.Q.”, de 1898. Este artículo se propone subrayar y comentar las apropiaciones darianas del personaje cervantino, que tienen un papel destacado en la recepción histórica del Quijote de Cervantes.
Palabras Clave
Apropiaciones del Quijote, Rubén Darío, “Letanía de Nuestro Señor Don Quijote”, Modernismo hispanoamericano, Miguel de Cervantes.
Abstract
By 1905, the year that celebrated the third centenary of Cervantes’ Don Quijote, Rubén Darío had published in Madrid his Cantos de Vida y Esperanza, a book of poems that reflect on Hispanity and Latinity which had already been circulating in the late 1890s. One of the key poems in the book, “Letanía a Nuestro Señor Don Quijote”, deals with a series of commonplaces of the Romantic reception of the Quijote integrating them into a critical intervention that the author articulates on the crisis of the Hispanic world and thus re-signifying them. In this poem, Quijote isconstructed as a symbol of Modern Hispanity, amplifying the Modernist appropriation of Cervantes’ character, which Darío had presented in 1898 in an earlier short story, entitled “D.Q.”. This paper aims at highlighting and discussing Darío’s appropriations of the Quijote, which have had an important role in the historical reception of Cervantes’ master work.
Keywords
Un caballero andante está hecho para andar y, en este punto, pese a las muchas interpretaciones de que ha sido objeto el Quijote, no parece caber duda. En el capítulo XIII del primer libro, luego de historiar la institución de la caballería andante, la voz del personaje cervantino enuncia claramente la idea:
Esto, pues, señores, es ser caballero andante […]; yo, aunque pecador, he hecho profesión […]. Y así, me voy por estas soledades y despoblados buscando las aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo y mi persona a la más peligrosa que la suerte me deparare, en ayuda de los flacos y menesterosos (Cervantes 183).
La movilidad del caballero es el eje principal de la narrativa de Cervantes; los sucesos narrados dependen siempre de su presencia o de la noticia de sus andanzas, y el origen de la variedad de situaciones, paisajes, encuentros, caracteres, diálogos, registros de habla, puntos de vista, acciones y hasta estilos y géneros de que se compone la novela, lo podemos encontrar seguramente en el momento en que el hidalgo resuelve ponerse en marcha. Se ha dicho en este sentido que la narración del Quijote no es sobre el personaje, sino que, en cambio, el personaje es el dispositivo narrativo que posibilita la narración.
Sin embargo, a semejanza de lo que hacían los discretos cortesanos de la segunda parte de la novela, la historia de la recepción del Quijote está llena de trampas destinadas a mantener cautivo al caballero andante. Particularmente en todo el siglo XIX, la revolución romántica dio paso a las más radicales resignificaciones subjetivas de los textos de la tradición, y en este sentido son perfectamente elocuentes las palabras de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida:
¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no quiso poner allí [en el Quijote] y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos (180).
Este artículo pretende comentar un caso particular: la recepción y la apropiación del Quijote en la escritura de los modernistas hispanoamericanos, con atención casi exclusiva a dos textos de Rubén Darío (1867-1916). El primero es un cuento menos conocido, llamado “D.Q.” (las iniciales de Don Quijote); el segundo, su célebre poema “Letanía a Nuestro Señor Don Quijote”. En ambos textos, el poeta moviliza un elenco de lugares comunes de la recepción romántica del Quijote, especialmente los que privilegian una interpretación trágica o grave del personaje de Cervantes. Según las palabras de Arturo Marasso:
El romanticismo se encontró a sí mismo en el Quijote. El héroe ascendió a una jerarquía insospechada. Se convirtió en un mito sagrado. El caballero de la Triste Figura se volvió triste, y en los horizontes de la humanidad o de nuestro pensamiento, el héroe de La Mancha, se animó como genio guiador, como aspiración incontenida; fue proyección luminosa y melancólica de la siempre vencida y siempre renaciente esperanza (Marasso 274).
Al mismo tiempo, Darío resignifica los atributos reunidos, dirigiéndolos hacia una intervención crítica en las discusiones sobre la crisis del mundo hispánico en la modernidad. El objetivo del artículo es subrayar y comentar el modo de apropiación del personaje cervantino, que tiene un papel importante en los empeños del lenguaje modernista hacia lo simbólico y lo musical. Finalmente, el artículo dirige la discusión de las apropiaciones darianas hacia un acercamiento a la novela de Cervantes y a cuestiones relativas a su recepción hasta hoy.
Cervantes en Darío
En el cuarto capítulo de su autobiografía, Rubén Darío nombra los primeros libros que dice haber leído cuando niño; el Quijote encabeza la lista, que incluye también obras de Moratín, las Mil y Una Noches, la Biblia, los Oficios de Cicerón, una novela de Madame de Stäel, un tomo de comedias clásicas españolas y otros libros. “Extraña y ardua mezcla de cosas para la cabeza de un niño”, escribe Darío (La vida IV) a continuación, antes subrayando la variedad del conjunto de sus primeras lecturas que el extraño hecho de que una pequeña biblioteca doméstica formada al azar le haya resultado tan provechosamente ordenada y criteriosa, como si estuviera hecha para legitimar, algunas décadas más adelante, los rumbos de su actuación decisiva en la modernización de las letras castellanas.
Es sabido que el joven Darío, mientras trabajaba en la Biblioteca Nacional de Managua, encontró la deseada oportunidad de ser un desocupado lector de las letras castellanas, a través de las ediciones de la Biblioteca Rivadeneyra. Entre los primeros poemas de Darío, se encuentra uno titulado “La poesía castellana”, con fecha de 1882, en el que no sólo nombra en orden cronológico a los principales poetas hispánicos, sino que además les imita el estilo, en clara exhibición de conocimiento y virtuosismo técnico. El recurso frecuente a la tradición castellana no debe leerse como obsesión individual del poeta nicaragüense, sino como respuesta a menudo anticipada a las censuras castizas, que constituían el principal operador del conservadurismo en las literaturas hispánicas de ambas orillas del Atlántico. Así es que Darío, más allá de las preferencias personales – puesto que las tenía y eran muchas –, nombraba a menudo como maestro y modelo a Cervantes, el príncipe de los ingenios y gloria mayor de las letras castellanas, aunque en realidad le haya dedicado no muchas páginas en su vasta obra.
“D.Q.”
Algunas de esas páginas son las que forman el pequeño cuento “D.Q”. Según Jorge Eduardo Arellano, en cuyo libro Rubén Darío: Don Quijote no puede ni debe morir se encuentra una transcripción del texto, el cuento de Darío se publicó en un almanaque de Buenos Aires en 1898 (Almanaque Peuser para el año 1899, Buenos Aires, Peuser, p. 57-58), o sea, el año del llamado desastre español. La acción del cuento tiene lugar en Santiago de Cuba, en los últimos momentos de la guerra Hispano-Estadounidense. El narrador es un soldado de las fuerzas hispanas, y su narración de la derrota se concentra en el caso particular de un misterioso abanderado español cuyo nombre nadie conoce.
El abanderado lleva en la ropa la inscripción “D.Q.”. En un primer momento, la caracterización del misterioso personaje es vaga y nebulosa como la de los héroes del teatro simbolista europeo. Era un tipo melancólico, contemplativo y triste, cristiano, caritativo, soñador y profundamente bueno. Luego se dice que era manchego; que no comía nunca, que cantaba versos por la noche, y que usaba una coraza vieja bajo el uniforme. Al narrador le parece que “tendría como cincuenta años, mas también podía haber tenido trescientos” (Darío in Arellano 36). El lector no tarda en descubrir, por esas señales, que el abanderado es Don Quijote, o una sombra de Don Quijote que lleva la bandera española. En este momento, el personaje, sin acciones y de rasgos a penas bosquejados en el cuento, adquiere de prestado toda su profundidad.
El tono disfórico de la narración anuncia el desenlace de la guerra, que además el lector ya conoce. Pero el único acto del abanderado, al fin del relato, es sorprendente. Tras la aceptación de la derrota, los soldados empiezan a entregar las armas:
Unos soldados juraban; otros palidecían, con los ojos húmedos de lágrimas, estallando de indignación y de vergüenza. Y la bandera… Cuando llegó el momento de la bandera, se vio una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una inesperada maravilla. Aquel hombre extraño, que miraba tan profundamente con una mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarle, fuese paso a paso al abismo y se arrojó en él. Todavía de lo negro del precipicio, devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura (Darío in Arellano 38).
Darío, al difundir en periódicos del 98 su relato de un Quijote suicida, quiere participar de la internacional conmoción hispana con una fábula fuerte, una alegoría del desastre protagonizada por el héroe, acá empleado como representante de todo un conjunto de ideales vencidos. Esto quizás explique el uso no más que simbólico que el narrador hace del personaje cervantino, de quien se podría esperar, en cambio, que peleara o discursara ante el capitán enemigo. Darío se detiene, sin embargo, en la descripción y nunca muestra al lector el personaje en movimiento, a no ser en su desesperado gesto final.
Letanía de Nuestro Señor Don Quijote
Entre 1898 y 1905, año en el que se celebraría el tercer centenario del Quijote, Darío escribe los poemas de su libro Cantos de Vida y Esperanza, publicado en Madrid en 1905. El libro trata la situación de España post 98, criticando la anquilosis (metáfora que se usaba para la parálisis de la poesía y de la cultura) y el casticismo provinciano. Propone el rescate del sentimiento nacional por medio de la glorificación de la hispanidad y de la latinidad, y la lucha contra el avance de los norteamericanos, caracterizados como brutos anglosajones protestantes. El libro se divide en tres secciones. La primera son los propios “Cantos de vida y esperanza” – himnos optimistas, grandilocuentes, cantados por un poeta vate, celebrando la deseada unión de los pueblos hispanos y latinos. La segunda se titula “Los cisnes”, una secuencia de meditaciones líricas y dialógicas sobre el momento actual. La última se llama “Otros poemas”, una reunión de dispersos, con predominio de metros cortos, lirismo, reflexión melancólica, oponiendo a la luminosidad de los “cantos” un contrapunto “nocturno”. En esta última se publica la letanía a Don Quijote.
El poema se presenta en un género frecuente de la poesía de la segunda mitad del siglo XIX: la letanía dirigida a figuras profanas, como el mismo Darío ya había hecho en su “Responso a Verlaine” y en otros poemas. Pero Darío trata de convertir al personaje del lego príncipe de los ingenios en una especie de santo padre de los ingenuos, lo que, desde su perspectiva romántica y católica, representa una elevación. Transcribo el poema y quisiera subrayar la evidente acumulación de frases nominales, en las cuales Darío va insertando los atributos.
Rey de los hidalgos, señor de los tristes,
que de fuerza alientas y de ensueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión;
que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón.
Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias,
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad…
Caballero errante de los caballeros,
barón de varones, príncipe de fieros,
par entre los pares, maestro, ¡salud!
¡Salud, porque juzgo que hoy muy poca tienes,
entre los aplausos o entre los desdenes,
y entre las coronas y los parabienes
y las tonterías de la multitud!
¡Tú, para quien pocas fueron las victorias
antiguas, y para quien clásicas glorias
serían apenas de ley y razón,
soportas elogios, memorias, discursos,
resistes certámenes, tarjetas, concursos,
y, teniendo a Orfeo, tienes a orfeón!
Escucha, divino Rolando del sueño,
a un enamorado de tu Clavileño,
y cuyo Pegaso relincha hacia ti;
escucha los versos de estas letanías,
hechas con las cosas de todos los días
y con otras que en lo misterioso vi.
¡Ruega por nosotros, hambrientos de vida,
con el alma a tientas, con la fe perdida,
llenos de congojas y faltos de sol;
por advenedizas almas de manga ancha,
que ridiculizan el ser de la Mancha,
el ser generoso y el ser español!
¡Ruega por nosotros, que necesitamos
las mágicas rosas, los sublimes ramos
de laurel! Pro nobis ora, gran señor.
(Tiemblan las florestas de laurel del mundo,
y antes que tu hermano vago, Segismundo,
el pálido Hámlet te ofrece una flor.)
Ruega generoso, piadoso, orgulloso;
ruega, casto, puro, celeste, animoso;
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote,
sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote,
sin pies y sin alas, sin Sancho y sin Dios.
De tantas tristezas, de dolores tantos,
de los superhombres de Nietzsche, de cantos
áfonos, recetas que firma un doctor,
de las epidemias de horribles blasfemias
de las Academias,
¡líbranos, señor!
De rudos malsines,
falsos paladines,
y espíritus finos y blandos y ruines,
del hampa que sacia
su canallocracia
con burlar la gloria, la vida, el honor,
del puñal con gracia,
¡líbranos, señor!
Noble peregrino de los peregrinos,
que santificaste todos los caminos
con el paso augusto de tu heroicidad,
contra las certezas, contra las conciencias
y contra las leyes y contra las ciencias,
contra la mentira, contra la verdad…
¡Ora por nosotros, señor de los tristes,
que de fuerza alientas y de sueños vistes,
coronado de áureo yelmo de ilusión;
que nadie ha podido vencer todavía,
por la adarga al brazo, toda fantasía,
y la lanza en ristre, toda corazón!
(Darío Poesías completas 685-686)
En Darío y otros modernistas, la acumulación de atributos es un poderoso disparador de la armonía figurativa, pues aparta el discurso de la linealidad prosaica y resalta el cuerpo sonoro del lenguaje. Pero sirve sobre todo, en este caso, para caracterizar el género. En su origen la “letanía” es una enumeración de nombres y atributos de la Virgen María. Aún así el poeta rompe la cadena insertando verbos en oraciones subordinadas (“que de fuerzas alientas y de ensueños vives”) o amarrando los vocativos con una interjección (“¡salud!”) que los justifica sintácticamente. Con este tipo de recurso y, principalmente, con la variedad divertida de los atributos (en los que cabe hablar de Orfeo, Segismundo, Hamlet, Nietzsche, paladinos, peregrinos, hampas, academias etc.), el Quijote de la letanía se construye como símbolo vibrante dentro de la problemática de su tiempo, y en este sentido la inmovilidad del ser celebrado supone la movilidad de la lectura del libro en que vive, reclamada en estas palabras por el poeta Amado Nervo y fingidamente antes por el Pierre Menard de Borges:
Cuando un autor se vuelve clásico consagrado, cuando entra con pie firme en la inmortalidad, ya nadie se ocupa de leerlo… Todo el mundo sabe que escribió tal o cual libro «imperecedero», y como el tal libro es imperecedero, se le deja en los estantes de las bibliotecas dormir el tedioso sueño de la eternidad… (Nervo 140).
El Quijote – me dijo Menard – fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor (Borges 537).
En su planteamiento simbólico de una presencia viva del Quijote en la modernidad, la letanía de Darío mantiene alguna distancia en relación a otros modos modernos de apropiación. Julio Herrera y Reissig (135) escribiría en estos versos de “La torre de las esfinges” (1910): “Adarga en ristre, el sonámbulo / molino metaforiza / un Don Quijote en la liza / encabalgado y sonámbulo…”. La voz alucinada del poema, que en otros versos declara que “las cosas se hacen facsímiles / de mis alucinaciones” (140), incluye la imagen icónica de los molinos de viento en su listado de sorpresas, pero, al confundir en la imaginación las figuras del molino y del caballero (el molino lleva la adarga en ristre), las funde en el discurso, grabando con la vieja imagen una nueva efigie (el molino-Quijote), sencilla y potente como un crucifijo. En cuatro versos cortos el molino sopla al Quijote y a sí mismo para dentro del largo poema, pero la carga simbólica de la operación depende enteramente de una lectura activa, de la memoria y la inteligencia del lector.
En la letanía y otros poemas de Darío, sin embargo, se observa que el presente hispano es representado como omnipresencia de pasado y sed de porvenir; el acto principal de sus obras es el acto enunciativo, el continuo cantar, que se encarna en los contornos voluptuosos de la sintaxis, en la violencia de las elipsis, en la viveza de las descripciones y en la plétora rítmica de ecos y asonancias. Elocuencia sin parloteo: Darío ambiciona “lograr no escribir como los papagayos hablan, sino hablar como las águilas callan” (Darío in Silva Castro 170). Escribe en otro poema que “En el país de las alegorías / Salomé siempre danza, / ante el tiarado Herodes, / eternamente […]” (Poesías completas 673). La patria poética reclamada por Darío no es Nicaragua, ni América, ni España: es ese país de las alegorías, en el que los símbolos son eternos y siempre iguales a sí mismos. No es sino en la dinámica de las formas que las alegorías bailan y la tradición anda. Su Quijote desnarrativizado, que ya no anda porque siempre anda, es como la Salomé que siempre danza: Darío lo saca del mito y lo graba como símbolo en su poema, llenándolo con los sentidos que circulan en los textos de Juan Valera, Menéndez y Pelayo, Unamuno, Azorín y otros, y que el poeta capta, amplifica y retransmite por medio de lo que podríamos llamar el “wifi” de su tiempo. Claro, Darío no es filólogo, es poeta: no quiere oír al Quijote, quiere hablar.
Discusión
En un ensayo notable sobre la recepción del Quijote en el siglo XIX español, Luiz Costa Lima acusa al nacionalismo romántico de haber tratado de inmovilizar la creación ficcional de Cervantes en nombre de un proyecto conservador que, en última instancia, pondría en riesgo no sólo el interés de la obra sino el estatuto mismo del moderno concepto de ficción. La interpretación nacionalista llevada a término en España derivaba en gran medida de los planteamientos de los románticos e idealistas alemanes, para quiénes, como se sabe, lo paródico y lo cómico en Cervantes no eran sino la cáscara de una esencia hondamente nacional y trágica del texto. En manos de lectores como Valera y Menéndez y Pelayo, el Quijote se iba convirtiendo en una síntesis depuradora del género caballeresco, y, según Costa Lima (38), “la preocupación del romanticismo conservador en caracterizar las literaturas nacionales como organismos fundados en rasgos constantes, por ellas revelados, terminaba por impedir el entendimiento del propio discurso ficcional” (traducción nuestra). Si pensamos el Quijote como resultado último de lo nacional, dice Costa Lima, negamos su proyecto crítico y su papel fundamental en la fundación del entendimiento moderno de la literatura como ficción, es decir, como articulación verbal que no se permite juzgar con el criterio de la verdad (“contra la mentira, contra la verdad”). En otras palabras: dejemos que ande el Quijote en la ficción cervantina, y nos podremos medir en nuestra realidad con las figuraciones de sus actos; en cambio, si logramos determinar su movilidad como simple sombra de lo real, destruimos al mismo tiempo su espacio ficcional, que es insustituible.
Quisiera esbozar un argumento semejante para concluir este artículo, hablando no de lo ficcional en el Quijote, sino de lo narrativo. Según plantea José Juan Saer, el mito de Don Quijote no debe suplantar el texto del Quijote:
La novela es infinitamente más rica que los arquetipos que segrega: el dúo Don Quijote-Sancho es groseramente contrastado en el mito, pero sutilmente matizado en el texto; el mito, con la supuesta claridad de sus figuras, es imprudentemente afirmativo, en tanto que el texto, en su enmarañada minucia, suscita, al mismo tiempo que la imprescindible exaltación, dudas e interrogaciones; a diferencia del libro, el mito, que creemos conocer de una vez y para siempre, nos dispensa de la reflexión y de la relectura. El mito es simplista y edificante; la novela compleja, y al mismo tiempo compasiva y cruel (Saer 82).
Pensar la recepción histórica del Quijote en sus distintos momentos no implica alejarse del texto de Cervantes, sino acercarse a su presente materialidad histórica por medio de las formaciones discursivas que lo constituyen como objeto activo en nuestro tiempo, es decir, por medio de las capas de interpretación que transformaron y siguen transformando la significación y los sentidos del texto hasta nuestros días. En el tiempo de Darío y los modernistas, Rimbaud escribía que era necesario ser absolutamente moderno siempre; se puede decir que este intento fue el que norteó a Darío, según su manera, en su apropiación de la figura del Quijote. El Quijote suicida de “D.Q.” puede haber sido nada más que una pesadilla olvidable del esplín hispánico decimonónico, pero el santo de la “Letanía” se presenta fijo no como cautivo, sino como estrella. Hoy día, ante el discurso del agotamiento del proyecto moderno, y ante los reclamos por un updating automático de lo que fue narrativo y simbólico hacia el interior de la lógica de la reproducción y de la información, el vértigo postmoderno plantea un Quijote sin historia, bajo el imperativo de la inevitabilidad de los procesos económicos. ¿A qué clase de nigromantes servirá hoy un Don Quijote inmóvil?
Bibliografía
ARELLANO, Jorge Eduardo. Rubén Darío: Don Quijote no puede ni debe morir (páginas cervantinas). Madrid: Iberoamericana, 2005.
BORGES, Jorge Luis. “Pierre Menard, autor del Quijote”. En Obras completas, vol. I. 3 ed. Buenos Aires: Emecé, 2008.
CERVANTES, Miguel de (2000) El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha I. Ed. J.J. Allen. Madrid: Cátedra, 2000.
COSTA LIMA, Luiz. “Espaço ficcional e recepção do «Quijote» no século XIX espanhol”. Revista Colóquio/Letras (Fundação Calouste Gulbenkian). N. 92, jul. 1986, p. 28-41.
SILVA CASTRO, Raúl. Obras desconocidas de Rubén Darío. Santiago de Chile: Prensas de la Universidad de Chile, 1934.
DARÍO, Rubén. La vida de Rubén Darío escrita por él mismo. Barcelona: Maucci, 1915.
DARÍO, Rubén. Poesías completas. Ed. A. Méndez Plancarte y A. Oliver Belmás. 11.ed. Madrid: Aguilar, 1968.
HERRERA Y REISSIG, Julio. Poesías completas y páginas en prosa. Ed. R. Bula Piriz. Madrid: Aguilar, 1961.
MARASSO, Arturo. Rubén Darío y su creación poética. Ed. aumentada. Buenos Aires: Biblioteca Nueva, 1941.
NERVO, Amado (1922) “El Centenario de la muerte de Cervantes”. En Ensayos. Madrid, Biblioteca Nueva.
SAER, Juan José. “Nuevas deudas con el Quijote”. In Trabajos. Buenos Aires: Seix Barral, 2005, p. 79-82.
UNAMUNO, Miguel de. Del sentimiento trágico de la vida. Madrid: Espasa-Calpe, 1985.