Azucena García Gutierrez y Pierina Pighi
The Graduate Center, CUNY
“Es fundamental pensar el conflicto colombiano desde una dimensión sociolingüística, porque en Colombia la lengua y el poder han estado sólidamente imbricados y ese poder ha sido arrasador y excluyente”
José del Valle, profesor del programa de doctorado en Culturas Latinoamericanas, Ibéricas y Latinas en el Graduate Center, City University of New York (CUNY), y Carolina Chaves O’Flynn, profesora asistente en Queensborough Community College, City University of New York (CUNY), editaron en 2023 el número especial “Glotopolítica y memorialización lingüística” para Thesaurus, la revista digital del Instituto Caro y Cuervo (Colombia). La edición incluye el artículo “Disciplinar el pasado: prácticas de memorialización lingüística en Colombia”, de Chaves O’Flynn, en el que la autora analiza ciertas formas de disciplinamiento de la memoria en Colombia, qué abusos encubren y a quiénes silencian. El LL Journal la entrevistó sobre estos temas y otros aspectos de las relaciones entre la lengua y el poder y cómo la glotopolítica y la sociedad civil pueden desentrañarlas.
Considerando tu amplia trayectoria como investigadora en el campo de la lexicografía y el análisis del discurso, y ahora la memorialización lingüística, ¿podrías ponernos en contexto con respecto a la mirada glotopolítica en la que te enfocas en tu investigación? ¿A qué te refieres con glotopolítica y cómo se encuentra ligada a tu campo de estudio?
Cuando hablo de glotopolítica me refiero, como lo comento en el artículo, a una lectura contrahegemónica de los discursos o representaciones simbólicas que se hacen de la lengua, es decir, que entiendo la glotopolítica como una lente interpretativa que revisa las ideas que circulan sobre la lengua y que, por su inscripción en determinados procesos históricos, cobran necesariamente una dimensión política. Eso implica comprender que las ideas que se tienen sobre la lengua están contextualizadas y, en ese sentido, responden a unas pulsiones políticas específicas, según el momento y el espacio particular en el que emergen. De modo que hablamos también de ideas sobre la lengua que forman parte de la contienda por el poder y, por lo mismo, llevan cargas ideológicas que dan cuenta de los recursos materiales que están en juego.
Dicho esto, la glotopolítica me ha permitido desentrañar aspectos de la realidad social colombiana que, aunque me resultaban claramente visibles y desgarradores, no acababa de comprender del todo porque no había reparado en los juegos de poder que estaban asociados a las ideas sobre la lengua en Colombia. Así, tras reconocer el profundo carácter político de las prácticas lingüísticas en Colombia, me encontré, por ejemplo, con una lexicografía crítica que leía los diccionarios como discursos ideologizados y atendía a las repercusiones sociales que suponía la fetichización de estos objetos culturales. Me encontré también con ideas sobre la lengua en Colombia, agudamente violentas y fosilizadas, y vigorosamente controladas por la tradición conservadora nacional, que no solo han ido dejando por fuera de la cronología nacional muchas otras memorias populares, sino que además se empeñan en encubrir y negar el ideario tiránico de quienes se encumbraron como protagonistas de la historia nacional. Por todo eso la glotopolítica va ligada a mis inquietudes académicas como un horizonte teórico que me permite comprender las complejidades de la inseparabilidad ineludible entre lengua y poder.
¿De qué impulsos/intereses/poderes políticos depende que unas instituciones, actos, monumentos, fechas se establezcan como lugares de memoria y otros no, o que se establezcan unas memorias y otras no?
En principio, un “lugar de memoria”, de acuerdo con Pierre Nora, puede ser cualquier espacio físico o simbólico que encierre las memorias colectivas de un grupo social. Por eso puede tratarse de monumentos, museos, efemérides, ritos u objetos materiales, que resulten relevantes para la identidad colectiva de una comunidad. Pero la memoria puede ser también, muchas veces, un campo de interpretación hegemonizado por fuerzas políticas que proyectan una versión específica y sesgada de los acontecimientos históricos vinculados a ese lugar u objeto. Para que unas memorias se impongan sobre otras, o se establezcan como formas culturalmente aceptadas de contemplar el pasado, los relatores de las memorias se valen de instituciones, aparentemente neutrales, que encubren el autoritarismo y la exclusión que encarnan sus versiones unidimensionales de la historia. En otras palabras, que se admitan unas únicas lecturas de la historia y se las inculque socialmente depende de los alcances en el disciplinamiento mental que consigan las instituciones que las resguardan. Que aparezcan otras memorias depende esencialmente de la lectura crítica que se haga de esas cronologías específicas, de los supuestos héroes de cada relato y de las nuevas preguntas que se le formulen a esos lugares de memoria tan ideológicamente situados y petrificados.
¿Cuál es la importancia de los contramonumentos y cómo ayudan a cuestionar o redefinir las prácticas de memorialización lingüística de los grupos hegémonicos?
El “contramonumento”, como lo plantea Adrián Serna-Dimas, ya no es ese objeto entronizado y conmemorado, que recapitula obedientemente un mismo relato del pasado sino, por el contrario, una versión de ese objeto que desafía y contradice el relato aprendido. Por eso la estatua que es desplomada por la comunidad que se ha sentido victimizada por ese relato esculpido que se fosiliza y se vuelve incontestable ilustra muy acertadamente el concepto del “contramonumento”. Su importancia radica precisamente en que desjerarquiza el relato histórico hegemónico porque, ante la acusación de que tumbar la estatua constituye un acto vandálico o un gesto de ignorancia y desconocimiento de la historia, la respuesta es simple y contundente; y es que ese gesto del desplome es también un hecho histórico, sólo que resulta insólito y provocador para los grupos hegemónicos porque introduce una interpretación alternativa de la historia, y es justamente la de quienes fueron sustraídas del relato nacional.
En tu artículo mencionas la práctica de “desleer el disciplinamiento lingüístico como ejercicio de memoria”, ¿Cómo llevarla a cabo o en qué consiste ese proceso para ti?
Ese proceso consiste en leer críticamente los relatos tradicionales asociados a lo que entendemos como la historia del español. Se trata fundamentalmente de identificar el contexto y los subtextos que vertebran los discursos sobre lengua y los relatos conmemorativos asociados a la lengua, además de desmitificar a los pretendidos protagonistas de esos relatos, que usualmente pertenecen a la misma tradición política que los encumbra. Consiste en no dejar de formular la pregunta por el poder: ¿a quién beneficia y a quien perjudica determinado recuento histórico? ¿Qué recursos están en juego o en disputa en el relato que nos contaron? ¿Quién queda por fuera del relato? y, por si hiciera falta otra, ¿qué cosas o aspectos ideológicos de sus actores encubre la memoria registrada?
En tu artículo mencionas la paradoja que existe como parte del ejercicio memorialístico: la presencia del olvido. ¿Cómo se manifiesta este “olvido” en los lugares que enaltecen a personajes como Caro y Restrepo y su relación con los relatos o mitos históricos de Colombia que son parte de tu investigación?
El olvido se manifiesta en esos personajes como un encubrimiento de los gestos autoritarios que protagonizaron y que, si se recordaran con la misma asiduidad que recordamos sus discursos sobre lengua y patria, darían mucho más de qué hablar. Se olvida por ejemplo que Restrepo censuró la novela “La mala hora” de García Márquez desde el título mismo de la novela -se iba a llamar originalmente “Este pueblo de mierda”-, y lo hizo por pedido de los censores editoriales de la España franquista. Porque Restrepo fue un decidido defensor del franquismo, señalador de comunistas, y su proyecto corporativista estaba claramente alineado ideológicamente con el fascismo europeo. Y esto fue posible porque Restrepo era una figura de poder enormemente polivalente en Colombia. Estaba inserto en todo tipo de instituciones, tanto religiosas como educativas; además de sacerdote y director de la Academia Colombiana de la Lengua, fue rector de la Universidad Javeriana, fundador de la revista católica de esa misma institución, amigo de presidentes, colaborador por años del Instituto Caro y Cuervo, miembro de la Academia Colombiana de Historia y presidente honorario de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia.
¿A quiénes silencia o a quiénes “olvida” el mito de la Atenas sudamericana? ¿Qué queda de ese mito?
De ese mito queda mucho. Aún hoy se usa como slogan comercial de muchos productos o como lema de adulación de rasgos lingüísticos asociados a la cultura colombiana. Y claro, se emplea para la inferiorización cotidiana de quienes no se pliegan a la norma estándar. Es ante lo que se entiende como una incorrección idiomática que la gente se duele a diario, en la calle o en los medios, porque Bogotá ya no es la Atenas suramericana, según lo indica la desviación de la norma que despliegan sus habitantes de hoy. Ese mito pervive también en las críticas a la plasticidad gramatical de Francia Márquez, que habla de sus mayoras, de los nadies y las nadias. Y pervive rampantemente en la violenta negativa a escuchar o a interpelar a quienes no hablan usando las variedades privilegiadas; en el concentrarse en el cómo se dijo mientras se ignora por completo aquello que se dijo, porque se asocian las formas de hablar no privilegiadas con vacíos epistémicos, que desacreditan a los hablantes para la participación política y la equidad en el intercambio social.
Por cierto, una continuación en versión contemporánea de esa misma jerarquización racializada de los hablantes circula hoy en la idea de que en Colombia se habla “el mejor español del mundo”. Una percepción sin cimiento teórico que persigue el ideal mutilador de la homogeneidad lingüística y, ya no solo desdeña al resto de las variantes latinoamericanas, sino que además desdibuja la diversidad lingüística colombiana, privilegiando unas formas de hablar sobre otras, y reproduciendo el dogma absurdo y segregacionista de que existen variedades lingüísticas superiores a otras.
¿Para qué reflexionar sobre el pasado y los lugares de memoria de un país como Colombia a través de los lentes de la historiografía crítica?
Pues para mí es fundamental pensar el conflicto colombiano desde una dimensión sociolingüística, sencillamente porque en Colombia la lengua y el poder han estado siempre sólidamente imbricadas y ese poder ha sido, las más de las veces, arrasador y excluyente. Y es un poder que, aunque no parece manifestarse concretamente como violencia física, sí se materializa en otras formas de violencia más simbólicas que, no obstante, también repercuten en los cuerpos, doblegándolos y subyugándolos a un orden social que los jerarquiza según su forma de hablar. Por eso me parece trascendental indagar cómo participan las representaciones de la lengua en la configuración de esas violencias. Cuando la Comisión de la Verdad entregó el informe final del conflicto colombiano, el padre Francisco de Roux preguntó dónde estaba cada colombian@ cuando la guerra pasaba ante nuestros ojos: “No teníamos por qué acostumbrarnos a la ignominia de tanta violencia como si no fuera con nosotros” -decía-. Y supongo que yo veo en la reflexión por el pasado, y por los lugares de memoria asociados a la violencia lingüística en Colombia, una respuesta a esa pregunta. Respuesta que, aunque está bastante lejos de ser plenamente satisfactoria, porque no me encontraba en el campo de batalla, quiero pensar que sí se acerca a lo políticamente responsable.
¿Qué reacciones te encontraste con respecto a tu artículo? ¿Crees que ha cambiado en algo la percepción o la memoria en torno a personajes como Caro y Restrepo o en torno a otros personajes que pasan más desapercibidos que los conquistadores? ¿Qué se necesita para que cambie?
Aún no he recibido muchas reacciones al artículo, pero no me sorprendería que no sentara muy bien mi lectura de Restrepo. De Caro se ha dicho ya mucho y se ha vuelto ya un lugar común su autoritarismo, su catolicismo ultramontano y la mezquindad de su proyecto político, pero Restrepo es más cercano a nuestra realidad contemporánea y parece ser que es más difícil revisar y deconstruir las memorias inmaculadas que se asocian a su figura. Alguna vez tuve que aclarar que con mi lectura glotopolítica no planeaba dotar a Restrepo de una malignidad sin relieves, sino reparar en las formas en las que construía su autoridad política y lingüística. Con todo, creo que tras la lectura detenida de los proyectos civilizadores de estos personajes la percepción histórica que se tiene de ellos sí va cambiando. Pero hay personajes mucho más nefastos para los que nunca hay lugar en los debates públicos mas que para enaltecer sus aportes al humanismo colombiano. Me refiero a personajes como Laureano Gómez y Gilberto Alzate Avendaño, que ponen por cierto nombre a instituciones culturales auspiciadas por el gobierno colombiano. Y resulta que son personajes admiradores de nazis y fascistas que, por ejemplo, llevaron su antisemitismo hasta la planificación de la destrucción de negocios de comerciantes judíos intentando replicar en Colombia “La noche de los cristales rotos”, por los mismos días que ocurrió en Alemania. Y esos fueron nuestros presidentes, periodistas y académicos de la lengua del siglo XX. De modo que para que estos personajes sean leídos con todas sus aristas y se dé espacio a memorias más plurales, habría que volver la vista al pasado y pensarlos desde esas otras orillas desde las que no se permitió contar la historia.