ELLA GUACHINEA. CHOCOLATE Y LOS OBJETOS ABYECTOS DEL REGGAETÓN CUBANO

Justo Planas

The Graduate Center, CUNY

jplanascabreja@gradcenter.cuny.edu

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El reggaetón fue el protagonista silencioso de las batallas dentro del campo cultural cubano que suscitó el Decreto 349 a finales de 2018. Otras manifestaciones del arte, otros artistas, devinieron zonas de protesta ante esta figura legal que dicta ya el cumplimiento de la política cultural de la Revolución en el sector privado por medio de un cuerpo de inspectores; mientras que el reggaetón y en especial ciertos reggaetoneros ocuparon un lugar incómodo dentro de la polémica. Hubo indignados ante el arresto de la artista Tania Bruguera que probablemente no romperían lanzas por los reggaetoneros Osmani García o Chocolate, más bien al contrario. En esta lucha de espacios, donde el Estado cubano aspiraba a recuperar terreno perdido por medio de la ley y agentes que la hicieran cumplir, Tania Bruguera constituía un discurso opuesto al oficial pero reconocible, mientras que Chocolate era un abyecto.

Julia Kristeva, en su libro Poderes de la perversión, explica la diferencia entre ese objeto que se opone al yo, en este caso a la Revolución, pero que resulta fácilmente identificable, y lo abyecto. Mientras que el objeto cuestionador, al oponerse dígase al Estado cubano, lo equilibra, le sirve para demarcar entre “revolucionarios” y disidentes; lo abyecto es “radicalmente un excluido”, arrastra al Estado hacia un espacio donde no ya el sentido de Revolución sino la idea misma de nación cubana “se desploma” (Kristeva 8). No es de extrañar, entonces, que el discurso oficial haya organizado su defensa del Decreto 349 alrededor del rechazo ante “la música”, que genera “violencia con lenguaje sexista, vulgar, discriminatorio y obsceno” (Decreto No. 349/2018).

En su raíz, el Decreto 349 apela a repugnancias históricamente compartidas por élites cubanas dentro y fuera de la Isla. En 2012, por ejemplo, en una de las –en aquel tiempo– populares guerras de email, una estudiante de Historia del Arte en La Habana le escribía al reggaetonero Osmani García: “No quiero que me representes, no quiero que utilices el nombre de Cuba para que japoneses, italianos, ‘yumas’ muevan el cuerpo e imaginen que somos ignorantes” (Bernal Roque). Mientras, a principios de 2018, en la otra orilla política de lo cubano, en Miami, más de dos mil personas firmaron una petición en la plataforma Change.org para que el reggaetonero Chocolate fuera deportado de Estados Unidos por “poner a los cubanos que vivimos en Miami en una situación vergonzosa” (Deportar al reguetonero Chocolate).

El reggaetón, como todo abyecto, según Kristeva, genera molestia, malestar.

Hay en la abyección una de esas violentas y oscuras rebeliones del ser contra aquello que lo amenaza y que le parece venir de un afuera o de un adentro exorbitante, arrojado al lado de lo posible y de lo tolerable, de lo pensable (7).

Los reggaetoneros no son artistas sino “intrusos”, y así es como se les alude en el Decreto 349. El poder no logra entender su música, más bien la percibe como un ruido, una “contaminación sonora”, para utilizar las palabras del viceministro de cultura Fernando Rojas (Mesa Redonda Informativa). Los intelectuales al recorrer sus letras las encuentran “vacías”. El reggaetón es un abyecto: un espacio sin sentido y a pesar de todo contaminante, repulsivo. A simple vista, el discurso letrado parece avizorar dos rasgos de su contenido: el sexismo y el racismo. Sin embargo, basta con un examen somero para reconocer que estas son expresiones y prácticas extendidas por todos los estratos de la sociedad cubana.

¿En qué consiste la vergüenza que genera? ¿Cuál es la dimensión de lo obsceno, el peso de lo chabacano, el sentido de lo vulgar en cierto reggaetón cubano para ciertos grupos en el poder? Y, más importante: ¿por qué el reggaetón resulta atractivo para un sector numeroso de cubanos, tanto que las élites reaccionan con alarma movilizando dispositivos de control bien arraigados en la historia del Estado cubano? ¿cómo satisface el reggaetón abyecto –tengamos claro que hay también un reggaetón afable– las necesidades de un público espontáneo y masivo? Intentaremos responder estas preguntas valiéndonos del reggaetón de Chocolate como columna vertebral de nuestra indagación, toda vez que su música es una relatoría persistente de la experiencia abyecta de lo cubano, con claves que se encuentran enterradas en la memoria afectiva de la nación y su pugna por la existencia.

Yosvany Arismin Sierra Hernández, conocido artísticamente como Chocolate, nació en 1991 en Los Sitios, zona de negros libertos a principio del siglo XIX que luego cohabitaron con inmigrantes chinos, barrio de obreros en el XX que pervive como uno de los consejos populares más marginales de La Habana revolucionaria. En Los Sitios, espacio históricamente agresor de la cultura dominante, de festejos yorubas y abakuás en la Colonia, de asociaciones culíes, luego obreras, de conspiración contra Batista, en ese pedazo de Centro Habana, se hizo santo Chocolate cuando era aún niño, confirmando su fe en la religión que trajeron consigo esos primeros pobladores africanos.

Sobrino nieto del célebre miembro de la orquesta Aragón, Richard Egües, Chocolate se formó en la escuela del reggaetonero Elvis Manuel, cuyas canciones como “La Tuba”, “La Mulata” o “El Ditú” corrían por las fiestas a principios de los 2000 retando las aspiraciones iluministas de La Batalla de Ideas. Convencidos quizás de que un arte como el suyo jamás tocaría la radio o los escenarios del omnipresente Estado cubano, Elvis Manuel, y muy luego Chocolate, decidieron emigrar. Elvis Manuel cruzó a la lista de los cubanos que mueren anónimamente en el Estrecho de la Florida intentando pisar Miami; Chocolate, con un tatuaje de su mentor en el pecho, logró darle rostro y voz a todo lo que las generaciones precedentes de cubanoamericanos temen de los nuevos migrantes. Marginal en Cuba y marginal en Estados Unidos, carne de presidio tanto en una como en otra orilla, Chocolate es hoy, al decir del Nuevo Herald: autor de “éxitos arrolladores en Cuba y entre la comunidad cubana del sur de la Florida”.

En su primer gran tema, “Guachineo”, desde el primer verso, Chocolate se presenta como un “criminal” e invita a observar la escena desde su punto de referencia: “oye que veo, veo, veo” repite la canción. Su éxito más reciente “El Corral” insiste otra vez en que el oyente podrá descifrar el sentido solo si se pone en los zapatos de un marginal. La primera oración anuncia: “Esto es para que tú le pongas mente, que tú le pongas coco, oye, presidiariamente”.

Pero ¿cuál es el punto de enunciación de un presidiario, de un marginal y cómo esto puede ofrecer una nueva hermenéutica del reggaetón? En su canción “El Preso”, Chocolate define la condición del criminal en términos de espacio, o más bien de un no lugar, de la misma forma en que Kristeva explica lo abyecto: “El preso no tiene derecho ni tampoco izquierdo”, anuncia el cantautor. Y con esta frase no solo se desmarca de la Cuba de izquierdas y la Cuba de derechas, sino que también pone en crisis el modelo que pretende entender todo lo cubano a partir de esta dicotomía.

            Según Kristeva,

Lo abyecto es perverso ya que no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe. Y se sirve de todo ello para denegarlos (…). Su rostro más conocido, más evidente, es la corrupción. Es la figura socializada de lo abyecto (25).

La hermenéutica de presidio de Chocolate propone entonces una geografía otra que “vive más cerca de lo profundo” y que precisamente por no tener lugar dentro de las luchas entre La Habana comunista y el Miami liberal “no tiene posibilidad”, “no tiene derecho ni a tener recuerdos” porque su historia no ha sido contada, es decir: contenida, y por tanto carece de “verdad”. Tanto Chocolate como Kristeva comparan el preso, lo abyecto, con “un muerto”.

El cadáver —visto sin Dios y fuera de la ciencia— es el colmo de la abyección. Es la muerte infestando la vida. Abyecto. Es algo rechazado del que uno [la cuba(u)nidad] no se separa, del que uno [Cuba] no se protege de la misma manera que de un objeto. Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y termina por sumergirnos (11).

Es comprensible, entonces, que la Mesa Redonda dedicada al Decreto 349 aluda sin mencionarlo a un cuerpo, un cadáver reggaetonero, que es necesario suprimir de la nación empleando todos los dispositivos médico-sanitarios que el Estado cubano bien conoce desde hace siglos. En aquella Mesa Redonda, funcionarios, artistas, periodistas, diferentes voces autorizadas por el poder emplearon términos como “contaminación sonora”, “exterminar”, “gustos sanos”, y prometieron la preparación de “un cuerpo de inspectores” que sanitará el terreno infectado de los espacios públicos (Mesa Redonda Informativa).

Se trata del mismo concepto higienista de la aún vigente Campaña contra el mosquito, que encuentra sus orígenes a finales del siglo XVIII en la figura de Tomás Romay y sus esfuerzos por extender las prácticas de vacunación y expulsar los enterramientos, el contagio de los cadáveres, fuera de La Habana intramuros. A principios del siglo XX, a raíz del éxtasis por el descubrimiento del agente transmisor de la fiebre amarilla, son el forense Israel Castellanos y el etnólogo Fernando Ortiz quienes terminan de trasladar la experiencia de la campaña higienizadora más allá del dominio estricto de la medicina. Fernando Ortiz, en un texto medular como Los negros brujos, y artículos como “El método finlayano contra la fiebre amarilla” propone controlar el alcoholismo, la prostitución, la criminalidad en la población cubana identificando el origen de la enfermedad, su foco: los brujos africanos, los ñáñigos. La eliminación del Aedes Aegypti de Carlos J. Finlay se traduce en la contención y potencial extinción social del negro.

Israel Castellanos en su ensayo “Psicología de las multitudes cubanas” (1915), defiende que en la historia cubana no ha existido una muchedumbre propiamente blanca, en cambio, sí hay ejemplos varios de muchedumbres negras. Estos ejemplos redundan en expresiones religiosas y festividades de africanos o afrodescendiente en la Colonia donde el baile y la música ocupan un espacio central, entre otras, “las comparsas carnavalescas” (Castellanos 273). Como afirma Pedro Marqués de Armas (162), Israel Castellanos se vale de textos de corte costumbristas pertenecientes a la Colonia para sostener sus argumentos “científicos”. Dos artículos de periódico sobre el carnaval, uno de Ramón Meza y otro de Jesús Castellanos, son transformados, por medio de citas a teorías degeneracionistas europeas o latinoamericanas, en evidencia científica.

Con la independencia de España, en 1898, las élites letradas que ocuparon cargos administrativos desde el período de Intervención Estadounidense (1898-1902), lidiaron con las expectativas de una nación inclusiva que motivó la incorporación de afrodescendientes y asiáticos desde el mismo comienzo de la Guerra Grande. Cuando Carlos Manuel de Céspedes protagonizó el Grito de la Demajagua en 1868 y dio la libertad a sus esclavos invitándolos a sumarse a su ejército, contrajo una promesa que los agentes de cambio a inicios del XX debían cumplir. Esa promesa fue renovada por José Martí al organizar la Guerra de 1895 bajo el contrato de una República “con todos y para el bien de todos”.

Con los derechos que les concedía la nueva época, un sector afrocubano decidió organizar en 1908 el Partido Independiente de Color (PIC). El PIC les ofrecía una representatividad que no tenían, y les permitía impulsar, por ejemplo, leyes que respetaran la libertad de credo y de expresiones culturales. Sin embargo, las élites blancas a cargo de la administración del país crearon en 1910 la Ley Morúa, que vetaba la existencia de partidos políticos de una sola raza. El PIC se volvió clandestino. En 1913, el gobierno vuelve ilegal las comparsas de afrodescendientes en los carnavales. Y en 1922, de manera explícita, el Secretario de Gobernación hace ilegal las fiestas y bailes afrocubanos por considerarlos bárbaros y perturbadores del orden.

Como puede verse, el baile y la música estuvieron en el centro del debate político sobre la participación de grupos no blancos dentro de la República. Las élites blancas implementaron estrategias de contención inspiradas en prácticas e ideas racistas de larga data, provenientes del periodo colonial. Emplearon además el lenguaje de legal, literario y científico para justificarse. Emplearon diferentes estrategias para renegociar la participación del sector negro de la población. Codificaron por medio de su rechazo a ciertos bailes y músicas sus ansiedades respecto a lo que el médico Israel Castellanos y el etnólogo Fernando Ortiz llamaron la africanización de la sociedad cubana.

“Bajanda”, de Chocolate, recoge la historia otra de esas acometidas de los Aparatos del Estado (Althusser), el trauma renovado, el postrauma heredado y traducido en afectos. Quizás se encuentra aquí una de las razones que explican la popularidad de este tema. “Bajanda” es, como muchos de los reggaetones de Chocolate, el relato de una pugna por el espacio. “Cuando el gato no está en casa (…) los ratones (…) se botan para la calle”. El artista se identifica con vectores de enfermedades: “ratones” y “ratas de cloaca” ocupan el Muro del Malecón (“muro e’ la maleca”) y La Piragua. Un gato que viene acompañado por dos leones y un tigre entra en escena “barriendo las ratas y todos los ratones” que huyen, bajan, van “bajanda”. Entre las múltiples voces que intervienen, alguien, presuntamente uno de los perseguidos, sugiere esconderse en La Víbora, otro de los centenarios barrios de márgenes de La Habana: “Pregunta por La Víbora, mi banda”, exclama. El gato amenaza: “Esto es Cien para abajo, Cien para abajo”, refiriéndose probablemente a la prisión de 100 y Aldabó. “Bajanda” representa un remapeo en términos abyectos de La Habana marcado por la violencia que no solo le imprime su letra sino también las diferentes voces que participan de él: voces de lamento, voces agresivas, voces de lascivia. Es de esperarse que este tema sea hoy el más popular de Chocolate y cuente con varias versiones, de rock, sinfónica, de bolero, e incluso de nueva trova. Todas ellas, en especial la de nueva trova que imita la voz de Silvio Rodríguez, coquetean con la parodia y representan hasta cierto punto los esfuerzos de la nación por lidiar por medio de la risa con los cuerpos abyectos que el reggaetón ventila en el espacio público.

En buena medida, “El Corral”, de Chocolate, constituye una continuación de “Bajanda”. Aquí, el yo poético se describe como “acostumbrado a vivir en un corral con muchos puercos” y describe su espacio de enunciación como “una cochiquera”. En un doble gesto, los puercos se humanizan y cierta calidad de humano se equipara a este animal. La presencia de una puerca y sus hijos, frases como “les voy a hacer su cumpleaños” estimulan al oyente a epatar con estos personajes. Sin embargo, una voz repite en el estribillo que “A todos los puerquitos les llega su 31” refiriéndose a las celebraciones cubanas de fin de año donde parte de la festividad consiste en sacrificar, cocinar y comerse a estos animales. Otra voz se regodea enumerando formas habituales de sacrificio: “puñalada por el pecho, martillazo en la frente”. La canción se construye en un agónico flujo y reflujo: puercos humanizados, humanos puercos. “Como la puerca es de ambiente, y los puerquitos son de ambiente —es decir, como son marginales—, ahora yo les voy a dar fuego con corriente”, dice un estribillo convirtiendo “El Corral” en la relatoría de una matanza. “Todos los puerquitos mueren jovencitos” es el hado que se cierne sobre los personajes. Hacia el final de la canción, alguien aconseja a un “negro prieto”: “móntate en el bote y no te troques el camino” sugiriendo la emigración como una forma de escapatoria.

El reggaetón de Chocolate tiene un marcado discurso de raza que comienza por su nombre artístico y se extiende hacia títulos como el de su álbum “El Jordan Cubano: Rastamenba 6”, o el de sus canciones “Cardi B” o “Ekobio Monina”. Algunos de los neologismos que emplea como “ñanga”, “entunakua”, “nakabia” o “itanga” parecen invocar una raíz lingüística africana ya lejana en la memoria. La identificación de su yo poético con animales que la ciencia y el poder consideran abyectos resulta también una actitud de raza que, por ejemplo, Frantz Fanon documenta en su Piel negra, máscaras blancas. “El negro quiere ser blanco. El blanco busca apasionadamente realizar una condición de hombre”, dice Fanon (9). Y en este sentido, la repetida descripción de sí mismo como “negro prieto” o “negro bembón”, localiza a Chocolate no la posición de un negro que aspira a blanquearse, es decir, un negro a secas, sino en el de uno cuya negritud se ha reduplicado hasta desligarse del concepto europeo de hombre. “Si yo quisiese ganarme a pulso el resentimiento de mis hermanos de color, yo diría que el Negro no es un hombre”, asegura Fanon (8).

“Tú eres un copiador: mono ve, mono hace”, espeta Chocolate en uno de sus reggaetones más incómodos: “Palón Divino”, tema de una violencia erótica que ataca al oyente tanto como al cantante. Pero no erótica solamente por el llano sexismo que se le ha querido atribuir, sino por el complejo arsenal de imágenes de raza que se desprende del amor entre un negro “mono” y una negra “maldita”: “Yo reconozco que tú eres mi cara. Yo reconozco que tú eres mi palo. Tú eres mala, mala, mala. Yo soy malo, malo, malo”. El palón, lejos de lo que se ha dicho, apenas se refiere aquí a un falo, más bien es una metáfora proteica que transmuta a lo largo de la canción, eso sí, sin renunciar a ese origen de animalidad erótica que hace del cuerpo negro su vértice. Siendo Chocolate un practicante de creencias afrocubanas, es difícil ignorar la dimensión “divina” del “palón” y el hecho de que el palo constituye uno de los símbolos centrales de esta fe. “Mi cara, cara, mi palo, palo”, dice el yo convirtiendo el palón en su esencia, su identidad, que luego se confunde con la mujer a la que canta: “tú eres mi palón, mi palón, mi palón, y yo soy tu palón divino”.

Como Antonio Benítez Rojo afirma, la música y particularmente el baile constituyen uno de los rasgos distintivos de la presencia africana en el Caribe debido a su valor religioso. A diferencia de las distintas formas de expresión cristiana occidental, las prácticas religiosas afrocubanas se expresaron por medio de la danza, y por medio de esta, lograron transmitir la herencia cultural de los pueblos negros de una generación a otra. Además, una manera distinta de vivir la sexualidad y de concebir las relaciones interpersonales pervivió por medio de la danza.

El yo poético de “Palón divino” confiesa: “Aquella noche en que yo te vi, te juro que me enamoré de ti”, sin embargo, el afecto cae sobre ambos como una condena: “tú eres una maldita” y “yo también soy un maldito”. Explica Fanon: “hay que blanquear la raza; esto lo saben todas las martiniquesas (…) Blanquear la raza, salvar la raza” (39). Lo opuesto sería una caída en los abismos, una negación doble como la que contiene el epíteto: “negro bembón”. Es por esto quizás que el yo poético repite en el estribillo: “soy tu asesino”: quererla significa retenerla en su condición de abyecta, entendida, como ya se ha discutido, como una suerte de muerte. Tanto él como ella entregan, entonces, sus cuerpos “con maldad”.

Hay en “El palón divino” una obscenidad que alarma y que, por cierto, no está ligada a discriminación de género, pues la mujer aquí no solo es activa como el hombre, sino que también los cuerpos de ambos se trastocan, intercambian sus atributos, comparten su negritud “con maldad”. La obscenidad de “El palón divino” está en un lenguaje que habla la lengua del cuerpo, y en un cuerpo que se traduce en cierto tipo de español, un español afrocubano. “Palón”, “papaya” y otras frases entrarían sin discusión dentro de lo que el Decreto 349 llama “pornografía”. Este gesto del poder tiene su historia, que se vuelve particularmente obscena —“pornográfica” para usar la terminología del Decreto 349— alrededor de la figura del negro que baila cambiando no solo el ritmo sino el lenguaje del espacio público.

Ya a finales del XVIII, el criollo Manuel de Zequeira, poeta amigo de Romay, se quejaba del “dialecto de las negras” que disfrazaba los frutos hasta volverlos “ininteligibles”. Por su parte, Fernando Ortiz en un ensayo de 1922 titulado “Los afronegrismos de nuestro lenguaje” enfatiza la “escasa influencia lingüística africana” en el español cubano, pero reconoce que “El blanco aprendió del negro algunos de sus bailes lascivos, y por eso al lenguaje vulgar pasaron los vocablos nominativos de danzas e instrumentos negros”. En el texto, Ortiz explica la desaparición de las diferentes lenguas africanas durante el período colonial y la adopción del castellano, entre otros factores, porque ninguna de estas lenguas se le equipara en inteligencia. La presencia de afronegrismos en el registro vulgar se debe al contacto de blancos de clase baja con los esclavos y libertos. La baja inteligencia de estos últimos los hizo propensos a adoptar costumbres culinarias, de socialización, bailes y cultos de origen africano. Los afronegrismos sirvieron para nombrar estas importaciones.

La tesis de ensayo es que el castellano en Cuba pervive casi sin contaminación. Los afrocubanos se vieron obligados a usar el español como lengua franca, limitando el uso de afronegrismos al culto religioso. Pero incluso en estos casos, los afrodescendientes ya no reconocen el significado original de las palabras y se han visto obligados a adoptar la escritura castellana para preservar la fonética. La figura del baile se equipara con la herencia biológica y las prácticas religiosas, que, según explica, son uno de los rasgos más difíciles de suprimir en los pueblos incultos. Ortiz establece una jerarquía entre el castellano y los afronegrismos que sirve para identificar clases sociales, hábitos e incluso inteligencia. Si seguimos a Ortiz, entonces, la negritud es una herencia que se transmite a través del baile y la música de forma lasciva, es el lenguaje del cuerpo africano que se opone al español criollo.

En el reggaetón “Bajanda”, los ratones y las ratas de cloaca se hacen visibles cuando “empiezan los carnavales y la comparsa”. A diferencia del gato que tiene el poder de la palabra: “Dice: Miau, miau, miau”, los roedores “arrollan” y “guarachean”. En su “Piscología de las multitudes cubanas” de 1915, Israel Castellanos analiza la manifestación política de acuerdo con su tesis sobre la africanización de la sociedad cubana. El momento en que la masa política toma las calles aparece marcado por el ruido y por palabras incomprensibles, pero el baile deviene el protagonista:

Se marcha danzando, verdaderamente. En todo el recorrido no ha dejado la multitud de atraer elementos afines. En este aspecto de la muchedumbre política no hay afiliados ni simpatizadores; está compuesta por un grupo de adeptos, pero con ella también existe una crecida proporción de atraídos en la trayectoria (Castellanos 276).

He aquí la dimensión política de “Bajanda”: su relato de un grupo danzante que toma puntos clave de La Habana. A esos cuerpos guachineantes, el poder los percibe como violentos, criminales, y ha intentado abyectarlos más allá de los límites de la nación. He aquí por qué un decreto como el 349 reconoce al reggaetón como una manifestación en el espacio público que es necesario suprimir, que se opone a las políticas culturales de la Revolución.

En conexión con esto, las manifestaciones “marginales”, y el baile particularmente, han ocupado un espacio conflictuado dentro de la Revolución. En De Cierta Manera, un filme de 1977 del ICAIC, la directora Sara Gómez analiza la incapacidad de algunos grupos marginales para incorporarse a la sociedad revolucionaria, las imágenes de bailes africanos aparecen compulsivamente cuando la documentalista reflexiona sobre la violencia, el machismo y la promiscuidad de estos grupos. La asociación entre baile afrocubano y violencia es reforzada en otros momentos del filme en los que, por ejemplo, una voz en off asegura: “su bajo nivel educacional y su dependencia de las tradiciones orales, hicieron que los marginales fueran los más activos conservadores de la cultura tradicional”.

En el reggaetón “Guachineo”, Chocolate observa el mismo fenómeno, pero desde la perspectiva del marginal. A diferencia del texto de Castellanos y el documental de Gómez, el narrador de “Guachineo” apela a los sentidos y no a la palabra: “Oye, que veo, veo, veo” abre el estribillo de la canción. El narrador “ve una jevita pegadita a la pared”, es decir, constreñida contra un límite del que logra liberarse “con un pasito con la punta de los pies”. El tema es todo un ritual de emancipación que comienza por el título: “Guachineo”, neologismo que se emparenta con los muchos términos que existen en el español cubano asociados al baile. La mujer: “la jevita” guachinea con la punta del pie tanto en un “party”, es decir, en una celebración más internacional como en un “bonche” que es una fiesta donde prevalecen bailes de herencia africana. “Ella se mete el día entero guachineando” —canta Chocolate. Para la “jevita” guachinear significa estar “toda descontrolada”, o sea, romper con el control oficial, la moral, las leyes y la política del buen cubano. Ella guachinea incluso cuando la reprimen: “cuando la mandan para el hospital” o incluso “cuando le están dando”. Y la figura de contagio del baile que bien describe Castellanos es tal que hasta el narrador confiesa al verla: “tengo hasta mareo”.

Antonio Benítez Rojo, en su antológico ensayo “La isla que se repite”, explica el Caribe en calidad de ritmo y subraya la falencia de la palabra, del texto para retenerlo. El Caribe existe para Benítez Rojo en calidad de performance, un performance que contagia.

La imagen de una figura que baila reggaetón, que toma junto a otras “ratas flacas de cloaca” los espacios públicos contagiando, atrayendo en su trayectoria a una multitud de adeptos, esta, es una imagen terriblemente política. El reggaetón, abyecto, sin derecha y sin izquierda, tomado las dos orillas ideológicas de la nación y las ha puesto a bailar, reduciendo el sentido de su polaridad: después de todo, la cubanidad que baila reggaetón siempre ha carecido de un lugar en ese reparto oficial de la nación, son “intrusos”.

El guachineo es el momento de liberación del cuerpo cubano ante los Aparatos del Estado, pues significa el desplazamiento hacia una zona donde el Estado cubano no logra operar. La abyección deviene aquí una herramienta política, pues el poder no alcanza a racionalizar el mareo de esta multitud y contenerlo, solo escuchan un vacío, un ruido obsceno, solo pueden responder afectivamente con asco, violencia o risa. Según “Bajanda” de Chocolate, los gatos hablan, las ratas bailan. Desde que el reggaetón comenzó a hacerse visible en las calles de Cuba, hará unos veinte años ya, los Aparatos Ideológicos del Estado han producido innúmeras palabras explicando los síntomas de su desprecio; los cubanos “adeptos” de esta música han continuado bailando, han respondido mayormente bailando. El reggaetón de Chocolate, negro mono, prieto, maldito, rastabemba, de negritud peyorativa, duplicada no desea hablar el lenguaje de Próspero, no es un Ariel sino un negro Calibán.

 

 

Bibliografía

 

Althusser, Louis. «Idéologie et appareils idéologiques d’État. (Notes pour une recherche).» Contre l’État et le Capital, 1970, pp. 1-6.

Bernal Roque, Dayara. «¿Quién decide hoy la música que se escucha en Cuba?» Portal de la Televisión Cubana, 24 de noviembre 2011, p. 3. .

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Comunidad cubana. «Deportar al reguetonero Chocolate por antisocial y poner a cubanos en situación vergonzosa.» 2017. Change.org. <https://www.change.org/p/cubanos-en-miami-deportar-al-regetonero-chocolate-por-antisocial-y-poner-la-cultura-cubana-en-peligro>.

“Decreto 349 y la aplicación de la política cultural de los espacios públicos”. Mesa Redonda Informativa. 2018. Disponible en: <https://www.youtube.com/watch?v=Gv22ZJ0YhEQ>.

Fanon, Frantz. Piel negra, máscaras blancas. Buenos Aires, Abraxas, 1973.

Kristeva, Julia. Poderes de la perversión. Ciudad de México, Siglo XXI, 2006.

Marqués de Armas, Pedro. Ciencia y poder en Cuba. Racismo, homofobia, nación (1790-1970). Madrid, Verbum, 2014.

Ministerio de Justicia de la República de Cuba. «Decreto No. 349/2018.» Gaceta Oficial, 2018. Disponible en: <http://www.lajiribilla.cu/uploads/article/2018/847/Decreto-349.pdf>.

Ortiz, Fernando. «Los afronegrismos de nuestro lenguaje.» Antología lingüística cubana, Gladys Alonso y Luis Fernández Ángel. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1977, pp. 351-367.

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