El aborto en España desde la Transición hasta nuestros días: Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz

Laura de la Parra Fernández 

Universidad Complutense de Madrid

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Resumen

Este artículo pretende analizar la novela de Marta Sanz Daniela Astor y la caja negra (2013) como texto-protesta, situándola en el contexto histórico del proyecto de reforma de la ley del aborto de plazos que presentó Alberto Ruiz-Gallardón en 2012. La novela conecta la situación actual de la mujer en la España del siglo XXI con la de la mujer española de la Transición a través de su protagonista, Catalina Griñán, que lleva a cabo un documental sobre las actrices del Destape. Desde una perspectiva de género, se prestará atención a las deconstrucciones de la femineidad hegemónica en el texto.

 

Palabras Clave

Transición española, literatura española contemporánea, Marta Sanz, aborto, feminismo, maternidad, Destape, Cultura de la Transición.

 

Abstract 

This article aims to analyse Marta Sanz’s novel Daniela Astor y la caja negra (2013) as a protest-text, situated in the historic moment of the reform draft of the abortion law of 2010 presented by Alberto Ruiz Gallardón in 2012. The novel links the present-day situation of women in twenty-first century Spain with that of the women in the Spanish Transition through its protagonist, Catalina Griñán, who records a documentary about the former Destape movie actresses. Deploying a Gender Studies lens, this article will look at the deconstructions of hegemonic femininity in the text.

 

Keywords 

Spanish Transition, Contemporary Spanish Literature, Marta Sanz, abortion, feminism, motherhood, Destape, Culture of Transition.

 

A principios de 2013, la escritora española Marta Sanz publicó la novela Daniela Astor y la caja negra justo cuando se estaba llevando a cabo el proyecto de la Reforma de la Ley del Aborto de Alberto Ruiz-Gallardón. Se trataba de una reforma sobre la Ley de Plazos de 2010, impulsada por el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que permitía el aborto libre hasta la semana catorce. También permitía a las menores de dieciséis y diecisiete años abortar sin el consentimiento de sus padres. Como indica Celia Valiente, el aborto fue uno de los temas más polémicos en la formación del estado democrático español en 1978, por lo que se decidió no indicar nada explícito sobre este en la Constitución; es decir, se pospuso el problema (231). Así, la primera ley del aborto en España después de la dictadura franquista tuvo lugar en 1985, la llamada Ley de Supuestos, en la que la legalidad del aborto se acogía a tres supuestos: terapéutico (que concierne el riesgo de la salud física o psíquica de la embarazada), criminológico (embarazo resultante de violación) y eugenésico (que concierne graves malformaciones en el feto). La reforma de Ruiz-Gallardón, entre otras modificaciones, pretendía eliminar el supuesto eugenésico, exigía informar a los padres de las menores que desearan abortar, y modificaba los plazos de la ley de 2010. En 2014, el gobierno de Mariano Rajoy finalmente decidió no llevar a cabo el proyecto de ley, y el entonces Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, anunció su dimisión. Desde que se presentara este proyecto de reforma, en 2012, hasta su retirada, en 2014, se dieron manifestaciones masivas en España y en el extranjero, así como debates desde todas las posiciones en los medios de comunicación y en las redes sociales, algo bastante inusual hasta el momento[1]. La escasa bibliografía especializada en el tema pone de manifiesto el carácter tabú que hasta entonces había mantenido esta polémica ley en el país[2]

Este artículo pretende analizar la manifestación literaria de Sanz como una intervención en la realidad del proyecto de ley de Ruiz-Gallardón. La novela de Sanz, además, conecta, mediante el uso de técnicas narrativas, la situación presente de la mujer en España con la Transición y lo que los académicos han bautizado como “Cultura de la Transición” (Martínez 2012) para ejercer una crítica cultural sobre la construcción de la femineidad en la actualidad española. En varias entrevistas, Sanz ha afirmado ser consciente de que escribe contra este relato único e idealizado a la vez que intenta ejercer una respuesta a la realidad actual desde la literatura (Ros Ferrer 258-260).

Daniela Astor y la caja negra nos sitúa en 1978, en una España pre-adolescente narrada por la protagonista pre-púber, Catalina, que vive fascinada por las actrices del Destape. Al inicio de la novela, la joven se describe así: “Me llamo Catalina Hernández Griñán. Tengo doce años. Mi madre es de pueblo. No me gusta el pescado frito. Como pollo y migotes. Estoy flacucha. Saco muy buenas notas. Mi color preferido es el verde esmeralda. Mi chica más guapa del mundo es Amparo Muñoz . . . En la leonera me llamo Daniela Astor” (11). En la leonera, jugando con su amiga Angélica, Catalina se transforma en su alter-ego, Daniela Astor, proyección de las aspiraciones de muchas jóvenes de aquella época:

Tengo veintitrés años. Nací en Roma. Mis medidas son 90-60-90. Soy rubia natural. Llevo pestañas postizas y tengo un lunar sobre el carnoso labio superior. Mis ojos son de color violeta. . . . Hablo tres idiomas, aunque dos de ellos los hablo mal, y esa imperfección convierte mi acento en gracioso y atractivo. Sé conducir. Tengo un coche descapotable y un apartamento enmoquetado. . . . El alcohol no me afecta. Desprendo un aroma magnético que hace que los hombres se queden prendidos a mis curvas, pero también a mis ángulos. Esa es la gracia. Hago películas. Mi cama tiene dosel. Guardo secretos. Me desnudo por exigencias del guión. Me encanta esquiar en los Alpes (11-12).

Como vemos, los sueños de Catalina están inspirados en las apariencias, en un caparazón insulso y vacío con una cara y un cuerpo bonito, una personalidad encantadora pero imperfecta—y, por lo que apunta el texto, que no parezca demasiado inteligente—, mucho dinero para hacer cosas sofisticadas y “europeas”, y el poder de seducir a los hombres para obtener todas estas dádivas. Catalina, en la voz de Daniela, cree necesario aclarar que los desnudos vienen dados por exigencias del guión, es decir, son un requisito para ser una buena profesional en el cine; no los hace por gusto ni afición. Daniela Astor puede identificarse como una de las actrices del género cinematográfico popularmente conocido Destape, aquel que, tras la censura franquista, proyectaba en sus películas desnudos femeninos (que no masculinos). Hubo así un auge de actrices, las llamadas chicas del Destape—Susana Estrada, Blanca Estrada, Amparo Muñoz, Nadiuska o María José Cantudo, entre otras—que fueron aclamadas por la cultura de la Transición y alcanzaron la cima de sus carreras a base de desnudarse en las pantallas. Esta llegada del cine erótico light a las carteleras comerciales pretendía reflejar la supuesta liberación sexual que estaba sucediendo, convirtiéndola, según Rocío Collado Alonso, “en el recurso publicitario más explotado por las compañías cinematográficas de la época” (207). Como apunta Ana de Miguel, la relación entre “mujeres desnudas y libertad” se dio en occidente durante la revolución sexual de los años 60 y al término de la dictadura en España (22), presentando así la sexualidad “como un lugar de realización, incluso de salvación del ser humano” a pesar de implicar “la conversión de mujeres en objetos sexuales y en objetos de consumo ligados al mercado capitalista” (22). Se entendía, por lo tanto, que si una mujer era libre de enseñar su cuerpo, también había libertad ideológica, a pesar de que las políticas de igualdad y reproductivas, no se impulsaron hasta años después de la Transición[3].

            Esta despolitización del desnudo femenino—en sí misma política—y una tardía liberación sexual fueron parte integral de la cultura de la Transición. En CT o la Cultura de la Transición: Crítica a 35 años de cultura española, Guillem Martínez observa que la cultura, en la Transición, “sea lo que sea, consiste en [la] desactivación [del paradigma cultural anterior], es decir, en crear estabilidad política y cohesión social. Trabaja, en fin, para el Estado, el único gestor de la estabilidad y la desestabilidad desde el 1978” (15-16). Es decir, se trata de una cultura vaciada de todo referente político que pretende promover los valores de consenso, olvido y progreso con el fin de mantener a los espectadores dentro de discurso hegemónico, de lo que se puede y no se puede hablar, de lo que se puede y no se puede pensar. Como afirma Martínez: “En un sistema democrático, los límites a la libertad de expresión no son las leyes. Son los límites culturales. Es la cultura” (14). Si la cultura delimita la libertad de expresión, es decir, trabaja para el Estado, entonces puede entenderse como la representación de lo privado en lo público, el vínculo de unión entre estas dos facetas sociales aparentemente desconectadas y presunta representación lo que vive y piensa su sociedad, supuestamente al margen de lo político y de la ley. Por ello, precisamente, la cultura tiene un rol tan importante en la sociedad: no sólo tiene un papel descriptivo, sino también fundamentalmente prescriptivo y normalizador—cuando se acallan las voces disonantes—de lo que las gentes viven y deben vivir en sus vidas privadas. Así, la cultura de la Transición tuvo un papel mayor que el de la ley en constatar lo que la sociedad de la época vivía, pensaba y sentía. Según Amador Fernández-Savater, “[l]a CT es una cultura profundamente ‘desproblematizadora’: no se pueden hacer preguntas sobre las formas de organizar la vida en común por fuera de lo posible autorizado” (37). La cultura se convierte en una suerte de educación sentimental vaciada de ideología explícita; en una manera de adoctrinar o silenciar al pueblo apelando a las emociones y los sentimientos con un contenido basado en la evasión y el entretenimiento en apariencia inocuos[4].

            Un buen ejemplo de ello es el antes mencionado cine del Destape, que, como señala Collado Alonso, es

un cine básicamente machista, en el que sólo se desnuda la mujer sea o no por necesidades del guión, al margen de la plausible virilidad del macho ibérico frente a la indigna y censurable actuación de la mujer cuando hablamos como infidelidad o relaciones sexuales. Se presenta una mujer ligera de ropa tras una falsa apertura sexual que sólo busca calmar el apetito sexual masculino (200-1).

El Destape se convierte en un elemento clave para entender esta sensación liberadora y “festiva” de la escena cultural con respecto al pasado, como afirma Carolina León: “[la cultura es] entendida como espejo social del buen rollo, funcionando a la vez como crisol de lo consumible . . . y como folleto semanal y vivo de la ‘fiesta’ cultural de la que todos íbamos a sacar tajada” (92). Esta idea también puede aplicarse a la “fiesta” de la liberación sexual: algo que supuestamente iba a ser mejor para todos. No obstante, ni esta liberación fue tal, ni el Destape tan liberador, pues, como ya se ha destacado, el desnudo es únicamente femenino, estereotipado, y adaptado a los cánones de la mirada masculina[5]. Según Rosa Cobo Bedia,

[l]a definición de las mujeres como sexualidad implica una operación de largo alcance que desemboca colectivamente en procesos de inferioridad social y política e individualmente en procesos de desindividuación. Esta operación tiene como objetivo que las alternativas vitales para las mujeres no salgan de los límites asignados en el contrato sexual: matrimonio y prostitución (9).

Catalina sólo ve representadas estas dos posibilidades como mujer: ser madre o prostituta, excluyentes entre sí y determinantes para toda la vida, aunque esta última sea glamorizada por la alegría utilitarista y anti conflictiva de la cultura de la Transición. Evidentemente, entre la esclavitud, el tedio y la falta de sofisticación de las acciones de su madre y los hoteles caros en el extranjero, elige esto último, aunque para ello haga falta desnudarse, pues parte del glamour de esas mujeres radicaba en haber elegido una vida distinta a la de sus madres, situada entre focos y lugares exóticos en lugar de entre fogones. Incluso la madre de Angélica, la mejor amiga de Catalina, profesora de sociología en la universidad, se pasa las tardes planchando y poniendo lavadoras. Así, es lógico que Catalina decida que “[a] los doce años, ni Angélica ni yo queremos ser como nuestras madres” (32). El rechazo a identificarse con la madre que, como señala Marianne Hirsch, se traduce como deseo de escapar del destino del rol tradicional femenino (10), que viene mediado en este caso por la entrada de España en el mercado capitalista, la apertura de fronteras, productos, elecciones y, por tanto, de la comercialización de la sexualidad. Perciban o no las niñas la explotación sexual a la que las actrices se someten, lo que sí perciben, desde su entorno doméstico, es la libertad individual que el dinero otorga y el poder que recae en la sexualidad femenina para conseguirlo. Quien sí será consciente de esta realidad y rastreará el devenir de estas actrices es la Catalina adulta, cuyo documental reconstruye tanto la vida de estas actrices como la influencia que ejercieron en la construcción de su yo preadolescente, como señala Cristina Somolinos Molina (96).

El texto de Marta Sanz presenta una clara división formal que consigue conectar presente con pasado: por un lado, están los capítulos narrados por Catalina del periodo situado en su preadolescencia; por otro, aparecen intercaladas las “cajas negras”, una serie de capítulos que forman el documental ficticio que Catalina dirige siendo ya adulta, y que firma como Catalina H. Griñán—véase el rechazo al apellido del padre, cuya importancia se desvelará más adelante—en 2014, titulado La caja negra[6]. En él, se pretende rastrear y dar voz a las actrices del Destape después de su momento de gloria a través del pastiche de momentos del presente y pasado, buscando contradicciones, testimonios y entrevistas. El género no-ficticio y testimonial del documental permite que las mujeres recuperen su agencia y su subjetividad a través de su voz. Como argumenta Shoshana Felman en What Does a Woman Want? Reading and Sexual Difference, las narrativas testimoniales deben atestiguar a la vez la vida y la muerte—la parte de una misma que, al perderse, ha permitido la supervivencia del yo narrativo (16). Según Felman, “[u]n discurso no es sólo una mera llamada intelectual y emocional. Es un acto de empoderamiento” (127; cursivas originales)[7]. El documental sobre las “muñecas rotas” del Destape testifican cómo sobrevivieron, y al hacerlo, les permite devenir sujetos con voz propia y romper con los cánones de belleza e identidad impuestos: “[l]a crueldad del paso del tiempo en el rostro de la actriz . . . son la prueba de haber vivido intensamente” (Sanz, Daniela Astor 80). Incluso los numerosos retoques de cirugía estética a los que se han sometido las actrices que han llegado a la senectud tienen algo de mascarada subversiva por excesiva y grotesca, de performance consciente de la femineidad normativa que consigue desmantelarla[8]. Como afirma Mary Russo: “la femineidad es una máscara que enmascara la no-identidad” (223)[9].

Por otro lado, la voz en off del documental también lleva a cabo una relectura política del destape. En la primera caja, que trata de la revelación del pecho de Susana Estrada ante el alcalde de Madrid e intelectual Enrique Tierno Galván, contrasta una cierta subversión política y económica a través del cuerpo femenino que no está bajo control con la objetivación y el paternalismo que reciben estas mujeres (Tierno Galván comenta: “Señorita, no vaya usted a enfriarse, señorita”):

Hay quien dice que la revelación de la teta de Susana Estrada, su búsqueda de la luz en el mes de febrero, fue una estrategia para desprestigiar al político socialista. Rumores. Da la impresión de que Susana actuó motu proprio. . . . En su cuello reluce una gargantilla. Quizá sea una pieza de bisutería o una joya que Susana compró con su dinero. No se aprecia con claridad en la foto de internet. (Sanz, Daniela Astor 20).

Pero, al igual que sobre la decisión de desnudarse, podríamos preguntarnos: ¿es esta decisión de hablar plenamente consciente y voluntaria? O quizá las “cajas negras” del documental de Catalina H. Griñán no sólo desmontan el mito de las actrices del Destape, sino que ponen de manifiesto el cambio al paradigma neoliberal del siglo XXI: de la venta del cuerpo se ha pasado a la venta del alma, al amarillismo y la pérdida de pudor emocional—todo se ha vuelto mercantilizable, hasta la intimidad. En la octava caja, observamos una subasta en Internet de portadas antiguas de la revista Interviú y se afirma que “[e]l límite está en el precio. Incluso el límite de la legitimidad de lo que se vende y de lo que se puede vender” (194). En la novena caja, Bárbara Rey confiesa en prime time de sus aventuras lésbicas; el presentador afirma que no ha venido al programa a vender su cuerpo, sino su alma (248- 250). El coleccionista entrevistado en la segunda caja habla del desnudo como “desclasamiento”, como forma de movilidad social (42), y rescata una entrevista en la que la actriz María José Cantudo se define como “mujer no-objeto” (39), pareciendo indicar la intencionalidad de sus actos, pero sin llegar a declararse sujeto. Las ex-actrices del Destape, lejos de sentirse las muñecas rotas en las que los medios del siglo XXI las quieren convertir, se aprovechan y venden sus trapos sucios al mejor postor: “Derribar los tabúes es una forma de destrucción. Las víctimas son el peor de los verdugos” (230). En la novena caja se repasa como en los años ochenta parece haber un punto de inflexión en el cine del Destape, que coincide con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea (1986) y, por lo tanto, en la mirada hacia el exterior tanto política como económicamente. La voz en off comenta que En la muchacha de las bragas de oro (1980) “da la sensación de que Victoria Abril se desnuda porque le da la gana y no porque nadie desee verla. Desnudarse es una manera de dominar. No de someterse” (Sanz, Daniela Astor 229). Esta posible lectura de la agencia de las actrices, de su negativa a convertirse en “juguetes rotos”, puede o no tener un potencial subversivo según cómo se utilice. Si las actrices se desnudan porque quieren, sin coacción psicológica—más que el propio beneficio económico—, puede pensarse han conseguido romper los moldes de la femineidad normativa y ser sujetos de su propio cuerpo. Sin embargo, entran dentro de la lógica de la auto-explotación neoliberal, donde el individuo es a la vez empresario y producto. Así, tras una breve aparición de la Catalina adulta en cámara, la voz en off del documental afirma: “El desnudo se transforma en destape cuando se vacía de sentido y de oportunidad, y sobre todo cuando se enfoca en primer plano la mirada del macho y el movimiento” (138-139). También la sentimentalidad de los programas del corazón del siglo XXI deviene banal cuando pierde su contexto político, o, lo que es peor, cuando este contexto se normaliza y deja de cuestionarse: en suma, cuando todo es susceptible de ser vendido.

            Esta relectura del Destape como configuración y, a la vez, subversión de la femineidad hegemónica y favorecida durante la Transición contrasta con las consecuencias que acarrea la decisión de abortar de su madre, que marcarán el paso a la edad adulta de Catalina. Esta ruptura entre “las fronteras entre lo público y lo privado y los temas que se cuestionan en el feminismo de la Transición” (Somolinos 97) llevarán a Sonia Griñán a la cárcel y pondrán de manifiesto la falta de control sobre el propio cuerpo que tienen las mujeres, por mucho que el desnudo cinematográfico parezca haberlas liberado. Madurar, por lo tanto, significará para Catalina deshacerse de sus sueños de convertirse en Daniela Astor y ser consciente de la lucha por la autonomía que acarrea el ser mujer adulta.

Sonia Griñán es una mujer de pueblo que trabaja como enfermera en una clínica odontóloga. Pertenece a esa generación de mujeres que, con la promesa de poder tenerlo todo, tuvieron que hacerlo todo: emigrar a la ciudad, trabajar a media jornada, cuidar del hogar. Se trata, en palabras de Anne Lenquette, de una mujer “en transición” (98). Catalina describe así a su madre, enfatizando la mezcla de quehaceres que se llevan el tiempo de otras tareas para su desarrollo personal e intelectual: “Mi madre sabe hacer muchas cosas a la vez. Empana filetes y lee. Cose y canta. Prepara el café y fuma un cigarrillo. Mi madre me hace la comida y por la tarde se va a trabajar” (Sanz, Daniela Astor 22). Además, a Catalina le avergüenza la ascendencia pueblerina de su madre, en contraste con el glamour que le brindan las actrices de la época:

Pueblo, pueblo y pueblo. Ordinariez. Mi madre se llama Sonia, que es un nombre bastante más bonito que el mío. . . . Pero a Sonia no le sirve de nada llamarse así, con un nombre que suena a Rusia y a nieve y a manguitos de marta y a María Silva, que hace de Anna Karenina . . . porque, aunque mi madre fume cigarrillos mientras bebe café, huele a campo. Mi madre no se pinta y, cuando lo hace, se mancha con el rímel. Está muy rara mi madre cuando se pinta un rabillo negro. No parece ella (24).

A Sonia no le gustan las chicas del Destape, por lo que, según Catalina, “carece de imaginación” (30). Es prosaica, una mujer de pueblo perteneciente a la clase trabajadora que ni se maquilla ni aspira al exotismo y al glamour descocado de esas actrices. Representa la categoría de la madre, a la que debe adecuarse a pesar de que le gustaría poder ir a la universidad y realizarse de algún otro modo, al que, debido a su clase y a su género, no tiene acceso. Además, a la propia Catalina no le gusta que su madre se salga de esta narrativa. Cuando Sonia se plantea estudiar Historia del Arte, Catalina piensa: “no entiendo por qué quiere estudiar algo que nada tiene que ver con las ortodoncias . . . No entiendo por qué quiere estudiar si ya tiene un trabajo, una casa, un marido, una hija muy lista de la que debe preocuparse . . . Me pregunto por qué mi madre no se conforma con atendernos . . . Mi madre tiene la obligación de ser feliz. De darme seguridad y de abrirme un hueco para que yo pueda disfrutar de mi personalidad compleja” (72). Es decir, que a pesar de que Catalina vive ilusionada por la vida libertina y escandalosa de las actrices del Destape, vida a la que aspira, o precisamente por eso mismo, cree fielmente en el relato dicotómico sobre las mujeres que tiene el statu quo. Y es que, de acuerdo con Cobo Bedia en su estudio de la hipersexualización de las mujeres:

el análisis de las estructuras simbólicas hace legible una poderosa narrativa patriarcal sobre el cuerpo y la sexualidad de las mujeres. Este relato propone dos modelos diferentes de feminidad, que coinciden con las dos formas de regulación de la sexualidad en las sociedades patriarcales. El primero de esos modelos normativos se desarrolla en el contexto de la familia heteropatriarcal en torno a la maternidad. Y el segundo modelo prescribe que un grupo reducido de mujeres esté a disposición pública de todos los varones a través de la prostitución (13).

Daniela Astor y la caja negra señala cómo existen sólo estos dos relatos en la construcción de la identidad femenina, que pasan por el tamiz del sometimiento del cuerpo a las prácticas culturales en las que se materializa, pues, como afirma Susan Bordo, “[e]l cuerpo no es únicamente un texto de la cultura. También es […] un locus práctico y directo del control social” (165; cursivas originales)[10]. A pesar de todo, y como demuestra la caja sexta del documental, el cine del Destape también encumbraba la maternidad (Sanz, Daniela Astor 133-139). A través de la búsqueda de un ideal inalcanzable de la femineidad, las mujeres en la sociedad capitalista pasan más tiempo que nunca adiestrando y disciplinando sus cuerpos, midiéndolos por unas reglas externas y cambiantes y organizando su tiempo en torno a estos rituales de belleza y modificación, de modo que “los cuerpos femeninos se convierten en cuerpos dóciles” (Bordo 166)[11]. Asimismo, las mujeres deben proyectar características de dulzura, sensualidad, complacencia y disponibilidad. De este modo, al centrarse en lo estético y lo sentimental en lugar de en lo ético y lo político—y creyendo que sus cuerpos nunca son lo suficientemente buenos para ocupar un espacio público—, la femineidad se replica y se concentra en sí misma, obviando la realidad sociopolítica. El mandato opresivo de la femineidad más o menos explícito y externo—la obligación de ser esposa y madre en la época franquista—se vuelve más sutil, una obligación asumida e impuesta desde el sujeto, a medida que la sociedad avanza hacia una supuesta libertad—que sólo existe como tal en lo económico.

La novela pone de manifiesto la hipocresía y el carácter sexista de la sociedad aparentemente liberada del Destape y la Transición, donde el cuerpo de la mujer sólo tiene cabida como objeto para ser explotado en beneficio de la sociedad—ya sea a través de la maternidad, asumiendo roles tradicionales, o a través del disfrute sexual ajeno—, sin que la mujer tenga derecho a decidir sobre qué hacer con el mismo, ni, por tanto, conformar su propia identidad, disentir o empoderarse. Como sostiene Inés Fernández en su artículo “Medicina y el poder sobre los cuerpos”:

de los cuerpos de las mujeres se pueden extraer energías, poderes o productos que no se pueden… extraer de ningún otro sitio. El poder se inscribe en los cuerpos femeninos de múltiples formas (cuerpos enfermos, anoréxicos, dóciles, fértiles, violados, explotados, maltratados, prostituidos… cuerpos útero…cuerpos-fetiche) y puede ejercerse desde múltiples lugares (instituciones, discursos…) para conseguir múltiples beneficios (amor incondicional, abnegación, niños, placer, fuerza de trabajo barato, trabajo doméstico gratuito…) (191-2).

La función de la mujer embarazada se reduce a portadora y dadora de vida—reproduciendo el sistema y la nación—, y en caso de que disienta de este rol, entrará en conflicto con los intereses del estado, que se considera el dueño de esta vida por encima de la mujer[12]. Sonia Griñán se encuentra embarazada de nuevo y no desea tener otro hijo. Ante la negativa de ayuda de su marido y su suegra, que insisten en tratarla como una débil mental, una loca y una enferma: “escucho a mi abuela que intenta convencer a mi madre de que una mujer solo puede ser una mujer cuando es madre” (Sanz, Daniela Astor 154), Sonia recurre a la ayuda de sus vecinos, el editor Luis Bagur y su mujer, Inés, que serán los que se hagan cargo de su hija cuando sea condenada a seis meses y un día de cárcel al ser descubierta. Su marido, Alfredo Hernández, testificará en su contra y abandonará a su hija; por ello, cuando Catalina firma como documentalista, escoge portar el legado de su madre, no de su padre. Daniela Astor y la caja negra desmitifica el aborto: “Mi madre no abortó en una mesa de cocina con las piernas colgando. La persona que le practicó el aborto no fue una remendadora de virgos ni una santera que llenó la habitación de vapores desinfectantes. . . . No tuvo ganas de irse cuando vio el panorama . . . Mi madre no pensó: ‘Es demasiado tarde’” (237). La madre de Catalina actuó en contra de la ley y del discurso social porque no quiso tener otro hijo. No la obligaron, no era joven, no fue víctima de una violación. Simplemente quiso decidir sobre su cuerpo y sobre su vida, y prefirió cumplir la condena por ello a llevar a cabo una maternidad obligatoria. Como señala Bordo, el hecho de que los discursos conservadores presenten el aborto como una fantasía de la mala madre que se niega a traer hijos al mundo es más “un reflejo de las profundas ansiedades culturales sobre la autonomía de la mujer que sobre la realidad de su ejecución [del aborto]” (95; cursivas originales)[13]. En 1985 se despenalizó por primera vez la interrupción voluntaria del embarazo en tres supuestos. Uno de ellos, el terapéutico, bajo el que se acogían la mayoría de los abortos realizados hasta 2010, tenía en cuenta las consecuencias psíquicas para la mujer en caso de que fuera madre. Es decir, se basaba en la tradicional visión de debilidad psicológica de la mujer que se ha tenido desde el siglo XIX[14]. Las leyes que reconocen el libre derecho de la mujer a decidir sobre su vida y su cuerpo han sido cuestionadas, interrogadas y contestadas, poniendo en tela de juicio la sexualidad de la mujer como algo que debe estar sometido a la norma, medicalizado y al servicio de la sociedad. Todavía no existe una ley en España que permita a la mujer interrumpir el embarazo sin atenerse a ningún supuesto, sin cuestionar su estabilidad mental y su adecuación a los roles de género establecidos, y que esté cubierto por el sistema público sanitario.

Así, Marta Sanz en Daniela Astor y la caja negra ejerce una crítica de la Cultura de la Transición a la par que actúa sobre la realidad social del momento en el que la novela fue publicada. Es decir, recupera la función de intervención social—por pequeña que esta pueda ser—de la cultura, alejándose de la literatura ombliguista y abstraída de la realidad que se escribió durante la Transición. En su ensayo No tan Incendiario, publicado tan sólo un año después que Daniela Astor y la caja negra, Marta Sanz despliega una poética propia que también es manifiesto político: “Propongo escribir textos que duelan. Frente a las visiones edulcoradas de la realidad, toda la literatura tendría que doler y alejarse de esas bonitas perspectivas irónicas que no son más que un tupido velo para tomar distancia y separar ‘inteligentemente’ los labios sin causar muchas molestias practicando el ejercicio de la corrección política” (Sanz, No tan incendiario 82). O, como afirma en una entrevista de la revista Contexto y Acción, “para mí es una urgencia escribir desde mi clase, pero también desde mi género” (Niebla n.p.). Podemos decir que Daniela Astor y la caja negra es un texto políticamente incorrecto, una novela irreverente, que duele y que busca responder preguntas que en su día se quedaron sin respuesta. A la vez, Sanz se compromete a traer al centro del debate los derechos de las mujeres y nos recuerda que, cuando se amenaza con eliminarlos, se debe alzar la voz.

 

NOTAS

[1] Una forma de protesta que tuvo gran repercusión mediática fue la acción de cientos de mujeres de registrar sus cuerpos en los Registros Mercantil y de la Propiedad de toda España en febrero de 2014.

[2] Sólo existe un estudio monográfico de carácter socio-político sobre la evolución y casuística del aborto en España, el de Hernández Rodríguez (1992), que, tras realizar su análisis, se sitúa en contra. Es posible, sin embargo, encontrar algo más de bibliografía desde un punto de vista puramente sociológico, como Iglesias de Ussel (1979), Delgado y Barrios (2005, 2007); jurídico, como Calvo-Álvarez (1997); y bioético, como González-Marsal (2010). Los estudios de Belén Barreiro (2000) y Celia Valiente (2001) problematizan las circunstancias socio-políticas en la historia de la ley del aborto de 1985 y aporta una perspectiva feminista, pero, en general, la bibliografía se muestra contraria a la despenalización del aborto, y la perspectiva de género en materia bioética es exigua.

[3] Desde 1941 hasta 1985, el aborto constituía un crimen en todas sus circunstancias. Los métodos anticonceptivos fueron legales desde 1978, pero costosos.

[4] Este argumento ha sido desarrollado por Max Horkheimer y Theodor W. Adorno en “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” en Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración: fragmentos filosóficos, Trad. Juan José Sánchez, 1944, Trota, 1994, pp. 165-212.

[5] “The male gaze” fue un término acuñado por Laura Mulvey en “Visual Pleasure and Narrative Cinema”, Screen, vol. 16, 1975, pp. 6-18.

[6] Anne Lenquette pone de manifiesto el enlace temático de las “cajas” documentales con la narración de la Catalina preadolescente (102-103).

[7] Traducción propia: “An address is not merely and intellectual and emotional appeal. It is an act of empowerment”. 

[8] En línea con este argumento de la máscara de la femineidad como subversiva, véase también Joan Riviere, “Womanliness as Masquerade,” International Journal of Psychoanalysis, vol. 3, 1929, pp. 303-313 y Luce Irigaray, Ese sexo que no es uno, Trad. Raúl Sánchez Cedillo, 1997, Akal, 2009.

[9] Traducción propia: “[f]emininity is a mask which masks non-identity”.

[10] Traducción propia: “The body is not only a text of culture. It is also […] a practical, direct locus of social control”.

[11] Traducción propia: “female bodies become docile bodies”.

[12] Respecto a la cuestión de la división sexual del trabajo y el trabajo sexual y reproductivo no remunerado como un eje central en la construcción del estado, véase por ejemplo Silvia Federici, Revolución en punto cero: trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas, Trad. Carlos Fernández Guervós y Paula Martín Ponz, 2012, Traficantes de sueños, 2013, o Nancy Fraser, Fortunas del feminismo, Trad. Cristina Piña Aldao, 2012, Traficantes de sueños, 2015.

[13] Traducción propia: “[are] reflective of deep cultural anxieties about women’s autonomy rather than the realities of its exercise”.

[14] Véase, por ejemplo, Elaine Showalter, The Female Malady: Women, Madness & Culture, 1830-1980. 1985. Virago, 1987. 

Obras citadas

Barreiro, Belén. Democracia y conflicto moral: la política del aborto en España e Italia. Itsmo, 2000.

Bordo, Susan. Unbearable Weight: Feminism, Western Culture, and the Body. 1993. University of California Press, 2003.

Calvo-Álvarez, Joaquín. Aborto y derecho: consideraciones críticas en torno a la doctrina del Tribunal Constitucional español sobre el aborto. Instituto de ciencias para la familia, 1997.

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