Roseli Rojo
Rutgers University
“Un chino cayó en un pozo, las tripas se hicieron agua”. Esta canción popular resalta en la primera página de La cola de la serpiente (1997). ¿De qué nos alerta su autor Leonardo Padura con este pórtico epigráfico a su novela policiaca? ¿Nos convoca a contemplar acaso un tratamiento lúdico de la muerte y de la cultura china en Cuba? ¿Nos revela sin preámbulos lo que pareciera pervivir de la influencia china en el imaginario del pueblo cubano? Leonardo Padura con La cola de la serpiente se interna en el Barrio Chino de La Habana para desentrañar, en el espacio de la ficción, el asesinato de uno de sus habitantes. La persecución del culpable devendrá también la búsqueda del conocimiento de la cultura china; un intento por sobrepasar el imaginario popular en el que precisamente se ha fijado, cual reminiscencia dilatada en el tiempo, la canción “un chino cayó en un pozo…” como expresión de lo chino en Cuba.
Con el presente acercamiento a La cola de la serpiente se pretenden develar las estrategias narrativas y retóricas de las que se vale Padura para presentar a la comunidad china integrada en el proyecto de la nación cubana. A contracorriente de los propósitos autorales, los hilvanes de La cola de la serpiente reflejan que la comunidad china no solo no tiene un espacio legítimo dentro de lo “cubano”, sino que, además, en la novela se concibe como una otredad protagonista de varias de las contradicciones de fines del siglo XX en La Habana. Para desarrollar esta tesis, se tomarán en consideración las ideas de Homi Bhabha en torno al estereotipo en El lugar de la cultura (1994). Al mismo tiempo, se establecerá un diálogo con la noción de disgusting propuesta por Sara Ahmed en The Cultural Politics of Emotion (2004).
Leonardo Padura se acercó por vez primera a la cultura china en “Barrio chino. El viaje más largo”, un reportaje que realizó en 1987 para el vespertino Juventud Rebelde. En pocas páginas se aupaban entrevistas a miembros de la cultura china asentados en La Habana desde inicios del siglo XX, conversaciones con sus descendientes, resúmenes genealógicos de las distintas oleadas de culíes a Cuba, así como testimonios de historiadores acerca del esplendor que el Barrio Chino alcanzó en tiempos de la República. Desde este primer acercamiento periodístico, Padura resume una paradoja que será recurrente en su percepción de los grupos chinos en Cuba:
Para siempre han quedado aquí los monosílabos y sonoros apellidos, los gustos culinarios, los ojos rasgados y ágiles llegados con esta migración que vino a entregar una cara más al prisma de la nacionalidad cubana. Los chinos son ya parte de nosotros[1] […]Sin embargo, la esencia última de estos hombres sigue siendo un misterio, velado por una cortina tenue e infranqueable, hecha de aromático humo de sándalo. Algo hay, más allá, que los chinos siempre preservan, como el preciado tesoro de su identidad. Algo existe, milenario y muy asiático, que han sabido guardar con celo incorruptible y que se irá con ellos, tan misteriosamente como vino. (1987, 30)
Aunque comprende a los migrantes chinos como integrantes de la nación cubana, encuentra que persiste en ellos una identidad que los destierra de esa comunidad imaginada. Esa esencia inefable, ese “algo más allá”, deviene la cimiente de la noveleta policiaca. La cola de la serpiente se centra en el asesinato de Pedro Cuang, un cantonés de setenta y ocho años emigrado a La Habana en 1928. El anciano es encontrado ahorcado, con un dedo cortado y “dos flechas rayadas sobre la piel del pecho” (15).
Mario Conde -el protagonista y alterego de Padura en la novela- decide tomar el caso en respuesta a la petición de su compañera de trabajo y amiga Patricia Chion, hija de Juan Chion, otro emigrado cantonés amigo del difunto. Chion, el padre, encarnará en la trama una especie de Virgilio tropical que guiará a Conde por el infernal Barrio Chino y, simbólicamente, por los entresijos de la cultura asiática.
El asesinato justifica el escenario propiciatorio de las reflexiones de Conde -y por ende del propio Padura- sobre cómo los chinos constituyen un “nosotros” y al mismo tiempo “un más allá” en la Cuba de fin de siglo. La noveleta se presenta como un viaje de crecimiento en el que el Conde desempolva y revalora los estereotipos con los que asocia la cultura china. Un análisis detenido de las peripecias que constituyen ese viaje hacia lo profundo del Barrio Chino permitirá corroborar que, si bien es posible comprobar el aprendizaje del Conde, no hay un cambio radical en sus concepciones que siguen operando al amparo de los mismos términos presentados desde el inicio de la historia.
La cola de la serpiente describe qué imaginarios formula Mario Conde cuando piensa en un chino:
Desde que tuvo uso de razón y aprendió algunas pocas cosas de la vida, para Mario Conde un chino siempre había sido lo que debía ser un chino: un hombre de ojos rasgados, con esa piel resistente a las adversidades y de engañoso color hepático, transportado por los avatares de la vida desde un sitio tan mítico como lejano, un lugar impreciso entre la realidad de apacibles ríos y montañas inexpugnables de cumbres nevadas, perdidas en el cielo; una tierra fértil en leyendas de dragones, mandarines sabios y filósofos enrevesados aunque útiles para casi todo. (…) Además un chino, un verdadero y cabal chino, debía ser, sobre todo, un hombre capaz de concebir los platos más insólitos que un paladar se atreviera a saborear (13).
En estos pocos párrafos, el chino es entendido a partir del concepto de raza biológica. Desde una mirada determinista se construye su esencia; un baúl en el que cabrían, sin distinciones de ningún tipo, todos aquellos con los ojos rasgados y la piel amarilla. Además, se define desde un punto de vista exotizante el lugar “impreciso” en el que habitan los chinos: esos parajes lejanos y apacibles, fecundos en hombres sabios y enrevesados. Lo curioso de esta descripción es que su emisor forma parte de uno de los cuerpos represivos más importantes en velar por la reproducción de las ideologías del estado cubano. Se trata al mismo tiempo de un hombre ilustrado con una formación literaria[2]. Conde representa al intelectual blanco cubano. ¿Cómo entender entonces estas apreciaciones entorno a la cultura china?
La noveleta será el proyecto para educar a Conde -y sobre todo al lector-, para lograr un cambio en estas concepciones generalizadas en la cultura popular cubana[3]. Cuenta el autor en el prólogo a la edición de 2011 que los mayores cambios en el periodo de 15 años de reescritura de la noveleta persiguieron lograr un desenfado en la prosa y un mejor desarrollo de las situaciones y caracterizaciones de los personajes. Nada comenta de transformaciones o precisiones en la concepción de lo chino, o en lo tocante al motivo que lo impulsa a escribir la obra: la “historia de un desarraigo que siempre me ha conmovido: el de los chinos que vinieron a Cuba (originalmente con contratos de trabajo que casi los dejaban en condiciones de esclavitud). La soledad, el desprecio y el desarraigo son pues los temas de esta historia” (12).
Su historia abarca además los trabajos que debían desempeñar los chinos: “Años después fue cuando aprendió que, además, un chino, un verdadero y cabal chino, debía ser, sobre todo, un hombre capaz de concebir los platos más insólitos que un paladar civilizado se atreviera a saborear” (13). El narrador agregará a la definición otros prismas como el estado apacible y su complexión delgada, una notable inclinación a enamorarse de mulatas y negras, la tendencia a fumar “con los ojos cerrados en una larga pipa de bambú” y a hablar poco y decir “solo las palabras que en cada instante le conviene decir, pronunciadas en esa lengua cantarina y palatal que suelen usar aquellos hombres para hablar los idiomas de los otros hombres” (14). Por último, nos hará saber que “en realidad, lo endeble de su noción chinesca no le molestaba demasiado, porque, como el policía que era, el Conde necesitaba aferrarse a los módulos conocidos para no sentirse totalmente desarmado” (14).
Un acercamiento a la definición de estereotipo que propone Homi Bhabha en El lugar de la cultura (1994) nos posibilitará avistar los posibles funcionamientos de esta estrategia discursiva en La cola de la serpiente. Comenta Bhabha:
Un rasgo importante del discurso colonial es su dependencia del concepto de “fijeza” en la construcción ideológica de la otredad. La fijeza, como signo de la diferencia cultural/histórica/racial en el discurso del colonialismo, es un modo paradójico de representación; connota rigidez y un orden inmutable, así como desorden, degeneración y repetición demónica. Del mismo modo el estereotipo, que es su estrategia discursiva mayor, es una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo que siempre está “en su lugar”, ya conocido, y algo que debe ser repetido ansiosamente. (90)
En la última parte de este fragmento, Bhabha se refiere a la constitución ambivalente del estereotipo como algo fijo y algo que debe ser repetido. A continuación, se analizará si es perceptible el uso de esta estrategia en La cola de la serpiente. Al respecto, la descripción de la familia de Juan Chion constituye el punto de partida. En palabras del narrador omnisciente, Juan Chion:
Gracias a un amigo consiguió trabajo en una bodega y poco después conoció y se enamoró de una negra oscura, de pasas duras y culo inconcebible para todo el lejano Oriente. El chino Juan y la negra Micaela se casaron en 1945 y unos años después, cuando ya casi no lo esperaban, la vida los premió y fueron padres de una niña hermosa y saludable (44).
Juan Chion, como el estereotipo definido al inicio de la obra, se enamora de una negra. Para el lector esta cuestión podría pasar desapercibida de no tener el referente de que este tipo de uniones interraciales (chino con negra o mulata) se fueron instaurando como normas tácitas desde la segunda mitad del siglo XIX, como una estrategia de los criollos blancos de marcar las jerarquías sociales a partir de las razas[4]. El chino, aun cuando adinerado, solo podía aspirar a contraer lazos con negras o mulatas y, por supuesto, no podía competir si de por medio estaba un candidato blanco[5]. En este caso específico, Padura retoma una coyuntura histórica motivada por un discurso racista y clasista decimonónico y lo presenta como una forma de placer entronizada en todos los chinos asentados en la Isla.
Resulta paradójico entonces no solo comprobar que, pese al reconocimiento de la endeblez de la noción chinesca del Conde, la noveleta legitima y reproduce los estereotipos en los que aquella está basada. Así, por ejemplo, cuando Juan Chion le presenta a Francisco Chiú –el padre del asesino– al Conde, el personaje pensará: “Era muy viejo, sin duda más que el propio Juan Chion, y tan magro como el difunto Pedro Cuang, con un color amarillento en su piel que, pensó Conde, no tenía origen étnico, sino seguramente hepático” (47). Es perceptible cómo Mario Conde está desvalido ante la cultura representada por Francisco y Juan. Aun cuando intente pensar en ellos, tratar de entenderlos, no puede salirse de los marcos del estereotipo.
Conde comenta en una guagua atestada de personas que lo único que no le hace pensar en los sudores y en lo tormentoso de la situación era el hambre: “Juan Chion y la comida habían devenido asuntos tan afines que sólo saber que se dirigía a la casa del viejo le provocaba un alboroto de tripas siempre dispuestas a recibir aquellas barbaridades que, por puro milagro, llegaban a saber bien” (23). Todos los encuentros con Juan Chion estarán amenizados con suntuosas comidas que resultan sospechosas en medio de un periodo de total escasez económica[6]: vino de arroz, berenjenas con pato hervido en salsa de bambú y verdolaga, rociadas con maní molido y crocante; sopa de alós y pescao blanco, con huevos y tilas de col (Padura, La cola de la serpiente 23, 27, 57).
El estereotipo en torno a la comida deviene una estrategia útil para identificar cómo la posición del Conde hacia Juan Chion está signada por el deseo, en la medida en que le provoca curiosidad lo misterioso e incognoscible de la figura de Juan Chion; y al mismo tiempo, por una actitud irrisoria hacia aquel. El policía le pregunta a Juan Chion: “Pero, ¿no tienes vino?, ¿y sake?” y continúa el narrador:
Juan Chion no le respondió y avanzó hacia el interior de la casa con su paso ingrávido y leve de cosmonauta, y el teniente Mario Conde pensó que un trago de aquel contundente vino de arroz o una taza de sake (da igual que no fuese chino, lo importante era la gradación alcohólica) le hubieran servido mejor que el té (27).
El Conde es consciente del equívoco cultural, sin embargo, elige demarcar una unificación racial entre los japoneses y los chinos. El propio narrador refuerza los motivos irrisorios al comparar el paso de Juan con el de un autómata, y, por tanto, corroborar en el anciano la ingravidez asociada al “chino”. Apunta Homi Bhabha que precisamente esta ambivalencia entre deseo e irrisión será una característica fundamental del estereotipo y que tiene como intención delinear una otredad contenida dentro de la fantasía de origen y de identidad (92).
En otras ocasiones la actitud irrisoria hacia Juan Chion se construye sobre la base de la diferencia idiomática y los problemas de comunicación que esto acarrea: “¿tú nunca hubieras hecho la Gran Muralla China, verdad, Juan? – dijo, y le sonrió a la sonrisa que el anfitrión mantenía ante la incomprensible pregunta– Pero eso no importa, dime, ¿cómo te sientes?” (25). La estrategia de burla más recurrente en el texto -en casi todos los parlamentos de Juan Chion y Francisco Chiú- en lo tocante al idioma es la tendencia de los personajes chinos a confundir los sonidos líquidos, -“ele” por “erre”, una “deficiencia” que los diferencia del resto de los cubanos. “Ta estlaño, estlaño cantidá”, opina Juan Chion sobre las particularidades –mencionadas en páginas anteriores– del asesinato de Pedro Cuang. Lo interesante del pasaje es la respuesta de Juan Chion a la siguiente pregunta de Mario Conde:
—Oye, Juan, tú mismo, que llevas más de cincuenta años viviendo en Cuba, dime una cosa, ¿por qué ustedes no hablan bien el español, eh?
Juan Chion acentúo su sonrisa.
—Porque no me da la gana de hablar como ustedes, Mario Conde —dijo, haciendo un esfuerzo por redondear todas las sílabas y marcando cada erre como si se tratara de un ejercicio agotador. Sonrió y estiró un brazo para recuperar el vaso del teniente.
—Eso es ser un chino ladino, ¿no?
—Más o menos… No seas bluto, Conde, la rrreee no existe en chino. (31)
Según este diálogo, Juan Chion tiene todas las capacidades para hablar el español de la misma manera que un nativo, aun cuando su idioma no contenga el fonema /r/. Sin embargo, elige no hacer el esfuerzo para distanciarse de ese “ustedes”, que vendría a ser la población cubana. Padura, por tanto, por medio de Juan Chion, el modelo de chino imaginado por el Conde[7], despliega una doble estrategia discursiva. Por una parte, defiende que los chinos –Juan Chion– son “ladino(s)” y al mismo tiempo los culpa a ellos por querer ser percibidos como distintos de los cubanos.
Desde este punto de vista, la noveleta no articularía solo con la construcción de “lo chino” una otredad basada en estereotipos, sino que los representaría como los causantes de la no-inclusión en el proyecto de lo “cubano”. Los chinos bajo esta óptica muestran una resistencia a la unificación del estado, cuando los propios cubanos -los criollos- los han concebido como un “nosotros” (Padura 32). Habría que preguntarse si este recurso de diferenciación por medio de la supuesta agencia/resistencia de Juan Chion al español –y por tanto a un sistema de dominación instaurado hace siglos– no podría ser concebido como un sustitutivo de las características míticas y arcaicas descritas por Homi Bhabha que eran atribuidas en tiempos coloniales a los pueblos colonizados. En el contexto de la Cuba del Periodo Especial, se trataría de la búsqueda, vía la raza y las diferencias culturales, de un posible culpable de la situación que reina en esa zona de la ciudad, en la que ha habido asesinatos, tráfico de droga, juegos y posesión ilícita de armas, según describe la noveleta. Se podría afirmar junto a Bhabha que para reconocer “la población nativa, las formas discriminatorias y autoritarias de control político son consideradas apropiadas. La población colonizada [los chinos como grupo minoritario dentro de la nación cubana] es condenada entonces a ser tanto la causa como el efecto del sistema, aprisionada en el círculo de la interpretación” (108).
La cola de la serpiente no es el primer ejemplo de este tipo de visión en torno a la comunidad china en La Habana y el problema de su inclusión en el proyecto nación. Un experimento en el Barrio Chino, de Lino Novás Calvo; El caso Baldomero, de Virgilio Piñera y “A petición de Ochún”, de Antonio José Ponte constituyen algunos de los antecedentes literarios en los que se ha concebido el Barrio Chino de La Habana como un espacio “en el cual se concentra una amenaza” (Aguilar 54). Sin embargo, consideramos que el correlato de la visión de Padura, el antecedente en términos de reflexión identitaria, habría que rastrearlo en la primera mitad del siglo XX en los estudios de Fernando Ortiz. En Los factores humanos de la cubanidad (1949), Ortiz establece por vez primera el término de “ajiaco” para definir la cultura cubana:
La imagen del ajiaco criollo simboliza bien la formación del pueblo cubano. Sigamos la metáfora. Ante todo, una cazuela abierta. La indiada nos dio el maíz, la papa, la malanga, el boniato, la yuca, el ají que lo condimenta y el blanco xao-xao del casabe con que los buenos criollos de Camagüey y Oriente adornan el ajiaco al servir. Los castellanos desecharon esas carnes indias y pusieron las suyas. Ellos trajeron con sus calabazas y nabos las carnes frescas de res, los tasajos, las cecinas y el lacón. Y todo ello fue a dar sustancia al nuevo ajiaco de Cuba. Con los blancos de Europa llegaron los negros de África y estos nos aportaron guineas, plátanos, ñames y su técnica cocinera. Y luego los asiáticos con sus misteriosas especias de Oriente (Ortiz 3).
Como puede apreciarse, lo chino es uno de los últimos ingredientes de ese ajiaco y su aporte consiste en las misteriosas especias; una condición que Padura retoma desde las conclusiones de su primer reportaje y que reiterará en múltiples ocasiones en La cola de la serpiente: “El Conde se preguntó cuántas veces habría fracasado la policía con aquellos misterios tan misteriosos (y se perdonó la redundancia) que podían provocar los chinos con su hermetismo forjado a golpes” (Padura, La cola de la serpiente 54).
Más adelante en el texto, Ortiz describe el aporte de cada uno de los grupos en la formación de la nación cubana. Explica sobre la cultura asiática:
Los asiáticos, entrados a millares desde mediados del siglo último, han penetrado menos en la cubanidad; pero, aunque reciente, no es nula su huella. Se les imputa la pasión del juego; pero ya era nota de cubanidad antes de que entraran los chinos. Acaso han propagado alguna costumbre exótica, pero escasamente. Más de una vez se advirtió como extraordinaria en estas últimas décadas cierta tendencia a la minucia y finura del detalle y a la frialdad ejecutiva en varios políticos encumbrados, profesionales del saber y poetas laureados, caracterizados además por alguna ascendencia amarilla. Pero, de todos modos, el influjo asiático no es notable fuera del caso individual (Ortiz 14).
¿La no verificación de la influencia cultural asiática, atendiendo este pasaje, podría atribuirse al desconocimiento acaso de estas culturas? Ortiz trata de buscar un área de influencia asiática, pero solo toma como espacios de exploración estereotipos fijos: el juego, costumbres exóticas, tendencia a la minucia y figura del detalle y frialdad ejecutiva. En algunos casos, los rasgos están enunciados y negados al mismo tiempo, como si el propio autor se diera cuenta de que características como el juego no fueran privativas o particularidades de los chinos en Cuba. En resumen, para la voz de autoridad en temas de la nación cubana, la influencia asiática era casi nula.
Es muy probable que Padura haya leído este texto, máxime si se tiene en cuenta su formación como filólogo en La Universidad de La Habana. Los puntos de contacto no se restringen a la manera estereotipada de concebir los alcances de la cultura china. Hay también una tendencia a asociar a los chinos en La Habana con el desarrollo de lacras sociales desde inicios de la República. Juan Chion rememora con cierto júbilo el Barrio Chino de La Habana de 1930: “No te hacías rico, pero tenías todos los placeres, buenos y malos, ahí mismo, en el corazón del barrio: el opio y el mayón, el teatro y las putas, las sociedades y la lotería, las fiestas, las peleas, las pandillas y los usureros, las fondas baratas y los restaurantes con reservados” (45). El propio pasado de Juan Chion y Francisco Chiú esconde páginas oscuras de venganza. Ambos asesinaron al capitán griego causante de la muerte del hermano de Francisco y de otros 17 chinos.
En la lógica determinista que cifra la novela, los hijos de Chion y Chiú no podían ser muy distintos a sus padres. Aunque criados en el entorno revolucionario, heredan el componente delictivo que parece encapsular lo chino. Panchito Chiú asesina a Pedro Cuang para encontrar el mapa del dinero del juego que guardaba Cuang. Es descrito como vago y delincuente. Además, porta un arma. Patricia Chiong, por su parte, es policía. Sin embargo, existen ciertas pistas que permiten sospechar que se dedica además a otro trabajo en su tiempo libre. Por una parte, Juan Chion le pide a Mario Conde en dos ocasiones que hable con su hija, porque “está loca, loca” y “to los días llega taldísimo” (Padura, La cola de la serpiente 26, 137). Mario Conde, por otra parte, la percibe como “una ninfómana frenética e hija de la gran puta”; “puta como ella sola” (Padura, La cola de la serpiente 26, 27). En un plano menos explícito y en relación con la escasez de todo tipo de productos en La Habana, habría que apuntar la variedad de platos y bebidas que Juan Chion puede cocinar y la merienda que Patricia lleva al Conde: “un pan recién horneado, un pedazo de queso, unas lascas de jamón curado, unos pasteles (¿de coco o de guayaba?) y un termo del cual serviría dos tazas grandes de café con leche. ¿Todavía existían esas cosas? Conde no lo hubiera creído si no lo hubiera visto” (104). Lo sospechoso de estos pasajes es que, para el Conde, policía igual que Patricia, ya no se encuentran estos víveres en La Habana. ¿Cómo los obtiene entonces Patricia? El texto solo ofrece como respuesta la pregunta del Conde de si Patricia ha utilizado su cuerpo “todas sus armas” para que el Conde deseche las pruebas que incriminan a Francisco Chiú (104).
En La cola de la serpiente, por otra parte, hay una insistencia en que la cultura china en Cuba está desapareciendo, con lo cual Padura esgrime un proceso de borrado de la comunidad y del espacio céntrico que ocupa en la ciudad. Esta muerte del Barrio Chino se describe explícitamente:
Pero el Barrio que empezaba a dibujarse con las remembranzas de Juan Chion resultaba muy distinto a los callejones sucios y lúgubres por los cuales ahora caminaban los tres hombres: del esplendor físico de esas calles sólo quedaban los apelativos antiquísimos (Zanja, en honor a la zanja real; Rayo, por la centella que un día mató a dos negros), las letras chinas en el balcón de alguna sociedad familiar o de ayuda mutua, y una cierta sordidez indestructible. Este Barrio se muere y el que Juan conoció por el año 1930 vivía y gritaba. (45)
Para Mario Conde “en realidad, del espíritu de ese lugar que por las palabras de Juan imaginaba cada vez más colorido y agitado, apenas quedaba aquel olor denso pero inapresable, y la memoria de unos cuantos chinos en vías de extinción, todos tan viejos y esquivos como Juan Chion o el difunto Pedro Cuang” (Padura, La cola de la serpiente 45)[8].
El olor a chino será precisamente uno de los estereotipos más acudidos: “hay un olor peculiar en esos lugares donde viven muchos chinos. No sé a qué será, es una peste dulzona, como el vapor de una lavandería. Se te mete así por la nariz y tienes que decir: esto es olor a muchos chinos” (29). El olor a chino será asociado además con el olor de la basura (89); con el olor a semen viejo (102), y será concebido por el Conde como “muy penetrante y peculiar”, el único olor que el personaje puede distinguir en una ciudad “pródiga en perfumes, y, sobre todo, en hedores” a pesar de tener el olfato atrofiado por fumar (55). ¿Qué persigue Padura demostrar con la insistencia en presencia del olor a chino que genera desagrado no solo en el Conde, sino también en el mayor Rangel y en el sargento Manolo (todos los personajes no integrantes de la comunidad del cuerpo policial)?
Sara Ahmed en “The performativity of disgust” explica una de las posibles relaciones entre el disgusto y el poder, que podría ser útil a los efectos del presente trabajo:
The relation between disgust and power is evident when we consider the spatiality of disgust reactions, and their role in the hierarchizing of spaces as well as bodies. As William Ian Miller has argued, disgust reactions are not only about objects that seem to threaten the boundary lines of subjects, they are also about objects that seem ‘lower’ than or below the subject, or even beneath the subject (Miller 1997: 9)
A la luz del texto de Ahmed, se comprende que el índice del olor deviene un recurso para representar a la comunidad china como una otredad, una excreción, desecho del cuerpo de lo nacional, delictiva y opuesta a los valores de aquellos individuos que sienten su hedor exacerbado: los policías, representantes de la voz estatal[9]. Esa eyección de los marcos de lo nacional queda sintetizada a la mitad de la novela, cuando se define qué entiende el autor por lo cubano:
Cuando Conde vio colgado de una pared, junto al altar católico presidido por un crucifijo y por la virgen de Regla, la santa cubana de rostro negro, aquel diploma del Gran Consistorio del Grado 33 de la masonería cubana, a favor del hermano Marcial Varona, supo que se hallaba frente al hombre adecuado: un arca de saberes sin fondo y una muestra viva de qué coño significaba ser cubano. (79)
A manera de conclusión
De la mano de Mario Conde se asiste a la representación nostálgica de una comunidad moribunda. Los chinos en Cuba, defiende La cola de la serpiente, se han convertido en un cuerpo agonizante camino a la extinción. A pesar de pretender rendir homenaje a los miles de culíes que llegaron a La Habana en busca de mejoras económicas desde el siglo XIX, Padura no logra despegar de las simbologías reduccionistas y las representaciones estereotipadas. La construcción de la comunidad china que erige La cola de la serpiente hace pensar una vez más en Bhabha y en las visiones que en ocasiones se esgrimen buscando trazar una visión representativa de un grupo o de una sociedad. Se está en presencia de “una condición de potencial vacío, imaginada como capaz de comprenderlo todo, aunque sin poder dar pruebas de haber comprendido nada” (72).
Bibliografía
Aguilar, Karla. «Márgenes de la ciudad como márgenes de la nación en La cola de la serpiente de Leonardo Padura.» Perífrasis, vol. 7, num., 14, Bogotá, julio-diciembre 2016, pp. 52-63.
Ahmed, Sara. The cultural politics of emotion. Edinburgh: Edinburgh University Press, 2014.
Bhabha, Homi. El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial, 2002.
Coronel, Rogelio Rodríguez. «O rastro do dragão em quatro narradores cubanos» ALEA, vol. 15, num.1, 2013, pp. 80-99.
Hernandez-Reguant, Ariana. Cuba in the Special Period. Culture and ideology in the 1990s. New York: Ediciones algrave and Macmillan, 2009.
Ortiz, Fernando. «Los factores humanos de la cubanidad.» Perfiles de la cultura cubana, 2002, pp. 1-15. Disponible en <http://www.perfiles.cult.cu/articulos/factores_cubanidad.pdf>.
Padura, Leonardo. El viaje más largo. La Habana: Plaza Mayor, 2002.
—. La cola de la serpiente. Camagüey: Ácana, 2011.
[1] Una década después, Miguel Barnet en Una botella al mar (2015) se preguntaba: “Qué haremos con ellos, con los chinos de China? / ¿Les enseñaremos a bailar la conga y tomar café?” (289).
[2] El capítulo tercero de la noveleta insiste en la formación literaria y cultural del Conde, que debe remitir a la propia formación del escritor en su preparación como filólogo. Se alude desde los mitos clásicos, y la utilidad de entenderlos para comprender problemas modernos de la psicología, pasando por la literatura dantesca, la novelista francesa y rusa del XIX, Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, Carson, hasta Faulkner, Camus, Kafka (Padura, La cola de la serpiente 37).
[3] La literatura -y el arte todo- de los años 90 tuvo una marcada vocación pedagógica. En su seno se discutirán y reflejarán problemas que en los medios de difusión masiva estatales eran pasados por alto. Para tener un acercamiento a las características de la literatura en el periodo consultar Cuba in the Special Period, de Ariana Hernández Reguant y Cuban currency: The dollar and “Special Period” Fiction, de Esther Whitfield.
[4] Aníbal Quijano en Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina reflexiona cómo después de la conquista y colonización de América, Europa utilizó el criterio de raza, en tanto que categoría biológica, como base de la diferencia entre los pueblos y como estrategia de control hegemónico.
[5] Rogelio Rodríguez Coronel menciona el caso de la novela Carmela como ejemplo ilustrativo de las estratificaciones sociales en el siglo XIX. El chino acomodado ocupa un lugar entre el blanco y el afrocubano. Resulta curioso que, en esta novela, el personaje representante de la cultura china, Cipriano, se suicide en respuesta a la traición de Carmela, una mulata que había sido rechazada cuando ya estaba embarazada por Joaquín, un hombre blanco y de clase acomodada. Para más detalles, consúltese O rastro do dragão em quatro narradores cubanos.
[6] Ariana se refiere a esta escasez cuando describe algunas de las complejidades de la vida en Cuba en aquellas décadas: “Raising pigs in bathubs, making omelets without eggs and pizzas with melted condoms, getting married for the stated-allocated free case of beer, and other epic tales of survival, seldom void of black humor, for the lore of the time”. (Hernandez-Reguant 2)
[7] Mario Conde expresa que “no le disgustaba mucho haber convertido a un hombre tan cabal como Juan Chion en su chino modelo. El viejo se lo merecía” (22).
[8] Otro pasaje ilustrativo de la condición del Barrio Chino sería el que sigue: “En aquel retorno se toparía con un sitio mucho más degradado, casi en ruinas, asediado de basureros desbordados y delincuentes de todos los colores y profesiones: había bastado el lapso de los quince años transcurridos entre las dos inmersiones en la vecindad para que de la antigua estirpe del Barrio Chino —nunca demasiado excelsa— sólo quedaran poco más que el nombre que lo distinguió entre los cincuenta y dos barrios reconocidos de La Habana y algún letrero mohoso e ilegible, capaz de identificar una vieja sociedad o algún comercio montado por aquellos emigrantes. Y, únicamente si se tenía mucha persistencia, quizás conseguir encontrar cuatro o cinco chinos acartonados, polvorientos como piezas de un museo olvidado: los últimos sobrevivientes de una larga historia de convivencia y desarraigo que parecían estar cumpliendo la función histórica de remanentes visibles de las decenas de miles de chinos que, llegados a la isla lo largo de un siglo de constantes migraciones, una vez le dieron forma, vida y color a aquel rincón habanero” (15).
[9] Paradójicamente, el índice del fuerte olor a chino, el único que siente Conde en la ciudad, invita a la sospecha de si se está efectivamente frente a la desaparición del cuerpo que lo produce.