Traducir lo animal y su desborde: poemas de Natalie Diaz y Mary Oliver

Valeria Canelas

Universidad Complutense de Madrid

“el pensamiento del animal, si lo hay, depende de la poesía.”

                                                    Jacques Derrida, El animal que luego estoy si(gui)endo

Leer poesía en una lengua que no se domina constituye, sin lugar a dudas, un reto. Sin embargo, en ocasiones hay cierta sonoridad en esas palabras, que hemos ido aprendiendo desde el inicial extrañamiento, que nos conmueve profundamente. Existen ciertos momentos del poema en los que misteriosamente podemos sentir las intensidades que se producen cuando dos palabras inesperadas se encuentran en un verso. En la lectura, encontramos pausas producidas por la disposición de unos versos que no comprendemos del todo pero que logran que nuestra respiración se acompase con el poema. Es así como podemos llegar a decir que sentimos el poema, antes incluso de comprenderlo. Después de todo, quizás esta sea una sensación propia de la lectura de poesía, aún en lengua propia.

Recuerdo cuando leí por primera vez los poemas de Natalie Diaz (California, -) y Mary Oliver (Ohio, 1935). Recuerdo esa sensación de deslumbramiento que ocasionaba que las palabras que no entendía del todo se fueran revelando en mi proceso de lectura. Era esta una revelación que no dependía exclusivamente del significado sino también de todos aquellos núcleos de sentido que operaban en sus poemas, desbordando la palabra. Algo similar ocurre cuando nos enfrentamos, sin previo aviso, con la presencia de un animal inesperado: puro desborde de una experiencia hasta ese momento controlada. Algo similar sucede también con ese diálogo, en ocasiones infructuoso, que se establece con los animales con los que compartimos nuestra vida.  Podemos decir, entonces, que al igual que sucede con los poemas en una lengua que nos es ajena, nuestra relación con los animales está atravesada por los distintos lenguajes que compartimos. Enfrentarnos a lo animal es, en este sentido, una experiencia constante de traducción.

En su poema Her Grave, Mary Oliver se encarga de cuestionar la prepotencia humana en comparación con la actitud de los animales a la hora de entablar su respectiva relación con el mundo a su alrededor. Ninguno de ellos se cree dueño o artífice de la realidad que lo circunda, son demasiado sabios para eso, concluye Oliver. Quizás esta prepotencia nos venga dada por la creencia de que el lenguaje nos pertenece y la seguridad de que el mundo en su totalidad es traducible y se corresponde rígidamente con las palabras con las que nombramos lo real. Quizás la traducción, precisamente, se trate de lidiar con la imposibilidad que la precede y que es, al mismo tiempo, su condición de posibilidad. Quizás traducir lo animal sea enfrentarnos a dos niveles de imposibilidad y, sin embargo, intentar que el poema ocurra, que lo animal desborde la experiencia del lenguaje. Es, precisamente, puro desborde lo que genera la aparición de los animales en el poema de Natalie Diaz. Una conversación familiar claramente signada por la incomprensión propia de vivir en dos realidades distintas –la de la enfermedad del hermano y la de la pretendida normalidad de la hermana, que es la voz poética– repentinamente se ve suspendida por unos animales que irrumpen y arrasan los límites establecidos entre lo que se piensa real y aquello que lo excede.

En ambos poemas lo animal funciona como un enigma que se desborda y termina apoderándose del universo construido y del misterio que lo sostiene: la enfermedad, en el poema de Diaz, y la muerte, en el de Oliver. Lo animal, siempre extranjero, palpita con la misma intensidad en la lengua propia  y en la ajena. Traducir estos poemas fue para mí enfrentarme a la estela de un animal salvaje (la lengua extranjera) que huyó después de haberme regalado ese instante en el que ambos nos contemplamos. Intenté, en ambos casos, reproducir esa fascinación inicial, ese enigma palpitante que una y otra vez vuelve a mí cada vez que los leo. En el poema de Diaz, este enigma se muestra en la contundente irrupción de los animales de su particular arca; en el texto de Olivier, por su parte, se aborda mediante la contención de la despedida. En ambos poemas todo aquello que supera a las experiencias escritas constituye, me parece, el núcleo de sentido que es intraducible porque opera mayormente en el silencio, que, de una forma u otra, posibilita todas las lenguas.

De Dog Songs

Mary Oliver

Penguin Books, 2013

Her Grave

She would come back, dripping thick water, from the green bog.
She would fall at my feet, she would draw the black skin
from her gums, in a hideous and wonderful smile—–
and I would rub my hands over her pricked ears and her
cunning elbows,
and I would hug the barrel of her body, amazed at the unassuming
perfect arch of her neck.
It took four of us to carry her into the woods.
We did not think of music,
but, anyway, it began to rain
slowly.
Her wolfish, invitational, half-pounce.
Her great and lordly satisfaction at having chased something.
My great and lordly satisfaction at her splash
of happiness as she barged
through the pitch pines swiping my face with her
wild, slightly mossy tongue.
Does the hummingbird think he himself invented his crimson throat?
He is wiser than that, I think.
A dog lives fifteen years, if you’re lucky.
Do the cranes crying out in the high clouds
think it is all their own music?

A dog comes to you and lives with you in your own house, but you
do not therefore own her, as you do not own the rain, or the
trees, or the laws which pertain to them.
Does the bear wandering in the autumn up the side of the hill
think all by herself she has imagined the refuge and the refreshment
of her long slumber?
A dog can never tell you what she knows from the
smells of the world, but you know, watching her, that you know
almost nothing.
Does the water snake with his backbone of diamonds think
the black tunnel on the bank of the pond is a palace
of his own making?
She roved ahead of me through the fields, yet would come back, or
wait for me, or be somewhere.
Now she is buried under the pines.
Nor will I argue it, or pray for anything but modesty, and
not to be angry.
Through the trees is the sound of the wind, palavering
The smell of the pine needles, what is it but a taste
of the infallible energies?
How strong was her dark body!
How apt is her grave place.
How beautiful is her unshakable sleep.
Finally,
the slick mountains of love break
over us.

Su tumba

Ella solía regresar, goteando agua espesa, de la turbera verde.
Ella caía a mis pies, ella recorría la piel negra
de sus encías, en una espantosa y maravillosa sonrisa–
y yo frotaba con mis manos sus orejas puntiagudas y sus
graciosos codos
y abrazaba el barril de su cuerpo, maravillada ante el modesto
arco perfecto de su cuello.
Necesitamos cuatro de nosotros para cargarla hacia el bosque.
No pensamos en la música,
pero, de todas maneras, empezó a llover
lentamente.
Su medio abalanzarse voraz, por invitación.
Su enorme y señorial satisfacción de haber estado persiguiendo algo.
Mi enorme y señorial satisfacción ante su chapoteo
de felicidad mientras irrumpía
entre los pinos broncos repasando mi cara con su
salvaje, ligeramente musgosa lengua.
¿El colibrí piensa que él mismo inventó su garganta carmesí?
Es demasiado sabio para eso, pienso.
Una perra vive quince años, eso si tienes suerte.
¿Las grullas que gruyen entre las nubes altas
piensan que todo es su propia música?

Una perra viene a ti y vive contigo en tu misma casa, pero no
por eso la posees, como no posees la lluvia, ni los
árboles, ni las leyes que les pertenecen a ellos.
¿La osa vagando arriba en la colina durante el otoño
piensa que ella sola ha imaginado el refugio y el reparo
de su largo sueño invernal?
Una perra nunca puede decirte lo que sabe de los
olores del mundo, pero comprendes, al mirarla, que lo que sabes
es casi nada.
¿La serpiente de agua con su columna de diamantes piensa
que el túnel negro en la orilla del estanque es un palacio
que ella misma ha hecho?
Ella me adelantaba vagabundeando a través de los campos, aunque volvía, o
me esperaba, o estaba en algún lado.
Ahora está enterrada bajo los pinos.
No lo discutiré, ni rezaré por nada más que humildad, y para
no estar enojada.
A través de los árboles pasa el sonido del viento, parloteando.
El olor de las agujas de pino, ¿qué es sino una prueba
de las infalibles energías?
¡Cuán fuerte era su cuerpo negro!
Cuán apto es el lugar de su tumba.
Cuán hermoso es su inquebrantable sueño.
Finalmente,
las resbalosas montañas de amor rompen
sobre nosotros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De The Best American Poetry 2015

Eds. David Lehman y Sherman Alexie

Scribner Books, 2015

Natalie Diaz

It was the animals

Today my brother brought over a piece of the ark

wrapped in a white plastic grocery bag.

He set the bag on my dining table, unknotted it,

peeled it away, revealing a foot-long fracture of wood.

He took a step back and gestured toward it

with his arms and open palms —

It’s the ark, he said.

You mean Noah’s ark? I asked.

What other ark is there? he answered.

Read the inscription, he told me,

it tells what’s going to happen at the end.

What end? I wanted to know.

He laughed, What do you mean, “what end”?

The end end.

Then he lifted it out. The plastic bag rattled.

His fingers were silkened by pipe blisters.

He held the jagged piece of wood so gently.

I had forgotten my brother could be gentle.

He set it on the table the way people on television

set things when they’re afraid those things might blow-up

or go-off — he set it right next to my empty coffee cup.

It was no ark —

it was the broken end of a picture frame

with a floral design carved into its surface.

He put his head in his hands —

I shouldn’t show you this — 

God, why did I show her this?

It’s ancient — O, God,

this is so old.

Fine, I gave in, Where did you get it?

The girl, he said. O, the girl.

What girl? I asked.

You’ll wish you never knew, he told me.

I watched him drag his wrecked fingers

over the chipped flower-work of the wood —

You should read it. But, O, you can’t take it — 

no matter how many books you’ve read.

He was wrong. I could take the ark.

I could even take his marvelously fucked fingers.

The way they almost glittered.

It was the animals — the animals I could not take —

they came up the walkway into my house,

cracked the doorframe with their hooves and hips,

marched past me, into my kitchen, into my brother,

tails snaking across my feet before disappearing

like retracting vacuum cords into the hollows

of my brother’s clavicles, tusks scraping the walls,

It was no ark —

it was the broken end of a picture frame

with a floral design carved into its surface.

reaching out for him — wildebeests, pigs,

the oryxes with their black matching horns,

javelinas, jaguars, pumas, raptors. The ocelots

with their mathematical faces. So many kinds of goat.

So many kinds of creature.

I wanted to follow them, to get to the bottom of it,

but my brother stopped me —

This is serious, he said.

You have to understand.

It can save you.

So I sat down, with my brother wrecked open like that,

and two-by-two the fantastical beasts

parading him. I sat, as the water fell against my ankles,

built itself up around me, filled my coffee cup

before floating it away from the table.

My brother — teeming with shadows —

a hull of bones, lit only by tooth and tusk,

lifting his ark high in the air.

Eran los animales

Hoy mi hermano trajo un pedazo del arca

envuelto en una bolsa blanca de plástico.

Puso la bolsa sobre la mesa del comedor, la desató,

la abrió, revelando treinta centímetros de madera fracturada.

Dio un paso atrás y señaló hacia la mesa

con sus brazos y manos abiertas.

Es el arca, dijo.

¿Te refieres al arca de Noé? le pregunté.

¿Qué otra arca existe? respondió.

Lee la inscripción, me dijo,

anuncia lo que va a pasar al final.

¿Qué final? yo quise saber.

Él se rió, ¿qué quieres decir con “qué final”?

El final final.

Entonces la levantó. La bolsa de plástico cascabeleó.

Sus dedos estaban sedosos por las ampollas de la pipa.

Sostuvo el pedazo de madera dentada con tanta ternura.

Había olvidado que mi hermano podía ser tierno.

Lo puso encima de la mesa como las personas en la televisión

cuando temen que estas cosas quizás se activen

o exploten — lo puso justo al lado de mi taza de café vacía.

Eso decididamente no era arca —  (no había ningún arca)

era la parte rota de un marco

con un diseño floral tallado en su superficie.

Puso la cabeza entre sus manos —

No debería mostrarte esto — 

Dios, ¿por qué se lo he mostrado?

Es ancestral — oh, Dios,

es tan antiguo.

Está bien, me rendí, ¿dónde lo has conseguido?

La chica, dijo. Oh, la chica.

¿Qué chica? pregunté.

Desearás no haberlo sabido nunca, me dijo.

Lo vi arrastrar sus dedos encallados

sobre el trabajo floral astillado de la madera—

Deberías leerlo. Pero, oh, no podrás soportarlo — 

no importa cuántos libros hayas leído.

Estaba equivocado. Podía soportar el arca.

Podía incluso soportar sus dedos jodidos maravillosamente.

El modo en que casi brillaban.

Eran los animales — los animales lo que no podía admitir —

ellos avanzaron y entraron en mi casa ,

rompieron el marco de la puerta con sus pezuñas y sus lomos,

marcharon frente a mí, entraron en mi cocina, entraron en mi hermano,

colas serpenteando por mis pies antes de desaparecer

como cables de aspiradora enrollándose en las huecos

de las clavículas de mi hermano, colmillos raspando las paredes,

intentando llegar a él — ñúes, cerdos,

los órices con sus negros cuernos conjuntados,

jabalíes, jaguares, pumas, rapaces. Los ocelotes

con sus caras matemáticas. Tantos tipos de cabra.

Tantos tipos de criatura.

Quería seguirlos, llegar hasta el fondo de esto,

pero mi hermano me detuvo —

Esto es serio, dijo.

Tienes que entenderlo.

Puede salvarte.

Así que me senté, con mi hermano como un naufragio abierto

y las bestias fantásticas de dos en dos

llevándolo en procesión. Me senté, mientras el agua caía contra mis tobillos,

levantándose en torno a mí, llenó mi taza de café

antes de que la arrastrara lejos de la mesa.

Mi hermano — repleto de sombras —

un casco de huesos, iluminado sólo por diente y  colmillo,

alzando su arca bien alta en el aire.

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