BLACK OUT, de María Moreno

 

Nadia Villafuerte
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Mientras leo Black Out, de María Moreno, pienso en ninguna posible definición: crónica generacional, relato, réquiem por una época extinta o por los amigos muertos (de entre los cuales ella es la sobreviviente que narra), mapa de los barrios periféricos de Buenos Aires (o de la frontera entre algunos de ellos), compendio de aforismos que una querría gritar en su pared (“escribir no me ha quitado las ganas de tirarme por la ventana”, por ejemplo), poema de una mujer que se arrastra entre páginas, apunte informal de noches sin sosiego, elegía al alcohol y la escritura como quien funda a través de ellas su propio territorio geográfico (del cual el cuerpo se exilia), autobiografía, relato de lo que falta (como si el propio texto al avanzar, borrara), diario de días sin alcohol y más allá del alcohol.

Y cuando anoto autobiografía, sobrevienen las preguntas más elementales: ¿qué relación tiene el sujeto que narra con la historia que se cuenta a sí mismo y a los demás? ¿Qué tanto hay de control en lo que se cuenta y qué tanto esa voz ha emitido con la menor interferencia aquellas palabras que brotan del interior? Por encima de todo, dada la cantidad de material que se acumula cuando se cuenta la historia de una generación, de un periodo, de los fragmentos más importantes de una vida –aquellos cincelados por placer y dolor–, ¿qué se queda fuera teniendo en cuenta que lo que se omite sin pensar, sin pensar de forma consciente, puede ser la clave de las verdades más profundas? ¿Y cómo sabemos qué es lo que se deja fuera del relato de manera inconsciente?

 

Para hablar de lo que se queda fuera, iniciaría con lo que María Moreno recupera. La autora afirma en algún punto que todo escritor propone una forma de leer. Este es un libro en el que toda referencia (la literaria, la de la mitología familiar, la de las exaltaciones de la adicción), está sometida a la función de la forma. A su trastorno. Black Out es un híbrido heredero de las vanguardias. Por un lado nos sitúa en la vívida crónica de los años 60 y 70 en Buenos Aires, una época en la que al periodismo y la literatura le bastaban “la carencia de la discreción y el uso de la maledicencia”, o la sospecha. Por ese ese retrato íntimo y generacional atestiguamos la nostalgia de un periodo en el que los géneros literarios, los personajes reales y los  ficticios, los recuerdos reales y los inventados, se mezclan. Desfilan aquí Sarmiento, el Martín Fierro, los gauchos, el coronel Mansilla, Perlongher, Lamborghini, Copi, Piglia, esa genealogía de los que se emborracharon y en específico de quienes cruzaron el umbral: Miguel Briante, Norberto Soares, Claudio Uriarte, Charlie Feiling, Jorge Di Paola, Héctor Libertella, personajes interpelados por Moreno, con quienes aprendió el coste físico y afectivo de habitar las contradicciones generadas por el alcohol.

Hay otro ruido de fondo en esta parte del relato: el de las oficinas de los periódicos, el de las calles y bares, ahí donde la experiencia compartida era una forma de impugnar el progresismo bien pensante mediante la voluntad de la crítica. Ese ruido de fondo de las máquinas de escribir, de la angustia por terminar un artículo para cobrar un cheque, enfatiza además la materialidad de la escritura: esa fantasmagoría de los objetos de la que hablaba Marx, aparece aquí para decirnos que debajo de cada texto a destajo, debajo del mundo de las palabras en su presencia visible, estuvo siempre el rastro material de dicho trabajo, tan preñado de sentido y capaz de reclamar tanta atención como la ‘obra’ misma reconocida e identificable. En este retrato epocal el alcohol tiene una presencia protagónica. Propiciador de un ánimo comunitario o de pertenencia, también nos permite ver al alcohol como “un elemento capaz de anestesiar o liberar el sistema sinestésico en el marco de las labores embrutecedoras del trabajo” (la cita es de Susan Buck-Morss). ¿Forzaría la lectura si imagino al alcohol como un desinhibidor a esa conciencia saturada por la mecánica laboral? ¿Se imponía el alcohol como un estímulo para avivar la percepción de quienes escribían? En esa crisis de percepción, tal vez el alcohol ejercía el papel de restaurar la “perceptibilidad”. No lo sé.

Quizá esto encaje mejor en esa crónica que Moreno hace sobre los barrios. De hecho, es en el salto entre ese espacio interior (la casa) y la calle cuando el alcohol adquiere su relevancia. Porque si en casa Moreno hereda el alcohol como si se tratase de una posesión contradictoria (algo maldito y a la vez purificador), y es la madre de la autora quien le enseña a usar el alcohol para alejarla de los gérmenes del mundo, es en la calle donde el alcohol expandirá la percepción: Moreno se empapará de muchedumbre y pueblo, en esas fronteras barriales en las que suenan la lambada, el chamamé y las cumbias pero también los acentos migrantes (los nombres con un dejo de idish, el antiguo pregón de “beines, beinetas, jabones, jabonetas). La autora descubrirá en esas calles lo mismo a las putas enseñando catecismo a domicilio, que a algunas ancianas tatuándose números telefónicos en los brazos por temor a la falta de retentiva, así como a otros personajes emergiendo de un lugar esquivo, seres y recuerdos que serán inaccesibles hasta que la capacidad de evocar del alcohol y la resaca se los devuelva.

(¿Se convirtió después el alcohol en la sustancia que al entrar en contacto con la memoria de su cuerpo, le permitió condensar químicamente la ordenación y desordenación del mundo? ¿Ayudó a que el tiempo pudiera ser desmembrado y recuperado de otro modo? Sí. El alcohol posibilitó, además, su entrada a un entorno dominado por los hombres. “Estaba convencida de que más que ganar la universidad las mujeres debíamos ganar las tabernas”. Esta declaración de principios fue, para Moreno como para otras escritoras, una manera de ser advertidas en un universo en el que bebida y escritura masculina constituía una alianza inobjetable: “Un borracho que pertenezca a una tribu de abolengo puede ser gracioso; una dama, repulsiva”. Cuerpo encarnado en un tiempo histórico, en un lugar en el que la autora es consciente de batallar en comarcas misóginas, lo que hay en Black Out es una refutación a esa idea porque el alcohol le da al cuerpo otras posibilidades: la narradora es toda fluidos, se transfigura con ellos. Este es un retrato para nada fotogénico que, por el contrario, busca descomponer los mecanismos discursivos con los que se idealiza y vacía a las mujeres, ahí donde se les ve desde el lado higiénico de la fantasía: el alcance de este gesto no debe subestimarse, pues es una desafiante embestida que propone una particular relación entre vicio y placer, entre el deseo y sus derivas de incomodidad (el fuego áspero en la garganta a cambio de la calma embotada), entre la sumisión históricamente impuesta a las mujeres y el acto de auto-afirmarse mediante una lista de agravios y beligerancias (llamarse a sí misma “mentirosa”, “roñosa”, “maleducada”), entre el músculo ceñido por la timidez y ese coraje del cuerpo después del alcohol para abrirse al tacto y la compañía de los otros, a la soledad y al goce sexual (¿no es “botella”, por cierto, para María Moreno, una palabra que incluía al él y al ella de los amantes?). Este es el cuerpo de una mujer que sangra, huele mal, pierde el sentido y se confiesa vía pseudónimo con franqueza: “Mi cuerpo olía mal. A trapo macerado en alcohol, a sudor seco. Quiero imaginarme que no a sexo ni a queso porque me lavaba por partes en una palangana colocada junto a la cama para eludir la distancia friolenta del cuarto de baño, ubicado del otro lado del pasillo”.

En otra época y otra circunstancia, Marguerite Duras escribe: “El alcoholismo llega al escándalo con la mujer que bebe: una mujer alcohólica es rara, grave. Lo que se ataca es la naturaleza divina. He reconocido este escándalo a mi alrededor”. Moreno la invoca como lo hace con Dorothy Parker, quien también levantó el vaso para reivindicar la elección del vicio y la escritura (la literatura como enfermedad terminal que, igual al alcohol, diezma las defensas pero hincha las páginas), pero también la elección a morir, pues “el objeto de adicción ha devenido entonces precisamente la capacidad de escoger libremente la salud o la falta de ella” (para decirlo con Eve Kosofsky Sedwick), incluso si dicha voluntad nunca es pura. Cierro este paréntesis para afirmar que en Moreno el acto de beber parece un ejercicio de destrucción y al mismo tiempo de libertad, mientras que la escritura traslada lo que hay inexpresado en ese trayecto: “la cura es capaz de intervenir llevándonos a una angustia de otro género”, acota la autora. Después de todo, el impulso de convertirnos en instrumentos de nuestra propia ruina tiene una respuesta tan antigua como el acto de narrar: sólo así se ponen nuestras historias en marcha. “Ver de más –dirá Moreno– es crear un punto de distancia, en ese salir de nosotros dos hay una trama”).

 

La calle es, pues, el espacio en el que Moreno aprende que “la idea de pueblo excluía la lucha política pero era, en cambio, una lucha de lenguas, de puestas en escena, de vestuarios, de aceras donde se disputaba otro tipo de patria gracias a la diversidad étnica y a las lenguas, de cuartos a la intemperie como misterios por descifrar en los cuales estaba, por supuesto, la presencia consoladora del alcohol: vasos vacíos, copitas diminutas, botellas solitarias el delirium tremens de cuando en cuando alcanzando a los inquilinos”. En este territorio sí que cabe indagar con más sustancia la relación entre el alcohol y la anestesia de los sentidos. Moreno, a través de los microensayos, llega a reflexiones cercanas a las que Susan Buck-Morss se plantea en relación al alcohol como anestésico.

El pueblo era pueblo –acota Moreno– porque bebía. Quizá otra de las formas de entender la relevancia del alcohol en este escenario tenga qué ver con pensar una nueva historia de la Argentina con el alcohol como elemento fundacional. Adentro, en el mundo de la ficción, en algunos libros que Moreno rescata como Una excusión a los indios ranqueles, de Lucio Mancilla, “no hay violencia sin alcohol: (…) el cacique bebe entre los suyos, el aguardiente es el máximo signo de poder que exhibe el cristiano sobre los indios, y los indios ebrios roncan, vomitan, se revuelven por el suelo, hechos un montón”. Lo mismo pasa con la figura de El cantor, de Sarmiento, en la que el gaucho argentino bebe hasta matar. “Si David Viñas dijo que la literatura nacional empieza con una violación, habría que corregirlo un poco diciendo que empieza con un mamarán”. Afuera, en el paisaje realista de la ciudad, en esos barrios llenos de prostitutas, obreros y desocupados que Moreno recorrió para escribir sobre ellos, el alcohol aparece asociado a la enfermedad y la miseria propias de la urbe como experiencia moderna, a los modos en los que alcohol parecía inscribirse en las rutinas para anestesiar la capacidad sinestésica del cuerpo y bloquearlo de su realidad, destruyendo el poder de su organismo. Ahora bien, si el trabajo y sus rutinas normando la mirada terminaban dañando los sentidos y el aprendizaje se convertía en adiestramiento y la destreza en repetición, es cierto que en esta crónica urbana el alcohol abría por igual las posibilidades de que los trabajadores alienados rompieran esa cosificación cuando el bar se vislumbraba como la contraparte de la fábrica: “Cuando se cerraba una taberna, el motivo no era el embotamiento de los sentidos que amenazaba la productividad de las fábricas, sino la posibilidad de que, en ese espacio, los obreros complotaran al intercambiar información, ideando estrategias de lucha o, mediante cierto equilibrio en su borrachera, soltaran la lengua sin utilidad alguna para sus patrones, a fin de liberar sentimientos y sueños”, escribe Moreno.

Si para Buck-Morss el alcohol hace que el shock emerja de la profundidad y que registre el descalabro, en los bares descritos por María Moreno el alcohol “se desliza ciertamente por los distintos órganos para limpiar y calentar el interior del cuerpo, como si se tratara de un nuevo nacimiento, a la vez que anestesia los efectos del trabajo diario”. Moreno, como Buck-Morss, intuyen que en ese núcleo social donde se revelan los lastres del régimen totalitario del trabajo, los nervios están destrozados y sucumbe la fragmentación de la psique, la neurastenia del sistema fabril. Parecen saber, además, que por ese motivo el alcohol como técnica anestésica produce las “sensaciones voluptuosas”, las “engañosas propagandas de felicidad” por las cuales el cuerpo recibe un sedante para que ese mismo cuerpo “contemple su propia destrucción con placer”.

El mismo efecto sedante tendrá el alcohol en una época de dictadura y desapariciones consentidas por el terrorismo de estado. En esta crónica de época, no figura la militancia, como apunta Moreno, tampoco se asoman los campos de tortura, las ejecuciones, los cuerpos desaparecidos. Sin embargo, en la percepción inconsciente, en el embotamiento de los sentidos, se distinguen las astillas sueltas, los efectos profundos de la violencia en la vida cotidiana. Inevitable establecer analogías y no pensar que en este escenario, el cuerpo se convirtió en superficie, una especie de armadura contra la fragmentación y el dolor, ahí donde el alcohol permitía anestesiar el trauma. Un shock de esa naturaleza “adormece los sentidos, retarda el organismo, reprime la memoria, bombardea la mente por impresiones fragmentarias hasta que los sentidos ven demasiado y no registran nada” (la cita es otra vez de Buck-Morss). Inevitable constatar que a pesar de la anestesia de los sentidos, la escritura, aún resquebrajada, se encarga de recolectar los miembros rotos del pasado.

La escritura de este libro traza, por cierto, la forma en como ese pasado político se recuerda: nos entrega al contrapunto entre el relato individual en discordancia con el relato colectivo, nos arroja a la relevancia afectiva de este desajuste. Porque se bebe y se bebe, se trata de olvidar, diría Moreno, incluso si la angustia no se va: el alcohol termina abandonando el cuerpo, dejándolo solo con toda esa experiencia duplicada dentro mientras una memoria involuntaria olvida y descifra.

Black Out nos regala esa fisura. A medida que se avanza, más allá de la continuada repetición de las tres partes que conforman el libro, no deja de sentirse el tajo entre párrafos como un vacío. Vacío, no. Quizá lo correcto sea volver al título para hablar de block out: los hoyos negros, las lagunas entre episodios, la represión o algo que llegado cierto punto podemos llamar olvido. Inquieta la forma en que un episodio deja fuera otro acontecimiento significativo del que probablemente no sabremos nada, a menos que escarbemos (porque no hay catarsis cuando se escribe, como dice Moreno: escribir es escarbar).

Lo que hay en estos black outs son recuerdos obturados que no quieren recuperarse, aunque exista esa posibilidad. Ese vacío, esa supresión, es necesaria (la represión es la base de la civilización, dirá en consonancia Freud). En la teoría clásica psicoanalítica, la represión no es algo condenado al fracaso sino un modo de proteger la psique de la incomodidad y el dolor, un corolario psicológico a los sistemas defensivos intrínsecos a la experiencia humana. No existe zona libre de defensas: igual que no podemos escapar de la subjetividad, tampoco podemos ir más allá de las defensas que delimitan y protegen la percepción y la perspectiva.

En Black Out, además de las muchas interrogantes, importa lo que ocurre con esos apagones entre páginas. Estos aluden, desde una perspectiva primeramente física, a lo que le pasa a la memoria y al cuerpo después del alcohol: se trata de algo elidido que inquieta. Hay párrafos donde la información falta casi a propósito: no hay flash back ni flash forward sino “apagones” que pasan del shock mental a la escritura. Podemos leer esto como una alegoría del proceso psíquico: como si el relato nunca se olvidara de un pasado que le persigue y que confía en poder mantener oculto y contenido en esos “apagones”. Estos “apagones” representan la agencia interior de la psique que intenta suprimir unos recuerdos incómodos, dolorosos o vergonzosos, para mantenerlos alejados de la conciencia. “Suponemos que si un pensamiento ha sido reprimido es porque la conciencia no podría aceptarlo, la conciencia se opone. El obstáculo es, luego, otro pensamiento que se le opone”, nos dice Freud en torno a la represión, a lo que sobreviene la más temible de las preguntas: “¿Quién ejerce la censura de los pensamientos propios? ¿Quién es el sujeto de la acción? El sujeto, obviamente, lo cual significa que el sujeto sabe, antes de saberlo, lo que no debe saber”.

Susan Buck-Morss, citando a Benjamin, nos habla de la conciencia como una pared que protege al organismo frente a los estímulos, energías demasiado grandes, del exterior, impidiendo su retención, su huella en la memoria. Pero, ¿y si estos apagones están tratando de enterrar a ese otro amenazador, al verdadero, a quien tiene resguardada la experiencia de la fragilidad y el dolor? ¿Y si estos apagones buscan enterrar a ese “otro” que vuelve imprecisas las cosas para que esa mente no acabe viviendo bajo la influencia de las figuras persecutorias que el alcohol crea? “Todo alcohólico ignora en qué momento exacto pasó de ser Dr. Jekyll para convertirse en Mr. Hayde”, anota Moreno. ¿Y qué si se mira el tiempo desenfocado y se mantiene fija la vista en un punto en la nada, como pasa cuando se está borracho? ¿ Y si mejor se anula la noción burguesa de futuro y la noción oscura del pasado? ¿Y qué si se defiende ese pequeño libre albedrío?

Que el relato esté agujereado y estas memorias sean constructos episódicos, de vestigios que son mutables al ser vislumbrados desde los regímenes alterados del cuerpo, importa. Moreno advierte que un libro de memorias no exige evidencias. Éste se desentiende del principio de realidad y no tiene miedo a perder ni la cuenta ni el control. De ahí que este sea también un relato de la imposibilidad para dar coherencia a la verdad, si es que algo como esto existe, pues se confrontan tanto la realidad situada más allá de los alcances de quien narra, con esa otra creada en la cual también participa la ilusión óptica, las zonas de los recuerdos obstruidos, el olvido.

 

Apagón, desvanecimiento, laguna mental propiciada por el alcohol. El alcohol como resistencia a contar la verdad. “Pero miento”, es un estribillo espaciado aunque recurrente en el libro. “Las cosas no se movían, se repetían como en un cine continuado”, expresa la autora en otro párrafo para insistir en esa distorsión que ejerce el alcohol cuando los contornos se descentran a través del prisma de la botella. “Lo recuerdo pero, cuando lo hago, me dejo llevar por la exageración”. Lo que se recuerda es una rica digresión exaltada en torno a un monolito de olvido. El alcohol como mecanismo para borrar incluso el cuerpo: “Yo paladeaba la anécdota pero mi fantasma de fusión era más extrema: mutilarme de mi identidad, cualquier que fuera, y pasarme al otro hasta la desaparición de mi pasado, hasta hacerme ilegible para los propios”. Y es como si la laguna mental después de la resaca estuviera ahí para que el “yo” de la ficción también se cuestione: “Ahora puedo en interpretar mi silencio empecinado y leído por los otros como un síntoma más de mi neurosis, un signo de incredulidad e independencia”, escribe Moreno en otro párrafo.

La relevancia del black out sigue intacta. Si pensáramos que hay un sitio al que van a parar todos los olvidos, ¿no inquieta que la suma de los black outs constituya un universo en sí? Después de todo, la capacidad de recordar es enorme pero no lo suficientemente grande como para contener todo lo que ha quedado afuera. Aparece el black out como certeza rodeada de duda: “Cuando iniciaba mi marcha ritual con su estribillo repetido, tenía la impresión de haber hecho una promesa pero no recordaba cuál”. La duda como cimiento: “Mi analista dice que no estoy tan mal puesto que escribo. Que nadie escribe a punto de desmoronarse. Pero ¿y si escribir no fuera lo que me sostiene? ¿Si lo que me sostiene fuera el verdugo líquido que difiere el momento de tocar el punto mortal?”. El residuo de memoria enfrentándose a los límites del lenguaje. Aparece la feliz posibilidad de que ese olvido nunca emerja a la superficie. De que el olvido corte con su escalpelo la carne del relato.

El pasado siempre es más caótico y complicado que ninguna versión que podamos contar de él. Por eso el black out se expande mentalmente para que su caos no nos moleste, para anestesiar lo que del pasado, incluso el más inmediato, tiene de insoportable. En el libro, esta sucesión de vacíos tensa la presión de los recuerdos bajo la superficie de la amnesia.

Las digresiones de María Moreno en torno al alcohol parecen afirmar que la historia fundacional no es la que le habían contado, que las cosas nunca son lo que parecen, que contarlo quizá disminuya el riesgo de perderse, incluso si el libro tampoco es definitivo: nunca cierra porque las historias no terminan sino que se abandonan. Esta es una escritura que traslada la neurosis para devolvérnosla como si los fragmentos textuales fueran estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido. La autora camina por un territorio exterior (el de los bares y el de una ciudad afectiva), lo mismo que avanza tambaleante hacia adentro. Y en ese adentro lleno de black outs, de voces superpuestas que gritan como si crearan una lengua extraña, la memoria se reorganiza.

En el libro, la memoria tiene la densidad que provoca el alcohol: empaña la visión, no la sosiega nunca, justo porque es capaz de (la cita es de Thomas de Quincey) “avivar los colores de las escenas de los sueños, profundizar en las sombras del recuerdo y el olvido, reforzar el sentido de las terribles realidades exteriores, estimular los contornos de los fantasmas en las tinieblas”.

 

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