Biafra: un pueblo traicionado (Kurt Vonnegut)

Biafra: un pueblo traicionado (1970)

por Kurt Vonnegut

en Wampeters, Foma and Granfalloons, 1974

(trad. Eric Barenboim)

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Hay un “Reino de Biafra” en algunos mapas viejos hechos por los primeros exploradores blancos en la costa este de África. Ahora nadie está seguro de qué era ese reino, o cómo eran sus leyes y artes y herramientas. No sobreviven relatos de sus reyes y reinas.

 

En lo que a la “República de Biafra” respecta, sabemos un montón. Fue una nación con más ciudadanos que Irlanda y Noruega juntas. Se proclamó república independiente el 30 de mayo de 1967. El 17 de enero de 1970 se rindió incondicionalmente ante Nigeria, la nación de la cual había tratado de separarse. Tuvo pocos amigos en este mundo, y entre sus enemigos activos estaban Rusia y Gran Bretaña. Sus enemigos se complacían al llamarla “tribu”.

 

Menuda tribu.

 

Los biafreños eran en su mayoría cristianos y hablaban inglés melodiosamente, y su economía era esta: libremercado de pueblito. La infravalorada moneda biafreña fue sumamente respetada hasta el fin.

 

La música del himno nacional de Biafra era Finlandia, de Jean Sibelius. Los biafreños ecuatoriales admiraban a los fineses árticos porque los fineses ganaron y mantuvieron su libertad contra funestas chances.

 

Biafra perdió su libertad, por supuesto, y yo estuve en medio de eso mientras todos sus frentes colapsaban. Volé hacia ahí desde Gabón en la noche del 3 de enero con bolsones de maíz, frijoles y leche en polvo, a bordo de un DC6 en penumbras tramitado por Cáritas, la organización de asistencia de la Iglesia Católica. Seis días después, volé desde ahí en un DC4 vacío tramitado por la Cruz Roja francesa. Fue el último avión en abandonar Biafra sobre el cual no se disparó.

 

Estando en Biafra vi una obra de teatro que expresaba la condición espiritual de los biafreños al final. Transcurría en épocas inmemoriales, en la casa de un hombre de medicina. La luna no se avistaba en meses, y las cosechas habían fallado. No había nada más para comer. Se hizo un sacrificio a una diosa de la fertilidad, y el sacrificio fue rechazado. La diosa expresó la razón: el pueblo no era lo suficientemente altruista y corajudo.

 

Antes del comienzo de la obra tocaron el himno en una marimba antigua. Es probable que marimbas similares hayan sonado en la corte del Reino de Biafra. El hombre negro que tocó la marimba estaba desnudo hasta la cintura. Se acuclilló en el escenario. Era compositor. También tenía un doctorado de la London School of Economics.

 

Menuda tribu.

 

Fui a Biafra con otro novelista, mi viejo amigo Vance Bourjaily, y con Miriam Reik, quien sería nuestra guía. Ella encabezaba un comité pro-Biafra que ya había conducido a varios escritores estadounidenses al país. Ella pagaría todo.

 

Me encontré con ella por primera vez en el aeropuerto JFK. Estábamos a punto de embarcar juntos a París. Era año nuevo. Le compré un trago, aunque protestó con que su comité debía pagarlo, y descubrí que tenía un doctorado en literatura inglesa. También era pianista e hija de Theodor Reik, el famoso psicoanalista.

 

Su padre había muerto tres días atrás.

 

Le dije a Miriam cuánto lamentaba lo de su padre, cuánto me había gustado el único libro suyo que había leído, Escuchar con el tercer oído.

 

Era un judío tierno que se había escapado de Austria cuando todavía era posible. Otro libro suyo muy conocido era Masoquismo en el hombre moderno.

 

Y le pedí que me contara más sobre su comité, cuyo beneficiario era yo, y confesó que era ella sola: era un comité de una. Ella es una mujer alta, atractiva, dicho sea de paso, de treinta y dos años. Dijo que fundó su propio comité porque estaba harta de las otras organizaciones estadounidenses que ayudaban a Biafra. Esas organizaciones abundaban en “gente enroscada de culpa”, dijo. Trataban de descargar algo de esa culpa siendo sensibleramente caritativos. En cuanto a ella, dijo, era la grandeza del pueblo biafreño, y no su lástima, lo que la animaba.

 

Esperaba que los biafreños consiguieran más armas de alguien, lo último en máquinas de matar. Se metía en Biafra por tercera vez en un año. No tenía miedo de nada. Menudo comité.

 

Admiro a Miriam, aunque no agradezco el viaje que me regaló. Fue como un viaje gratis a Auschwitz con los hornos aún prendidos a toda potencia. Ahora me siento mal todo el tiempo.

 

Voy a seguir el ejemplo de Miriam lo mejor que pueda. Mi objetivo central no será conmover a los lectores hasta voluptuosas lágrimas con cuentos sobre inocentes nenitos negros muriendo como moscas, sobre violación y saqueo y asesinato y todo eso. En su lugar voy a contar sobre una nación admirable que existió durante menos de tres años.

 

De mortuis nil nisi bonum. De los muertos no digas más que lo bueno.

 

Le pregunté a un biafreño hacía cuánto existía su nación, y contestó: “tres navidades y un poquitín más”. No era un bebé hambriento. Era un hombre hambriento. Un esqueleto viviente, pero caminaba como un hombre.

 

Miriam Reik y yo levantamos a Vance Bourjaily en París, y volamos hacia Gabón y después a Biafra. La única forma de entrar a Biafra era de noche y por aire. Había solo ocho asientos para pasajeros en el fondo de la cabina. El resto estaba atiborrado de bolsones de alimento. El alimento era de parte de Estados Unidos.

 

Volamos sobre agua, había embarcaciones rusas abajo. Monitoreaban cada avión que ingresara a Biafra. Los rusos ayudaron de muchas formas: le dieron a los nigerianos bombarderos Ilyushin, y cazas MiG y artillería pesada. Y los británicos también le dieron a los nigerianos artillería, y consejeros, y tanques y blindados, y ametralladoras y morteros y todo eso, y municiones infinitas.

 

Estados Unidos era neutral.

 

Cuando nos acercamos al único aeropuerto biafreño restante, que era un tramo de autopista, se encendieron sus luces. Era un secreto. Las luces parecían dos filas de luciérnagas. En el momento en que nuestras ruedas tocaron la pista, las luces se apagaron y los faros de nuestro avión se prendieron. El avión bajó la velocidad, salió de la pista, apagó las luces, y después todo fue oscuridad absoluta. Había sólo dos caras blancas en la multitud alrededor de nuestro avión. Uno era el Padre del Espíritu Santo. El otro era un doctor de la Cruz Roja Francesa. El doctor dirigía un hospital para niños que sufrían de kwashiorkor, los lastimosos nenes sin proteínas.

 

Padre.

 

Doctor.

 

Mientras escribo, Nigeria ha arrestado a todos los Padres del Espíritu Santo, quienes se quedaron hasta el final con su gente en Biafra.

 

Los sacerdotes eran mayoritariamente irlandeses. Eran amados. Donde construyeran una iglesia, construían una escuela. Niños y hombres y mujeres comunes pensaban que todos los blancos eran curas, así que muy seguido nos sonreían a Vance o a mí y decían: “hola, padre.” Los Padres ahora están siendo deportados para siempre. Su crimen: compasión en tiempo de guerra. Nos llevaron al hospital del francés la mañana siguiente, en un Peugeot con chofer. El nombre del pueblo en sí sonaba como el llanto de un nene: AwoOmama.

 

Le dije a un intelectual biafreño: “quizás los estadounidenses no sepan mucho de Biafra, pero saben de los nenes”. “Estamos agradecidos”, respondió, “pero desearía que supieran más que eso. Creen que somos una nación agonizante. No somos. ¡Somos una nación energizada, moderna, que está naciendo! Tenemos doctores. Tenemos hospitales. Tenemos programas de salud pública. Si tenemos tanta enfermedad es porque nuestros enemigos diseñaron cada movimiento diplomático y militar con un fin en mente —hambrearnos hasta morir”.

 

Sobre kwashiorkor: es una enfermedad rara, causada por falta de proteínas. Su cura siempre fue fácil, hasta el bloqueo de Biafra.

 

Los peores convalecientes eran los hijos de refugiados, expulsados de sus casas, después expulsados de los caminos y hacia el monte por los MiGs y las columnas armadas. Los biafreños no son un pueblo selvático. Son campesinos y profesionales y administrativos y empresarios. No tenían armas con las que cazar. En el monte alimentaron a sus hijos con cualquier raíz y fruta que tuvieran la suerte de encontrar. Al final, una dieta muy común fue agua y aire. Entonces los nenes enfermaron de kwashiorkor, ya no más una enfermedad rara. Sus cabelleras viraron a rojo. Su piel se quebró como la piel de un tomate maduro. El recto les sobresalió. Los brazos y piernas eran palitos de chupetín.

 

Vance y Miriam y yo vadeamos entre cardúmenes de nenes así en Awo-Omama. Descubrimos que si dejábamos colgar nuestras manos entre los nenes, alguno se agarraba de cada dedo o pulgar —cinco nenes por mano. Un dedo de un extraño, milagrosamente, permitía que un nene dejara de llorar por un rato.

 

Un MiG se acercó, disparó un par de tiros, no le atinó a nada esta vez, aunque al hospital ya le habían pegado bastante. Nuestra guía conjeturó que el piloto sería un egipcio, o de Alemania Oriental.

 

Le pregunté a una enfermera biafreña qué tipo de suministros requería el hospital con más urgencia.

 

Su respuesta: “comida”.

 

Biafra tuvo un George Washington —por tres navidades y un poquitín más. Fue y es Odumegwu Ojukwu. Como George Washington, el General Ojukwu fue uno de los hombres más acaudalados de su época y país. Se había graduado en Sandhurst, el equivalente británico al West Point[1]. Nosotros tres pasamos una hora con él. Nos dimos un apretón de manos al terminar. Nos agradeció por venir. “Si avanzamos, morimos”, dijo. “Si retrocedemos, morimos. Así que avanzamos”. Era diez años más joven que Vance y yo. Lo encontré perfectamente encantador. Ahora mucha gente se burla de él. Piensan que tendría que haber muerto con sus tropas.

 

Quizás sí.

 

Si hubiera muerto habría sido un cadáver más entre millones.

 

Era un tipo calmo, pesado cuando lo conocimos. Fumaba uno tras otro. Los cigarrillos salían quichicientos millones de dólares en Biafra. Usaba una chaqueta camuflada, aunque estaba sentado en un salón cool en una poltrona de pana. “Tengo que advertirles”, dijo, “estamos dentro del rango de su artillería”. Su humor era humor de patíbulo, dado que todo se caía a pedazos alrededor de su carisma y aire de confianza serena. Su humor era soberbio. Después, cuando conocimos a su segundo a cargo, el General Philip Effiong, él también resultó ser un humorista de patíbulo. Vance dijo esto: “corresponde que Effiong sea el número dos. Es el segundo tipo más gracioso de Biafra”.

 

Chistes.

 

A Miriam le molestó mi plática en cierto momento, y dijo con desdén: “Vos no abrís la boca a menos que puedas hacer un chiste”. Era cierto. Bromear fue mi respuesta ante la miseria contra la que nada podía hacer. Los chistes de Ojukwu y Effiong tenían que ver con el crimen por el cual los biafreños estaban siendo tan repulsivamente castigados por tantos países. El crimen: trataban de convertirse en un país por su propia cuenta. “Nos llaman un punto en el mapa”, dijo el General Ojukwu, “y nadie sabe muy bien dónde.” Adentro de ese punto había setecientos abogados, quinientos médicos, trescientos ingenieros, ocho millones de poetas, dos novelistas de primera línea, y solo sabe dios qué más —alrededor de un tercio de todos los intelectuales negros de África. Menudo punto. Esos intelectuales se habían dispersado en otro tiempo por todo Nigeria, donde habían sido envidiados y linchados y masacrados. Así que se habían retirado a su tierra natal, al punto. El punto ahora desapareció. Sanseacabó.

 

Cuando conocimos al General Ojukwu, sus soldados iban al combate con treinta y cinco balas de rifle como munición. No había nada más de donde había salido eso. Durante semanas, antes, habían vivido con una taza de gari al día. La receta de gari es así: agregar agua a raíz de yuca triturada. Ahora los soldados no tenían ni siquiera gari. El general Ojukwu nos describió un ataque nigeriano típico: “sopapean una posición con artillería durante veinticuatro horas, después envían un blindado. Si alguien le dispara, retrocede y arrancan otras veinticuatro horas de bombardeo. Cuando la infantería avanza, empujan una banda de refugiados hacia atrás.

 

Le preguntamos qué pasaba con los refugiados ahora en manos nigerianas. No tenía chistes al respecto. Dijo con aplomo que hombres, mujeres y niños eran formados en tres grupos, y que se los llevaban por separado. “Tu suposición es tan buena como la mía”, dijo, “con respecto a qué pasa después”, y pausó. Luego, terminó la frase: “con los hombres y mujeres y niños”. Nos dieron cuartos y baños privados en lo que había sido un colegio de maestros en Owerri, la capital de Biafra. La ciudad había sido capturada por los nigerianos, y después, en la única gran victoria biafreña de la guerra, recapturada por los biafreños. Nos condujeron a un campo de entrenamiento cerca de Owerri. Los soldados no tenían municiones. En ejercicios de ataque, la infantería gritaba “¡Bang!”; los artilleros gritaban “Taca-taca-taca!”; y el oficial que nos paseó, también graduado de Sandhurst, dijo: “no habría todo este escándalo, saben, si no fuera por el petróleo”. Hablaba del vasto campo petrolífero bajo nuestros pies. Le preguntamos quién era dueño del petróleo, y yo esperaba que contestara a viva voz que ahora era del pueblo de Biafra. Pero no.

 

“Nunca lo nacionalizamos”, dijo. “Todavía pertenece a British Petroleum y a Shell”. No estaba amargado. Jamás conocí a un biafreño amargado. El General Ojukwu nos dio una pista, creo, de por qué los biafreños eran capaces de aguantar tanto, durante tanto, sin amargura: todos tenían la fuerza espiritual y emocional que una familia enorme puede brindar. Le pedimos al General que nos contara de su familia, y nos respondió que tenía la fuerza de tres mil personas. Conocía a cada miembro por su cara, nombre y reputación. Una familia biafreña más típica podía consistir en un par de cientos de almas. Y no había orfanatos, ni geriátricos, ni caridad pública y, al principio de la guerra, tampoco había sistemas para hacerse cargo de refugiados. Las familias se cuidaban a sí mismas, perfectamente natural. Las familias se arraigaban en la tierra. No había ningún biafreño tan pobre como para no ser dueño de su propio jardín.

 

Precioso.

 

Las familias se reunían seguido, hombres y mujeres por igual, para votar sobre asuntos familiares. Cuando llegó la guerra no hubo conscripción. Las familias decidieron quién tenía que ir. En épocas más felices, las familias votaban quién tenía que ir al colegio a estudiar qué cosa y en dónde. Entonces todo el mundo aportaba para ropa y transporte y matrícula. La primera persona de la zona en ser respaldada por su familia durante toda la carrera era un médico clínico, quien recibió su título de doctor en 1938. Así empezó la manía de altos estudios de todo tipo. Esa manía quizás hizo más para condenar a los biafreños que cualquier cantidad de petróleo. Cuando Nigeria se convirtió en nación en 1960, conformada por dos colonias británicas, Biafra era parte de ella —y los biafreños obtuvieron los mejores trabajos en la industria y servicios civiles, y en los hospitales, y en las escuelas, porque estaban todos tan bien formados. Fueron odiados por eso —perfectamente natural. Era pacífico en Owerri al principio. Nos tomó un par de días avivarnos: no solo Owerri, sino todo Biafra, estaba a punto de caer. Incluso mientras llegábamos, las oficinas gubernamentales cercanas preparaban su mudanza. Aprendí algo: las capitales pueden caerse casi en silencio. Nadie nos advirtió. Con quien habláramos, sonreía. Y la sonrisa más frecuente pertenecía al Dr. B. N. Unachukwu, el jefe de protocolo en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Pensemos en eso: Biafra era tan pobre en alianzas hacia el final que el jefe de protocolo no tenía nada mejor que hacer que acompañar a dos novelistas y una profesora de literatura inglesa. Hizo listas de reuniones que tuvimos con ministros y escritores y educadores y tal. Mandaba un auto cada mañana, con chofer y guía. Y entonces nos avivamos: su sonrisa y la de todo el mundo se tornó ligeramente enfermiza con el paso de los días. En nuestro quinto día en Biafra no hubo más Dr. Unachukwu, ni chofer, ni guía.

 

Esperamos y esperamos en nuestros porches. Chinua Achebe, el joven novelista, se cruzó. Le preguntamos si tenía alguna noticia. Dijo que ya no escuchaba las noticias. No sonreía. Parecía como si escuchara algo melancólico y acaso hermoso, muy muy lejos. Yo tenía una novela suya, Todo se desmorona, que él me había autografiado. “Los invitaría a mi casa”, dijo, “pero no tenemos nada”. Pasó un camión cargado con muebles de oficina. Todos los camiones tenían nombres pintados a los costados. El nombre de ese era lento para enojarse. “Debe haber alguna novedad”, insistí.

 

“¿Novedades?” repitió. Pensó. Entonces dijo aletargado: “acaban de encontrar una fosa común afuera de los muros de la prisión”. Había habido un rumor, explicó, que los nigerianos habían fusilado a muchos civiles cuando ocuparon Owerri. Ahora se encontraron las tumbas. “Tumbas”, dijo Chinua Achebe. Las encontraba tediosas.

 

“¿Ahora qué estás escribiendo?” dijo Miriam.

 

“¿Escribiendo?” dijo él. Era obvio que no estaba escribiendo nada, que sólo estaba esperando al final. “Una elegía en ibo”, dijo. Ibo era su lengua natal.

 

Una chica extraordinariamente linda llamada Rosemary Egonsu Ezirim se acercó y se presentó. Era zoóloga. Había estado trabajando en un proyecto que buscaba reencauzar los arroyos para convertirlos en criaderos de peces. “El proyecto está temporalmente suspendido”, dijo, “así que estoy escribiendo poemas”.

 

“Todos los proyectos están temporalmente suspendidos”, dijo Chinua, “así que todos estamos escribiendo poemas”.

 

Leonard Hall, del Guardian de Manchester, pasó por ahí. Dijo: “saben, el paralelo más cercano a lo que Biafra está pasando ahora fueron los judíos en el gueto de Varsovia”. Tenía razón. Los judíos de Varsovia entendieron que los iban a matar sin importar qué hicieran, así que murieron peleando.

 

Los biafreños seguían diciéndole al mundo exterior que Nigeria quería matarlos a todos, pero el mundo exterior era indiferente.

 

“Es difícil demostrar el genocidio”, dijo Hall. “Si algunos biafreños sobreviven, entonces no se cometió un genocidio. Si ningún biafreño sobrevive, ¿quién se va a quejar?”

 

Un refugiado se nos acercó, frotó su panza con una mano, rogó con la otra. Revoleó los ojos.

 

“Sin bife”, dijimos. Eso significaba “sin comida.” Eso era lo que uno le decía a los mendigos. Después una chica sana nos ofreció un kilo y medio de miel por tres libras. Como ya dije, la economía fue de libre mercado hasta el final.

 

Era un día perezoso.

 

Le preguntamos a Rosemary por el botón redondo, naranja intenso, que usaba. “Hijas de Biafra”, dijo. “¡Arriba! ¡En marcha!”. En el medio tenía una imagen de un rifle.

 

Rosemary explicó que las Hijas de Biafra apoyaban a las tropas de varias maneras, aliviando a los heridos y ejerciendo guerra de guerrillas. “Vamos al frente cuando podemos”, dijo. “Les llevamos regalitos a los hombres. Si no les estuvo yendo bien, los regañamos, y ellos prometen mejorar. Les decimos que se van a dar cuenta de cuando las cosas estén mal en serio porque las mujeres iremos a las trincheras a pelear. Las mujeres son mucho más fuertes y valientes que los hombres”.

 

Quizás sí.

 

“Chinua, ¿qué te podemos enviar cuando volvamos a casa?” dijo Vance.

 

Y Chinua dijo: “libros”.

 

“Rosemary”, dije yo, “¿dónde vivís?”

 

“En un cuarto compartido no muy lejos de acá. ¿Les gustaría ir a verlo?”, dijo.

 

Entonces Vance y yo caminamos hasta ahí con ella, para estirar las piernas. En el camino nos maravillamos por una cancha de squash construida en cemento —construida, sin dudas, en tiempos coloniales. La habían vuelto un queso suizo de tanto proyectil anti-blindaje. Había una nena desnuda en el umbral, y su pelo era colorado. Lucía muy soñolienta, y la luz le dañaba los ojos.

 

“Hola, Padre”, dijo.

 

Todo Owerri parecía haber salido a caminar en alguna de las dos aceras, en fila única. Las filas se movían en direcciones opuestas y circulaban alrededor de la ciudad. No había ningún lugar en especial para que fuera la mayoría de nosotros. Solo éramos el centro inquieto del punto en el mapa llamado Biafra, y el punto se achicaba cada vez más.

 

Anduvimos frente una hilera de bungalows prolijos. Ahí vivían funcionarios públicos. Cada casa tenía un auto en el frente, un VolksWagen, un Opel, un Peugeot.

 

Había suficiente gasolina porque los biafreños habían construído refinerías astutas en el monte. Sin embargo, no había muchas baterías. La mayor parte de los autos privados se arrancaban empujando.

 

Afuera de un bungalow había una camioneta Opel con el baúl lleno de paquetes y con una cama y un carrito de bebé atados encima. El hombre de la casa estaba probando los nudos que había atado, mientras su esposa estaba de pie, al lado, con el bebé en brazos. Se iban de viaje familiar hacia la nada. Les dimos un empujón.

 

Un soldado nos obsequió a Vance y a mí un saludo y una sonrisa deslumbrante. “Comment ça pa?”, dijo. Asumió que éramos franceses. Le caímos bien por eso. Francia había deslizado un par de armas a Biafra. También Rhodesia y Sudáfrica, y también Israel, sospecho.

 

“Aceptaremos ayuda de quien sea”, nos confesó el General Ojukwu, “no importa cuáles sean sus razones para darla. ¿No aceptarían ustedes?”

 

Rosemary vivía en un dormitorio de cuatro por cuatro con sus cinco hermanos y hermanas menores, quienes habían venido a verla por las vacaciones de Navidad. Rosemary y su hermana de diecisiete años tenían la cama. El resto dormía en alfombras en el piso, y todo el mundo estaba pasándola muy bien.

 

Había suficiente para comer. Había alrededor de nueve kilos de batatas apilados en el alféizar de la ventana. Había un litro de aceite de palma para freír batata. Aceite de palma, dicho de paso, había sido una de las dos mercancías que habían inducido a los blancos a colonizar la región tanto tiempo atrás. La otra mercancía era aún más valiosa que el aceite de palma. Era esclavos humanos.

 

Pensemos en eso: esclavos.

 

Le preguntamos a la hermana de Rosemary cuánto tiempo le tomaba acomodarse el pelo y si lo podía hacer sin ayuda. Tenía alrededor de catorce colitas asomando de su cabeza. No sólo eso, sino que su cuero cabelludo estaba cuadriculado por franjas calvas que formaban líneas diamantinas alrededor del pelo de las colitas. Su cabeza era esplendorosamente complicada, como un huevo de Fabergé.

 

“No, jamás podría hacerlo sola”, dijo. Sus parientes lo hacían por ella cada mañana. Les tomaba una hora, dijo.

 

Parientes.

 

Ella era un buñuelito hermoso e inocente, por primera vez en una metrópolis. Su aldea todavía no había sido arrasada. Su gran, cómoda familia no había sido desperdigada con el viento. Ahí había paz y abundancia.

 

“Creo que debemos ser la gente más suertuda en Biafra”, dijo.

 

La hermana de Rosemary todavía tenía su grasita de bebé.

 

Y ahora, mientras escribo, escucho por la radio que hubo muchas violaciones cuando el ejército nigeriano avanzó, que una mujer que se resistió fue bañada en nafta y prendida fuego.

 

Lloré una sola vez por Biafra. Lo hice tres días después de volver a casa, a las dos de la mañana. Hice sonidos grotescos, ladriditos, como por un minuto y medio, y eso fue todo.

 

Miriam me dice que todavía no lloró. Es dura al respecto de las cosas del mundo.

 

Vance lloró al menos una vez, cuando todavía estábamos en Biafra. Cuando los nenitos se agarraron de sus dedos y dejaron de llorar, Vance estalló en lágrimas.

 

También vivían soldados heridos en el complejo de Rosemary. Al salir de su habitación me tropecé con el umbral y un soldado herido desde el pasillo dijo fuerte y claro: “lo siento, señor”. Esto era una forma de cortesía que jamás encontré afuera de Biafra. Cuando hacía cualquier cosa torpe o desventurada, un biafreño estaba pronto a decir: “¡Lo siento, señor!”. Lo sentía genuinamente. Estaba de mi lado, contra el jodido y entrampado universo.

 

Vance entró al pasillo, se le cayó la tapa de la lente de la cámara. “Lo siento, señor”, dijo el soldado otra vez. Le preguntamos si la vida había sido terrible en el frente. “¡Sí, señor!”, dijo. “Pero te recordás a vos mismo que sos un valiente soldado biafreño, señor, y te quedás”.

 

Esa noche se hizo un convite en nuestro honor a cargo del Dr. Ifegwu Eke, el comisionado de Educación, y su esposa. Se habían casado hacía cuatro días. Él tenía un doctorado de Harvard. Ella tenía un doctorado de Columbia. Había otros cinco invitados. Todos tenían títulos de doctorado. Estábamos en un bungalow. Se corrieron las cortinas.

 

Había un moderno aparador danés sobre el cual estaban en exposición primitivos grabados africanos. Había un fonógrafo estereofónico del tamaño de un furgón. Sonaba la música de Mantovani. Una de las empalagosas melodías, recuerdo, era “Born Free”.

 

Hubo canapés. Tomamos un sorbito de brandy para aflojar nuestras lenguas. Fue una cena buffet, que incluyó cortes de carne de un pequeño antílope nativo. Resultó escabrosa de la misma forma en que tantas fiestas son escabrosas: todo el mundo habló sobre todo, salvo lo que de verdad teníamos en mente.

 

El invitado a mi derecha era el Dr. S. I. S. Cookey, quien había obtenido su título en Oxford y era ahora el administrador provincial de la provincia de Opobo. Estaba exhausto. Sus ojos estaban rojos. La provincia de Opobo había caído en manos nigerianas hacía meses. Otros conversaban de lo lindo, así que rastrillé en mi cerebro por gemitas que también pudieran animarnos al Dr. Cookey y a mí a encapsularnos. Pero sólo podía pensar en realidades horribles del tipo más inmediato. Se me ocurría preguntarle, por ejemplo, si había alguna chance de que algo que había matado a tantos biafreños hubiera sido la arrogancia de los intelectuales de Biafra. Mi mente estaba ansiosa por preguntarle también si yo había sido un imbécil por quedar encantado con el General Ojukwu. ¿Era otro gran líder que nunca se rendiría, que se volvería más santo y radiante a medida que su gente se sacrificara por él?

 

Así que me volví cemento. Permanecí cemento durante el resto de la velada, al igual que el Dr. Cookey; Vance y Miriam y yo tomamos un trago en el cuarto de Miriam después de la fiesta. El generador a nafta de Owerri se había apagado por la noche, así que prendimos una vela.

 

Miriam opinó sobre mi actitud en la reunión.

 

“Perdón”, dije. “No vine a Biafra por canapés”.

 

¿Qué comimos en Biafra? Como huéspedes del gobierno, tuvimos carne y yuca y sopa y fruta. Fue vergonzoso. Cada vez que le dijimos a algún pordiosero cadavérico “Sin bife”, no era del todo cierto. Teníamos bastante bife, pero estaba todo en nuestra panza. Alguien golpeó la puerta de Miriam esa noche. Tres tipos entraron. Quedamos estupefactos. Uno de ellos era el General Philip Effiong, el segundo tipo más gracioso de Biafra. Tenía un tembloroso y devoto asistente con él, que le hacía diez venias por minuto, aunque el General le rogaba que parara. El tercer hombre era un civil cortés y pulcro en pantalones blancos y sandalias y un dashiki carmesí. Era Mike Ikenze, el secretario de prensa personal del General Ojukwu.

 

El joven general estaba acelerado, saca-cuero, atrevido, alzado como barrilete a causa de noticias increíblemente atroces de los frentes. ¿Por qué venía a vernos? Esto supongo: no podía decirle a su propia gente cuán mal estaban las cosas, y tenía a alguien. Éramos los únicos extranjeros a mano. Habló por tres horas. Los nigerianos habían irrumpido por todos lados. Se desplegaban rápido, partiendo el punto biafreño en docenas de puntitos menores. Dentro de algunos de estos puntitos menores, escondidos en el monte, había decenas de granitos de biafreños que no habían comido nada durante semanas o más. ¿Qué había resultado de los valientes soldados biafreños? Estaban mareados de hambre. Paralizados de shock. Habían abandonado sus hoyos. Estaban deambulando.

 

El General Effiong alzó las manos. “¡Se acabó!”, lamentó, y soltó una risa macabra y rota.

 

Estaba equivocado, por supuesto. El mundo es tan irrompible como un tanque de combustible autosellante.

 

No escuchamos tiros hasta la tarde siguiente. A las cinco en punto hubo cuatro repiques veloces de truenos al sur. Los truenos eran obra humana. Ningún proyectil vino en nuestra dirección.

 

Los pájaros dejaron de cuchichear. Pasaron cinco minutos y empezaron otra vez.

 

Las oficinas estatales estaban todas cerradas. También los bungalows. Nosotros estábamos esperando al Dr. Unachukwu para que nos llevara al Aeropuerto Uli, la única vía de escape. La gente común se quedó hasta el final, comprando y vendiendo y mendigando —haciéndose el pelo mutuamente.

 

Ellos, también, dejaron de hablar al escuchar los tiros. Pudimos ver a muchos de ellos desde nuestros porches. No empezaron a hablar otra vez. Reunieron sus posesiones y las pusieron sobre sus cabezas. Caminaron fuera de Owerri taciturnos, en dirección opuesta a los tiros.

 

Dr. Unachukwu, nuestro anfitrión oficial, no venía y no llamaba. Owerri era escalofriante. Ahora éramos las únicas personas ahí. No volvimos a escuchar tiros. A buenos entendedores, sus pocas palabras bastaron.

 

El generador a nafta de Owerri seguía andando. Eso es otra cosa que aprendí sobre una ciudad cayendo en silencio: para engañar al enemigo un ratito, dejás las luces prendidas.

 

Llegó el Dr. Unachukwu. Estaba frenético por arrancar, pero sonreía y sonreía. Estaba al volante de su propio Mercedes. La parte de atrás estaba atestada de cajas y valijas. Arriba de los bultos estaba su hijo de ocho años.

 

Escribí todo esto rápido. Encuentro que traicioné mi promesa de hablar de la grandeza antes que de la lástima del pueblo biafreño. Me lamenté copiosamente por los niños. Conté de una mujer que fue empapada en nafta.

 

En cuanto a grandeza nacional: es probablemente cierto que todas las naciones son grandes y santas a la hora de la muerte.

 

Los biafreños jamás habían luchado antes. Lucharon bien esta vez. Nunca más volverán a luchar.

 

Nunca más volverán a tocar Finlandia en una marimba antigua.

 

Paz.

 

Mis vecinos me preguntan qué pueden hacer por Biafra a esta hora tardía, o qué tendrían que haber hecho por Biafra en alguna hora más temprana.

 

Les digo esto: “nada. Fue y es un asunto interno nigeriano, que apenas pueden deplorar”.

 

Algunos se preguntan si, para estar al día, ahora deberían odiar a los nigerianos.

 

Yo les digo: “no”.

[1] N. del T https://www.army.mod.uk/who-we-are/our-schools-and-colleges/rma-sandhurst/

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