“Arabescos brasileños” en Relato de un cierto Oriente de Milton Hatoum: identidad, memoria y lengua

Armando Escobar

The Graduate Center, CUNY

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“Arabescos brasileños” en Relato de un cierto Oriente de Milton Hatoum: identidad, memoria y lengua

Resumen

En este trabajo describimos la forma en que la novela Relato de un cierto Oriente (1989) de Milton Hatoum reflexiona sobre la identidad, la memoria, la lengua y la convivencia humana, tomando como referencia a una familia de origen libanés que decide asentarse en Brasil como parte de la población de inmigrantes y sus descendientes que el propio Hatoum denomina como “los arabescos brasileños”. Para ello, primeramente, daremos cuenta del origen de estas comunidades y las razones que tuvieron para abandonar el lugar de nacimiento; en segundo lugar, revisaremos el movimiento mahyar en São Paulo, un grupo sumamente influyente que rindió homenaje a Al-Andalus y, finalmente, haremos un comentario de la novela de Hatoum que en 1990 recibió el premio Jabuti –la distinción literaria más importante otorgada en Brasil– en la categoría de novela.

 

Palabras clave: “arabescos brasileños”, “movimiento mahyar”, “Al-Andalus” “Milton Hatoum”, “Relato de un cierto Oriente”.

 

Yo, ¿turco?

Desde la segunda mitad del siglo XIX, y durante las primeras décadas del siglo XX, llegaron a América Latina miles de migrantes originarios de Medio Oriente. Tan sólo en Brasil hablamos de la llegada de más de ciento cinco mil personas hablantes de árabe, principalmente de regiones como Líbano, Siria y Palestina, que desembarcaron en el país con pasaportes del Imperio otomano, razón por la cual pasaron a ser reconocidos en toda Sudamérica como “los turcos”, aunque, de hecho, muchos de ellos se identificaban como cristianos y huían de la represión otomana. Algunos descendientes de estos primeros migrantes ocupan hoy un lugar destacado en la literatura brasileña, pues “se distancian de una originaria tradición árabe, rica en poemas y relatos, aclimatando preferentemente su herencia cultural al que es considerado por antonomasia el género occidental de la contemporaneidad, la novela” (Martínez 2013, 68). Si bien la imagen del migrante árabe en el mundo brasileño e hispanoamericano ha sido sobrerrepresentada por el comerciante que hace (mucho) dinero vendiendo baratijas en algún local comercial (Iegelski 2009, 82), la obra de Milton Hatoum (1952), Relato de um certo Oriente (1989), destaca por presentar al lector la complejidad de las relaciones humanas en las que el trauma familiar del sujeto trasplantado ocupa un punto central.

En consideración de lo anterior, el objetivo que persigue este trabajo es describir la forma en que esta novela del escritor brasileño reflexiona sobre la identidad, la memoria, la lengua y la convivencia humana tomando como referencia a una familia de origen libanés que decide asentarse en Brasil; tan sólo como un botón de muestra de esa población de inmigrantes y sus descendientes que el propio Hatoum denomina como “los arabescos brasileños”. Para ello, primeramente, daremos cuenta del origen de estas comunidades y las razones que tuvieron para abandonar el lugar de nacimiento; en segundo lugar, revisaremos el movimiento mahyar en São Paulo, un grupo sumamente influyente que rindió homenaje a Al-Andalus y, finalmente, haremos un comentario de la novela de Hatoum que en 1990 recibió el premio Jabuti –la distinción literaria más importante otorgada en Brasil– en la categoría de novela.

 

La doble expulsión a los “arabescos brasileños”

Al hablar de migraciones provenientes del Medio Oriente y su relación con el mundo ibérico es necesario recordar la expulsión de los moriscos de España; hecho que tiene mucha más relevancia para el mundo iberoamericano de lo que se podría pensar en una primera instancia. Si bien la solución final que tomó la corona española en 1609 –y que se extendió hasta 1614– respondió a un extenso abanico de razones políticas, culturales, religiosas y hasta raciales, Francisco Márquez Villanueva no duda en definir la expulsión en términos mucho más contundentes, tales como “una herejía práctica” (1984, 63) al expulsar a sujetos bautizados o una “crisis en la conciencia colectiva” (62) que España habría de trasladar hacia el Nuevo Mundo. En la lectura de este autor, la expulsión se trató, sobre todo, de una campaña que escondía tras de sí “puras razones de Estado” (68), sustentadas en las fuentes de la época, más por el mito siempre discutible de una probable conspiración islámica contra la corona española que en el deseo de ésta última de conservar su hegemonía, tanto en Europa como en América, a costa de la población morisca.

De esta forma, la expulsión –y su efecto traumático– no resulta tan ajena del destino americano si consideramos, al igual que Sergio Macías Brevis (2009, 17), que Al-Andalus es en realidad un vaso comunicante entre lo árabe y la realidad iberoamericana, cuyos vestigios tendrían que ser sondeados en los procesos de la colonización de españoles y portugueses en América antes que en las migraciones masivas que al final del siglo XIX y principios del XX trajeron a polos bien específicos de América –como Nueva York en Estados Unidos y São Paulo en Brasil– a miles de inmigrantes originarios de la Gran Siria. Sin embargo, la expulsión de los moriscos de España tiene una relación mucho más directa con las migraciones que tendrían como destino a América tres siglos después, pues, como lo establece Mikel de Epaíza, fuentes posteriores a la expulsión reconocen que en esta misma región se estableció

una importante colonia de moriscos en la región de Adana, al sureste de Anatolia, en la costa del golfo de Alejandreta o Iskenderum. Es una región llana, al pie de la cadena montañosa del Taurus. Aunque actualmente forma parte de la República de Turquía, está íntimamente relacionada con la región árabe-hablante de la Gran Siria o Ax-Xam, al igual que Trablus Ax-Xam (Trípoli de Oriente, en el Líbano actual), también lugar de asentamiento de moriscos […] (Epaíza 2001, 285).

Siguiendo a de Epaíza, el término árabe “Ax-Xam” designa lo que después se conoció como la ya mencionada Gran Siria, una amplia región que hoy ocupan precisamente los actuales territorios de Siria, Jordania, Líbano, Palestina, Israel y Turquía. De toda esta región saldrían expulsados –ahora por el Imperio otomano– nuevamente grandes masas humanas por un sinfín de razones políticas y económicas que encuentran su punto de quiebre en 1860 con las revueltas que fueron producto de las reformas liberales de Tanzimat de 1839 con las cuales el sultán Abdul Majid pretendía otorgar muchas más libertades y condición de igualdad a las comunidades no-musulmanas del imperio, lo cual tuvo como resultado una serie de

levantamientos de los grupos urbanos sirio-musulmanes contra los cristianos, lo que redundó en la persecución y exterminio de mucho de estos. Las élites urbanas sirias también reaccionaron contra la presencia europea y contra los cristianos (aliados de los occidentales) acusándolos de romper el equilibrio existente entre las fuerzas sociales en Damasco. Esa violencia llevó a grandes persecuciones y masacres, puesto que los musulmanes temían seriamente que los cristianos se aprovecharan de sus nuevos privilegios, gracias a la prosperidad económica que estos últimos habían conseguido rápidamente, junto con su creciente influencia en la sociedad y a sus beneficiosos apoyos internacionales. (Petit 2017, 35)

Esta segunda expulsión –ahora, sobre todo de cristianos de habla árabe– terminaría por afianzarse como un reflejo de aquella otra expulsión acontecida siglos antes, por lo que el impacto de “lo árabe” en nuestro continente no sólo estaría caracterizado por los “nexos e hibridaciones” que han tenido un impacto muy específico en la identidad cultural latinoamericana (Gema Martín 2009, 11), sino también en una especie de trauma que se observa en manifestaciones literarias del mahyar (en árabe, “en el exilio”) y en el llamado post-mahyar al que se considera pertenecen autores latinoamericanos como el chileno, Mahfúd Massís (1916-1990); la colombiana, Meira Delmar (1922-2009); el mexicano, Gabriel Zaid (1934) y los brasileños Raduan Nassar (1935), además del propio Milton Hatoum (1952).

Es importante reconocer que el término post-mahyar fue establecido en 2016 por Pedro Martínez Lillo. Por su parte, Lorenza Petit (117) reconoce que con el término se identifica cierta continuidad al trabajo de autores mahyarí, aunque con características propias. No obstante, otros autores como María Olga Samamé han preferido el término neo-mahyar para resaltar mucho más estas especificidades que la continuidad a los temas o estilos de la generación anterior. Una primera ruptura, al menos en el caso de Brasil, es el uso generalizado del portugués en sustitución del árabe que utilizaron sus antecesores. El mismo Hatoum ha reflexionado sobre estos tópicos en el ensayo titulado “Arabescos brasileños” (2009, 441) en donde da cuenta de su historia familiar de la siguiente manera:

El núcleo fundador de mi familia se instaló en Manaos, pero tengo varios parientes esparcidos por el Brasil. Esa vida errante, ese vivir en muchos lugares y pertenecer a más de un país, es el destino de los inmigrantes. Tal vez les haya sucedido algo semejante a los primeros árabes que migraron al Brasil (y tal vez a América Latina) alrededor de 1880, cuando comenzó la gran emigración —mahyar—, que dio origen a las yaliyat (‘comunidades establecidas de inmigrantes’), cuyos descendientes suman hoy unos ocho millones de brasileros.

Las razones de esta migración, como ya hemos comentado, fueron distintas y variadas, pero es el propio Hatoum quien expone en un primer término el carácter de persecución en el que se encontraban estas poblaciones al llegar a Sudamérica y, en segundo lugar, el equívoco al que fueron sujetas al ser catalogadas con la etiqueta identitaria de su propio persecutor. En América Latina –comenta Hatoum– “los inmigrantes árabes eran (y aún lo son) llamados turcos, a causa del pasaporte expedido por el Imperio otomano. Recuerdo que mi abuelo, cristiano practicante, nos decía: «Yo, ¿turco? Pero si mi familia huyó de los turcos…» (Hatoum 2009, 440). En efecto, toda la diversidad cultural y religiosa de esta población se vio reducida por el aparato burocrático de los Estados decimonónicos latinoamericanos. En el caso brasileño, hasta 1892 se utilizó esta etiqueta para todos aquellos que ingresaban a estos países procedentes del Imperio otomano y en menor medida se les identificó como “turco-árabes” o “turcos-asiáticos”. No fue hasta 1926 que se empezó a utilizar el término “libanés” con el nacimiento de ese Estado (Pinto 2018, 64). A pesar de que la etiqueta buscaba facilitar la identificación de estas poblaciones, también resultó ser sumamente problemática, pues además de verse representados por identidades completamente ajenas –y, en este caso, incluso, opuestas– el término global “turco” terminó por borrar e invisibilizar las particularidades de “lo árabe”. Por si fuera poco, además, comenzó a ser usado con connotaciones racistas y despectivas en los principales centros urbanos del litoral brasileño, razón por la cual muchos de los inmigrantes optarían por lugares más apartados y tolerantes –como lo fue Manaus, en el norte del país– en donde no existía ningún tipo prejuicio, pues no recibieron flujos migratorios masivos sino hasta la década de los ochenta del siglo XX (Pinto 2018, 65).

Posteriormente, al igual que en otros países latinoamericanos, en Brasil también se buscó unificar la diversa –y contrastante– etnicidad de la población con la ayuda de la etiqueta del mestiçagem que daría origen a “una nueva raza brasileña”. Con el paso del tiempo, pasaron a ser denominados de manera oficial como “sirios-libaneses”, etiqueta racial que existe únicamente en Brasil (Bletz 2009, 196), para que después terminaran asimilándose al proyecto nacional de mestizaje brasileño. El propio Hatoum da cuenta de esta eliminación de etiquetas en el ensayo ya citado:

Cierta vez, cuando iba a dictar una conferencia sobre mi primera novela en la Biblioteca del Congreso (Washington), vi un cartel en el que se leía: «El escritor líbano-brasileño». Le dije al moderador de la mesa: «Eso no tiene ningún sentido en Brasil». «¿Por qué?», preguntó él. Porque no nos consideramos afrobrasileños, ítalo-brasileños o nipo-brasileños. No hacemos esa separación, no clasificamos, no rotulamos, no enfatizamos el origen o la etnia de un grupo social con el fin de diferenciarlo. (Hatoum 2009, 442)

Aunque Hatoum se ve sorprendido por esta “clasificación” al mencionar que en Brasil no es de uso común, al mismo tiempo demuestra los alcances del mestiçagem en cuanto a indiferenciación racial. Este proyecto integrador de índole nacional ocupó la mente de las élites ilustradas que, desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta el primer tercio del siglo XX, estuvieron ansiosas de establecer una relación directa entre un programa de desarrollo nacional y un “mejoramiento racial” en donde el mestizaje –o “miscigenação”– fue promovido más bien como un blanqueamiento paulatino que sólo podría ser alcanzado mediante la promoción de la inmigración primordialmente europea. Como hemos mencionado, el mestiçagem ocupó espacio en los debates nacionales cerca de un siglo y alcanzó rango de política pública en diferentes momentos a lo largo de ese período, por lo que la acción del Estado no debe dejar de ser mencionada. De este hecho histórico de larga data (Ruy 2005, 1) queremos rescatar dos momentos relevantes para los objetivos de este trabajo. En primer lugar, su elemento su intención blanqueadora. La historiadora y antropóloga Lilia Moritz Schwarcz da cuenta en su libro O Espetáculo das Raças (1993) de un suceso que nos permite observar precisamente la participación estatal. En 1844 el Instituto Histórico y Geográfico Brasileiro lanzó un concurso denominado “Como escrever a História do Brasil” del cual resultó ganador un naturalista de origen alemán, Karl Friedrich Philipp von Martius, quien defendía en su proyecto que la historia de Brasil tendría que ser escrita a partir “la convergencia” de las tres razas –blanca, indígena, negra– para concluir que la historia del país habría sido muy distinta sin la introducción de los “míseros esclavos negros”. Al respecto, Moritz Schwarcz señala:

O projeto vencedor propunha, portanto, uma ‘fórmula’, uma maneira de entender o Brasil. A idéia era correlacionar o desenvolvimento do país com o aperfeiçoamento específico das três raças que o compunham. Estas, por sua vez, segundo Von Martius, possuíam características absolutamente variadas. Ao branco, cabia representar o papel de elemento civilizador. Ao índio, era necessário restituir sua dignidade original ajudando-o a galgar os degraus da civilização. Ao negro, por fim, restava o espaço da detração, uma vez que era entendido como fator de impedimento ao progresso da nação.” (Schwarcz 1993, 173).

Por supuesto, este primer esbozo del proyecto homogeneizador no consideraba aún la inclusión de otras razas como las provenientes del Medio o del Lejano Oriente. La negociación con estos flujos migratorios vendrá ya entrado el siglo XX, aunque manteniendo como constante la necesidad de hacer confluir las tres razas principales para alcanzar la tan anhelada “brasileidade”. Lo anterior nos da oportunidad de comentar el segundo momento que quisiéramos resaltar en donde destaca la obra de Gilberto Freyre quien en su libro Casa-grande e senzala (1933) deja a la raza blanca (portuguesa) un papel fundamental en ese proyecto, aunque en un sentido distinto al del Von Martius. Para este autor, los portugueses serían el elemento amalgamador –ya no sólo civilizador–, pues tenían la capacidad de miscibilidad, movilidad y adaptabilidad que no tenían otras razas. Todas estas características ganadas durante el pasado colonialista en África, Asia y América en donde quedó demostrada su “histórica predilección arquetípica por las mujeres moras”, es decir, de piel morena, por lo que la relación con mujeres indígenas se daría de una forma natural (Costa 2001, 1). De esta forma, y de manera implícita, Freyre anotaba el lugar que habrían de ocupar las migraciones medioorientales en este proyecto de homogeneización poblacional y, además, profundamente patriarcal: las mujeres denominadas “moras” –es decir, específicamente, las prevenientes de Oriente Medio– serían fácilmente madres de los nuevos brasileños. Al respecto, Costa concluye:

A campanha da nacionalização e as formulações coetâneas de Freyre deixam entrever uma curiosa inflexão nas formas de representação do país que se opera nos anos 40. A constituição de uma nação brasileira unitária, acima das diferenças étnicas, que ainda na política getulista representava um desiderato, um objetivo a ser alcançado, torna-se a partir de então, não mais prescrição mas descrição da nação, desde então, tratada como o amálgama exemplar de culturas e raças em plena sintonia e interpenetração. (Costa 2001, 1).

A pesar de la notable efectividad de esta ideología, no borró del todo ciertas etiquetas raciales como las que aquí hemos comentado, tal es el caso la de “turcos”. El uso de este gentilicio terminó por homogeneizar poblaciones y dificultar el análisis sobre la proveniencia de éstas (Petit 2017, 48). Se puede concluir, por lo tanto, que el término “turco” abarcó grandes extensiones del Medio Oriente y que la gran mayoría de los inmigrantes de la región sirio-libanesa se identificaban como cristianos ortodoxos, mientras que aquellos que provenían de Monte Líbano eran católicos maronitas, nada que ver con Turquía. En cambio, todos huían de la represión ejercida por los grupos no-cristianos durante el Imperio otomano. No sería hasta el fin del Imperio, hacia la segunda mitad del siglo XX, que comenzaría el flujo de inmigrantes musulmanes.

Este equívoco se ha transmitido, por supuesto, a diversas obras literarias latinoamericanas. Tal es el caso de Cien años de soledad en donde podemos observar “la Calle de los Turcos, enriquecida con luminosos almacenes de ultramarinos que desplazaron los viejos bazares de colorines” (en Petit 2017, 48). Por nuestra cuenta, podemos mencionar el cuento “Jacob y el otro” del uruguayo Juan Carlos Onetti en donde tenemos la presencia de un casi monstruoso luchador “turco” –además, dueño de una tienda de ultramarinos también– que es presentado por su esposa para aceptar un reto de lucha libre que un viejo campeón del mundo –Jacob van Oppen– y su representante –el príncipe Orsini– lanzan al pueblo de Santa María. La primera vez que se hace referencia al retador, se menciona que en todo el pueblo lo conocen como “turco”, pero Onetti no cae en el equívoco, pues en voz de Adriana se nos hace saber que de hecho no proviene de Turquía, sino de Siria:

—Me alegro por Santa María —sonrió el príncipe con otra reverencia—. Será un gran espectáculo deportivo. ¿Pero usted, señorita, irá al diario en nombre de su novio?

—Sí, me dio un papel. Vaya a verlo. Almacén Porfirio. Le dicen el turco. Pero es sirio. Tiene el documento. (Onetti 2008, 29)

En Brasil, por su parte, resalta el caso de Jorge Amado, pues al igual que Onetti, tampoco cayó en este equívoco tan generalizado en la región. En su novela Gabriela, cravo e canela (1958) se da cuenta del pueblo ficcionalizado de Ilhéus en donde se desenvuelve una relación entre el dueño de un restaurante, el árabe Nacib, y la sertaneja Gabriela, a quien contrata como cocinera. Llama la atención que la primera parte de este libro se titula “Um brasileiro das Arábias”, aceptando el término del mestizaje que para la década de los cincuenta ya comenzaba a operar en el país, aunque sin dejar de reconocer la particularidad arábiga. En la novela de Amado, Nacib no es ya más “un turco”, sino un brasileño trasplantado. A pesar de que en su obra no encontramos el equívoco de confundir turcos por árabes, en cambio sí cae en el error de encasillar al personaje árabe en el paradigma de trabajo-negocio-dinero.

Aunque no podremos dedicar más atención a la novela de Amado, basta con mencionar que conserva muchas similitudes con la obra que posteriormente habría de desarrollar Hatoum. Nos parece que en ambos es posible encontrar el uso de la polifonía como un recurso literario para dar cauce a voces históricamente silenciadas. Además, los dos buscan anular el equívoco que genera el mal uso del gentilicio turco al señalar las particularidades de estas poblaciones y, finalmente, localizan sus narraciones lejos de los centros urbanos del litoral –principalmente, paulistas y cariocas– que históricamente han dominado el mapa cultural del país. En conclusión, tanto la novela de Amado como en la de Hatoum,

entranham às suas letras uma profusão de gostos e sabores que, aliados à multiplicidade lingüística, reforça, na obra de Amado, e reencena, na obra de Hatoum, um dos princípios mais caros aos romancistas do Nordeste, o da ruptura da oposição entre os traços culturais do interior brasileiro e os padrões culturais do litoral, estes subtendidos como “civilizados”. (Gonçalves 2008, 88)

Gonçalves (2008, 98) concluye que la presencia de “lo árabe” en la literatura brasileña puede ser considerada como una especie de topos con vasta presencia en la producción narrativa y poética de aquel país, reconociendo a grandes autores como Gregório de Matos (1636-1696), quien en Poemas Satíricos coloca en plena relación el mundo árabe con el indígena; Machado de Assis (1839-1908), quien en obras como O Alienista (1881) resalta el conocimiento médico de los sabios árabes o en crónicas como “Guitarra fim de Século” (1896) en donde relata los conflictos bélicos en Medio Oriente y cuestiona el avance occidental sobre esta parte del mundo y, finalmente, Manuel Bandeira (1886-1968), quien resalta los elementos de proximidad entre las culturas árabes y brasileñas en poemas como “Gazal em louvor de hafiz”. Sin embargo, la importancia de lo árabe en la literatura brasileña no es observable únicamente en esos autores, considerados los grandes exponentes de las letras nacionales, sino también en el movimiento mahyar que se desenvolvió en São Paulo y estrechó fuertes lazos con el pasado de Al-Andalus, el cual consideraron propio y lo llevaron incluso en el nombre: Al-Usba-Andalusiyya.

 

Al-Usba-Andalusiyya y su relación con Al-Andalus

Como hemos observado, las migraciones provenientes de la Gran Siria hacia América tuvieron un impacto muy específico en la literatura de cada país con el nacimiento de la literatura mahyar. A pesar de su importancia, el estudio de este movimiento se ha focalizado en Nueva York, mientras que investigaciones en otros puntos del continente aún son escasas (Petit 2017, 18). En el caso del movimiento mahyar al-yanubi (mahyar del sur, como se le conoce al mahyar latinoamericano) sobresale el caso brasileño. Este grupo –también conocido como Círculo Andalusí– se creó en 1933 y con el tiempo se consolidó como el de mayor importancia en América Latina gracias a la participación de autores como Michel Maluf, Shafiq Maluf, Ilyas Farhat, Rashid Salim Juri,[1] entre otros. Siguiendo el trabajo de Lorenza Petit, podemos dar cuenta de algunas características propias de este círculo: en primer lugar, se encuentra la ilusión y la desesperanza por el fenómeno migratorio y la sensación de vivir en “dos mundos”.

Tales autores traen consigo la experiencia de quien vivió en otro país –donde muchas veces continúan viviendo en la memoria– un país, que por cuanto lejano sea, siempre identificarán con la patria y, por otro lado, experimentan una nueva vida en una cultura y en un idioma diferentes. (Petit 2017, 109).

En segundo lugar, destaca una fuerte expresión de “arabidad” como resultado de un profundo sentimiento de no-pertenencia. La identidad construida de estos inmigrantes de primera oleada tiene como punto central la idealización del país de origen y de la patria dejada atrás. Aquí ocupa un lugar muy importante la lengua, pues al tener el deseo del retorno aún vivo, insistían en que la expresión literaria tendría que ser predominantemente en árabe para que no se alejara demasiado de sus raíces (Petit 2017, 109) al hacer uso del portugués.

Finalmente, en tercer lugar, se encuentra la abierta intención de recuperar el legado de Al-Andalus que, a pesar de que es común en diferentes autores árabes en Latinoamérica, el caso brasileño ocupa un lugar destacado. Así explicaba el poeta Habib Masud (1899-¿?) la relación de al-Usba Al-Andalusiyya, en la revista que mantuvo el grupo hasta 1953:

Queríamos así ponernos bajo el buen augurio del rico legado que dejaron los árabes en al-Andalus y señalar lo lejos que estábamos del radicalismo que había caracterizado a la al-Rabita al-Qalamiyya (Liga literaria) en el norte, a pesar de que la semejanza entre el viejo y el nuevo al-Andalus quedaba muy lejana. En al-Andalus, los árabes entraron como conquistadores, extendiendo su respeto y protegiendo con sus espadas sus instituciones y su lengua. La literatura y la ciencia caminaron allá a la sombra de sus banderas y el verso lució en las frondas de su gloria. Nosotros, en cambio, hemos entrado en la tierra de Colón menesterosamente, pidiendo compasión y justicia. Lo único que justifica que denominemos andalusí nuestro ambiente es el considerar que la propagación de la literatura árabe en país extraño, y entre nuestras propias gentes analfabetas, es otra brillante conquista. Y que el escape a la literatura es otra especie de martirio (Martínez Montávez en Petit 2017, 127).

Aunque Masud cae en el error de invisibilizar a las poblaciones indígenas del continente al denominarlo “la tierra de Colón”, llama la atención que incluso los autores de segunda y hasta tercera generación en América no dejaron de prestar atención a temáticas propias de su grupo étnico; entre ellas, precisamente, la relación que tuvieron estas comunidades con otros grupos poblacionales en el país.

En Brasil, a pesar de que ninguno de estos autores de segunda generación se puede desligar del todo de sus predecesores, quizá el cambio más significativo que encontramos es el abandono del árabe como lengua de escritura y la adopción del portugués, sin que eso signifique negar o renunciar a su origen, aunque sí una mayor reflexión sobre el país receptor al cual dejan de sentirse del todo ajenos como aquellos autores de generaciones anteriores. A pesar de ello, con estos “comparten y heredan muchas veces temáticas y estéticas propias de este movimiento, como el tema de la patria lejana, del exilio, la nostalgia, y el nacionalismo” (Petit 2017, 143). Por lo tanto, lo que tenemos ahora es que la nueva generación de autores expresará en portugués –o en español, dado el caso– “discursos que provienen del imaginario literario árabe” en un intento de conciliar ambas identidades.

 

Relato de un cierto Oriente

En el caso de la primera novela publicada de Milton Hatoum, Relato de un cierto oriente, encontramos un tema compartido más: la preocupación por al-Andalus. Al narrar el conflicto entre el matrimonio cristiano-musulmán de quien llega buscando noticias la narradora da cuenta del

Anfitrión mudo, asceta aun cercado de personas, habría preferido evadirse en la habitación, pactar con el silencio de las paredes blancas, y, con el libro [El Corán] en ristre, acompañar la deposición de un sultán que reinaba en una ciudad andaluza, seguir sus pasos a través de los siete aposentos de un castillo infranqueable, hasta tocar la pared del último aposento, donde estaba labrado el siniestro destino del invasor (RCO, 72).

El título de una obra es la primera clave del contenido de un libro y constituye el primer disparador de conjeturas en el lector. En este sentido, no cabe duda de que lo primero que resalta de Relato de un cierto Oriente es precisamente el título. En primer lugar, por supuesto, el término relato nos advierte que nos será contada una historia de “un cierto Oriente” en donde el término “cierto” nos hace cuestionar si es que se refiere a un lugar real y, si es así, si es que también existe uno irreal o imaginario. De igual forma, el término “cierto” también nos puede remitir a la idea de lo “particular” o “específico” en oposición a una totalidad. En todo caso, una primera idea de dualidad queda impregnada desde el momento en que se lee el título que al detenerse a reflexionar sobre él puede llegar a ser ambiguo. Aún más cuando pensamos en el término “Oriente”, pues cualquier pregunta sobre esta palabra resultará pertinente: “¿Cuál Oriente?” u “¿Oriente para quién?” Y es que la novela contiene dos Orientes definidos al que hemos agregado un tercero. Comentamos anteriormente que Hatoum, en concordancia con Amado, dislocaron el mapa narrativo del Brasil al desarrollar sus tramas en lugares alejados del centro cultural brasileño –el litoral, dominado por São Paulo y Rio de Janeiro–, por lo que en un primer Oriente haría referencia precisamente a la ciudad de Manaus, en el Estado de Amazonia, en donde se desenvuelve la historia que, aunque no se encuentra ubicada en el Oriente de Brasil –sino más bien al Norte– sí es la puerta de entrada de lo que se denomina el nordeste brasileño y su exotismo marcado por la vertiente del río Amazonas. De esta forma,

…el Brasil de los escritores de origen árabe contiene un valor positivo, es la categoría intermediaria entre dos polos, uno periférico (Sudamérica) y otro opuesto de Occidente (Oriente Próximo), provocando esto una condición ambigua y original, respecto de la relación de alteridad que convencionalmente se atribuye a las literaturas occidentales en sus contactos con este imaginario oriental. (Martínez Teixeiro 2013, 74)

Manaus sería, entonces, ese primer Oriente: el lugar donde empieza el “Medio Oriente” para el Brasil más occidental, pero además para la narradora quien proviene, según se nos hace saber, de un “Estado del sur”.

Un segundo Oriente, es decir, el “otro Oriente” sería Trípoli, Líbano; lugar de donde proviene la familia de cuyos miembros se nos contará el relato. En las primeras páginas de la novela se plantea esta dicotomía a la que volverán en diversos momentos los distintos narradores:

Si había algo de análogo entre Manaus y Trípoli, no era exactamente la vida portuaria, la profusión de ferias y mercados, el grito de mercaderes y pescaderos, o la tez morena de la gente; en realidad, las diferencias, más que las semejanzas, saltaban a la vista de los que aquí desembarcaban […] (RCO, 28).

Finalmente, podríamos agregar a la lista un Oriente más: un tercer Oriente localizado en Europa. Antes de dar cuenta de esta última locación tenemos que recordar que la novela consta de ocho relatos que están narrados en primera o segunda persona, pues en ocasiones el relato toma la forma de cartas u otros medios de comunicación oral. Todos los relatos corresponden a un personaje diferente en la novela quien, desde su perspectiva, cuenta la historia de la familia cuya matriarca era la vieja Emilie, quien está a punto de morir. Quizá convenga en este punto mencionar quién relata cada uno de los capítulos de la novela y recordar, aunque sea de manera general, qué es lo que narran: el primero es relatado por la narradora en donde conocemos la carta que le escribe a su hermano en Barcelona para hacerle saber que está en Manaus en búsqueda de la madre adoptiva, Emilie; el segundo, narrado por el tío Hakim en donde conocemos fragmentos del pasado familiar, cómo es que llegaron a Brasil y los conflictos religiosos entre el padre musulmán y la madre cristiana; el tercero es narrado por Doner, amigo de origen alemán de la familia, en donde nos cuenta el suicidio de Emir, el hermano de Emilie; el cuarto es narrado por el padre, esposo de Emilie, por medio de los diarios de Doner, en donde se nos dan más detalles de la llegada a Brasil; el quinto es narrador por Doner y Hakim en donde conocemos dos importantes sucesos para la familia: la ida de Hakim y la muerte de Soraya, hija de Alma Délia; en el sexto vuelve la narradora principal y retoma la narración para retratarnos la ciudad y hacernos saber la muerte de Emilie; en el séptimo, la indígena brasileña, Hindié Conceição, aunque sirviente, pero persona cercana a la madre, da cuenta de la desaparición de Alma Délia y los conflictos que devienen entre ella y sus hermanos gemelos por haber concebido una hija fuera del matrimonio (Soraya) y, finalmente, en el último capítulo, conocemos en voz de la narradora los efectos de la muerte de la matriarca en la familia y las razones por las cuales decidió volver a Manaus. 

De esta forma, todas estas historias conforman un “coral de voces dispersas” (RCO, 172) que el lector tiene que ir ensamblando para descifrar tanto quién es el narrador como quién es el narratario. Así se construye esta novela polifónica y fragmentaria que, en cualquier caso, tiene en la narradora principal a la persona que recolecta, cataloga y vuelve a narrar lo que antes le contaron los distintos personajes a través de diferentes medios: cartas, grabaciones, comunicaciones personales. Todos estos relatos mediados tienen a un destinatario final que es el hermano de esta narradora quien, al ubicarse en Barcelona, nos abre un nuevo Oriente en perspectiva de Manaus (da Costa Santos 2007, 38) y un nuevo sentido al título del libro: es el relato que pertenece a ese último Oriente (Barcelona), el tercer oriente que nos hacía falta mencionar.

Toda esta unión de “Orientes” se mezclan y se confunden “con otros orientes” en el reflejo de los objetos que la narradora observa al entrar a la casa casi en ruinas:

Además de sombrías, estaban atestadas de muebles y sillones, decoradas con sillones de Kasher e Ifashan, elefantes indios que emitían el brillo de la porcelana pulida, y baúles orientales con relieves del dragón en las cinco caras. La única pared en la que no había reproducciones de ideogramas chinos y pagodas acuareladas estaba cubierta por un espejo que reproducía todos los objetos, creando una caótica perspectiva de volúmenes desempolvados y lustrados diariamente, como si aquel ambiente desconociera la estancia o incluso el paso de alguien […] (RCO, 10)

 

Al observar toda esta mezcla difusa de objetos orientales, es inevitable pensar en Edward Said (1979, 50) quien reconoce que el orientalismo es sobre todo “a field with considerable geographical ambition” que tiene como objetos de estudio lugares tan vastos como la ley islámica, los dialectos chinos o las religiones de la India. Por lo tanto, el orientalismo posee una capacidad casi infinita de subdivisión que al “amalgamar” todo “lo oriental” demuestra su “vaguedad imperial”. Toda Asia se encuentra encerrada en el reflejo de ese espejo que se encuentra en una casa en ruinas, pero cuando la narradora observa a detalle la habitación detiene su mirada en un par de jarrones de Bohemia, poniendo de manifiesto que incluso Europa del Este puede caer bajo esta mirada occidental del Oriente; justo como lo es Barcelona, ciudad ubicada en la parte más oriental de España, ese tercer Oriente que hemos comentado. Cabe recalcar que todos estos “orientes” ahí comprimidos en el cuadro del espejo y, al mismo tiempo, reproducidos al infinito mantienen además una cosa en común: el peso de la colonización que la Europa más occidental (o imperial) ha ejercido sobre otras partes del mundo. La imagen que devuelve ese espejo es el sujeto del imperio que se ha servido de dispositivos como las exploraciones detalladas en los libros de viajes para, de acuerdo con Mary Louise Pratt (2010, 24), “hacer que las poblaciones ‘locales’ de Europa se sintieran parte de un proyecto planetario o, para decido con otras palabras, de la creación del ‘sujeto doméstico’ del imperio.” De esta forma, el orientalismo no moldea únicamente la subjetividad del Otro oriental, sino también la subjetividad misma del sujeto ocidental-imperialista.

Todos los objetos que se encuentran en esa habitación son producto de las actividades comerciales de la familia, pues tenían una tienda de antigüedades –la Parisién– desde la llegada del patriarca a Brasil, específicamente a Manaus, Brasil, país al que nunca saben exactamente por qué llegaron.

El viaje terminó en un lugar que sería exagerado calificar de ciudad. Por convicción o comodidad sus habitantes se obstinaban en situarlo en Brasil; allí en los confines del Amazonas, tres o cuatro países todavía insisten en llamar frontera a un horizonte infinito de árboles (RCO, 74)

En este fragmento, que es un apunte que obtuvo la narradora después de conversar con Dorner, quien conserva algunas notas escritas por éste, se pueden observar algunos puntos interesantes. En primer lugar, llama la atención que estos datos se hagan llegar a la narradora –y, por lo tanto, al lector– por medio de la voz de un personaje alemán; una vez más Hatoum expone cierto orientalismo en la novela al poner estos hechos en voz de un personaje europeo. En segundo lugar, podemos observar cómo se va configurando un exotismo por partida doble que corresponde más que nada a la mirada europea de Dorner: si el “cierto Oriente” del que proviene la familia resulta un lugar exótico para el Occidente, no deja de ser extraño que la familia haya decidido instalarse en Manaus, un lugar que apenas sería considerado una ciudad y que se encuentra a miles de kilómetros de distancia del “centro occidental” del Brasil: las grandes ciudades del litoral. En cambio, deciden vivir en los confines del Amazonas, en la frontera entre la civilización y la barbarie; entre la naturaleza y la ciudad.

En este sentido Birman (2014, 315) no se equivoca al establecer que la novela de Hatoum se puede pensar como una obra de “frontera” en la que ésta no sólo es geográfica, sino también ontológica; es decir, del otro lado de esa frontera está el otro. Los personajes, entonces, son personajes de frontera que se encuentran severamente confrontados por quienes comparten ese espacio fronterizo que pueden ser los lugareños indígenas, los habitantes brasileños de la ciudad o, en todo caso, aquellos con quienes habitaron la casa que está en ruinas al momento en que llega la narradora.

            Estas tensiones la encontramos expresadas, en primer término, en las razones por las cuales se cuenta que decidieron dejar Líbano para asentarse en Brasil. En palabras de Dorner, Brasil les inspiraba al mismo tiempo sorpresa y terror, pero del país de origen tienen malos recuerdos pues

Relataban epidemias devastadoras, crueldades ejecutadas con esmero por hombres que veneraban la luna, innumerables batallas teñidas con los colores del crepúsculo, hombres que degustaban la carne de sus semejantes como si saborearan rabo de carnero, palacios con espléndidos jardines, dotados de paredes inclinadas y rasgadas por ventanas ojivales que apuntaban a poniente, donde reposa la luna del ramadán. (RCO, 74)

Al mismo tiempo que se nos deja saber los conflictos religiosos que obligaron a la familia a dejar Líbano, podemos inferir en buena medida el origen de las discusiones entre el matrimonio, pues Emilie es una católica devota y el padre un musulmán estudioso del Corán, quienes al contraer matrimonio en Brasil se ven obligados a establecer un pacto que quizá no les habría permitido el contexto libanés:

Emilie y su marido practicaban con fervor la religión. Antes de la boda habían hecho un pacto para respetar la religión del otro, correspondiendo a sus hijos optar por una de las dos o por ninguna. (RCO, 71)

De esta forma, si los hijos quedaron excluidos de cualquier pugna de índole religiosa, el pacto no necesariamente se cumplía en cuanto a ellos mismos, pues en diversos pasajes de la novela se nos hace saber que la plena conciliación religiosa no era del todo posible y, sin embargo, a pesar de esta falta, la convivencia familiar no se ve afectada.

The couple therefore fails to conform to the stereotypical image of intolerance and conflict between Christians and Muslims that is commonly associated with the Middle East in general and Lebanon more specifically. Rather, they can be seen as an ironic and critical manipulation of this stereotype, or as a reference to widespread religious tolerance in Brazil. As for the spats between the two, they can be understood as part of the process of negotiation that constitutes the identity of people and cultures. (Birman 2014, 15)

No obstante, encontramos la ruptura de este pacto cuando, al preparar la cena de Navidad –un evento en el cual el padre no participaba– Emilie pide a la servidumbre brasileña que sacrifiquen a las aves que serían cocinadas para la cena. Hindié decide hacerlo de una forma distinta a la tradicional, es decir, siguiendo el procedimiento local: embriagó a las aves antes de retorcerles el pescuezo. Después, las dejó desangrar en el patio de la casa. Al llegar el padre y observar tal espectáculo, lo único que atina a decir es “ese martirio sólo puede ser obra de cristiano” (RCO, 36), apuntando como posible culpable a su esposa sin siquiera imaginarse que pudo haber sido Hindié. Después pasa a retirarse y a encerrarse en su habitación. Al ver Emilie que el padre se había molestado y que no saldría de su encierro hasta terminar la festividad, señala con bastante ironía: “Debe ser una de las prohibiciones del Libro [la razón de su enojo], pero hoy quien dicta lo que se puede y no se puede hacer soy yo, no un guerrero analfabeto que se dice Profeta e Iluminado” (RCO, 39). Por su parte, el padre decide arrojar al suelo, todas las estatuillas de Santos –“ídolos”, según él– que Emilie conservaba en la casa. Cuando ella descubrió eso

Dejó de hablar, ocultó el rostro con el abanico y se recostó en la silla. Permaneció callada por un momento: ¿para reavivar la memoria? ¿tomar aliento? ¿amainar el rencor que le traía el recuerdo de aquel día? Y, sin apartar el abanico del rostro, pasó a enumerar con voz cargada de ira y de vejamen los santos de yeso pulverizados, los de madera quebrados brutalmente, Nuestra Señora de la Concepción hecha añicos y el Niños Jesús destrozados (RCO, 46).

Hasta estos eventos, la religión no había sido motivo de discusión en la familia, pero estos significaron un parteaguas en el matrimonio, pues a partir de este momento ambos empiezan un juego para instigar al otro: Emilie escondía del padre el Libro, obligándolo a buscarlo por toda la casa y, en contrapartida, el padre escondía de Emilie muchas de las figurillas que se habían salvado de la destrucción o aquellas otras que Emilie –con ayuda de Hindié– había recompuesto pedazo a pedazo.

Esta escena de la compostura de las figurillas se establece como un reflejo de la novela misma: los fragmentos componen una unidad que –como la narradora– tenemos que ir pegando para alcanzar a tener una imagen de aquello que se quedó en el pasado. Pero no tendremos ya la imagen completa, pues el recuerdo o aquello que fue narrado, conservará las marcas que nos harán saber que alguna vez estuvo roto. La novela es también una gran reflexión sobre la memoria y el peso que tiene el pasado en la vida de la familia. Casi al final de esta, la narradora le confiesa a su hermano:

que los intentos fueron innumerables y exhaustivos, pero el final de cada pasaje, de cada deposición, todo se deshacía en inconexas constelaciones de episodios, rumores procedentes de todos los rincones, hechos mediocres, fechas y datos en increíble abundancia. Cuando conseguía organizar los episodios en desorden o encadenar las voces, surgía una laguna donde habitaba el olvido y la incertidumbre: un espacio muerto que minaba la secuencia de ideas. Y eso perjudicaba a la tarea, necesaria y tal vez imperativa, de ordenar el relato para no dejarlo a la deriva suspendido y modulado al azar. (RCO, 172)

 

De esta forma, podemos observar que la narradora ocupa un lugar semejante al de Scheherezada y Un relato de cierto Oriente reproduce la estructura de historias enmarcadas y entrelazadas de Las mil y una noches, “lo que me hizo pensar en ello fue la coincidencia con ciertos pasajes de la vida de otras personas, que mezcladas con textos orientales iba incorporando a su propia vida” (RCO, 83). Además, así nos lo deja saber el propio Milton Hatoum: “Ainda quanto a aspectos estructurais devo dizer que pensei muito na estrutura das Mil e uma noites; pensei numa narradora, numa personagem feminina que contasse essa história. (Hatoum en da Costa Santos 2007, 29). Podemos concluir, siguiendo al propio Hatoum en dicha entrevista, que esta obra se desdobla en diferentes direcciones a través de la memoria de los personajes que evocan espacios del afecto en la casa, en la ciudad, en el pasado, en sus relaciones interpersonales y, por supuesto, también en la lengua.

 

La lengua como terreno del afecto

Para concluir el presente trabajo, conviene recordar que, si anteriormente anotamos que para el círculo mahyar de São Paulo el árabe resultaba primordial para establecer una conexión directa con la tierra de origen, ¿qué sucede con la lengua en el Relato de Hatoum? Y podemos responder de manera breve que en ella la lengua árabe ocupa un lugar central y la forma en que es tratada lanza un guiño a la tradición literaria del post-mahyar en la cual el autor se inserta, pero también a la propia experiencia que el autor tuvo al acercarse a la lengua de sus padres.

La lengua árabe era hablada por mi padre y abuelos maternos, y mi madre, siendo brasileña, nunca pronunció una sola palabra en el idioma de sus padres. Por eso, el árabe fue, para mí, una especie de melodía con sonidos familiares, pero distante. Poco a poco, se convirtió en un conjunto de sonidos que la memoria evocaba a medida que los más viejos iban muriendo (Hatoum 2009, 440-441).

La lengua árabe para Hatoum, entonces, funciona como los recuerdos más viejos en la memoria familiar: se extinguía con la muerte de los mayores. Al morir uno de los más viejos, moría un recuerdo pronunciado en la lengua de la tierra de origen. El caso de la novela no es muy diferente y para comentarlo primeramente debemos recordar algunos detalles de la familia. Sabemos que Emilie es madre de Hakim y Samara Délia (que son nombrados como “tíos” por la narradora y su hermano, que después serían adoptados por el matrimonio) y “los otros dos, innombrables, feroces hijos de Emilie, que tenían el demonio tatuado en el cuerpo y una lengua de fuego” (RCO, 12). De este par de hijos poco nos dejan entrever los relatos entrelazados en la novela, tan sólo que condenaron y asediaron a la hermana –Samara Délia–, cuando parió a una hija –Soraya Ângela– fuera del matrimonio. La niña terminaría, según ellos, cargando la culpa de “ese pecado”; por eso nació sordomuda y por eso sería atropellada por un auto, gracias a un descuido, en uno de los eventos más dramáticos del relato. Este asedio después se extiende al propio padre a quien no pueden perdonar que haya hecho uso del Libro para justificar y perdonar el pecado de la hermana. Con ello, podemos entrever que estos dos hermanos-demonios practican el extremismo islámico.

En realidad, pasaron a despreciar a su padre por haber recurrido a un texto sagrado para perdonar lo imperdonable; durante todo ese tiempo atormentaron a su hermana, la desterraron de la familia y juraron armar un escándalo si ponía los pies ni tan siquiera delante de la cerca de la casa o si firmaba con el apellido de la familia (RCO, 149).

 

La muerte de Soraya Ângela –quien tenía una edad cercana a la de los dos niños adoptados, la narradora y su hermano, al momento de ser arroyada– es la primera gran pérdida de Emilie que se nos hace saber, pero a lo largo de la novela se van uniendo otras más, como si todo lo que girara en torno a la matriarca fuera despedido por ella misma de manera centrípeta: primeramente, su hermano Emir, quien se suicida lanzándose a las aguas del río al jamás poder encontrar la paz en el infierno verde del Brasil amazónico; segundo, el exilio de la casa familiar que se autoimpone Samara Délia para pasar a residir en algún lugar desconocido, presuntamente la tienda de antigüedades con la venia del padre; tercero, la distancia que existe entre la tumba de Emilie y la del padre en el cementerio de la ciudad, pues mientras que la tumba cristiana de Emilie se encuentra alineada al resto, la del padre es orientada con dirección a La Meca, prácticamente dando la espalda a las demás; cuarto, la distancia entre la madre con los “otros dos” hijos que sólo aparecen para hacer maldiciones a la familia; quinto, la decisión que toma Hakim de abandonar la casa familiar para mudarse al sur del Brasil y, finalmente, la partida que también emprenden la narradora y su hermano, la primera también al sur y el segundo, como ya mencionamos, a Barcelona.

De esta forma, podemos observar que Emilie y la casa en donde habita, representan de alguna manera a esa matria (Líbano) que expulsa a sus habitantes en oleadas, en tiempos distintos, por razones diversas. Al llegar la narradora en busca de la madre, ya no le es posible encontrarla: está a punto de morir, así como la casa que habitaron se encuentra en completo abandono y prácticamente en ruinas. De ambas, quedan sólo recuerdos, como recuerdos quedan también de la nación y de la lengua misma.

Volviendo al comentario de la lengua árabe, de entre todas estas pérdidas de Emilie que conocemos a través de la narradora, destaca precisamente la de Hakim, pues, al ser el hijo predilecto de la madre, es el único que recibió la instrucción de la lengua, al menos directamente por ella misma. Esta acotación es importante, pues suponemos que los “otros dos hijos” también tendrían que dominar el árabe para leer el Libro, pues como sabemos, sus revelaciones sólo son posibles a través de ella. Hakim rememora la forma en la que aprendió la lengua: la madre lo llevaba a la tienda de antigüedades y en un cuarto oscuro, apenas al encender la luz, se iban iluminando los objetos ante sus ojos y las palabras en su mente.

Después de abrir las puertas y encender la luz de cada habitación, apuntaba a un objeto y deletreaba una palabra que parecía estallar en el fondo de la garganta; las sílabas, al principio desconectadas, eran remachadas de inmediato para que yo las repitiera varias veces (RCO, 52).

Después del duro proceso de aprender el árabe como segunda lengua, Hakim nos cuenta el proceso de aprender la escritura:

Me pasé cinco o seis años ejercitando ese juego especular entre pronunciación y ortografía, distinguiendo y cribando sonidos, domando el movimiento de la mano para representarlo en el papel, como si la punta del lápiz fuera un cincel surcando con esmero una lámina de mármol que poco a poco se iba poblando de minúsculos seres contorsionados y espiralados que aspiraban a la forma de los caracoles, de las gubias y las cimitarras (RCO, 52).

Por supuesto que esta predilección generaba dudas en Hakim, ¿por qué él? ¿Sólo por ser el mayor?, ¿por haber nacido primero? ¿Por ser el más cercano a sus recuerdos y pensamientos de Oriente? Tales preguntas que lo atormentaban desde niño encuentran su respuesta cuando le comunica en árabe a su madre que ha decidido estudiar lejos de Manaus, al sur del país. Ambos sabían que emprendería un viaje sin retorno. Es en ese momento cuando finalmente entiende por qué había sido él el elegido: porque el árabe había fundado una relación basada en los afectos entre ambos.

Porque al hablar conmigo, mi madre no traducía, no iba tanteando las palabras, no se entretenía en la elección de un verbo, no resbalaba tampoco en la sintaxis. Y yo lo sentía: llena de placer, sintiéndose soberana y desprendida de todo, podía elegir los caminos por donde pasa el afecto: los de la mirada, el gesto y el habla. (RCO, 107. El resaltado es mío)

Así, al momento en que Hakim le comunica a su madre su decisión comienza una discusión, mientras que el resto de los hermanos es “desterrado” al patio: de la misma manera en que Emilie los desterró de la lengua. Sólo ella y Hakim –sin contar al padre que vivía en estado de aislamiento en una habitación– habitaban esa lengua en la casa. Es en ese momento en que Hakim se da cuenta que el árabe los estrechaba, los hacía confidentes, y que todas esas horas de aprendizaje, de alumbrar objetos después de la oscuridad, de dibujar líneas y espirales en el espacio en blanco del papel, en realidad habían sido una preparación para este momento de la separación en el que la madre tenía que alumbrar todas las palabras de su afecto en su idioma natal. Ninguna palabra más fue dicha después de la larga conversación en la que la madre le dice adiós a su hijo, pues sabía que él era “un navío que no retornaría más a esas aguas” (RCO, 107). Y entre lágrimas y caricias la última frase fue dicha: “Ahora guardo dentro de mí tus ojos” (RCO, 108). A partir de este momento, Emilie decide comunicarse con su hijo únicamente a través del envío de fotografías por correspondencia, pues todas las palabras entre los dos ya habían sido dichas y es en árabe en que Hakim, ese arabesco brasileño, le dice adiós a su madre a la hora de partir al Sur.

 

 

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[1] Michel Maluf (1889-1942) fue un poeta, presidente de la Liga Andaluza de las Letras Árabes en São Paulo que estuvo activa de 1933 a 1953; Shafiq Maluf (1905-1976) es reconocido en la comunidad árabe, tanto de Líbano como de Brasil, periodista de profesión, a su llegada a Brasil escribió su primer poema largo “al-Ahldim”, aunque ganó mayor notoriedad en 1936 con la publicación de su poema en seis cantos “Abqar”; Ilyas Farhat (1893-1976) es conocido en Brasil por obras como Rubaiat, Sonhos de um Pastor e Frutos Temporões, todos escritos en árabe. Finalmente, Rashid Salim Juri (1887-1984) fue mejor conocido como al-shair al-qarawi (el poeta campesino) por la temática relativa al campo en gran parte de su obra. Para mayor referencia de estos y otros autores recomiendo la lectura del artículo “A ‘New Andalusian’ Poem” de Nijland, C. y Shafiq al-Maʿluf, así como el trabajo para obtener el grado de maestría en comunicación, “La literatura de la inmigración árabe en América Latina: Cuba, Colombia y Brasil. Siglo XX”, de Fatima Zohra Missaoui. 

 

 

 

 

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