EL BURDEL, ESPACIO TRANSGRESIVO EN “NUESTRA SEÑORA DE LA NOCHE”

Marilyn Rivera

The Graduate Center, CUNY

 
 
En una sociedad sexista, la autonomía reclamada por las mujeres queda sujeta en gran magnitud a la estigmatización. Los parámetros sociales distinguen entre las mujeres castas y las mujeres impúdicas. Éstas últimas quedan rezagadas y etiquetadas por desafiar ciertos códigos que responden a una organización disciplinaria dentro de un sistema patriarcal. El acto de contradecir lo establecido las ubica inmediatamente al margen.

En la obra Nuestra Señora de la Noche, Mayra Santos Febres presenta a una mujer en busca de auto-potenciarse y redefinirse dentro de una sociedad que insiste en hacerla invisible. Este personaje es construido partiendo de la legendaria dueña del burdel más exquisito que tuvo la ciudad de Ponce en Puerto Rico desde los años treinta hasta los setenta. Febres se esfuerza por detallar la vida de Isabel Luberza Oppenheimer y contextualizarla. La escritora hace del personaje de “La Negra Luberza” uno robusto y lleno de perspectiva al ficcionalizarla desde que es una niña hasta su muerte. Los temas del cuerpo y del deseo son planteados desde unas coordenadas que reclaman nuevas consideraciones y aspirando a minar discursos de superioridad. Para ella, el tema del cuerpo ofrece otros saberes que son erradicados del discurso occidental y que ameritan ser integrados y validados igualmente.

Hay que preguntarse, ¿hasta qué punto pueden potenciarse las mujeres dentro de una sociedad patriarcal, heterosexual y supremacista que venera el matrimonio como único espacio lícito para la sexualidad y deslegitima a aquéllas que ejercen la prostitución y/o mantienen múltiples relaciones -como muchos hombres habitúan? Explorar el burdel desde un aspecto teórico, resulta bastante cargado por los juegos de poder envueltos. Es por ello que en este trabajo me limito a hacer una breve exploración de la estratificación social sin abandonar los discursos prescriptivos que cosifican a unas mujeres más que a otras y a su vez custodian las prerrogativas de la masculinidad hegemónica.1

En el contexto caribeño, las mujeres afrodescendientes, como Isabel Luberza, enfrentan de antemano fuertes estigmas los cuales van ligados directamente con el dominio y la subyugación. La tez oscura se desvalora y se equipara con lo salvaje y primitivo. Explica Homi Bhabha que el estereotipo es una forma de representación bastante compleja y hasta contradictoria. Por un lado, se intenta normalizar “las múltiples creencias y los sujetos escindidos”. Por otro, el establecer diferencias entre grupos se utiliza estratégicamente para justificar la explotación económica, el sistema administrativo y hasta la instrucción. Bhabha afirma que dentro del marco colonial “la piel es un significante clave que denota diferencia cultural/racial.” Cuando esa desigualdad se naturaliza para denominar ciertos cuerpos como abyectos, se entra en la jerarquización. La internalización del escalonamiento como norma, y no como una construcción social dirigida a fomentar la subyugación, es muy problemática.

Por su parte, Idsa Alegría y Palmira Ríos afirman que el racismo encubre las relaciones de explotación y dominación. Aseguran que en Puerto Rico hay una tendencia a definir lo nacional partiendo de “una perspectiva hegemónica blanca”. Puntualizan que las mujeres negras eran vistas como hipersexuales. Cualquier mujer que no fuera blanca estaba obligada a tener muy presente las normas sociales para evitar la degradación casi inmediata a la que estaban sujetas. Esa asumida predisposición para la sexualidad las vincula directamente con lo instintivo y descomedido. Curiosamente, estas investigadoras señalan que en Puerto Rico se intervino con la emergente clase media negra como un plan para controlar su poder social y adquisitivo ya que empezaban a representar una amenaza para la oligarquía. El racismo, arguyen ellas, garantiza la supremacía de unos sectores sociales frente a otros.

Santos Febres advierte que lo blanco y lo negro son inventos y manipulaciones sociales y que la pigmentocracia2 explica la jerarquía social que beneficia a los más claros en detrimento de los más oscuros. Las mujeres no sólo se enfrentan a la desigualdad de género, sino también a la de clase social y de etnia. Una dama que desiste, como Luberza, del espacio cerrado del hogar, de la maternidad y de la familia tradicional entra en conflicto con la sociedad, y automáticamente es calificada como “una cualquiera”, ya que desafía los códigos del decoro femenino.

Gail Pheterson asegura que el estigma de “puta” es una manera de deslegitimar a cualquier mujer que gane dinero como Luberza. Para ella, el problema surge cuando se requiere de forma explícita una remuneración monetaria por un servicio sexual, pues dentro de las construcciones sociales se ha establecido como norma el servir a los varones. A las prostitutas se les niega el derecho de vender la feminidad de forma directa mientras que a otras mujeres se les demanda ofrecerla como parte de su rol genérico. A las mujeres desde niñas, se les condiciona para que actúen y se vean femeninas. Sin embargo cuando esa imposición se capitaliza y administra por ellas mismas entonces se identifica como conflictivo. Una trabajadora sexual entrevistada por Pheterson cuestiona por qué se le rechaza si otras mujeres venden su capacidad sexual todo el tiempo de una forma u otra. La investigadora insiste en que las posturas en contra de la prostitución sólo niegan la autonomía y reafirman la prerrogativa sexual masculina.

En este entramado, no sólo es imperativo ver la masculinidad, la feminidad y la raza como construcciones sociales, sino también el acto sexual como bien afirma Judith Butler. La sexualidad en el Caribe hay que contextualizarla y verla como una dinámica sincrética (Kempadoo 2004). En el periodo colonial, confluyen culturas y configuraciones sexuales disímiles. No obstante, sólo los comportamientos eurocéntricos se reconocen como criterios normativos desestimando así otras manifestaciones generadas y nominándolas como impúdicas, barbáricas o “contra natura”. La hipersexualidad atribuida a los grupos marginados en estos términos es parte de esa imagen cimentada para excluirlos y no conferirles valor ni reconocerlos como iguales. La patologización de las conductas sexuales y la denominación de ciertos grupos étnicos como anómalos exigen, por tanto, más atención a los juegos de poder envueltos.

La primera escena de Nuestra Señora de la Noche se desarrolla en el casino donde hay un baile al cual sólo se entra por invitación. Entre la alta alcurnia, la nota discordante resulta ser precisamente Isabel Luberza: “todos la miraron espantados” (9). Los administradores públicos que están allí junto a sus esposas mantienen distancia y hasta recelo. Los varones se manejan como si no la conocieran, cuando en realidad son clientes habituales de su prostíbulo. Irónicamente el título de esa escena es “Revelación”. Como lectores/as nos enteramos del vínculo y disparidad entre Luberza y ese estrato social. Este baile sugiere la celebración de su entrada al ámbito público donde sólo familias conservadoras con recursos económicos tienen acceso.

Precisamente es aquí, al inicio de la obra, donde se devela el doble estándar del que se lucra sólo un pequeño grupo de hombres. A pesar de las pautas morales donde se condenan las relaciones extramatrimoniales, se esperan prácticas como éstas por parte de los varones. El único requisito es no ser descubierto en la trama. Es por eso que todos la saludan como si nunca la hubieran visto, ni hubieran estado en el Elizabeth’s Dancing Place en días recientes. Luberza dispone de un montaje como herramienta para desplazarse en el casino. Hace uso de una vestimenta fina y busca manejarse frente a esta gente con seguridad. A pesar de su nerviosismo logra dominarse culminando su objetivo; ser reconocida aunque no igualada.

Luberza alcanza posicionarse –en sentido económico– al mismo nivel de aquéllos que mantienen a una población sumida en la pobreza y obra a favor de ésta. Ha remodelado el asilo de ancianos de la archidiócesis del pueblo, le ha donado un cuarto de millón de dólares a la Cruz Roja, pero también ha ofrecido dinero para la escuela primaria y el orfelinato. Isabel comenta: “Cómo no voy a ayudar, si en carne propia sé lo que es la necesidad” (10).

Establecerse como mujer de negocios en un ámbito donde la masculinidad hegemónica es la que rige, se dificulta. Ella se las ingenia para capitalizar el deseo del blanco y usarlo a su favor. Pasa del desencanto amoroso a ver la vida en términos prácticos: “[Y]o no pienso en el amor… Ay no, ni parejos, ni hijos, ni nada. No me quiero ver regalando barrigas, porque no las puedo mantener” (98). Al declinar de un rol tradicional como el de madre o como el de amante del licenciado Fornarís, Luberza se potencia, pero también impacta a los desamparados que la rodean. Rompe con la disposición impuesta a la mujer de ser la responsable por el cuido de los hijos y reclama un espacio vedado a las damas negras. Una vez que da a luz al hijo del licenciado, ella decide no estar a cargo de éste, pues ya contaba con la primera faceta de su negocio. No quería que el chico creciera allí, además, necesitaba seguir con su plan de “ser una mujer de medios” (98).

María Candelaria, una señora mayor y cuidadora de una gruta es la que termina a cargo del niño. Cada vez que el chico pregunta por su madre, la vieja le cuestiona si él la quiere y luego le deja saber que madre es la que cría lo cual desnaturaliza ese atribuido instinto maternal que según las pautas sociales debe tener una madre. Doña Montse, como también le dicen a ésta, en ocasiones le expresa al niño que su progenitora es mala. Lo hace porque considera el oficio de Luberza como impúdico. No obstante, en una etapa de su vida, la señora había practicado la prostitución. Irónicamente, no puede identificarse con Luberza a pesar de la similitud. Por el contrario, ve su propio pasado como pecaminoso. Cae en una crisis donde se pierde en largas disputas con la supuesta voz de la Virgen de la Monserrate. Luberza, sin embargo, desborda su respeto y devoción hacia los necesitados desde su burdel. Es justamente en el prostíbulo donde puede funcionar como sostén, no de su hijo concretamente, pero sí de muchos y muchas desprovistos de medios en una sociedad subyugadora.

A pesar de haberse enfrentado a la miseria durante su niñez y juventud, también encontró guías que le ayudaron a reclamar su autonomía. Su primer maestro, Demetrio, fue un tabacalero sindicalista que le puso en las manos un folleto escrito por Luisa Capetillo3. Isabel se expone a la lucha obrera y el amor libre desde un aspecto teórico lo cual origina la praxis de su propia lucha. Le llama la atención que Capetillo también había sido tabacalera y sindicalista como su instructor. Resonaba en su mente ser mujer de recursos y poder dirigirse a los demás desde un mismo plano, sin pleitesías.

Desde muy joven ya comprendía las palabras de Demetrio: “Porque el matrimonio es un contrato de compraventa en donde muchas veces la mujer sale perdiendo” (98). Pero, de igual forma, las de Capetillo: “De tú a tú porque mis derechos son los mismos, y no sierva como me quieres hacer creer” (99). Desde entonces sabía que su batalla sería coexistir independiente y libre en un ámbito que se confabulaba para calificarla y obligarla a denominarse como subalterna por ser mujer y por poseer una tez oscura. Desde muy temprana edad, lidió hábilmente con la descalificación que le atribuían sus patrones sin internalizarlas. Entre la risa y el controlarse para no desatinar ni echar sus proyectos por la borda, soportó humillaciones como cuando, la niña Virginia, la miró con asco para que no tocara su vestido de fiesta y le gritó: “Suelta, que lo vas a ensuciar con esas manos de tiznada” (102). Isabel, en ese momento, quiso sacarle los ojos y asfixiarla, pero recapacitó y pensó en las consecuencias. Se exponía a defenderse o perder el pago del colegio católico que la familia Tous le proporcionaba a cambio de trabajar en el hogar y servirle a la chica. En otras ocasiones, ella y Lorenza (la otra sirvienta), imitaban a los patrones y le ponían sobrenombres desestimándolos. La risa las alivia y descarga un poco su pesar. Designaciones como “la foca” y “la hormiga” se suman al aspecto jocoso que desestabiliza esa rigidez disciplinaria exigida por los Tous en cada tarea.

Sólo en el espacio del burdel de la Negra Luberza, la piel pierde valor subordinado para reincorporarse con lo humano y equitativo. No existe un demérito por clase social o pigmentación. Dentro de la negociación basada en el arrendamiento de un servicio, se deleita la carne como parte del acuerdo y ya. Las chicas que trabajan en el Elizaberth’s Dancing Place provienen de la calle. Tienen en común que buscan cómo laborar para subsistir. Sin embargo, el oficio seleccionado para ello resulta un problema pues desestabiliza y reta un supuesto ‘orden social’. Según los guardias del pueblo, estas mujeres dificultan el reclutamiento de los muchachos que van para la guerra. No obstante, el efecto va más allá de imposibilitar el alistamiento, pues son muchos los espacios que resultan minados por el acto de las mujeres de disponer de sus cuerpos.

Las medidas regulatorias son asignadas para prevenir subversiones y supuesto caos4. Isabel sabía del “Reglamento de Higiene”, una ordenanza impuesta por el estado y ejercido sin tener en consideración los derechos de las mujeres. Andar solas de noche era motivo suficiente para llevarlas al hospital y encerrarlas hasta por un año y medio sin juicio y sin visitas de familiares: “Sí mija, y te meten a la fuerza como una tijera de hierro que abre en dos por allá abajo para ver si estás enferma. Por más que tú grites, te lo hacen” (182). Tal vez el oír por casualidad esto, mientras una prostituta se lo contaba a otra, fue la pieza clave que la llevó a concretar su plan del burdel. Le prestó atención a aquellas “correcostas… recién bajadas de los campos” en su mayoría, y que trabajaban en la calle por comida y por una esquina donde dormir: “[S]e vendían ellas mismas por algunos centavos. A Isabel le recordaban a ella, o lo que pudo haber sido de ella sin el pitorro5 y sin los dineros extra que se ganaba con el licenciado” (256). Se dio cuenta que había algunas que no tenían un lugar a donde llevar a sus clientes y esa fue la génesis del Elizabeth’s Dancing Place.

El prostíbulo termina siendo un territorio donde las muchachas pueden decidir sobre su cuerpo, su sexualidad y deseos sin las manipulaciones y abusos a que se enfrentarían con patrones, padres u otros hombres. En ningún momento Isabel intenta posicionarse como superior con relación a éstas. Al contrario, las ve como parte de un convenio de “buenvivir” donde se ayudan unas a las otras. No le gusta la idea de ser llamada “madama” sino “mujer emancipada”. Aunque Demetrio le recuerda que él siempre la ha visto como una, ella lo rectifica y le manifiesta que “[t]rabajar para patrones no es ninguna emancipación” (282). Antes de que su negocio estuviera edificado, ya el barrio se había dedicado a desacreditarla, pero esto no es inconveniente para ella. Su deseo de proporcionarse un mejor estado y de hacer lo que quiere de sí es mucho más fuerte.

El burdel en esta novela no sólo apela a la independencia económica. Aquí, Santos Febres despliega una concentración de aspectos políticos que develan y denuncian la marginación, el doble estándar social y la subyugación a la que las mujeres están sujetas en el sistema patriarcal poniendo énfasis en la piel y su significante. El discurso moral que se observa en la novela representa la primacía que conlleva ser blanco y varón. Los hombres tienen acceso a mujeres, especialmente negras, con o sin su permiso. Por el contrario, a las cónyuges se les exige la pureza. Cristina Rangel, la señora del licenciado Fornarís, representa la esposa dedicada y abnegada. Al igual que todas las demás damas de sociedad, ésta es la encargada del espacio cerrado del hogar donde dicta órdenes a sus empleadas negras y vive ilusa aferrada a la idea de mantener el decoro de la familia.

Tanto Cristina como María Candelaria se han aferrado al discurso patriarcal y ambas culminan en locura. Ambas han internalizado los valores de una sociedad clasista. La primera no puede comprender cómo termina desplazada por una “tiznada” pecadora como Luberza. María Candelaria, por su parte, ha quedado atrapada en la disciplina moral y en el discurso racial que se le ha impuesto. Por ello, en medio de su locura oye reproches como el de “vieja bruta”, “vieja puta” “pecadora”, etc. Ellas no pueden sobrellevar el peso que se les exige. Tanto el ser inmaculada como violar las prescripciones de la institución familiar y del matrimonio no permiten esa emancipación que Luberza ha reclamado.

Uno de los problemas que Santos Febres ha planteado ha sido la aceptación de las normas tradicionales como una configuración universal las cuales mantienen una desproporción en detrimento de una población. Una vez que las mujeres se autodefinen dentro de estas clasificaciones, las consecuencias son nefastas y contraproducentes. Por ello, como alternativa, se convida a pensar en el cuerpo y el deseo como parte de un proceso transgresivo y emancipador. Al minar y erradicar los discursos construidos socialmente para naturalizar la discriminación, el racismo y el sexismo, se avanza hacia una coexistencia igualitaria.

En fin, el prostíbulo de Isabel Luberza representa una nueva cosmovisión más inclusiva y equitativa. Se ha forjado a partir del concepto de igualdad y de la noción de negociación, que según ella es lo que les queda a los pobres para evitar salir desprovistos del todo. Éste culmina siendo también un espacio para el despliegue de nuevos saberes estrechamente vinculados con la carne, ésa que arde y que necesita no sentirse tan sola “entre tanto desvarío” (256)
 
 
Notas

1Donaldson describe la masculinidad hegemónica como aquélla que se basa en la competitividad primordialmente. A pesar de que ésta constantemente alude a dispositivos de opresión, no es exclusiva de personas poderosas. Su sustentación y propagación primordial surge desde el organismo familiar y es reforzada por otras instituciones y agencias sociales. Su “modelo-imagen”, usando el concepto de Josep-Vicent Marqués, parte de una estructuración patriarcal. Para más detalles sobre este concepto verMasculinidad/es, poder y crisis, editado por Teresa Valdés y José Olavarría.

2La clase dirigente compuesta de gente de un mismo color de piel, usualmente blanca.

3Una anarquista de principios del siglo XX pionera del feminismo y el sindicalismo en Puerto Rico.

4Resulta interesante meditar sobre el tono angustioso con el cual se alude al desorden, propiciando así un estado de alerta colectivo. Por ejemplo, explica Butler que la propia población se encarga de vigilar y proteger la heteronormatividad lo cual ella llama “gender policing”. De igual manera, tienen lugar la preservación de otros discursos hegemónicos.

5Ron artesanal considerado ilegal. También se conoce como “ron cañita”. Isabel junto a su compañera, Leonor, se dedican a venderlo clandestinamente.
 
 Bibliografía

Alegría Ortega, Idsa E. y Palmira N. Ríos González. Contrapunto de género y raza en Puerto Rico. San Juan, Puerto Rico: Centro de Investigaciones Sociales Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras, 2005.

Bhabha, Homi K. El lugar de la cultura. Buenos Aires: Ediciones Manantial, 2002.

Butler, Judith. Bodies that Matter: On the Discursive Limits of “Sex”. New York: Routledge, 1993.

_____. Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. New York: Routledge, 2007.

_____. Undoing Gender. New York: Routledge, 2004.

Donaldson, Mike. “What is Hegemonic Masculinity?” Theory and Society. 22.5 (1993): 643-657.

Hooks, Bell. Black Looks: Race and Representation. Boston, MA: South End Press, 1992.

Kempadoo, Kamala. Sexing the Caribbean: Gender, Race, and Sexual Labor. New York, N.Y.: Routledge, 2004.

Pheterson, Gail. El prisma de la prostitución. Madrid: Talasa Ediciones, 2000.

Santos Febres, Mayra. Nuestra Señora de la Noche. Madrid: Editorial Espasa Calpe, 2006.

_____. Sobre piel y papel. San Juan, Puerto Rico: Ediciones Callejón, 2005.

Valdés, Teresa y José Olavarría, eds. Masculinidad/es, poder y crisis. Santiago, Chile: Isis Internacional y FLASCO, 1997.

 
 

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