Ambivalencia en los discursos de apropiación del otro. Sobre la mansedumbre en el “Diario de Colón” y en la “Brevísima”, de Las Casas

Natalio Ohanna
McGill University
 
 
Desde las primeras noticias proporcionadas por el Almirante al regresar de su primer viaje y hasta mediados del siglo XVI, la controversia sobre la naturaleza de los indios alcanzó su mayor nivel de tensión. Los argumentos a favor o en contra de su humanidad, las discrepancias sobre si poseí­an alma o no, lejos de haber surgido como un asunto inconexo sobre el que debatieron teólogos y juristas, germinaron en el marco de las discusiones sobre los derechos que tení­a la Corona española para sojuzgar al poblador americano. Ya en 1493 las bulas de donación de Alejandro VI conferí­an a los Reyes Católicos un poder para dirigir la administración religiosa de las Indias aun superior al que tení­an en la pení­nsula. Desde este momento el sector eclesiástico cobró una influencia tal que toda decisión importante debí­a someterse a los criterios de la justicia cristiana (Hanke, Spanish Struggle 2). En el espectro de estereotipos que dictaminaban desde la idealización hasta la demonización de los amerindios, el concepto de la mansedumbre tuvo un lugar sobresaliente, pues se explotó con ambivalencia tanto en la promoción de la empresa colonizadora como en el más bizarro esfuerzo por desacreditarla.1 El presente trabajo es un examen de los usos y significados que cobró el concepto de la mansedumbre en dos momentos claves de la conquista.

Al emprender toda lectura del Diario resulta ineludible precisar una posición respecto del problema de la autenticidad. El manuscrito original de la bitácora llevada por el Almirante en su expedición se ha perdido, y lo que hoy conocemos de ésta es un amplio sumario hecho por Bartolomé de las Casas con el propósito de utilizarlo al redactar la primera parte de su Historia de las Indias (Borello 14-15). Luego de permanecer perdida por casi tres siglos, dicha versión fue encontrada por Fernández de Navarrete, quien la editó por primera vez en 1825. Pese a que al componer el sumario Las Casas estaba inmerso en su campaña para promover la evangelización pací­fica, Fernández de Navarrete sostuvo que eso no habí­a incidido sobre el documento y declaró su autenticidad (Borello 11). Lo cierto es que la cuestión sobre en qué medida el sumario reproduce el original motivó un debate que continúa hasta nuestros dí­as.

Basándose en ciertas omisiones de la versión que Las Casas incluye en su Historia de las Indias —como por ejemplo, todo lo referente a la práctica de la esclavitud entre los amerindios— David Henige apoya la tesis de que hubo una manipulación, y resuelve que el término ‘transcripción perfecta’ tiene que ser borrado de los estudios colombinos, en los que deberí­a haber, en cambio, una postura más escéptica respecto de las fuentes (217-18). En esta misma dirección, Margarita Zamora afirma que Las Casas transcribió los pasajes de manera selectiva, “with an eye to those that could serve his purposes in future works” (Reading Columbus42). Eso lo indicarí­a la misma naturaleza del texto, pues sus interpolaciones aclaratorias, sus apostillas al margen y errores sugieren el carácter utilitario. Por tales pruebas Zamora concluye lo siguiente:

His interventions in the Diario are frequently ideologically charged with the same interests that motivated his writing practices elsewhere […] Through a selective process of transcription and omission, these editorial interventions altered the original text’s content and, perhaps even more fundamentally, also altered the way in which the text can be read. (Reading Columbus 43)

Sin duda serí­a sobremanera equí­voco pasar por alto que no se trata del texto original, y más equí­voco aún, leerlo como si lo fuera. Pero de hecho el padre Las Casas nunca declaró haber realizado una copia fiel. En el mismo epí­grafe que encabeza la transcripción expresó claramente que: “Este es el primer viaje y las derrotas y caminos que hizo el Almirante don Cristóbal Colón cuando descubrió las Indias, puesto sumariamente” (Diario 71, el énfasis es mí­o). Por otra parte, en su labor de sumariar, Las Casas procuró ser lo suficientemente objetivo como para dar a entender cuándo reproducí­a el original y cuándo parafraseaba. El texto abunda en aclaraciones del tipo de ‘dice el almirante,’ ‘dice él,’ ‘estas son sus palabras,’ etc.

No obstante dichas aclaraciones, los elementos por los que la crí­tica más ha desconfiado de la transcripción lascasiana son de orden temático. El evidente énfasis puesto sobre la mansedumbre de los amerindios es, si no el principal, uno de los aspectos más controvertidos, dada la relevancia que podí­a tener como argumento en su campaña contra los abusos de la conquista. En efecto, el Diario presenta una visión muy positiva del poblador americano: subraya su belleza fí­sica, su bondad y generosidad, su aptitud para recibir la doctrina cristiana, su ignorancia respecto del uso de las armas, etc. Pero con un simple cotejo del texto con la carta que en 1493 Colón envió a los Reyes Católicos —documento publicado y reeditado varias veces durante la vida del Almirante— puede demostrarse que el estereotipo de la mansedumbre no es apenas una construcción lascasiana.2 En dicho documento Colón anuncia lo siguiente:

todas estas yslas son popularí­simas de la mejor gente, sin mal ni engaño, que aya debaxo del çielo. Todos, ansí­ mugeres como hombres, andan desnudos como sus madres los parió, aunque algunas mugeres traen alguna cosita de algodón o una foja de yerba con que se cubijan; no tienen fierro ni armas […] y no he podido entender que alguno tenga bienes propios, porque algunos dí­as que yo estuve con este rrey en la villa de La Navidad, ví­a que todo el pueblo, y en especial las mugeres, le traí­an los agí­s, ques su vianda que comen, y él los mandava destribuir, mui singular mantenimiento. (“Carta” 183)

Semejante imagen paradisí­aca de los amerindios y sus costumbres se complementa con otro de los aspectos que parte de la crí­tica atribuyó a la pluma del fraile: la perfecta aptitud de esta población arcádica para recibir la fe católica: “En ninguna parte destas islas e conocido en la gente dellas seta ni idolatrí­a ni mucha diversidad en la lengua de unos a otros, salvo que todos se entienden” (“Carta” 183). Junto con la ausencia de idolatrí­as, tal fraternidad lingüí­stica también contribuye en la construcción de un mundo paradisí­aco, en tanto remite a una armoní­a previa al desarreglo babilónico. La presencia de estas ideas en la carta de 1493 deja suponer que no hay ninguna razón para sospechar que el Almirante habrí­a pensado de otro modo respecto de los amerindios al redactar su diario. Los pasajes citados son prueba suficiente de que si hubo una intervención lascasiana en la construcción del estereotipo, ésta sólo pudo ser de orden enfático. Sin duda Las Casas recogió estas ideas, las seleccionó, las reorganizó y las subrayó porque podí­a valerse de ellas como argumentos jurí­dicos. Sobre este punto no cabe siquiera argüir. Pero no obstante dicha intervención, no es menos evidente que el Diario aún permite colegir el alcance que el concepto de la mansedumbre tuvo dentro de la lógica colombina, si lo entendemos en su contexto.

La conquista de las Indias llenó espacios que hasta 1492 estaban ocupados por la imaginación y la fantasí­a europeas (Pagden 10). Los primeros viajeros cruzaron el mar Océano con ideas muy claras sobre lo que podrí­an encontrar: América, señala Anthony Pagden, “was rarely seen as something new […] but merely as an extension into a new geographical space of both the familiar and the fantastic dimensions of the Atlantic world as it was known through the writings of commentators both ancient and modern” (11). Tal confianza en las referencias escritas condujo a la creencia de que lo encontrado en tierras ignotas podí­a siempre identificarse mediante la mera comparación con lo conocido. Colón no fue una excepción: desde su primer viaje nunca sospechó que las tierras que iba recorriendo fueran parte de un nuevo continente, e incluso hasta el dí­a de su muerte siguió convencido de que habí­a llegado a las costas más orientales de Asia. Con una confianza casi dogmática en lo que los libros le anticipaban, se obstinó en la tarea de reconocer y verificar las descripciones ofrecidas por cuatro fuentes principales. En primer lugar, la Imago mundi del cardenal francés Pierre d’Ailly, de la cual poseí­a un ejemplar no fechado, cuya fecha aproximada de publicación es entre 1480 y 1483. En segundo lugar, la Historia rerum ubique gestarum, de Enea Silvio Piccolomini, que conoció de un ejemplar impreso en Venecia en 1477. En tercer lugar, una edición italiana de la Historia natural de Plinio, fechada en 1489. Y finalmente una versión en latí­n de los Viajes de Marco Polo, de 1485.

Estos libros aún se conservan con todas las apostillas que fue haciendo Colón en sus reiteradas lecturas.3 En uno de los márgenes de su ejemplar de la Imago mundi se advierte el siguiente comentario: “debajo de la equinoccial se encuentra un lugar muy templado, pues está ahí­ el Paraí­so Terrenal en oriente” (apud Martinengo 558). En el mismo volumen, otra apostilla describe ya la complexión de quienes esperaba encontrar: “hacia el mediodí­a están provistos de mayor inteligencia y prudencia, pero tienen menor fuerza, atrevimiento y coraje” (apud Martinengo 558). En su volumen de la Historia rerum también hay anotaciones sobre la naturaleza de los asiáticos: “viven bajo el cetro del Gran Kan, emperador del Katay, pueblos como los Albanos, de vida y costumbres plenamente arcádicas […] los hombres son de hermosa complexión; no conocen el uso de la moneda” (apud Martinengo 559). Considerando toda esta información de que disponí­a el Almirante, es de esperar entonces que ya el mismo dí­a del primer desembarco en América haya podido representar con precisión de detalles a sus pobladores:

En fin, todo tomaban y daban de aquello que tení­an de buena voluntad, mas me pareció que era gente muy pobre de todo. Ellos andan todos desnudos como su madre los parió […] y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vide de edad de más de 30 años, muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras […] Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo […] Ellos todos a una mano son de buena estatura de grandeza y buenos gestos, bien hechos. (Diario 91)

Esta es la primera caracterización de los amerindios que presenta el Almirante, la cual evidentemente responde no tanto a lo poco que pudo ver hasta aquí­, como a lo bien informado que estaba. El afán de corroborar la autoridad escrita puede rastrearse a lo largo de todo el Diario, pero conforme avanza la expedición, la mera verificación de los modelos previos se va audazmente entrelazando con un plan más bien personal y en vistas a un futuro no distante, mediante el que Colón procura garantizar la continuidad de un proyecto que ahora cruza la frontera entre la exploración y la colonización.

El domingo 14 de octubre apunta en su Diario que “esta gente es muy simplice en armas” (94). Si bien tal afirmación concuerda con sus primeras impresiones, ahora se enuncia desde un punto de vista más funcional, pues acto seguido Colón sugiere a Vuestras Altezas que “con cincuenta hombres los tendrá[n] todos sojuzgados, y los hará[n] hacer todo lo que quisiere[n]” (94). Es en este punto donde por primera vez el concepto de la mansedumbre deja entrever su relación intrí­nseca con el proyecto colonizador. Siendo los amerindios muy mansos, y dado que carecen de armas, o bien poseen unas insignificantes, se torna extraordinariamente fácil su sometimiento y explotación. Dicho razonamiento es mucho más claro en su descripción de quienes habitan la Española:

sin armas y tan temerosos que a una persona de los nuestros huyen ciento de ellos […] en poco tiempo acabarán de los haber convertido a nuestra Santa Fe multidumbre de pueblos, y cobrando grandes señorí­os y riquezas, y todos sus pueblos de la España, porque sin duda es en estas tierras grandí­sima suma de oro. (120)

Nótese aquí­ cómo entre la mansedumbre —indicador de la facilidad con que los amerindios serí­an subyugados— y las ganancias que los Reyes Católicos cobrarí­an por la conquista, Colón intercala su promesa de la evangelización. El hecho de que puedan ser convertidos a la Santa Fe, sin embargo, dentro de la lógica colombina no parece cuestionar ni debilitar siquiera la perspectiva utilitaria. Se trata, más bien, de otra ganancia para la Corona de España, la cual de ningún modo intercede en la consecución de las riquezas. Es decir: la evangelización ni legitima ni compromete el lucro propiamente material, sea éste oro o personas.4 Pese a ser el amerindio potencialmente catequizable, y por ende, cabe suponer, humano, el propósito lucrativo del Almirante es de una intransigencia tal que lo lleva a disminuir a aquél a la condición de bien material. Es en este sentido que la mansedumbre ahora se traduce como el mejor indicador de que estos hombres bien podrí­an ser provecho de la Corona en calidad de siervos o esclavos. Tal función del estereotipo se explicita en la entrada del domingo 16 de diciembre:

Y crean que esta isla [Española] y todas las otras son así­ suyas como Castilla, que aquí­ no falta salvo asiento y mandarles hacer lo que quisieren, porque yo con esta gente que traigo, que no son muchos, correrí­a todas estas islas sin afrenta […] Ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas y muy cobardes, que mil no aguardarán tres, y así­ son buenos para les mandar y les hacer trabajar y sembrar, y hacer todo lo otro que fuese menester. (153, el énfasis es mí­o)

El hecho de que, como señala Las Casas, estas son las palabras del Almirante, se corrobora en su oposición diametral respecto de los ideales del padre dominico, quien condenó, entre otros abusos, el sistema de encomiendas. De cualquier modo, el origen colombino de tales ideas queda más que acreditado si se advierte que, en la carta de 1493, Colón envolvió a los pobladores de las Indias entre las mercancí­as de que la Corona irí­a a beneficiarse en caso de que apoyase su plan: “tanto oro como abrán menester, espeçerí­a de una pimienta, quantas naos Vuestras Altezas mandare[n] cargar […] y la linanoe quanto mandaren cargar, y algodón quanto mandaren cargar, y esclavos tantos que no ay número” (“Carta” 186). Los amerindios son mansos, son indefensos y cobardes, y por ello su naturaleza misma es garantí­a de su explotación en calidad de bienes materiales. Dicha percepción del poblador americano implica nada menos que un reajuste de los conocimientos con que Colón creyó llegar a las costas más orientales de Asia, ya que él ahora advierte que el mayor beneficio no pasa por comerciar con estos hombres, como lo habí­a hecho Marco Polo con los habitantes de los reinos remotos del Gran Kan, sino por la acción violenta de despojarlos de sus riquezas y de utilizarlos como esclavos. Entre el acervo de fantasí­as provisto por la autoridad de la escritura, la distorsión y manipulación de la realidad encontrada a fin de que ésta verifique a aquél, y la necesidad, por otra parte, de que dicha realidad, pese a sus aspectos más imprevistos, sea aprovechable conforme a las directrices del incipiente mercantilismo europeo, en el Diario hay un juego de tensiones que se resuelve en el concepto de la mansedumbre. Es así­ cómo se inaugura el largo proceso de la conquista y son puestos en funcionamiento los mecanismos de la colonización.5 Siendo los pobladores de las Indias tan buenos e inofensivos, se tornan ya innecesarias las cartas de Vuestras Altezas para el Gran Kan, e innecesario también el mutuo acuerdo en el intercambio de mercancí­as: la Corona española podrá simplemente arrebatárselas, y en caso de que no las tuvieren, los mismos pobladores se tomarán como tales.

El plan de mercantilizar a los amerindios encontró obstáculos, sin embargo, desde los umbrales del proceso colonizador. Tras su triunfal regreso, Colón paseó a un grupo de nativos a modo de trofeos por las calles de Sevilla y Barcelona, a fin de excitar el interés popular y lograr el apoyo real en la continuidad de su empresa. Pero ya la violencia de este espectáculo suscitó importantes cuestionamientos (Hanke, Spanish Struggle 18-19). Después de su segundo viaje, el Almirante también llevó consigo a España una partida de nativos, pero ahora con el fin expreso de que sea realizada su venta en el mercado de esclavos de Sevilla. El 12 de abril de 1495 la Corona ordenó al obispo Fonseca vender estos indios, y así­ lo hizo, pero un dí­a después se le instruyó que conservara el dinero de la venta hasta que los teólogos satisficieran a la conciencia real sobre la moralidad del acto (Hanke, Spanish Struggle 19). Señala Anthony Pagden que fue la Reina Isabel en persona quien intervino para detener el negocio, porque deseaba confirmar, consultando a abogados, canonistas y teólogos, si podrí­a con una buena conciencia realizar la venta o no. Lo cierto es que un año más tarde la Reina ordenó que todos los indios esclavos en Sevilla fuesen confiscados y devueltos a sus tierras (Pagden 31). De esta manera comienza el intrincado itinerario de los debates en torno a la legalidad de las acciones europeas sobre los naturales de las Indias. Siguiendo a Lewis Hanke y Rolena Adorno, cabe ahora hacer una breve sinopsis, al menos de su perí­odo más crucial.

En 1511 los sermones de fray Antonio de Montesinos iniciaron en la Española el activismo de los dominicos contra los abusos que cometí­an los encomenderos. Lewis Hanke denominó estos sermones como “[the] first cry on behalf of human liberty in the New World” (Spanish Struggle 17). En 1512 se promulgó el primer código de legislación de Indias, conocido como las Leyes de Burgos, que en parte atenuaba la carga de los amerindios por regularizar el sistema de encomiendas, aunque no lo suprimí­a. Los naturales de las Indias aún se veí­an obligados a pagar tributos y a prestar servicios personales a los colonizadores, quienes debí­an, entre otros compromisos, quemar las antiguas viviendas de aquellos, de manera que perdiesen el deseo de regresar (Hanke, Spanish Struggle 51). En 1513 el Rey Fernando ordenó que se suspendiera la salida del conquistador Pedro Arias de Ávila, que se preparaba para zarpar, hasta que un grupo de teólogos resolviese el problema de los derechos de que disponí­a la Corona para conquistar (Hanke, Spanish Struggle 61). Dicha tregua concluyó un año después, cuando Juan López de Palacios Rubios redactó el famoso Requerimiento que debí­a leerse ante los pueblos de las Indias con anticipación a toda contienda armada. Este pergamino, además de suscitar prácticas absurdas, prolongó el asedio de los pueblos aún libres con dos alternativas: la esclavitud legal, como castigo por la resistencia, o la servidumbre natural, fundada en la irracionalidad o la barbarie (Adorno, “Los debates” 48). En 1516, tres frailes jerónimos fueron enviados por el Cardenal Cisneros a la Española para que abogaran por la libertad de sus naturales, pero en el posterior interrogatorio consideraron a éstos como faltos de razón y sin capacidad de vivir como hombres libres (Adorno, “Los debates” 49). En 1519 tuvo lugar un debate en la corte de Barcelona entre Las Casas y fray Juan Quevedo sobre el tema de la servidumbre natural, y un año después Carlos V derogó el sistema de encomiendas, pero la orden no fue acatada. El siguiente intento real de abolir las encomiendas tuvo lugar ya en 1542, cuando se promulgaron las Nuevas Leyes. Una vez más, por causa de la resistencia de los colonos en México y la rebelión de los conquistadores contra la Corona en Perú, la abolición fracasó (Adorno, “Los debates” 49).

Dicho fracaso, sin embargo, no dio fin a la controversia. Recién alcanzarí­a su punto de mayor tensión a partir del 16 de abril de 1550, cuando Carlos V ordenó la suspensión de todas las conquistas en el Nuevo Mundo hasta que un grupo especial de teólogos y consejeros decidiese una manera justa de realizarlas (Hanke,Aristotle and the American Indians 36-37). Por tal razón ese mismo año y hasta mayo de 1551 se celebraron en Valladolid las sesiones del famoso debate entre Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda ante la llamada ‘Junta de los Catorce.’ La junta estaba integrada por teólogos, miembros del Consejo de Castilla y del Consejo de Indias y otros altos funcionarios. El tema principal en que debí­an concentrarse los querellantes era el problema de la licitud de hacer la guerra contra los indios antes de predicarles la fe. Sepúlveda argumentó que eso era lí­cito e indispensable como medida previa a la prédica; Las Casas, por su parte, sostuvo que no era ni conveniente ni lí­cito, sino inicuo y contrario a la doctrina cristiana (Hanke, Aristotle and the American Indians 38-39).

Es en el contexto de estas discusiones donde debe explicarse un nuevo significado que cobra el concepto de la mansedumbre. Durante el siglo XVI —señala Rolena Adorno— dos tipos de esclavitud eran generalmente aceptados: “One was the legal slavery of captives taken in a just war. The other was natural slavery, a doctrine which postulated that the governance of certain peoples by others was justifiable insofar as one group could be considered inferior in some way to another (“The Intellectual Life” 7). En realidad, dichas modalidades de esclavitud no eran originarias de la Europa renacentista, sino más bien adaptaciones al mundo cristiano de una institución que se remonta a la Grecia clásica. Ya Aristóteles en su Polí­tica habí­a discutido la diferencia entre esclavos civiles y esclavos naturales. En el mundo heleno, los civiles debí­an su condición al hecho de haber cometido algún acto ilí­cito, cuyo castigo era la esclavitud, o podí­an ser hombres capturados durante una contienda bélica, a quienes se les perdonaba la vida a cambio de su libertad. Este tipo de esclavitud se veí­a justificado más bien en un sentido común, según el cual las buenas cualidades entrañan siempre un mayor poder para subyugar (Polí­tica 1255b). Los esclavos naturales, por otra parte, se consideraban como hombres inferiores o incompletos, incapaces de participar de manera independiente en la vida de cualquier sociedad. Dado que la insuficiencia de estos hombres era de orden psicológico, y dado también que, conforme a la teorí­a aristotélica, las cualidades del alma debí­an manifestarse exteriormente, Aristóteles determinó que el esclavo natural se diferenciaba del resto de los hombres por tener un cuerpo robusto que le permití­a llevar a cabo las labores que la naturaleza le habí­a asignado. Su fuerza fí­sica quedaba así­ contrastada con la delicadeza y las buenas proporciones del amo, cuya superioridad era de í­ndole racional (Polí­tica 1254b).

Las Casas se esforzó en demostrar que en el caso de los amerindios ninguno de estos alegatos era aceptable.6 En este propósito tuvo a su favor dos contradicciones fundamentales de la aplicación de la teorí­a aristotélica al poblador americano. En primer lugar, mientras el término ‘guerra justa’ podí­a emplearse muy bien en las campañas defensivas u ofensivas contra Turcos y Moros, quienes vistos desde la ideologí­a de la ‘reconquista’ se consideraban axiomáticamente como enemigos de la cristiandad; el caso de los amerindios era por cierto de otro orden, ya que entrañaba dificultades probar que constituí­an una amenaza. En segundo lugar, si de acuerdo al filósofo la complexión robusta denotaba la naturaleza servil de cierto tipo de hombres, entonces los pobladores americanos, dado el estereotipo con que ya desde las representaciones colombinas se veí­an caracterizados, debí­an ser tan aptos para gobernar y administrar como los mismos europeos. Ambas contradicciones fueron argumentadas por el padre dominico de manera oral y escrita, y entre sus argumentos el concepto de la mansedumbre tuvo una función primordial.

Señala André Saint-Lu que una vez concluido el debate con Sepúlveda en Valladolid sobre la licitud de las campañas armadas, Las Casas, que habí­a cedido su obispado, pudo dedicarse a la tarea de reclutar y enviar misioneros a las Indias. Fue entonces, entre 1552 y 1553, cuando dio a la imprenta ocho escritos suyos compuestos en los años anteriores, a fin de que los nuevos misioneros los llevaran para instrucción propia y de quienes ya estaban en América (Saint-Lu 24).7 Entre dichos escritos figuraban, además de textos doctrinales, sus memoriales de agravios: el Octavo Remedio, el Tratado de los esclavos y, por supuesto, la Breví­sima relación de la destrucción de las Indias, cuya composición habí­a concluido ya en 1542 (Saint-Lu 21). En este último, Las Casas llevó a cabo una caracterización de los habitantes del nuevo mundo no menos distorsionada ni interesada que la que habí­a realizado Colón —aunque con objetivos diametralmente opuestos— y lo hizo, como aquél, valiéndose del concepto de la mansedumbre.

Según se enuncia en su prólogo, la Breví­sima tiene por finalidad solicitar al prí­ncipe don Felipe que persuada a Carlos V para que sean suspendidas las empresas militares en el Nuevo Mundo. Su estructura es muy simple: se trata de una sucesión ininterrumpida de relatos sobre los abusos perpetrados por españoles durante medio siglo en el continente americano. Siguiendo la cronologí­a de la conquista, la obra se divide en diecinueve capí­tulos correspondientes a las diferentes regiones en que fue incursionando el poder español, antecedidos por un argumento, el prólogo al prí­ncipe don Felipe y una introducción o cuadro de conjunto, y precedidos por el fragmento de una carta y una carta. No obstante el criterio espacio-temporal que organiza los capí­tulos, las diferencias temáticas se nivelan en una dialéctica básica que articula toda la obra: la diametral oposición entre la mansedumbre de los amerindios y la crueldad de los españoles. Ya en el prólogo se establece dicha oposición, al destacarse que ésas “que llaman conquistas […] (hechas contra aquellas indianas gentes, pací­ficas, humildes y mansas que a nadie ofenden) son inicuas, tiránicas, y por toda ley natural, divina y humana condenadas, detestadas y malditas” (72). La misma sintaxis, dado el lugar parentético que ocupan los pobladores americanos, intensifica el contenido de la frase y de lo que será el resto de la obra: las indianas gentes se ven acorraladas por la tiraní­a de los españoles. De cualquier modo, el lector no tendrá que esperar para encontrarse con la caracterización lascasiana más detallada del poblador americano, presente en la introducción:

Todas estas universas e infinitas gentes a toto género crió Dios las más simples, sin maldades ni dobleces, obedientí­simas, fidelí­simas a sus señores naturales y a los cristianos a quien sirven; más humildes, más pacientes, más pací­ficas y quietas, sin rencillas ni bollicios, no rijosos, no querulosos, sin rancores, sin odios, sin desear venganzas, que hay en el mundo. Son así­ mesmo las gentes más delicadas, flacas y tiernas en complisión y que menos pueden sufrir trabajos, y que más fácilmente mueren de cualquiera enfermedad. (75-76)

Sobra aquí­ subrayar el carácter hiperbólico del pasaje, el insistente uso del superlativo o el hecho de que privilegia en su bondad a los naturales del Nuevo Mundo por sobre el resto del género humano. El aspecto relevante de la caracterización, en cambio, radica en su estructura: estas dos frases condensan respectivamente los argumentos principales contra la esclavitud civil y contra la esclavitud natural. Ya se ha señalado en el presente trabajo cómo la Europa del siglo XVI concebí­a las dos razones para esclavizar fundamentadas en la teorí­a aristotélica. El padre Las Casas, como todo hombre de su tiempo, aprobaba la esclavitud para quienes eran capturados en una guerra justa, pero consideraba que para llamarse tal, ésta debí­a corresponderse con al menos una de las siguientes circunstancias:

1) the defense against the Turks and the Moors of the Mediterranean and North Africa; 2) the defense against those who seek to impede or destroy Christianity and spread their own creed; 3) the need to fight against those who had wronged the republic and refused to make restitution. (Adorno, “The Intellectual life” 7)

Bajo dichas premisas, la primera frase de la primera caracterización de los amerindios presente en la Breví­sima se entiende como la refutación más clara de la aplicabilidad de la esclavitud civil en el Nuevo Mundo. Al agrupar cualidades como la bondad, la fidelidad, la humildad, el pacifismo y la falta de rencor, entre otras, Las Casas pone de relieve el carácter ilí­cito de la guerra contra el poblador americano, el cual ni puede compararse con los viejos enemigos de la cristiandad, ni ha atentado contra ésta a fin de imponer sus creencias, ni ha cometido perjuicio alguno para España. Por otra parte, de esta manera Las Casas también destaca que incluso de haber tenido la oportunidad, el amerindio no habrí­a sido capaz de atentar contra el mundo cristiano, pues eso es contrario a su naturaleza.

En cuanto a la segunda frase de la caracterización, cabe aseverar que no es menos estratégica que la anterior: arremete con la misma intensidad, ahora contra la excusa de la esclavitud natural. Dado que Aristóteles justificaba la esclavitud para el caso de personas incompletas o inferiores, la autoridad del filósofo fue alegada en muchas ocasiones a lo largo de toda la controversia sobre la licitud de la conquista, pero particularmente en dos debates en que participó el padre dominico. Primero en 1519, en Barcelona, cuando Carlos V presidió por primera vez el Consejo de Indias. El obispo Juan de Quevedo, de Tierra Firme, informó al emperador que los indios eran esclavos por naturaleza, según el concepto aristotélico (Hanke, Spanish Struggle 63). La segunda ocasión fue ya durante el extenso debate vallisoletano entre 1550 y 1551, cuando Juan Ginés de Sepúlveda declaró ante los catorce jueces que a causa de su rudeza natural, los pobladores de las Indias estaban obligados a servir a personas de naturaleza más refinada, como los españoles (Hanke, Spanish Struggle 120). Sin embargo, Aristóteles habí­a determinado que la manifestación externa de la inferioridad de los naturalmente esclavos era la fortaleza fí­sica. No es por otra razón que el padre dominico ya tení­a como argumento, con anterioridad al debate de Valladolid,8 su caracterización de los amerindios como las personas más delicadas, más flacas, más tiernas, más vulnerables a las enfermedades y menos aptas para el trabajo, “que ni hijos de prí­ncipes y señores entre nosotros, criados en regalos y delicada vida, no son más delicados que ellos, aunque sean de los que entre ellos son de linaje de labradores” (Breví­sima 76).

La delicadeza de los amerindios, su bondad y pacifismo, su belleza, su generosidad, su ternura y desnudez; todas estas cualidades conformaron entre finales del siglo XV y mediados del XVI un estereotipo cuyos orí­genes, usos y significados sobrepasan la lucha lascasiana por la justicia. Varios de sus elementos ya integraban el bagaje de fantasí­as que Colón debió corroborar en quienes creyó pobladores de Asia. Otros, en cambio, fueron agregados por el Almirante dada su necesidad de garantizar, pese a la imprevista realidad encontrada, la continuidad de su empresa. La cobardí­a y la ineptitud para el manejo de las armas son rasgos que marcan la primera reacomodación del estereotipo. Ya en un contexto posterior, cuando el plan colombino se pone en vigencia y avanza la conquista en el continente americano, el concepto de la mansedumbre vuelve a reacomodarse, pero ahora con mayor versatilidad. En este sentido, con el fin de invalidar los discursos que sobre la base de la teorí­a aristotélica justificaban la esclavitud, la audacia del padre Las Casas no reside sino en la inversión de un estereotipo al que añade muy pocos elementos.
 

Notas

1 No aplico aquí­ un concepto prestado ni busco establecer un modelo de ambivalencia, tareas taxonómicas que ya tienen adeptos. Utilizo el término literalmente, refiriéndome a un estereotipo sobre el amerindio que al ser manipulado da lugar a interpretaciones encontradas. El modo en que opera dicha manipulación y las funciones que cumple son los temas desarrollados en el presente trabajo.

2 Colón redactó varias cartas anunciando al mundo su llegada a las Indias. Una de ellas la dirigió al escribano de ración de los Reyes Católicos, Luis de Santángel, fechada el 15 de febrero de 1493 y con un postscriptum al final fechado el 14 de marzo. Otra de carácter muy similar se la envió al tesorero de Aragón, Gabriel Sánchez. Dado su interés oficial e informativo pronto se hicieron copias y el anuncio del descubrimiento se dio a la imprenta. La primera edición impresa salió de los talleres barceloneses de Pedro Posa en abril de 1493. Partiendo de la impresión de Barcelona, se hicieron otras latinas, italianas, alemanas y nuevamente en castellano en 1497 (Arranz 221). En 1989 Antonio Rumeu de Armas publicó una transcripción de una copia del Libro Copiador de Colón, cuya pertenencia al siglo XVI se ha comprobado (Zamora “Letter to the Sovereigns” 1). Dicho libro contiene la versión de la carta que reproduce Margarita Zamora a modo de apéndice en Reading Columbus. Esta es la versión que cito en el presente trabajo.

3 Tales apostillas fueron publicadas en Roma, en reproducción facsí­mile y transcripción, en una edición a cargo de C. De Lollis, en el marco de las conmemoraciones del cuarto centenario. La traducción del latí­n de las apostillas citadas es de Martinengo.

4 Beatriz Pastor sostiene que la caracterización del poblador americano participa, dentro de la lógica colombina, en tres códigos de representación fundamentales: el de la identificación, el mercantil y el de la evangelización. Los dos primeros son comunes a la caracterización de todos los aspectos de la realidad, cuya representación articulan, respectivamente, en relación con el modelo imaginario y con el proyecto de explotación comercial. El código de evangelización, por otra parte, se referirí­a únicamente a la representación del hombre. Pastor encuentra que la relación entre los tres códigos no es estable, sino que varí­a dentro de un proceso que comprende distintas fases y cuyo resultado final es la metamorfosis del hombre en cosa (53-54).

5 Margarita Zamora realiza una interpretación diferente del concepto colombino de la mansedumbre, la cual no contradice, sino que refuerza la de nuestra investigación: “the Indians are defined through a series of gender-specific oppositions that are hierarchized in Western culture: courage/cowardice, activity/passivity, strength/weakness, intellect/body. In activating these cultural dichotomies, Columbian writing ultimately interprets the difference between Europeans and Indians as a gender difference, not in the sexual or biological sense, but as difference ideologized and inscribed onto a cultural economy where gender becomes fundamentally a question of value, power, and dominance” (Reading Columbus 173-74).

6 Una refutación sistemática de la esclavitud natural constituye la Apologética historia sumaria, donde Las Casas desarticula el estereotipo de la inferioridad de los amerindios señalando que son gente dotada de “muy buenos, sotiles y naturales ingenios y capací­simos entendimientos” (4). Las Casas organiza sus argumentos en torno a dos criterios principales: considerando al hombre desde su aspecto orgánico o natural, y considerando su aspecto moral o histórico. En su epí­logo presenta cuatro acepciones para el concepto de barbarie, y concluye que los amerindios sólo pueden entenderse como tales por haber desconocido la fe cristiana, por carecer de letras y por no entender el castellano: “pero en ésta tan bárbaros como ellos nos son, somos nosotros a ellos” (654).

7 Wagner y Parish ofrecen otra explicación: “The group as a whole represented Casas’ major polemical writings of the previous ten years, in handy condensed form. And he issued them just when he was arranging to spend his remaining days at court. So it seems clear to me that he deliberately chose this most effective way to summarize and consolidate all his past arguments, and lay a foundation for his future advocacy of Indian rights with the new administration” (186).

8 Recordemos que Las Casas redacta la Breví­sima en 1542 y la imprime recién a finales de 1552, en la casa de Sebastián Trujillo (Saint-Lu 21-24).

 
 
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