Gaetano Antonio Vigna
Universidad de Valladolid
g.vigna88@gmail.com
Resumen
El propósito de este artículo es estudiar y profundizar la representación del paisaje que Carme Riera hace en su obra autobiográfica de la infancia, Tiempo de inocencia (2013). El poder de las imágenes rescatadas del olvido crea un mundo que es fruto de las imparcialidades de la memoria y del capricho del ojo de su autor. La lectura del paisaje se convierte, pues, en una metalectura donde el recuerdo de las percepciones sensitivas engendra un espacio subjetivo regulado por el peso de la tradición.
Palabras clave
Memoria; imaginación; paisaje; tradición.
Abstract
The aim of this paper is to study and to go depth into the representation of the landscape made by Carme Riera in her childhood memoirs, Tiempo de inocencia (2013). The power of the images, rescued from the oblivion, creates a world which is, from one hand, the result of the impartiality of memory and, from the other, a whim of its author’s eye. The representation of the landscape turns into a meta-reading in which the sensitive memory creates a subjective space regulated by the tradition.
Key words
Memory; imagination; landscape; tradition.
Si la escritura representa una de las maneras de intervenir en la realidad, el escritor es creador de un mundo manipulado cuyas características son el resultado de un acto de percepción y de un consiguiente proyecto de conversión: el de la experiencia personal en paisaje. Mi propósito en este artículo es mostrar cómo la escritora Carme Riera se sirve de la combinación aristotélica de memoria e imaginación con el fin de recuperar en su narración autobiográfica de la infancia, Tiempo de inocencia (2013), la Mallorca de su niñez. La obra —escrita primeramente en catalán, Temps d’innocència, y publicada en el año 2013 por la editorial Edicions 62— fue traducida al castellano por la misma autora. Este viaje de regreso a la infancia literaturiza su pasado personal1 desde el presente de la escritura y convierte el recuerdo en una representación donde priman las modalidades sensoriales. Memoria sensitiva y reproductiva se integran en una estructura narrativa que cristaliza la disolución de la vida en el texto, retrasando el poder maléfico del olvido.
Tal y como afirma Aristóteles en su Parva Naturalia, la memoria es la “posesión o la modificación” de una sensación o de una concepción del espíritu, “cuando transcurre el tiempo” (67). Como visión (φάντασμα) de una imagen orientada a lo largo del tiempo, la memoria está sometida no sólo a las trampas del olvido pasivo, sino también a los caprichos estéticos o morales2 de la mirada de su evocador. Las memorias son, como indica Le Goff, un elemento sospechoso de historiar ya que se basan sobre las aspiraciones de su autor (110). Si el recuerdo, filtrado y seleccionado entre las historias vividas por un yo pasado, se transforma con la evolución de este sujeto eligens, se infiere que el acto de rememorar nunca logra alcanzar la recreación objetiva del pasado —como el tiempo diluye las fronteras entre verdad e ilusión— y, por tanto, cada repetición del pasado es “a repetition with a difference” (Eakin 51). En el prólogo a su novela Carme Riera afirma:
… la memoria casi nunca es objetiva ni fiable sino selectiva, parcial e incluso voluble. A medida que recordamos nos alejamos cada vez más de los hechos, de manera que recordamos no hechos sino recuerdos de hechos. Además, ¿hasta qué punto la imaginación no se inmiscuye en la memoria? Lo señalo porque no querría ser tachada de mentirosa. Sé que mi verdad puede no coincidir con la verdad ajena (16. Cursiva mía).
En el momento en que el recuerdo es verbalizado, la escritura lo “modifica y subvierte a posteriori” (Puertas Moya 87); la memoria no es usada cuanto representada. Recuperando el tiempo de la niñez a través del mecanismo de retrospección, el escritor de autobiografías sanciona una realidad fragmentada que hace de la primera mirada —el vestigium— un “compendio simbólico del mundo” (Caballero Bonald 46).
La recreación de cuadros escénicos de la infancia sintácticamente ordenados nos muestra un mundo —más bien una visión del mundo, Weltanschauung— que remite a una felicidad ausente, mitificada en un tiempo que se identifica con lo natural: “la Mallorca de hace medio siglo olía distinto y los sonidos, tanto los de la ciudad como los del campo, eran diferentes a los de ahora” (Riera, Tiempo 17). La isla es, hasta los años cincuenta del siglo veinte, un Edén que la llegada de la modernidad ha deteriorado y corrompido: “los rosales, flores de cera, peonías, margaritas, dalias, gladiolos, claveles de moro, hortensias” que crecían en los jardines de este paraíso perdido para siempre jamás han dejado el paso a “unos pocos cactus hostiles de púas famélicas y algunos geranios con apenas tres o cuatro hojas en las largas e impúdicas ramas requemadas” (Riera, Tiempo 17).
El jardín, que en el texto parece constituirse como un lugar arcádico, es un espacio que cierra y preserva y se ve marcado, de un lado, por la abundancia y el erotismo de un presente ya caducado, pues irrecuperable, y, de otro, por la alienadora presencia de la modernidad. De hecho, la sensualidad primigenia del orden antiguo, que la lozanía del espacio natural encarna, contrasta con la aridez y la voracidad del progreso y de la ‘vida líquida’ moderna3 que corroe el pasado, quebrando “el marco protector de la pequeña comunidad y de la tradición” (Giddens 50).
El verdor del hortus conclusus prefigura la naturaleza virginal de Mallorca, jardín en medio del oceano, en un tiempo melancólico —de un orden marcado por la cronología del recuerdo— en el que prevalece la seguridad del espacio interior frente al caos y la perdición del afuera: “los días se sucedían pautados por un orden ligado a las estaciones y a las fiestas de guardar … Fuera de sus límites no cabía más destino que el infierno” (Riera, Tiempo 17. Cursiva mía). Es un tiempo que la llegada de la edad moderna —aquí representada por la industria turística y el feroz desarrollo urbanístico— corrompe y que la autora expresa en el texto con la imagen de las ortigas que, al igual que los “desvaríos de cemento armado” de “los asesinos de paisajes” (17), han acabado con los jardines de Palma.
- LA MIRADA Y EL PAISAJE
El término paisaje indica una extensión de terreno observable, pues su dimensión es la de la percepción. Pero la percepción, como proceso selectivo de aprehensión, no es aún conocimiento y requiere una interpretación. Nuestro modo de entender y expresar lo paisajístico —o sea el entorno real y su representación— se relaciona con el Romanticismo y su novedosa clave de interpretación de la realidad, la percepción subjetiva, con la que se valora ex novo el concepto de espacio geográfico:
El paisaje no es algo dado, sino que es construido por el observador que percibe selectivamente: ve determinados elementos y no ve otros, los jerarquiza y distribuye para formar un todo; el paisaje «aparece como una extensión del sujeto puesto que está conformado por el acto perceptivo que lo origina» (Fernández Prieto 535).
Como resultado de una mirada que elige y excluye a la vez —una forma de ver el mundo—, el paisaje —como cristalización de un instante de la sociedad— es expresión de una subjetividad que engloba las experiencias y las aspiraciones del ojo que observa y almacena imágenes. Así pues, el paisaje es una construcción cultural caracterizada por la institución de un código de carácter connotativo o metafórico que el sujeto adopta en la definición de su realidad. Es la mirada de quien contempla, y no el objeto observado, lo que determina los aspectos característicos de un lugar dado. Este mundo fragmentado crea un espacio subjetivo que hace de cada lectura del paisaje una metalectura, una realidad interpretada.
En Tiempo de inocencia, la recreación de los espacios de la infancia, sean éstos naturales, domésticos o urbanos, está ligada a la rememoración de sensaciones, olfativas, táctiles, gustativas o auditivas. Estas combinaciones sinestéticas, recuperando un pasado grabado en la “«carne» de la memoria” (Lledó, El surco 49), confieren cierto grado de realismo a la experiencia visual. En efecto, el fogonazo emocional que estimula al joven cerebro, retenido como recuerdo en la que Schacter y Tulving definen memoria episódica4, ratifica la veracidad de la rememoración y —atestiguando su duración en el presente— restaura la memoria de un yo pasado. Es la autora misma la que, en el prólogo a sus memorias, hace hincapié en el componente sensitivo de la memoria, en su densidad y en su consistencia: “Recordar significa etimológicamente (del latín recordari) volver a pasar por el corazón” (15). Este órgano, reino simbólico de las actividades afectivas y emocionales,5 se sirve de anclas de la memoria personal que, como imágenes fragmentadas, “atraviesan todas las capas de la memoria y resisten indemnes al olvido” (Fernández Prieto 543).
Convirtiendo el recuerdo en escritura, Carme Riera organiza, “a través de su filtro de individualidad” (Lledó, El surco 28), un cosmos de referencias e inferencias que desprivatizan su memoria personal y la incorporan a la memoria colectiva.6 Esta entidad simbólica social, sobrepasando el ámbito íntimo y personal, consolida el pacto de fe entre el autor-narrador-personaje y el lector7 y parece rellenar las zonas de sombra de una memoria individual sometida al poder devastador del tiempo. En los dos apartados que siguen voy a analizar la recreación del espacio en la novela y la consiguiente interconexión entre lugares íntimos y públicos.
1.1. SUBJETIVIDAD DEL ESPACIO INTERIOR
En Tiempo de inocencia, la representación de los espacios interiores nos permite acercarnos al tiempo emocional de un pasado mitificado en el proceso de escritura y fundamental en la configuración de la identidad del yo. El espacio íntimo por excelencia está representado por la casa de la primera infancia y sus adentros. Este lugar —“un sucedáneo del vientre materno, primera morada cuya nostalgia quizá aún persista en nosotros, donde estábamos tan seguros y nos sentíamos tan a gusto” (Freud 34)— es, como indica G. Bachelard en La poética del espacio, nuestro rincón del mundo cuyo cuerpo y alma “iluminan la síntesis de lo inmemorial y el recuerdo” (29).
La casa de Palma, donde pasé la niñez y la adolescencia, la había comprado el bisabuelo hacia 1880. Construida con sillares de piedra de Santanyí, hasta hace poco característicos de la arquitectura mallorquina, ocupa el fondo de la calle, que comienza en la plaza Weyler, e impide que ésta continúe en línea recta hasta la Rambla. Para llegar hasta allí hay que torcer a mano izquierda y seguir por la calle de Oliva, entre el muro del convento de las Capuchinas y las paredes de casa, que se prolongan también hacia la derecha por el callejón sin salida de S’Hort des Sol (Riera, Tiempo 45. Cursiva mía).
La exactitud que se advierte en la indicación de las coordenadas espaciales —junto a sus verificable perduración en la actual morfología urbana— es reforzada por la alternancia en el uso de los tiempos verbales que acentúan el aura de verosimilitud de un universo narrativo ajeno al lector. Esta mansión principal —situada en una calle “estrecha … y corta: unos ciento treinta pasos” (Riera, Tiempo 167)— es, según lo describe la autora, umbría y de altos techos. A pesar de la presencia de elementos de conexión directa con la geometría del exterior —“…diversos balcones y grandes ventanas”—, la casa tiene el aspecto de “clausura lóbrega, de luctuoso convento desamortizado” (Riera, Tiempo 46). La falta de luz natural, asociada al frío del invierno, materializa un sentimiento de aislamiento, de opresión y de angustia que el yo niño de la escritora experimenta por la imposibilidad de autodeterminación frente al poder restrictivo de los adultos. La asociación binomial frío-desasosiego se reitera en la rememoración del poder disciplinario de otros dos espacios cerrados: el convento de las Trinitarias —con sus jaculatorias para exorcizar los efectos de las corrientes de aire helado— y el colegio del Sagrado Corazón, donde es representativa de este sentimiento la lectura de un capítulo de Enterrada viva.
Después del nacimiento de mi hermano, mis padres, que habían convivido con los abuelos y la tía Celestina en el piso principal, pasaron a ocupar … el entresuelo … El abuelo Pau, con sus pócimas, los aparatos de gimnasia, su despacho, la biblioteca, la alcoba con vestidor y el árbol genealógico … siguió arriba … La abuela en la planta noble con su hija y su nieta … A menudo me preguntaba de dónde era yo, a quién pertenecía. Dormía arriba, comía abajo… (Riera, Tiempo 44-45)
Concebida como un “ser privilegiado” (Bachelard 27), la casa revela en su verticalidad8 la geografía íntima del ser que la habita. Si su estructura refleja el alma de sus moradores, los tres pisos de la casa de Palma —expresión de las distintas facciones familiares y sus ideologías—9 representan un modelo interpretativo de la realidad conformado con la sensibilidad y la actitud de cada generación histórica. Al subir y bajar los peldaños de las escaleras de esta casa —que es una y múltiple al mismo tiempo—, Carme Riera matiza los conflictos y desequilibrios por la búsqueda de una identidad “fronteriza, a menudo outsider” (Riera, Tiempo 45) que acaba por configurarse en la soledad de los espacios particulares de su dormitorio y de la biblioteca, metáforas de lo propio y de la pluralidad del conocimiento ajeno. Son estos los dos espacios cerrados en los que la autora se inicia al mundo literario al tiempo que asienta las premisas para cumplir con su vocación de escritora.
Como lugar en que se articulan vida privada y vida social, la casa es también receptáculo celebrativo de un pasado colectivo y baluarte contra los efectos aniquiladores del tiempo y de la modernidad. La morada de la infancia se convierte, pues, en el escenario nostálgico de un mundo no alcanzado aún por la despersonalización del progreso y donde el peso de la tradición regula las instancias sociales:
Cada año, al llegar el buen tiempo de primavera, se «hacían» los colchones. A mí me encantaba verlo. Muy de mañana esperaba la llegada del colchonero con sus ayudantes … Cargaban con los colchones y los subían a la azotea, donde empezaba el trabajo de deshacerlos … La lana, después de vareada una y otra vez, quedaba mullida, suave, limpia y esponjosa. Ya sólo restaba volver a meterla en las fundas de cada colchón y así lo hacían, casi copo por copo (Riera, Tiempo 155-156).
La casa —aquí núcleo integrador de la premodernidad y espacio donde se construye también parte de la memoria social— es el lugar cerrado y vivificador de una cultura rescatada del olvido a través de la escritura. El colchonero —al igual que los otros repartidores (el lechero; el hombre del hielo; el repartidor de la prensa local; el mozo de la tienda de comestibles; el trapero)— es representante de un mundo aniquilado por el tiempo contrafáctico moderno y sus procesos de industrialización que convierten al pasado en ídolo, en fetiche. Esta actitud aparece confirmada a partir de una adjetivación positiva: “la lana … suave, limpia”, “el agua fresquísima”, o bien, los “gloriosos pugilatos” (Riera, Tiempo 223) que contaba el hombre del hielo.
1.2. MEMORIA PERSONAL Y MEMORIA SOCIAL
Si la privacidad del espacio habitacional es catalizadora en la activación del proceso de apropiación de la memoria individual, el espacio público que Carme Riera representa en Tiempo de inocencia es el lugar de elaboración y expresión de la memoria colectiva en su vínculo indisoluble con la tradición. La construcción de este genius loci —espíritu identificador de un determinado espacio territorial desde su pasado histórico, enraizado en lo que Bourdieu define como habitus10 del lugar— evidencia un diálogo continuo entre recuerdo emocional y memoria histórica que la autora cristaliza en su novela en imágenes expresivas de la realidad isleña.
Carme Riera, al igual que un dios todopoderoso, en la melancolía del recuerdo forja una isla de belleza e inmortalidad, un edén primigenio, la quimera de nuestro tiempo: “Mallorca se configura como una desilusión” (42) afirma la autora en Sobre un lugar parecido a la felicidad, su discurso de ingreso en la Real Academia Española. Los elementos paisajísticos evocados muestran la huella de su creadora que, con tono pintoresco, despoja la realidad de su consustancial perfectibilidad, mitificándola. El primer gran espacio público está representado por la isla de Mallorca y su exuberante vegetación que, en los lugares no afectados por la modernización, remite al tiempo protohistórico de la pureza y del mito:
En algunos lugares de Mallorca, como Cala Tuent, vecina de la destruida Calobra, al igual que en la antigua Grecia, los olivos llegan hasta la orilla del mar, un prodigio que uniendo a Minerva y Poseidón, nos recuerda que nuestra patria, como la de los griegos, es el Mediterráneo. El verde de los olivos se mira en el espejo azul de las olas … Al sol reverdecen aún más, en cambio los días nublados en que el mar es gris se vuelven grises. Ambos, mar y olivos, olivos y mar se visten del color del plomo (Riera, Tiempo 123. Cursiva mía).
La luz del sol y el color de los olivos que se refleja en el azul del mar avalan, en la intensificación del quiasmo, el tópico de una naturaleza conservada en su estado original. La analogía entre la destruida Calobra —que acoge dentro de sus límites el pecado original de la modernidad y sus consiguientes efectos aniquiladores— y el armónico equilibrio del mundo de las divinidades paganas, además de exaltar un sentimiento patriótico, enfatizan la añoranza por un tiempo privilegiado del cual el presente es sólo un pálido reflejo. “[La] fetidez de estiércol, [la] pestilencia de orines de vacas y caballos … [el] ligero perfume a pinaza … mezclado con el olor a carbonilla” (Riera, Tiempo 20), evocando la pérdida, concurren en la construcción de un escenario rural realista donde prima “el griterío de las cigarras despidiéndose del día” (Riera, Tiempo 119).
Los sonidos naturales de los animales del mundo agrario se alternan con las melodías de las canciones camperas de los jornaleros que, en “el catalán de Mallorca” (Riera, Tiempo 109), acompañan su trabajo diario regulado por la salida y la puesta del sol y el tiempo religioso de las horae canonicae. La restauración del antiguo aire rústico da a la narración un sello más de autenticidad. El hombre, integrado en una naturaleza ajena a los efectos de la Historia, “solidifica”, también con el uso de la lengua en su variante regional, “el carácter vivo de una tradición” (Lledó, El silencio 65) que —en la herencia del inconsciente colectivo— define los parámetros del imaginario insular. El recuerdo de “aquella mirada virgen” (Fernández Prieto 541) —rescatada del olvido— se une al poder de la palabra, a su lirismo, con el fin de crear entornos sensibles a un proyecto de recuperación de la identidad.
El otro gran espacio abierto está representado por la ciudad de Palma, sus edificios, las calles y los rincones sustraidos al poder de la naturaleza. Toda la geografía de la ciudad —el espacio contemplado y elaborado a partir del recuerdo y las emociones— se convierte en espacio de la memoria colectiva. En efecto la urbs, reconstruida en el texto a partir de los rumbos de la conciencia de su autora, es portadora de información y depositaria de la tradición y, como afirma Italo Calvino en su novela Le città invisibili, “… non dice il suo passato, lo contiene come le linee d’una mano.”11
La Palma de los años cincuenta tiene muy poco que ver con la actual. Es cierto que los grandes monumentos, la catedral, la Lonja, la Almudaina, los más emblemáticos, que escribiría un cronista, se han conservado igual que muchas casas señoriales, palpable demostración de que Palma fue y es una de las ciudades patrimonialmente más ricas del Mediterraneo. Algunos edificios han sido restaurados con cuidado, maquillados y ataviados por los viejos o los nuevos propietarios, alemanes en su mayoría. Diversos pertenecen a entidades o se han convertido en hoteles. Pero no es menos cierto que el actual tejido comercial de la ciudad es muy diferente y que casi todas las tiendas, pequeños talleres y obradores que había en el centro han desaparecido (Riera, Tiempo 91).
El afeamiento del paisaje urbano, despersonalizado por las “calamidades urbanísticas, la peor plaga que la isla ha sufrido desde los tiempos prehistóricos” (Riera, Tiempo 123-124), es introducido por medio de elementos disonantes —los edificios ataviados por los nuevos propietarios alemanes y convertidos en hoteles— que rompen con el ritmo lento y ensoñador de la rememoración. Es el recuerdo que ordena la ciudad, define su anatomía a partir de momentos icónicos —sensaciones y emociones percibidas en los lugares donde se conforma la sensibilidad del niño— y, de tal manera, hace del milieu un teatro, una escena de prácticas socio-culturales.
Palma se convierte en un campo de significación, en la fortaleza del desencanto, de la pérdida, de la añoranza. El sonido lejano de las personificadas campanas de la catedral, “Eloi, Antonia, Media, Tercia, Bárbara” (Riera, Tiempo 209), y el olor a incienso de los actos de culto contribuyen a restaurar un pasado en el que “la palabra guerra tenía … una textura cotidiana” (Riera, Tiempo 57), cuando una forzosa estructura determinaba el lugar de los individuos y las formas de tratamiento enfatizaban esta inmovilidad social:
«No es lo mismo Arnau que mestre Arnau» … El lugar más ínfimo de la escala social lo ocupaban los mistages –jornaleros o peones-, como el tal Arnau. Un peldaño por encima se situaba el menestral y se le denominaba mestre («maestro») y a su mujer, madò, del mismo modo que al campesino responsable de una finca le llamaban y aún le llamamos amo y a su mujer madona, a pesar de que la finca no es suya. El amo de verdad, el propietario, es el señor. Al señor había que decirle bon dia tenga, senyor («buenos días tenga, señor») y, si era noble, bon dia tenga vossa mercè («buenos días tenga vuesa merced»), y tratarlo, si no en tercera persona, por lo menos siempre de usted” (Riera, Tiempo 94).
Es un tiempo en el que, según la autora, la televisión y las leyes de normalización lingüística todavía no han acabado con la vivacidad del dialecto mallorquín12 y, por lo tanto, no resulta tan raro hablar de mossons y mossoneries13 o escuchar una nana balear, vou-veri-vou, que concilia el trabajo del hombrecillo del sueño. El carbonero y el olor a carbonilla “que impregnaba las calles” (Riera, Tiempo 21), el lañador de vasijas y “la pescadera, alta y fornida” (Riera, Tiempo 22), con sus pregones de aviso en un habla “muy variada y pintoresca … de una asombrosa plasticidad” (Riera, Tiempo 41), el repartidor de la prensa local, abandonan sus ataudes de olvido y, proyectándose empáticamente sobre el espacio urbano, se consagran a la eternidad de la escritura. Si cerramos los ojos, podría resultar más fácil verlos caminar entre la gente que toma el fresco en la calle, en un tiempo tan primigenio que nada sabe de la electricidad, cuando las niñas iban a costura y el negro de la ropa de las mujeres era no sólo marca sino también metáfora de sus existencias.
La mirada subjetiva, que sinestéticamente define la ciudad, tiñe el panorama y engendra un espacio que se sustenta en la tradición. Es el recuerdo sensible de la experiencia vivida que humaniza el espacio público y lo enriquece con la inserción de detalles culturales pertenecientes a diferentes momentos históricos. Numerosos son los ejemplos a lo largo del texto: el Canto de la Sibila en las iglesias de Mallorca antes de la misa del gallo; los Reyes que llegaban por mar y pasaban por la calle de los Olmos; la feria en el paseo de la Rambla y la pintura de la Santa Faz por el Domingo de Ramos; las luchas entre las familias Anglada y Rusiñol, representantes de dos barrios opuestos de la ciudad; la desamortización que acaba con la mayoría de los conventos de la ciudad y las cartillas de racionamiento de las posguerra; Villalonga y Cela y la “demonia impúdica de George Sand” (Riera, Tiempo 147) que recorren las calles de Palma.
Carme Riera crea, a partir de la consistencia del recuerdo, un escenario irreconciliable entre pasado y presente a través del cual resemantiza las estructuras espaciales, sean éstas públicas o privadas. De hecho, la memoria permite a la autora forjar, a nivel individual, una identidad que prefigura su vocación de escritora y, a nivel colectivo, permite la inserción de acaecimientos particulares, de usos y costumbres perdidos, de vidas irrepetibles que la aceleración de las sociedades contemporáneas ha aniquilado. En el momento en que la mirada retrospectiva ordena y jerarquiza imágenes elevadas a la categoría de mito, la autora matiza el carácter y la vida de una sociedad que, tras abrir sus puertas a la angustia de la modernidad, se ha condenado a la búsqueda de la inocencia perdida.
Notas
[1] A pesar de que marcados rasgos autobiográficos aparecen en obras previas de la autora —entre otras, el diario de embarazo Tiempo de espera (Lumen, 1998) y la autoficción La mitad del alma (Alfaguara, 2004)—, he decidido restringir mi análisis a Tiempo de inocencia ya que aquí nos encontramos frente a un declarado texto de carácter autobiográfico como lo demuestran los elementos paratextuales y peritextuales y la dimensión temporal retrospectiva.
[2] P. Ricoeur (1999), distingue entre olvido pasivo –inexorable, en cuanto obra del paso del tiempo- y olvido activo o selectivo, que omite acontecimientos o episodios de la trama del recuerdo. En el caso de la narración autobiográfica, el acto confesional del yo enunciativo crea un discurso manipulado que tiende hacia la veracidad, ya que resultado de omisiones –olvido voluntario- por razones de pudor, de estética o de censura. Para profundizar en la cuestión, véase J. Romera Castillo (coord.), La literatura como signo, Madrid, Playor, 1981.
[3] “La vida líquida es una vida devoradora. Asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objeto de consumo: es decir, de objetos que pierden su utilidad (y, por consiguiente, su lustre, su atracción, su poder seductivo y su valor) en el transcurso mismo del acto de ser usados.” En Zygmunt Bauman 18-19).
[4] D. L. Schacter y E. Tulving, “What are the memory system of 1994”, en D. L. Schacter y E. Tulving (eds.), Memory System, Cambridge, MA, The MIT Press, 1994.
[5] Como la autora misma señala dentro de la novela: “Los antiguos creían que la memoria habitaba en el corazón y a la vez el corazón, en un sentido más amplio, era el centro de las facultades intelectuales, no sólo de los afectos y de las pasiones” (15-16).
[6] “En primer lugar, hay que señalar que la representación del pasado es constitutiva no sólo de la identidad individual –la persona está hecha de sus propias imágenes acerca de sí misma-, sino también de la identidad colectiva.” (Tzvetan Todorov 89).
[7] Para profundizar en este tema, véase: Philippe Lejeune, El pacto autobiográfico y otros estudios, Madrid, Megazul- Endymion, 1994.
[8] “La casa es imaginada como un ser vertical. Se eleva. Se diferencia en el sentido de su verticalidad. Es uno de los llamamientos a nuestra conciencia de verticalidad” (Bachelard 38).
[9] “La visión de mi madre era distinta a la de su cuñada y su suegra, a pesar de que solamente las separaba una escalera de treinta escalones que yo subía y bajaba corriendo” (Riera 45).
[10] Bourdieu define el habitus como un sistema de prácticas y representaciones duraderas y transferibles constitutivas de una sociedad y orquestadas por la colectividad (92).
[11] “[La ciudad] no dice su pasado, le contiene como las líneas de una mano.” (I. Calvino 10. Traducción mía).
[12] Así afirma la autora recordando el olor de la botiga de vendre, Can Rasca, la tienda del pueblo: “La palabra colmado formaba parte del léxico común de la gente del campo, la que mejor ha conservado el mallorquín hasta hace dos días, hasta que la apisonadora de la televisión ha acabado con nuestra lengua, jugosa, acaudalada, muy bien surtida, y las leyes de normalización lingüística han propiciado que con trescientas palabras sustituyamos la savia que nos ha nutrido durante ocho siglos. Colmado viene, precisamente, del verbo colmar, «llenar por completo», y por lo tanto colmado significa «lugar rebosante de existencias»” (Riera 125-126).
[13] “Mossons y mossoneries son palabras que casi nadie utiliza ya pero que eran habituales en el mallorquín de mi infancia, una época en la que las aparencias estaban al orden del día. Mossons eran lo que quiero y no puedo, los piojos entrados en costura, los que presumían de lo que no tenían y encima se las daban de venir de una pata del Cid. Mi tía llevaba muy bien anotada en su cabeza la lista de cosas aceptadas y prohibidas, apropiadas a una determinada clase social o impropias de ésta, que iban desde la manera de sentarse, siempre con las piernas muy juntas, hasta la importancia de comer el arroz con cuchara en lugar de tenedor. Comerlo con cuchara era correcto y así lo hacían los señores, usar el tenedor era propio de mossons” (Riera 42-43).
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