La muerte de (los) Dios(es): el impacto de la secularización en dos relatos de Clemente Palma

Mateo Díaz Choza
Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú)
mateodiaz90@hotmail.com

 

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Resumen

 

Clemente Palma es uno de los introductores del cuento moderno en la literatura peruana. Su obra, vinculada a movimientos como el modernismo o el decadentismo, abordó temas controvertidos para la sociedad peruana de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX como el satanismo, el uso de drogas, las perversiones sexuales o el cuestionamiento de la religión cristiana. Aún poco estudiado por la crítica, este último aspecto aparece, entre otras formas, en su reactualización del tópico de la muerte de Dios. En el presente artículo, se analizará el tratamiento de dicho tópico en dos relatos de Palma, “Ensueños mitológicos” y “El hombre del cigarrillo”, así como la posibilidad del establecimiento de dos sustitutos de la religión: el helenismo y la ciencia. Su postura polémica frente a diversos planteamientos del cristianismo es entendida en el contexto de un proceso más vasto: la secularización de la cultura de Occidente.

 

Palabras clave

 

Clemente Palma, muerte de Dios, secularización, sustitutos de la religión.

 

Abstract

 

Clemente Palma is one of the first exponents of the modern short story in Peruvian literature. His work, linked to movements as modernismo or Decadence, approaches controversial issues for the Peruvian society at the late nineteenth century and beginnings of twentieth century as Satanism, use of drugs, sexual perversions or criticism of Christian religion. This last aspect, not yet well studied by scholars, appears transfigured in the topic of the death of God. In this paper, we will examine the treatment of this topic in two short stories of Palma, “Ensueños mitológicos” and “El hombre del cigarrillo”, as well as the possibility of establishing two substitutes for religion: Hellenism and science. His polemic position towards Christianity is understood in the context of a wider process: secularization in Western culture.

 

Key words

 

Clemente Palma, death of God, secularization, substitutes for religion.

 

 

 

Clemente Palma es una figura controvertida para la literatura peruana. Contradictorio en sí mismo, capaz de conjugar y alternar tendencias modernizantes y conservadoras sin llegar necesariamente a armonizarlas, legó una obra vasta que incluye ensayos, textos de crítica literaria, artículos periodísticos, poemas, novelas y cuentos, género del que, en su variante moderna, fue uno de los primeros exponentes en el Perú. Dotado de un estilo mordaz e irónico, Palma fue un agudo crítico del cristianismo en sus ensayos, al fustigar no solo al clero, sino también a la propia doctrina religiosa, a la que cuestionaba con argumentos provenientes del positivismo[1]. Heredero de una tradición liberal decimonónica que alcanzó su mayor madurez en la obra de Manuel González Prada[2], la posición de Palma evidencia los conflictos propios del proceso de secularización de la sociedad peruana de comienzos de siglo XX. En las siguientes páginas, se analizará el modo en que, mediante la metáfora de la muerte de Dios, dos relatos palmistas plantean formas de sustitución del discurso religioso. Tal renovación, empero, no se realiza de modo cabal, puesto que en su narrativa la muerte de Dios es percibida como un suceso cuyas consecuencias exceden el ámbito religioso; hecho que debe analizarse en el contexto de una sociedad como la peruana, donde las tendencias secularizadoras aún convivían con una arraigada tradición católica.

 

Secularización, muerte de Dios y sustitutos de la religión

La crítica a la religión de Palma coincide con el proceso de secularización, presente en Occidente desde el Renacimiento, aunque con mayor intensidad desde el siglo XIX. En el caso peruano, su impacto social también es indudable y, para inicios del siglo XX, sus efectos comenzaban a ser más notorios en la vida cotidiana[3]. Ahora bien, ¿cómo delimitar el alcance de la secularización? Diversos especialistas parecen convenir en que dicho concepto designa el proceso que constituye un determinado estado de las cosas —en palabras de Charles Taylor, una era secular—, el cual sería, además, una de las facetas de la experiencia de la modernidad. Para Taylor, tres son los niveles que definen un mundo secularizado: la separación de la política y la religión, la disminución de la práctica religiosa y, sobre todo, el hecho de que esta sea solamente una opción entre otras y no una obligación:

The shift to secularity in this sense consists, among other things, of a move from a society where belief in God is unchallenged and indeed, unproblematic, to one in which it is understood to be one option among others, and frequently not the easiest to embrace. (3)

De ese modo, implica necesariamente la convivencia de diversas respuestas frente al problema de la fe; por ello, conlleva el tránsito de lo homogéneo (una religión oficial) a lo heterogéneo (desde las diversas formas de religiosidad hasta el agnosticismo o el ateísmo).

El impacto de la secularización no se restringe al ámbito de las discusiones filosóficas, teológicas o científicas, sino que también impregna la vida cotidiana, el imaginario popular y, como es obvio, la producción artística[4]. A partir del siglo XVIII, la literatura registra diversas marcas que pueden ser leídas como síntomas de un giro secular en la cultura occidental. La presencia recurrente de ciertas huellas a lo largo de diferentes periodos permite referirse a estas como verdaderos tópicos, que trascienden el contexto de su aparición y se consolidan como parte fundamental de la creación artística de la modernidad. Entre estos, quizás la metáfora que mejor representó el cambio de actitud que supuso la secularización fue la “muerte de Dios” (Gutiérrez Girardot 46). Ya la había mencionado Hume en sus Diálogos sobre la religión natural (1779) y Hegel en la Fenomenología del espíritu (1807), pero es Nietzsche quien la populariza, primero en La gaya ciencia (1882) y luego en Así habló Zarathustra (1883). Esto es lo que afirmó el filósofo alemán:

El más grande y más nuevo acontecimiento —que “Dios ha muerto”, que la creencia en el Dios cristiano se ha vuelto increíble— comienza ya a arrojar sus primeras sombras sobre Europa. Por lo menos para los pocos cuyos ojos, cuyo recelo en los ojos es suficientemente fuerte y sutil para este espectáculo, les parece que acaba de ponerse algún sol, que alguna vieja y profunda confianza se ha trastocado en duda: a ellos tiene que parecerles diariamente nuestro viejo mundo más vespertino, más desconfiado, más extraño, más “viejo”. (La ciencia 204)

El “acontecimiento” descrito por Nietzsche, que no es sino la constatación de un cambio ideológico de la sociedad europea, tiene consecuencias complejas y diversas, en tanto posibilita un profundo cuestionamiento del sentido de la existencia.

Para algunos, la muerte de Dios fue una liberación, el sacudimiento de un yugo, una promesa plena de futuro. Así lo refleja la actitud nietzscheana: “nosotros, filósofos y ‘espíritus libres’, ante la noticia de que el ‘viejo Dios ha muerto’, nos sentimos como iluminados por una nueva aurora: ante eso nuestro corazón rebosa de agradecimiento, asombro, presentimiento, expectación” (204). En ese sentido, Erich Heller (1952) afirma que si bien “todas las maneras de pensar y sentir, a las que la fe cristiana-trascendente dio su cuño —¿y de cuáles no cabe decir esto?—, perdieron su validez con el fin de la religión”, este hecho presentó la urgencia de

sustituirlas; superar la profunda depresión que siguió inmediatamente a la muerte de Dios mediante una fuerza cada vez mayor de alabanza y de elogio; acomodar el pensamiento y el sentir a la realidad de un mundo de inmanencia absoluta y hasta purificarlo en revolución radical. (citado de Gutiérrez Girardot 53)

Sin embargo, la muerte de Dios supuso también una crisis significativa para la cultura occidental, sobre todo porque implicaba la caída de las nociones providencialistas: al dejar de pensarse el mundo como una obra divina, el bienestar de la humanidad no es más un propósito salvaguardado por una entidad superior. Como lo sugiere la teoría darwiniana, el universo se revela como un espacio caótico y complejo, en el que la naturaleza no necesariamente se rige por las consideraciones éticas del hombre[5]. El espíritu del fin de siècle, caracterizado por el pesimismo y desencanto tan propios del decadentismo, corriente finisecular que influyó en Palma[6], fue una consecuencia de todo ello. Gran parte de sus actitudes —desde la burla y la parodia hasta la blasfemia, desde la frialdad de Des Esseintes, Des Hermies o Lord Henry[7] hasta la transgresión violenta en las obras de Baudelaire, Rimbaud o Lautréamont— provienen de la consciencia de vivir en un mundo que ha devenido caótico y en el que la ausencia de Dios —pues antes que el “asesinato” de Dios, se trata de su ausencia (Gutiérrez Girardot 52)— se asemeja a un abandono.

Ello fue posible porque la muerte de Dios no supuso solamente un cuestionamiento del cristianismo, sino en general de las certezas y de la noción de verdad[8]. La cultura finisecular que Palma frecuentó fue especialmente receptiva ante estas cuestiones, que estimularon la creatividad de una serie de autores fundamentales. En 1883, Ernest Renan publica Souvenirs d’enfance et de jeunesse, obra cuyo segundo capítulo lleva como título “Plegaria en el Acrópolis”[9]. Al final de la oración, el prosista lamenta la desaparición del culto de los dioses griegos luego de la llegada del cristianismo y afirma que los dioses, al igual que los hombres, son mortales. En 1889, Nietzsche publica El ocaso de los ídolos, título que parodia a El ocaso de los dioses de Wagner y evidencia cómo los antiguos dioses han perdido su jerarquía divina. En el prólogo, el autor señala que se propone “someter a examen profundo a los ídolos (…), en esta ocasión no se trata de ídolos de nuestro tiempo, sino que los que aquí son tocados por el martillo, como si fuera un diapasón, son ídolos eternos” (El ocaso 35-36). Así, Nietzsche se propone cuestionar la validez de las creencias, no solo religiosas, que sustentan el fundamento de la cultura occidental. Posteriormente, en 1896, el escritor ruso Dmitri Merezhkovski publica una novela histórica —de probable influencia nietzscheana— sobre Juliano el Apóstata, el emperador romano que renegó de la religión cristiana y restauró los antiguos cultos helénicos; el título de dicha obra fue La muerte de los dioses.

Es importante mencionar que Palma conoció la obra de los tres autores. La “Plegaria en el Acrópolis” es el epígrafe de su relato “Ensueños mitológicos” y en su primer libro, Excursión literaria (1895), se permite alabar a Renan y, lo que es más importante, defender su Vida de Jesús, libro que había sido considerado casi herético por la crítica conservadora. Con respecto a Nietzsche, su influencia es notoria en muchos de sus relatos y en su ensayo La virtud del egoísmo, en que lo llama “supremo poeta cantor de la energía y la personalidad” (118)[10]. Por último, en 1901 nuestro autor reseñó la novela de Merezhkovski en el diario El Comercio, en una nota en que rescata la reivindicación del paganismo en la obra. Allí, plantea el enfrentamiento entre la cultura griega y el cristianismo, y hace el vínculo con la “Plegaria en el Acrópolis”. Asimismo, señala que el esfuerzo de dicha religión para domar nuestra actividad mental fue “impotente para extinguir el amor, la admiración y la nostalgia de la vida pagana. Sólo hubo una época en la que esta civilización dominó de un modo casi absoluto: la época feudal” (La muerte s/p).

¿Qué significado tiene la muerte de Dios en los relatos de Palma? Este no era solo un autor familiarizado con las ideas ya mencionadas, sino que en sus propios ensayos había adoptado una posición bastante clara al respecto. En Filosofía y arte, un joven Palma afirmaba que hoy en día “la idea de Dios es arrojada sin escrúpulo alguno por el pensador al estercolero de las ideas vacías e inútiles, y queda reducida a una simple palabra de hojarasca, a una denominación vulgar, sin más objeto que hacer de puente entre dos palabras” (6). Años después, escribiría “El quinto evangelio” —aparecido en Cuentos malévolos (1904) —, relato en que se describe la agonía de Jesucristo crucificado frente a un Satán burlón e irónico. No obstante, la muerte de Dios padre solo aparecerá, ya sea sugerida o explícitamente, en dos relatos posteriores: “Ensueños mitológicos” y “El hombre del cigarrillo”. En ellos, la muerte de Dios es una potente metáfora que permite no solo aludir al declive del cristianismo, o en modo más general, a la secularización, sino que también refleja el cuestionamiento radical de muchas de las creencias y certezas de su tiempo. Así, la metáfora se hace plural (mueren los “dioses”, como en las denominaciones de Renan y Merezhkovski): el término “Dios” designa cualquier discurso que podría dar una explicación concluyente de la realidad.

El proceso inverso a la muerte de Dios fue la sacralización del mundo y este fenómeno se evidencia a partir de los “principios de fe” que corrientes filosóficas como el positivismo establecieron: la ciencia y el progreso, la perfección moral del hombre, el servicio a la Nación (Gutiérrez Girardot 50). Otras tendencias, contrarias al positivismo, también ofrecieron sustitutos de la religión, como lo fue el arte para los simbolistas y parnasianos, o incluso el espiritismo y las ciencias ocultas, que vivieron un verdadero auge en el periodo finisecular (Ibídem 81). En general, de lo que se trataba era de colmar el espacio vacante que había dejado el cristianismo. Para un autor pretendidamente positivista como Palma, los dos discursos que podían sustituir a la religión fueron el helenismo y la ciencia, ambos vinculados en su concepción finisecular con el proyecto moderno. Tal asociación es más evidente en el caso de la ciencia, pero también lo fue para el helenismo, debido a la peculiar apropiación del mundo griego durante el siglo XIX. Autores ligados al positivismo, aunque no desde la ortodoxia, como González Prada y Renan tentaron vincular la civilización griega con la razón cientificista y el proyecto moderno[11]. Si bien Palma no es tan explícito como sus maestros, la relación entre helenismo y proyecto moderno se sostendría a partir de la oposición de ambos a la moral cristiana, ligada al oscurantismo medieval[12].

Sin embargo, los sustitutos de la religión que Palma plantea en su narrativa no llegan a ser satisfactorios. Ello se debe a que nuestro autor opta por posiciones contradictorias en sus ensayos y sus relatos. En efecto, sería harto complicado armonizar las primeras líneas de su ensayo El porvenir de las razas en el Perú —“el reino humano, como todos los reinos de la Naturaleza, tienen una gran misión que llenar en la evolución grandiosa de la vida universal” (1) —, imbuidas del optimismo positivista y de la noción de progreso; con la aseveración que realiza en “Las mariposas”, suerte de arte poética narrativa: “la belleza en la perversidad, en la tristeza, en la amargura, en los desalientos y fracasos humanos, han sido las bellezas que han informado pálidamente mis cuentos” (Narrativa 2 373). Esta ambivalencia refleja quizás las dificultades de Palma para asimilar un discurso que radicalmente quiere dejar atrás todos los cimientos sobre los que su propio mundo se había construido[13]. Es sin duda el espíritu decadente, pesimista, desencantado del progreso y aún herido por la ausencia de Dios[14], el que motiva las páginas de sus relatos y lo que explica el fracaso de la tentativa de reemplazo del discurso religioso.

 

La recuperación de Grecia en “Ensueños mitológicos”

Si bien el discurso palmista posee una alta valoración del mundo griego, el helenismo de Palma ha sido omitido, de forma inexplicable, en prácticamente todos los abordajes de su obra. Las referencias al mundo griego aparecen en textos diversos como la reseña a La muerte de los dioses; sus ensayos “La virtud del egoísmo” o la “Loa a la brutalidad humana”; o sus relatos “Anacreonte ebrio”, “Los faunos viejos”, “El último fauno” y “Ensueños mitológicos”. Sin embargo, si en los tres primeros relatos el mundo griego es visto como un universo decadente y caduco, en el último Palma imagina la implantación de una supuesta utopía helenista.

Aparecido recién en la segunda edición de Cuentos malévolos, “Ensueños mitológicos” se publica por vez primera en el número 53 de Prisma, en el año 1907. El relato está antecedido por un epígrafe de la “Plegaria en el Acrópolis” de Renan, en el que se invoca el retorno a la religión griega. A pesar de su brevedad, el texto se divide en dos secciones. En la primera, el narrador señala que, luego de leer el extracto citado, se obsesionó con la posibilidad del retorno del culto helénico, razón por la cual tuvo un sueño que, a continuación, reproduce. Este relata un enfrentamiento entre los dioses griegos, quienes invaden el cielo, y los representantes del cristianismo. Cuando parecía que los últimos volverían a obtener la victoria, el Divino Padre —se entiende que Dios Padre— cae asesinado por una saeta de Cupido. Satanás, quien había liberado a las deidades griegas, pronto se arrepiente de ello, pues intuye que no tendría lugar en un mundo gobernado por ideales no cristianos. Por ello, decide prender fuego a los pecados, vicios y pasiones de la humanidad, con lo que se aniquila a sí mismo y a todos los seres del mundo. Luego de la guerra, brota una nueva humanidad, gobernada por la religión griega.

En la segunda sección, se narra una escena sucedida quinientos siglos después. Allí, un sacerdote del nuevo Partenón encuentra un libro cubierto por una cruz de acero. Al abrirlo, lee el inicio del avemaría, pero no entiende a quién iba dirigida la oración. Luego, se la muestra a un viejo sabio, Dyonisos, quien le dice que esta corresponde a una religión de un tiempo bárbaro, en que se adoraba a la madre de un Dios hombre, llamado Kreiston. Sin embargo, el sacerdote considera la historia inverosímil, cree que su interlocutor la ha inventado porque está ebrio y se aleja riéndose a carcajadas.

La particularidad del presente relato radica en su estatuto doblemente ficcional. Es decir, los dos niveles narrativos enfatizan que la batalla entre los dioses es un sueño del narrador, probablemente un nostálgico helenista, inspirado por el epígrafe de Renan. Ello es relevante, en tanto la ficción proyecta un triunfo de la religión griega, hecho que diferencia “Ensueños mitológicos” de los otros relatos palmistas que abordan temas helénicos, en los que se presenta dicha época como un periodo caduco. De ese modo, atribuir dicha fantasía a una ensoñación parece adelantar una licencia, incluso una “disculpa”, puesto que un retorno al culto griego se ubica en el terreno de lo poco verosímil. Sin embargo, es curioso que el narrador no considere el relato como una invención insignificante, sino que lo atribuya a una “diabólica influencia”, producto de un “pecaminoso ensueño”. No cabe duda de que Palma esconde con sagacidad su verdadera postura, al adoptar, en la voz del narrador, una posición más conservadora que la que poseía. Así, por ejemplo, si este considera a Renan un sabio “herético, impío y apóstata”, probablemente por su Vida de Jesús, Palma, en su ensayo Excursión literaria publicado en 1895, lo había descrito como dulce y plácido (70-71). El recurso de desdoblar el relato en dos niveles permitió a Palma matizar y aminorar el efecto provocador que habría suscitado la historia de presentarse directamente[15].

Quizás el elemento más escandaloso del relato sea la derrota de los dioses cristianos, particularmente de Dios Padre, que, por vez primera y única en la obra palmista, es convertido (y, por ende, degradado) en personaje. Esta referencia es polémica debido al contexto de la obra: a la luz del proceso de secularización, la muerte de Dios —realmente escenificada en el cuento— se convierte en una metáfora reveladora. Lo es también la identidad del asesino, Cupido, que la permite incidir en lo que Palma consideraba el elemento más negativo de la moral cristiana: la sujeción y represión de los instintos humanos. La muerte de Dios Padre a manos del dios, en palabras del narrador, “al que rinden culto todos los seres vivos” no es sino la liberación de las pasiones, la ruptura de las ataduras morales, la constatación de la incapacidad de la religión para reprimir la verdadera naturaleza del hombre. Es provocadora la escena no tanto porque triunfen los dioses griegos, sino porque es derrotada la moral cristiana, el ideal ascético que describió Nietzsche, que Palma llamaba “nirwanismo” y combatió en sus ensayos[16]. Ello se hace evidente en los acontecimientos posteriores, que revierten la situación descrita en “Los faunos viejos” y “El último fauno”:

Pero la más inicua y despiadada represalia se verificaba detrás del desierto trono, en el sitio en que las angustiadas vírgenes y santas contemplaban con desolado rostro la derrota de las divinas legiones. Los faunos y los sátiros, como jauría de canes rabiosos, se precipitaron sobre ellas encendidos los ojos por innobles pasiones y las raptaban sobre sus hombros musculosos con el fin de llevarlas a las escondidas florestas y penumbrosos bosques en la Arcadia. (Narrativa 1 299)

El desenlace del conflicto parece indicar la superioridad de los valores de la actividad, la juventud, la fuerza y la actitud épica sobre la decadente civilización cristiana. Si bien la religión griega es parte del pasado, dichas virtudes son las que Palma defiende en un ensayo de raigambre nietzscheana, “La virtud del egoísmo”, por lo que no es descabellado suponer que, en el presente relato, nuestro autor plantea una continuidad entre el helenismo y el proyecto moderno[17].

La muerte de Dios es, sin embargo, solo una parte de la debacle cristiana; esta solo será rotunda con la caída de su doble: Satanás. Palma ya había sugerido en otros relatos (cf. “Parábola” o “El hijo pródigo”) que el mal es parte necesaria de la moral del cristianismo y que su aniquilación significaría la cancelación de dicho sistema. En “Ensueños mitológicos”, la caída de Satanás permite la germinación de una nueva humanidad, en un planteamiento con ciertos ecos nietzscheanos. El accionar del Maligno horada los cimientos del cristianismo y, simultáneamente, lo descoloca ante la regeneración del mundo:

Satanás —que había sido quien puso en libertad a los antiguos dioses y atizado en sus espíritus el ansia de la reconquista de los cielos, a fin de vengarse del Padre Eterno— había comprendido que en el nuevo reinado no tendría sitio, que su nombre serviría de burla a los niños de las nuevas generaciones, y que su prestigio moriría con el culto vencido. (299-300)

Al modo de Adán y Eva, Satanás comete una acción cuyas consecuencias no puede medir; su condición divina queda rebajada por condiciones innatas del hombre como el error y el arrepentimiento:

entonces, tardíamente arrepentido de su error, hizo un enorme conjunto de todos los pecados, vicios y pasiones de la Humanidad y les prendió fuego. El estallido fue espantoso y no quedó ser viviente en la superficie de la tierra. El mismo Satanás quedó muerto entre las ruinas de la Humanidad. (300)

Su acto desesperado posee el cariz de una renunciación o negación de su propia esencia, en tanto que el diablo opera, según la tradición, a partir de los pecados, vicios y pasiones humanas; la influencia que así obtenía en los hombres era motivo de envanecimiento y orgullo. El atentado es, sin duda alguna, un suicidio que demuestra, de modo radical, cómo el mal ha perdido su prestigio en un mundo en que la moral cristiana ha dejado de tener vigencia. El diablo de este relato deja de representar la jovialidad reservada a las divinidades griegas; la decadencia y degeneración del cristianismo también lo ha alcanzado. Por el contrario, la nueva humanidad correspondería con el ideal helénico y una utópica restauración de sus valores, tal como habían sido idealizados por el siglo XIX. Esta habría surgido “sana, fresca y viril de los flancos de la Diosa del amor y la belleza” (300), quien se convertiría en la divinidad principal. En dicho mundo, el culto cristiano se volvería inconcebible, absurdo y característico de un periodo de barbarie, lo que ocasiona la burla del sacerdote[18].

No obstante, cabe resaltar un elemento discordante en el personaje de Dyonisos, a quien se describe como un “viejo sabio, una especie de filósofo cínico que sabía todo lo que era inútil saber” (300). La pervivencia del escepticismo en un mundo en apariencia perfecto, consagrado al conocimiento y la belleza, parece revelar ciertas fisuras de la utopía helenista. La descripción del sabio concuerda con la de un héroe decadente, abandonado a la exploración de lo inútil, probablemente el abuso del alcohol, elementos característicos de la estética finisecular y de los relatos de Palma[19]. La escena final parece describir antes un mundo decadente que un retorno al horizonte clásico griego: la corrupción de sus propios ideales es el vínculo que unifica metafóricamente a la religión y el helenismo. Por otro lado, existe una contradicción innegable entre atribuir la ensoñación del narrador al diablo y que, en el sueño, dicho personaje reconozca su impotencia en el mundo moderno y, por consiguiente, cometa un suicidio. Por todo ello, “Ensueños mitológicos” puede considerarse un relato de transición en la obra palmista: presenta cambios significativos en relación a los anteriores —Dios Padre aparece y su muerte es representada; Satanás se suicida, si bien mantiene su prestigio al inicio del cuento; los dioses helénicos imponen una sociedad con elementos decadentes— y, puesto que el triunfo de la religión griega es solo parcial y debe matizarse con los elementos mencionados, parece anticipar la posición de “El hombre del cigarrillo”.

 

El escepticismo y “El hombre del cigarrillo”

Además de ser uno de los textos más analizados de Clemente Palma, “El hombre del cigarrillo” es un relato fundamental para comprender su perspectiva de la secularización, en tanto es el que expone su posición más escéptica y radical. Aparece publicado en Historietas malignas (1925), segundo conjunto de relatos de nuestro autor. El cuento se inicia con la presentación del protagonista, Klingsor, un hombre que el día que cumple 46 años, hastiado de la vida y de que la bella Annabel no lo amara, decide suicidarse. Para ello, compra una cuerda y se dirige al bosque, con el objetivo de buscar un árbol para colgarse. Sin embargo, antes se encuentra con un hombre que lo detiene y le pide cerillas para encender su cigarro. Este es el diablo, quien a lo largo del cuento busca convencerlo de evitar el suicidio, por medio de demostraciones de poder y ofertas para tentar a Klingsor. Empero, estas le producen un efecto mínimo, puesto que las encuentra insulsas, y considera que los hombres y la ciencia pueden brindarle mejores proposiciones. Al final del diálogo, el diablo reconoce que ya no posee la misma influencia que antaño ejercía en la humanidad. Entonces se despiden y, cuando ha encontrado el árbol donde se colgaría, Klingsor se da cuenta de que ha perdido la cuerda. Luego de buscar por el bosque, encuentra al diablo, quien pende muerto de un árbol. Este, luego de sustraérsela, había usado la mitad de la cuerda, dejando preparada, con la mitad restante, una horca que llevaba la siguiente inscripción: “PARA DIOS”.

El eje del relato se articula alrededor de los personajes principales. Se puede postular que ambos simbolizan la decadencia de dos modos de entender el mundo: la ciencia y la religión. Klingsor difiere en gran medida de los protagonistas muchos relatos de Palma, dado que no representa el principio activo de la vitalidad y la juventud. Por el contrario, se configura como un héroe decadente (cf. À Rebours de Huysmans y, en el caso de Palma, los relatos “Parábola” o “Leyendas de haschischs”), quien se caracteriza por una vida marcada por el hastío, la inactividad, el escepticismo y la renuncia de la voluntad. En efecto, Klingsor decide abandonar la vida, mas no con el convencimiento del místico que cree acceder a una realidad trascendente, sino con el objetivo de evadir el sufrimiento presente; ello no implica, sin embargo, que escape al ideal ascético nietzscheano, puesto que su característica principal es la renuncia. El protagonista, así como los héroes decadentes, ha llevado una vida de placeres y vicios en su juventud —podría decirse una vida activa—, de la que se aleja en su madurez, para refugiarse en la pasividad y el refinamiento del dilentantismo artístico.

Por otro lado, el diablo aparece despojado de toda la majestad heroica con que lo habían revestido los románticos[20]. A diferencia de los primeros relatos palmistas, en “El hombre del cigarrillo” su origen divino ha desaparecido y, por el contrario, su aspecto, de “fisonomía vulgar”, no sugiere nada que lo diferencie del hombre promedio. Más aún, la imagen poco atrayente del personaje se ve también reflejada en su poca competencia y, hasta cierto punto, inocencia para tentar al hombre. Es evidente que los conocimientos del diablo, basados en la magia y la superchería, han perdido gran parte de su prestigio para la época del relato, como lo atestigua irónicamente Klingsor: “Créame, buen diablo, los hombres le han saqueado el Infierno mientras usted ha estado durmiendo, y se han traído a la tierra, todas esas deslumbrantes mojigangas con que venía usted a tentarnos en otros tiempos” (Palma, Narrativa2 68)[21].

Si la ciencia humana ha sido capaz de reemplazar y superar los poderes ocultos del diablo, esta también limita el poder de Dios. De ese modo, queda claro que su prestigio ha reemplazado al de la religión y que los científicos son los nuevos sacerdotes de un mundo gobernado por la ideología del progreso: “Lo que usted me ofrece es tan vulgar y necio, como concesión del demonio, y lo sería como gracia de Dios. Porque sin uno y sin otro, eso me lo pueden dar los hombres” (67). Desde el momento que el hombre sabe más que el diablo, puede más que Dios, ya que el primero se construye como negación del segundo; así, Palma continúa una idea que ya había presentado en Cuentos malévolos, según la cual el bien y el mal son indivisibles y se implican mutuamente[22].

Ahora, si bien en “El hombre del cigarrillo” la ciencia se presenta aparentemente como sustituta de la teología, en realidad la validez de tal alternativa también es cuestionada. Klingsor personifica abiertamente el escepticismo, no solo ante la religión, sino ante la ciencia. Su suicidio es síntoma del convencimiento de que esta no puede solucionar todos los problemas humanos; queda claro que, si el protagonista está al tanto de los avances científicos, no comparte mucho entusiasmo por ellos. Tales planteamientos son expresados por el propio personaje, mientras discute con el diablo:

¿Para qué resumir o mejor dicho abarcar en un solo conjunto todo lo cognoscible y lo incognoscible, cuando, sin apuro, pacientemente, gradualmente, estamos dejando agotado el arbolito paradisíaco? ¿Que aún falta mucho por morder? Pues se irá mordiendo poco a poco en el curso de los siglos y descorriéndose todos los velos, y conociéndose todas las verdades hasta llegar a la última verdad, que no sería extraño fuera la de que todo es una mentira. Y si esta Suma Suprema de la Ciencia que usted me ofrece fuera tal, francamente, mejor se está con esta ilusión de ciencia paulatina y con esta eterna fruición de conquistadores y descubridores (…) (69)

El árbol paradisíaco es metáfora de la verdad, el conocimiento absoluto que está prohibido a los hombres en la cosmovisión cristiana. A pesar de que la era secular ha retirado el armazón teológico, el resultado sigue siendo el mismo: antes la verdad era inalcanzable porque su revelación implicaba la perdición del individuo —comer de la manzana, es decir, acceder al conocimiento—; ahora lo es, ya que la ciencia es incapaz de asirla y porque probablemente no existe. De ahí la metáfora subyacente al texto palmista: en tanto han sido rebajados al grado de ilusiones, la ciencia y el progreso (se habla de ciencia paulatina) “son” religiones, es decir, son también ficciones con las que el hombre busca explicar el mundo y justificar su posición en él.

Por todas las razones mencionadas, puede afirmarse que “El hombre del cigarrillo” plantea la postura más arriesgada de Clemente Palma frente al problema de la religión. Su escepticismo es producto del largo proceso que atravesó nuestro autor desde sus primeros textos y, en un sentido que excede al rigor cronológico, representa el sustrato ideológico, la visión desencantada e irónica de la vida, que subyace en la mayor parte de sus textos ficcionales, particularmente en aquellos orientados al decadentismo. Lo más sorprendente parece ser el hecho de que Palma haya podido “llegar más lejos” en su narrativa que en su ensayística. En efecto, la lectura de textos como Del porvenir de las razas en el Perú o “La virtud del egoísmo” no parece suscitar mayores inquietudes respecto a la vigencia del proyecto decimonónico del progreso. En contraste, la duda subyace en su narrativa de filiación fantástica —variación genérica que de por sí cuestiona la omnipotencia de la razón—, pero sobre todo es postulada, casi explícitamente, en sus últimas obras de ficción. De ese modo, nuestro autor adopta otra posición frente al problema religioso, signo de las propias contradicciones de la asimilación de la cultura laica en nuestro país. En última instancia, la secularización supuso, en el mundo ficcional palmista, no solo un cuestionamiento profundo del cristianismo, sino de aquellos sistemas que habrían podido reemplazarlo, a saber, el helenismo y la ciencia.

 

 

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Notas

[1] El texto fundamental de la crítica a la religión de Palma es su ensayo Filosofía y arte (1897), particularmente el apartado titulado “Ateísmo”.

[2] Autores anticlericales importantes del siglo XIX peruano son Francisco de Paula González Vigil, Narciso Aréstegui, Ricardo Palma y Clorinda Matto de Turner. Manuel González Prada recogió dicha tradición y como abanderado del positivismo cuestionó la validez del discurso religioso, aunque sin llegar al ateísmo (cf. Ward). Quizás su ensayo más representativo es “La muerte y la vida”, que Palma cita en Filosofía y art

[3] Por ejemplo, en 1915 se aprueba la libertad de cultos en el Perú, lo que fue posible, en gran medida, por el avance de los grupos protestantes en un país que es tradicionalmente católico (García Jordán 352-353).

[4] Por ejemplo, Robert Muchembled analiza cómo el diablo, cuya creencia va desapareciendo paulatinamente a partir del siglo XVIII, ejerce una tremenda influencia en el arte y la cultura popular.

[5] Así lo afirma Nietzsche en el § 109 de La gaya ciencia: « (…) caos es el carácter total del mundo por toda la eternidad; no en el sentido de una ausencia de necesidad, sino de una ausencia de orden, de articulación, de forma, de belleza, de sabiduría, y como sea que se llamen todas nuestras humanas consideraciones estéticas (…) ¡Pero cómo habríamos de censurar o alabar al universo! ¡Cuidémonos de imputarle impiedad e irracionalidad o su contrario: ¡no es perfecto ni bello ni noble, y no quiere llegar a ser nada de todo eso, no aspira en absoluto a imitar al hombre! ¡El universo no puede ser representado de ninguna manera mediante nuestros juicios estéticos y morales!» (La ciencia 104).

[6] Para A. E. Carter (1958), el elemento fundamental del decadentismo es su culto hacia lo artificial, en el contexto de la modernización de Occidente. Como reacción a la idealización romántica de la naturaleza y el amor, exaltarán todo aquello que sea considerado anormal o antinatural, como las perversiones sexuales (citado de Kason 57). Según Earl A. Aldrich, la actitud decadente se originaría en el hecho de que el avance del conocimiento habría disuelto la fe en Dios sin proponer un sustituto satisfactorio: “Their responses—or more accurately, their defenses—took the form of escapism, skepticism, mockery, blasphemy, or a superior detachment; but these recourses tended to underscore rather than conceal the gravity of the spiritual wounds” (9: 1966).El vínculo del decadentismo y Clemente Palma fue fundamentado por primera vez por Earl. A. Aldrich (1966) y es la tesis central del documentado libro de Gabriela Mora (2000). El propio Palma analizaba en Filosofía y arte (1897) la obra de autores vinculados al decadentismo como J.-K. Huysmans o Baudelaire, a quien llamó “el padre intelectual de la nueva raza de escritores que se ha apoderado del Arte” (Filosofía 35).

[7] Los dos primeros son los protagonistas de À Rebours y Là bas, novelas de J.-K. Huysmans; el tercero, personaje de The picture of Dorian Gray de O. Wilde.

[8] Ya Nietzsche había afirmado que la verdad esta era un ejército móvil de metáforas, metonimias y antropomorfismos (Sobre verdad 6). Evidentemente, filósofos posteriores al autor de Así habló Zarathustra todavía defienden una verdad dura, pero en todo caso todavía existe un debate abierto que no se desliga del problema de la secularización (Savater 9-43).

[9] Literalmente, debería traducirse “Oración sobre el Acrópolis”, pero se ha respetado el modo en que aparece en el epígrafe de “Ensueños mitológicos”. La prosa del texto, famosa por su factura poética, fue admirada por González Prada y el propio Clemente Palma.

[10] No obstante, si bien es evidente que Palma frecuentó sus ideas, sería más complicado afirmar que pudo leer sus textos directamente. “No sabemos si Palma leyó algunas obras de Nietzsche, o conoció de sus ideas en la atmósfera intelectual de la época, que las discutía acaloradamente” (Mora 52).

[11] González Prada señalaba que “la Ciencia moderna no es un salto sino una continuación de la Ciencia griega” (116), mientras que Renan, al referirse al Partenón, vinculaba la belleza del templo con la honestidad y la razón (61-62).

[12] Evidencia de ello es la reseña de “La muerte de los dioses” o la posición defendida en “La virtud del egoísmo”. Ahora bien, hoy puede afirmarse que los paralelos entre el helenismo y el positivismo finisecular parecen ser más imaginarios que reales, al basarse en una operación simplista que los confrontaba a la Edad Media y el cristianismo. Esta equivalencia ha sido cuestionada y rebatida por diversos especialistas (Muchembled 19-47).

[13] No debe olvidarse que, a pesar del avance de la secularización, el catolicismo fue un elemento constitutivo de la sociedad peruana durante el periodo de la República Aristocrática (1895-1919), en el que Palma escribe gran parte de su obra. Así, “la religión, como en la época colonial, se encuentra presente en los principales actos de la vida social” y es “uno de los instrumentos que vinculan a los oligarcas con las clases subalternas”, por lo que “invadió aspectos de la vida profana como la actividad política e incluso influyó —a pesar de ellos— a sus detractores y críticos” (Burga y Flórez Galindo 91-92).

[14] Tal como afirma Sebreli, los decadentes no se alejan de la espiritualidad, sino que la transforman en malditismo, demonismo y satanismo. No era, pues, “una actitud atea ni antirreligiosa; por el contrario, la mayoría de los escritores y artistas llamados malditos seguían siendo católicos, o se convertían” (51).

[15] El complejo uso de los narradores en Palma ha recibido atención de la crítica. Mora ha notado que, en ocasiones, Palma emplea un segundo narrador para “distanciarse de la posibilidad de que se le endilgue a él el discurso blasfemo” (71). En esa misma dirección, Yue sostiene que “la contraposición entre los múltiples narradores deja un espacio de juego para una ambigüedad y libertad de lectura buscada por Palma al abordar temas polémicos de posiciones morales atípicas” (104). Si bien en este caso estrictamente el narrador es el mismo, al mencionarse que la segunda parte del relato corresponde a un sueño, se puede afirmar que el narrador pierde “responsabilidad moral” de los contenidos vertidos en este o, en todo caso, se da un desplazamiento del plano de lo verosímil al de lo deseable. Cabe anotar que el mismo recurso será utilizado en “El día trágico (crónica de los días del cometa)”. Sobre la influencia del catolicismo en la sociedad peruana de la República Aristocrática, ver nota xiv.

[16] Nietzsche desarrolla sus ideas respecto del ideal ascético en el tercer tratado de la Genealogía de la moral. Para el filólogo alemán, este se sustentaría en una moral, originada en las religiones, basada en el rechazo de la vitalidad, los impulsos y la actividad: “¿cuál es el sentido del ideal ascético? ¿Cómo valoran los sacerdotes la vida, la realidad? De una manera negativa: sólo admiten la vida si ésta se niega a sí misma” (Sánchez Pascual 14). De modo similar, Palma utiliza el término “nirwanismo” para referirse a la obra de Tolstoi y criticarla por proponer una moral fundada en el “quietismo” y el rechazo a todo lo que no sea “especulación religiosa” (Excursión 68-69).

[17] Al menos, en tanto halla consonancia entre los valores modernos que él defiende, aquellos vinculados a la actividad y sintetizados en el “egoísmo”, y los valores griegos. Según Palma, “los pueblos antiguos y especialmente el más noble, el más equilibrado, el más hermoso de los pueblos, el pueblo griego, bien lo saben ustedes, fué un pueblo egoísta” (La virtud 16).

[18] Así lo sugiere la siguiente cita: “Allá en mi lejana infancia le oí decir a mi bisabuela que (…) antes de que existieran nuestros Dioses los hombres estaban en estado de barbarie, y adoraban a un Dios que al mismo tiempo era hombre, y adoraban también a la madre de este Dios, la cual no era diosa y no obstante de ser madre era virgen” (Palma, Narrativa1 301).

[19] Interesarse por lo inútil era un modo de cuestionar la ideología imperante del Progreso, tan marcada como estaba por el utilitarismo. La relación de Dyonisos con el alcohol no se deduce solamente del remate del relato, sino del propio nombre con el que se le bautiza. Por otro lado, en À Rebours, novela fundamental del decadentismo escrita por J.-K. Huysmans, se establece un vínculo entre la decadencia de Occidente y la de Roma (descrita en obras como el Satiricón); empero, el elemento decadente no se suele asociar con el helenismo clásico.

[20] Según Mora, “Milton habría echado las semillas del personaje rebelde orgulloso que dibujarán románticos como Shelley, Blake o Byron, y más tarde decadentes como Baudelaire o Lautréamont” (65). Tal personaje se convertiría en un héroe positivo que permitía a dichos autores “atacar los valores que encontraban represivos” (63). La estudiosa afirma que esa es la figura del diablo presente en relatos de Palma como “El quinto evangelio” y “El hijo pródigo”.

[21] La impotencia de Satán para tentar al hombre diferencia el presente relato de “Las tentaciones de Sancto Anton”, cuento satírico de Palma que retoma el tópico del “diablo burlado”. En este la burla se concreta cuando el hombre obtiene de Satán el cebo con que era atraído sin condenarse; en el presente texto, su fracaso radica en que el ofrecimiento es insuficiente para ser vendido a tan alto precio.

[22] Para Mora, el mal es el hilo unificador de Cuentos malévolos. Muchos relatos “afirman la necesidad del mal en el mundo” (64).

 

 

 

 

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