El fracaso del cristiano en la obra poética de Miguel de Unamuno

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Miguel de Unamuno

 

Xabier Fole Varela
City College, CUNY
xabis@hotmail.com
 
 

Algunos lectores de Unamuno, especialmente aquellos que bucean en sus textos ensayísticos tratando de desentrañar los misterios del cristianismo, suelen pasar por alto que muchas de las claves para comprender la visión del escritor vasco sobre el drama existencial, en cuya esencia reside la gran lucha entre Dios y el hombre, se encuentran, fundamentalmente, en su poesía. Fue el poeta modernista Rubén Darío quien afirmó —con contundencia y sin temor—ante las sorprendidas caras de la audiencia de la época que Miguel de Unamuno era “ante todo un poeta y quizá solo eso” (25-33). Se trataba, pues, de la reivindicación y valoración de los poemas del autor de la generación del 98, condenados en cierta medida al ostracismo, debido en parte a que la trascendencia que tuvo como novelista y ensayista eclipsó sus otras facetas literarias, y al hecho de que el escritor fuera, como él mismo se calificó, un “poeta tardío” (Valverde 7).

Sin embargo, existen académicos e investigadores que no solo insisten en reivindicar la extraordinaria voz lírica de Unamuno —destacándola incluso por encima de su voz narrativa—, sino que acusan a los que fracasaron en comprenderla (debido a una “inadecuación del oído, de la voz y de la memoria sonora”) de padecer una especie de ceguera colectiva, lamentándose también de que esta desgracia sucedió porque “nadie sabe leer versos”, a pesar de que ya son muchos los que consideran su poesía “como lo mejor y más duradero de su obra” (Valverde 7). La lírica de Miguel de Unamuno, al verse contrastada con el corpus crítico de la poesía de sus coetáneos, como Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, o de miembros de generaciones posteriores, como Lorca, Guillén, Salinas, Alberti o Cernuda, sigue siendo “la oveja negra de toda su extensa producción literaria” (Carreño, 51).

Luis Cernuda, miembro destacado de la generación del 27, aunque señaló algunos de los que, a su juicio, son los mayores defectos de la poesía unamuniana, como la “dureza de oído” y la “tosquedad de la expresión”, también añadió que estos “no impiden que Unamuno sea probablemente el mayor poeta que España ha tenido en lo que venga de siglo” (Teruel Benavente 405). Según Cernuda, la obra poética de Unamuno agrupa tres círculos temáticos: la familia, la patria y la religión (Teruel Benavente 406). El tema que más llamaba la atención al poeta sevillano era, como era de esperar, el religioso. En ese sentido, Cernuda escribió que algunos de los sonetos que abarcaban estas cuestiones espirituales eran lo más grande de la literatura española y podrían situarse al lado de los escritos por otros clásicos, como Quevedo y Góngora, otorgándole a Unamuno la categoría de referencia indispensable de la lírica española. (Cernuda 123). En relación a uno de los poemas más comentados del escritor vasco, El Cristo de Velázquez, el poeta sevillano ensalzó la representación de la divinidad de cristo como una imagen “hermosa y serena” y “no a la manera sangrienta y dramática de los imagineros” (Cernuda 123).  Sobre este poema, otro miembro de la generación del 98, Antonio Machado, confesó haber llorado mientras realizaba su lectura y perder varios de sus ejemplares “a fuerza de prestarlos” (Valverde 10).

 

Cristo de Velázquez

El cristo de Velázquez

 

En la laboriosa recopilación de citas realizada por poetas y académicos, estudiosos de la lengua e historiadores de la literatura, nos encontramos con numerosas alabanzas a la transcendencia metafísica de la poesía unamuniana y manifestaciones entusiastas de su trayectoria poética, que algunos han definido como “una búsqueda de la poesía total, en que el sentimiento y pensamiento se potencian mutuamente dentro de una expresión unificada” (López Castro 127).  Es decir, que aun no siendo lo más citado de su obra ni haberse convertido en la temática más estudiada del 98, como señala Valverde, la poesía de Unamuno está favorablemente aceptada por los académicos más exigentes y los escritores más reconocidos, a pesar de ser el novelista e intelectual, y no el poeta, el que trascendió en el universo literario de las traducciones.

De ese modo, encontramos numerosos estudios dedicados a su filosofía, sobre todo realizados por la crítica anglosajona, y monografías sobre su indispensable papel en el extenso y sempiterno debate generado alrededor del llamado “problema de España”, originado tras la pérdida por parte de este país de las últimas colonias (Cuba, Puerto Rico y Filipinas) y desarrollado en la subsiguiente crisis nacional —política, intelectual y cultural— generada, asimismo, a raíz de la desaparición del imperio Español en el campo de las relaciones internacionales, que impulsó a los escritores a indagar en las penurias de la nación con el objetivo de hallar el supuesto origen de su evidente y reconocida decadencia. Libros publicados recientemente como, por ejemplo, Miguel de Unamuno’s Quest for Faith: A Kierkegaardian Understanding of Unamuno’s Struggle to Believe (2013), escrito por la profesora Jan Evans, explora con lucidez el concepto de fe en la obra unamuniana, establece paralelismos y contrastes entre la filosofía del autor vasco y la visión de pensadores como Søren Kierkegaard, William James y Blaise Pascal, y reflexiona sobre la obsesión del poeta con la inmortalidad y el sufrimiento emocional que se generó en su crisis espiritual, tratando de abordar, desde un punto de vista filosófico, el debate sobre el origen de la religiosidad unamuniana; es decir, si esta, en realidad, procedía del catolicismo o el protestantismo, o si el escritor podría ser definido, sencillamente, como un ateo militante que, al contrario que otros nuevos ateos como Hitchens, Denett o Dowkins (quienes desprecian a la religión considerándola una frivolidad obscena y peligrosa), todavía está dispuesto a aceptar la existencia de Dios si esta puede ser probada, de alguna u otra manera, ante sus ojos. Para ello, la autora, como muchos especialistas en Unamuno, se sirve, sobre todo, de textos y referencias pertenecientes a El sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925), y escenas de narraciones como San Manuel Bueno, Mártir (1930). Esto es, por supuesto, razonable, ya que son en estas obras en las que con más precisión se desenvuelve el pensamiento de Miguel de Unamuno y con más razonamientos se estructuran sus argumentos (García Nuño y Morón Arroyo). Sin embargo, la imperiosa necesidad de síntesis que reside en el género poético no solo obliga a la voz lírica a prescindir del exhibicionismo dialéctico propio de un ensayo, sino que también urge al poeta a describir su pensamiento, su emoción o sus dudas en un espacio textual inevitablemente limitado. En este disímil escenario, Unamuno no argumenta, se manifiesta; no reflexiona, se lamenta; no discute, protesta. Nos encontramos, pues, ante una suerte de intento de diálogo directo entre el hombre y su Dios; entre el creyente común y su creador, sin la interferencia, como suele ocurrir en sus extensos ensayos, de siglos de historia, tradición y cultura cristiana manipulando el discurso hasta hacerlo irreconocible al lector no especializado —con constantes referencias al Antiguo y Nuevo Testamento, a textos de literatura grecolatina y artículos teológicos— que, aun resultando una brillante tesis filosófica sobre la búsqueda de la fe, carece de la espontaneidad del género poético, en el cual el lector se puede identificar plenamente con el autor (como comprobaremos más adelante en el análisis de los poemas que nos ocupan en este ensayo) asumiendo sin dificultad el vocabulario y las oraciones de sus versos.

El filósofo mexicano Mauricio Beuchot definió las estrechas aunque complejas relaciones entre el discurso metafísico y el discurso poético de la siguiente manera:

La filosofía no se identifica con la poesía, aunque la poesía es una ayuda insustituible para hacer filosofía. Tanto la metafísica filosófica como la poética pueden ser sabidurías, pero de manera distinta. Y con funciones diferentes. El filósofo puede hacer poesía, como lo ha hecho desde Parménides hasta Unamuno; pero en cuanto poeta, no en cuanto filósofo, no le competería formular una metafísica o una ética. El filósofo puede ser poeta; pero hará filosofía siempre en cuanto filósofo, no en cuanto poeta, aun cuando la haga con poesía. Es decir, no hará filosofía en cuanto poeta, pues allí se está violando el cerco, los límites. Por eso el poeta solo, sin el filósofo, o el hombre con su solo lado del poeta, sin su lado de filósofo, no se basta para hacer metafísica (o ética). (61)

El poeta Unamuno no pretende elaborar un tratado metafísico como el desarrollado en La agonía del cristianismo o El sentimiento trágico de la vida por Unamuno el filósofo; sus intenciones son muy distintas. No obstante, en sus versos se representan las inquietudes espirituales del escritor que fueron cuidadosamente razonadas en sus ensayos, pero, en vez de ser expresadas por un intelectual con ambición de aportar su erudita visión a la polémica, estas son manifestadas, en cambio, por el creyente universal; el hombre sentado a la puerta de su Iglesia; un sujeto cualquiera en un lugar cualquiera que inicia su personal coloquio con Dios. Más allá del debate generado alrededor de las interpretaciones realizadas por la crítica, sería conveniente afirmar que, si bien es cierto que el autor de En torno al casticismo (1895) manifestó la mayoría de sus más destacadas observaciones filosóficas y políticas en su abundante y suculenta obra ensayística, no es menos cierto que en su poesía se puede contemplar con estimable nitidez uno de los temas más frecuentados por el escritor: el conflicto del creyente en permanente crisis espiritual[1]. Esta crisis, por otro lado, que caracterizó gran parte de la literatura europea de finales del siglo XIX, provocó, entre otras cosas, el regreso de la figura de Cristo al terreno literario así como su correspondiente revitalización.[2]

Para llevar a cabo el análisis de la lírica de Miguel de Unamuno, tomaremos su poética como “una extensa alegoría vivencial”, siendo esta un “sistema de trabadas analogías que remiten a un sujeto (el “yo”) como objeto de poetización” (Carreño, 53), que se contrapone de forma constante a la otra forma deíctica (el “Tú”), que ocupa el lugar de Dios. Gran parte de la poesía de Miguel de Unamuno —a quien Darío califica como un “escultor de niebla y buscador de eternidad” (25-33) —, aparte de profundizar en el concepto y ejercicio de la fe, así como en la frustrante agonía que genera el cristianismo y los misterios de esta religión, y manifestar las irritantes contradicciones que representa la relación que —supuestamente— mantiene el hombre con Dios, también escenifica el fracaso que supone la ausencia de retroalimentación en la conversación entre el ser humano y el ser superior, convirtiéndose, de esta manera, a los ojos de la desesperada voz lírica, en un monólogo infinito que versa —a modo de lamentos y gritos en medio de la noche— sobre la incomprensión, la soledad, la pérdida de confianza y el amor no correspondido[3].

Al igual que en algunas de sus novelas, como San Manuel Bueno, mártir, Unamuno realiza en su poesía una especie de “inversión de la perspectiva luterana”, proclamando que son las obras y no la fe aquello que justifica el cristianismo (contradiciendo el sola fide que surgió de la Reforma protestante) y jugando con “ese concepto de creer que no se cree”, al poner en duda quién es el que “de verdad” tiene fe (París 266). En cierto sentido, como afirma Gonzalo Sobejano, “Unamuno se forja un cristiano nietzscheano: un portador de fe que interprete el Evangelio libre de sombrías concepciones de siervos o señores de siervos” (285). A la manera de Nietzsche, Unamuno pretende devolverle a Jesucristo la vitalidad, eliminado su “visión consuetudinaria”, y desea hacerlo “sangriento”, “dinámico”, subjetivo”, con el objetivo de que este se dirija a nosotros con la misma intensidad que fueron pronunciadas sus palabras en sus inicios (Navajas 174).

Es precisamente en ese amor hacia la figura del “hijo de Dios” donde nace la desafección del poeta que desea ser cristiano pero no puede serlo; del creyente sufridor que, sin perder la esperanza de encontrar esa fe fatalmente inalcanzable, combate el ateísmo desde la intelectualización de un cristianismo interior que elabora —mientras parodia, cuestiona, reclama, explica y lamenta—un diálogo contra sí mismo, en el que se muestra la derrota ante el drama de su amor por cristo que jamás recibe respuesta[4]. A pesar del desgaste emocional, esta lucha entre el corazón y la razón, esta “tensión de opuestos”, según la filosofía unamuniana, no solo supone un requisito indispensable para poder llevar a cabo una vida espiritual “despierta”, sino que, sin la presencia de la misma en nuestra cotidianidad, toda ella sería “vegetativa, abúlica, anémica”, y caería enferma por “falta de vitalidad” (Flores 457).  Aunque, evidentemente, el escritor/filósofo trata de mantener un equilibrio, puesto que la fe y la razón “son dos fuerzas igualmente poderosas” y “cada una se impone momentáneamente a la otra sin llegar a vencer definitivamente ya que, en este caso, lo trágico del vivir humano desaparecería” (Flores 458), el escritor/poeta es vencido en su frustrado intento de conversación con el creador representado en su lírica —viéndose desesperado e impotente— mientras observa cómo sus pretensiones de establecer un fructífero diálogo acaban desvaneciéndose al convertirse en un extenso y traumático soliloquio.

La evidencia de este desencuentro entre el devoto y la entidad superior, de esta dolorosa carencia, se ejemplifica con claridad en el poema “La oración del ateo”, en el que se expone el paradójico sentimiento religioso desarrollado por el no creyente (que se niega a aceptar esa realidad) al tiempo que se insiste en la frustrada —y si embargo necesaria— búsqueda de la fe:

Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,

y en tu nada recoge estas mis quejas,

Tú que a los pobres hombres nunca dejas

sin consuelo de engaño. No resistes

a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.

Cuando Tú de mi mente más te alejas,

más recuerdo las plácidas consejas,

con que mi ama endulzóme noches tristes.

¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande

que no eres sino Idea; es muy angosta

la realidad por mucho que se expande

para abarcarte. Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si Tú existieras

existiría yo también de veras. (1- 14)

Además de acusar a Dios de no “resistir a nuestro ruego”, la voz lírica se enfoca en “la situación extraña de una transcendencia negada, un invisible que no existe” (Summerhill 42), y no solo se dirige a un ser superior imaginario y creado por el hombre, sino que desafía su complejidad y opacidad, calificándolo de “Idea” y rezándole desde el sufrimiento y el resentimiento que padece el creyente recordando que aparenta ser ateo pero que, en realidad, no lo es. Aquí se puede ver cómo, según Unamuno, “la creencia en Dios concierne a la libertad de querer”, ya que “después de haber expresado su conflicto interior entre fe y creencia, el escritor vasco sigue torturado por el ansia de creer” (López Castro 141).

Ese deseo de creer no impide la manifestación de quejas y una exasperada reclamación de atención, que se traducen, sutilmente —mediante el uso del sarcasmo— en un ataque frontal a las contradicciones del cristianismo (“Tú que a los pobres hombres nunca dejas/ sin consuelo de engaño”), religión que exalta la pobreza como virtud, pero que, según la exasperada voz lírica, esta doctrina solo sirve como bálsamo para resistir la amargura de la soledad. A pesar de todo, de las acusaciones directas y las malvadas insinuaciones, de la evidente desgracia de no encontrar aun habiendo realizado el esfuerzo demandado, en “El oración del ateo” se percibe una nostalgia por la idílica conexión entre Dios y el hombre que no se llega a consumar; una relación soñada que nunca llega a existir; un desasosiego que deja en la voz lírica una ostensible sensación de melancolía:

El ansia de Dios implica, como su reverso, un echarlo en falta. No puede darse lo uno sin lo otro. En la medida que hay hambre de Dios, como impulso de trascendimiento, se percibe un déficit ontológico, una carencia de Dios, de cuyo vacío mana de nuevo la aspiración a mas vida. Paradójicamente, Dios se hace presente en su ausencia, o bien, es una presencia deficiente e inminente. Dios es aquello que se necesita para ser de veras y en plenitud. (Cerezo Galán 149)

Si “Dios es aquello que se necesita para ser de veras y en plenitud”, la ausencia de réplica puede generar un conflicto que se origina en el doloroso cuestionamiento del ser. Así como sus aspiraciones de lograr una sintonía con el creador pueden proporcionar, en el complejo y contradictorio sentido unamuniano del término, una cierta esperanza, el permanente fracaso que resulta de esa propuesta también puede ser problemático desde el punto de vista espiritual, ya que el objetivo del creyente se basa en confiar sin ver; en sentir sin palpar; en amar incondicionalmente sin esperar recibir nada a cambio.

En otros versos, recogidos en de su Antología poética, titulado “Salmo I”, la voz lírica formula las preguntas que posee todo practicante con pretensiones de solucionar, por fin, su crisis religiosa. El poema muestra diáfanamente el conflicto mencionado con anterioridad, y en él se puede observar la imposibilidad de satisfacer las ambiciones del orador inquieto ante la escasez de pruebas:

¿Por qué, Señor, nos dejas

vagar sin rumbo

buscando nuestro objeto?

¿Por qué hiciste la vida?

¿Qué significa todo, qué sentido

tienen los seres?

¿Cómo del poso eterno de las lágrimas,

del mar de las angustias,

de la herencia de penas y tormentos

nos has despertado?

Señor, ¿por qué no existes?,

¿dónde te escondes?

Te buscamos y te hurtas,

te llamamos y callas,

te queremos y Tú, Señor, no quieres. (15 – 29)

En el abultado catálogo de reproches reproducido a lo largo del extenso poema abundan preguntas que asombran por su simplicidad, cuestiones básicas que todo ser humano se plantea desde que comienza a tener uso de razón (“¿Por qué hiciste la vida?” o ¿Qué significa todo, qué sentido tienen los seres?”), o afeamientos por la conducta de un Dios que no escucha ni se plantea salir a la luz para demostrar las claves de su existencia (“¿por qué no existes?” o ¿”dónde  te escondes?”).  Asimismo, la voz lírica no deja de recordarle a ese Señor, oculto bajo las luminosas piedras de una lejana atalaya, todas las acciones que sus obstinados discípulos realizan conmovedoramente en su nombre (“te buscamos” y “te llamamos” y “te queremos”), mientras a Él no parece importarle en absoluto, puesto que no les corresponde ni siquiera manifestando, al menos, algunas de las señales imploradas (“te hurtas”, “callas” y “no quieres”).  Los salmos, “por su propia naturaleza, presentan una variedad temática que comprende argumentos como la lucha entre el bien y el mal, la confesión de los pecados” y nos presenta, de igual forma, “la gloria de Dios, su poder” y “su sabiduría”. No obstante, Unamuno, subvirtiendo todos estos temas, convierte al tradicional canto de alabanzas en algo inexorablemente personalizado: “el reflejo literario de la poética del dolor” (Escobar Borrego 199).

Esta es, en realidad, “la tragedia unamuniana”, esa “ansia de absoluto en el orden del ser”, que exige que sea “un absoluto vivido, tocado, evidenciado” (París 195). Tenemos, entonces, una poética eminentemente cristiana que trasluce el conflicto interior del religioso y niega constantemente el ateísmo, pero en la que, igualmente, se pide también explicaciones a Dios por no expresar ninguna deferencia hacia aquellos que le siguen, ya que el creador trata por igual a sus más fervorosos e incondicionales seguidores y a sus más apasionados detractores.

A pesar de que, como el mismo escribió, Unamuno aparentara ser “un cristiano anti-pagano de corazón”, cuyo “espíritu en movimiento” le impulsa a vivir “en un principio de íntima contradicción, debido a una innata atracción por la lucha y unas “ansias de quietud y paz” (Bernardo de Cándamo 48 – 49), su poética representa, también, una complicada amalgama de opuestas religiosidades. El pensador católico López Quintás afirmó que esta ambigüedad ha provocado una cierta confusión en las universidades, donde se suele debatir distintos y variados “Unamunos”, quienes proporcionan (todos ellos) a la visión filosófica y espiritual del escritor vasco un carácter ciertamente complejo, y conduce, de una forma ciertamente inevitable, a la multiplicidad de interpretaciones, siendo para unos, paradójicamente, lo contrario que para otros:

Unos estiman que Unamuno nunca fue un creyente en el sentido estricto del término. Otros lo consideran como católico. Un tercer grupo de estudiosos se inclina a la opinión más matizada de que Unamuno no fue en sentido estricto ni católico ni cristiano, pero sí un hombre religioso. Incluso personas versadas en filosofía y teología sienten perplejidad al haber de precisar el tipo exacto de religiosidad que profesó Unamuno en los distintos momentos de su vida. (63)

Esta visión sobre el sentido de la religión, sujeta a diversas interpretaciones, no deja de ser profundamente sombría debido al fatalismo de sus conclusiones. Unamuno, en sus poemas, habla sobre un universo de amor, sí, de buenas intenciones para con una religión a la que teóricamente respeta y comprende, pero también solloza cuando no recibe ninguna compensación por los servicios prestados. El creyente, “disfrazado” de voz lírica, se lamenta siempre de no alcanzar la cima de sus propósitos; cuestiona la actitud de un ser superior nada compasivo que observa, impertérrito, cómo sus creaciones se destruyen en un vacío existencial facilitado por él mismo, mientras se les permite a los ateos hacer campañas en su contra sin sentir ningún temor a las posibles represalias (“Señor, Señor ¿Por qué consientes que/ te nieguen los ateos?”). De esta manera, el cristiano fracasado pide ayuda a Dios a través de sus oraciones, como las exhibidas en su poema La mano de Dios, sin cesar de alabarle y de quererle en vano al no poder materializarse esa pasión verbalizada:

Señor, no me desprecies y conmigo lucha; que sienta, al quebrantar tu mano la mía, que me tratas como a hermano, Padre, pues beligerancia consigo de tu parte; esa lucha es la testigo del origen divino de lo humano. Luchando así comprendo que el arcano de tu poder es de mi fe el abrigo. Dime, Señor, tu nombre, pues la brega toda esta noche de la vida dura y del albor la hora luego llega:

me has desarmado ya de mi armadura,

y el alma, así vencida, no sosiega

hasta que salga de esta senda oscura.  (15 – 28)

En estos versos, la voz lírica suplica por un poco de aprecio (“Señor, no me desprecies y conmigo lucha”) y está dispuesta a luchar en compañía, revelando diversas emociones típicas del imaginario unamuniano, “un imaginario de la espada y del arado, de la lucha y del abrigo del invierno, del vigor y del reposo” (Leitão 37), que nos traslada a un escenario donde “coexisten en tensión las figuras de la vinculación y de la sumisión con las figuras de la separación y del desligamiento”, y se produce “un juego de gestión de distancias, en el que ninguna de las polarizaciones sale vencedora o vencida, pues ambas son necesarias en su unión y antagonismo para que el juego pueda continuar” (Leitão 36).

Las ansias de convertir en tangible lo irremediablemente invisible, de conocer el nombre detrás del creador (“Dime, Señor, tu nombre”), de rendirse y desnudarse ante el poder del ser que nunca escucha (“me has desarmado ya de mi armadura”), acaban por desnaturalizar los principios de su propio ideario religioso, en el momento en que la voz lírica reconoce que su alma permanece “en esta senda oscura”. No hay salida para el cristiano bienintencionado que aspira a obtener el beneplácito de Dios. Todo queda en un suspiro (más o menos elocuente) del creyente cuyo máximo consuelo es poder emitirlo ante el silencio del Señor.

Estamos, por tanto, en un reconocimiento de la derrota; en la incapacidad de alcanzar el objetivo. Esta visión, desarrollada en un discurso que, aunque pretende ser intencionadamente esperanzador, no oculta la rabia contenida, se mantiene también en otros poemas en los que, además de lamentarse por la “no presencia” del creador, también pide acciones inmediatas, pruebas que confirmen la creencia, manifestaciones de autoridad y control sobre los hombres:

Sed de Dios tiene mi alma, de Dios vivo: conviértemela, Cristo, en limpio aljibe que la graciosa lluvia en sí recibe de la fe. Me contento si pasivo una gótica de sus aguas libo aunque en el mar de hundirme se me prive pues quien mi rostro ve —dice— no vive y en esa gota mi salud estribo. Hiéreme frente y pecho el sol desnudo del terrible saber que sed no muda; no bebo agua de vida, pero sudo. y me amarga el sudor, el de la duda, sácame, Cristo, este espíritu mudo, creo, tú a mi incredulidad ayuda. (1– 14)

En este poema, “Incredulidad y fe”, vuelve de nuevo a contraponer un concepto y su contrario para exponerlos ante el lírico. La voz lírica confiesa tener “sed de Dios”, reclama que le “hiera” en la frente, y confiesa, para acabar, que le “amarga el sudor de la duda”. A este sentimiento se llega cuando “se ha dejado la razón” y se alcanza “al Dios cordial cuando se ha llegado al racional” y “al verbo creador cuando se ha abolido el discurso” (López Castro 25).  De nuevo, el poeta siente la necesidad de Dios, un hambre que no es saciada. Este “sueño de un dios”,  esta “hambre”, que es “aceptada por la conciencia y elevada por su voluntad”, le provoca dolor y angustia, y, lo que es peor, “crea la duda” (Zambrano 188). Unamuno, en palabras de María Zambrano, simbolizaba la lucha espiritual de todo un país, España, que luchaba “contra un dios sin rostro, escondido en alguna montaña de piedra impenetrable o en alguna histórica construcción también pétrea, como su último reducto” (185).

Sea como fuere, esa lucha acababa, casi siempre, en un descalabro: apenas se asomaba el hombre al balcón de la victoria cuando, deprimido y solitario, caía desplomado ante los ojos de su Cristo (supuestamente) redentor.  A pesar de que, según Zambrano, “este desesperación que Unamuno tan lúcidamente manifiesta”, representa, para muchos lectores, una “revelada esperanza” (190), la poética religiosa del escritor vasco no deja de ser la representación inequívoca de un desencuentro. Un diálogo con un lírico silencioso, en el que surge la “duda” y se menciona constantemente el dolor que provoca la “incredulidad”. Tanto en poemas como “La oración del ateo” o en el “Salmo I” se niega la existencia de un Dios, con ánimo de provocación, sin duda, de levantar al creador de su sillón y hacer que se manifieste; de echarle en cara el sufrimiento del discípulo leal  y disciplinado, pero también se demuestra la rabia de no poder ser todo lo cristiano que desearía, de fracasar en sus deseos de que este aparezca finalmente a salvarlo. Miguel de Unamuno, describiendo la fe en el libro Del sentimiento trágico de la vida, relató ese camino infinito que proporciona esperanza; esa necesidad para soportar los daños cotidianos de la existencia:

Y si la fe es sustancia de la esperanza, ésta es su vez la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial; no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, solo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que no vemos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos. (241).

Esta es la versión unamuniana de la fe; una fe que, sin dejar de contener un cierto idealismo esperanzador, también encierra un latente pragmatismo, puesto que uno se acoge a la posibilidad de alcanzar el paraíso para poder mantenerse en pie y luchar cada día en los conflictos terrenales. Sin embargo, esta manera —quizás un tanto cínica a la luz de nuestra vida contemporánea— de interpretar la religiosidad, ese “hay que creer en algo”, puede provocar frustración en el creyente al contemplar cómo de esas preguntas sobre el sentido de la vida (expuestas en el Salmo I) no se obtienen ninguna de las respuestas, porque, como ya se sospechaba desde el primer momento, la fe puede consolar y proporcionar ilusión, coraje y satisfacción personal, ganas de vivir y de luchar, pero no soluciona ninguno de los grandes problemas propuestos. Esta es, en definitiva, una lucha perdida de antemano; la esencia de un fracaso existencial; el viaje incompleto del cristiano crédulo por la “senda oscura” que niega la existencia de Dios mientras, de una forma trágica e inevitablemente contradictoria, le pide auxilio en medio de las tinieblas.
 
 
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Zambrano, María. Unamuno. Barcelona: Random House Mondadori, 2004. Impreso.
 
 
Notas

[1] Según Jon Juaristi, el trastorno de Unamuno, que la “unamonología” hizo de él “uno de sus temas favoritos”, comenzó con “un típico ataque de ansiedad”. Luego, de acuerdo con  el profesor, Unamuno se empeñó en darle a su síndrome un “sentido trascendental”  para convertirlo, de alguna manera, en “el ataque de ansiedad más sonado de España” (240). Este hecho, que luego provocó la tesis sobre su posible crisis espiritual, sobre todo a raíz del hallazgo de su Diario íntimo, que fue posteriormente publicado en el año 1970  por su descubridor Armando Zubizarreta,  también marcó un cambio en su vida intelectual, haciéndolo entregarse a “la lectura y meditación  de clásicos de la espiritualidad cristiana”(240- 241).

[2] Ver Fin de siglo: Figuras y mitos, de Hans Hinterhäuser y El modernismo desde dentro, de Gilbert Azam.

[3] María Zambrano escribió, en relación con Unamuno y su poesía religiosa, que “la religión en él es un proceso  que abraza su existencia toda, es más: es su existencia misma que se abre paso; es vida, búsqueda del futuro inalcanzable que ha de ser alcanzado; un futuro que consumir su pasado, lo ha de arrastrar consigo” (167).

[4] Según Sobejano, tanto Unamuno como Nietzsche “toman como principio creador la voluntad de poder, ambos aman la eternidad  en forma terrena y ambos, de distinto modo, no creen en Dios, aunque Unamuno quiera creer en el (y en esto consiste su religión) y Nietzsche quiera no creer” (303).

 
 

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