¿Historiografía lingüística descriptiva o explicativa? Cómo hacer historiografía de lingüística misionera

Soledad Chávez Fajardo
Universidad de Chile
solchavez@gmail.com
 
 

  1. De títulos y de títulos

Existe un dilema al terminar de leer Las gramáticas y los vocabularios de las lenguas indígenas: el cakchiquel (siglos XVI y XVII) de García Aranda, porque no es, propiamente tal, un estudio de “las gramáticas y los vocabularios” de la lengua cakchiquel lo que tenemos en nuestras manos, ni tampoco de los dos siglos que señala el título. El contenido de este libro es más bien una completa monografía del Arte y Vocabulario que el sacerdote de la orden dominica, fr. Benito de Villacañas escribió hacia principios del siglo XVII[1].

A esta monografía hay que agregarle un catálogo descriptivo que hace la autora de las obras publicadas en cakchiquel hasta el siglo XVII. Es por ello que el título que nos ofrece resulta conflictivo y lo confirmamos al leer las primeras líneas de las conclusiones (p. 107) que apuntan única y exclusivamente al Arte y vocabulario de la lengua cakchiquel de Benito de Villacañas y no a las artes y gramáticas elaboradas en esta lengua durante los siglos especificados en el título. Quizás para llamar, con mayor propiedad, a este libro de “Las gramáticas y los vocabularios” hubiera sido necesario un estudio, si bien panorámico, más detallado, como el que hizo Hernández de León Portilla (Las primeras gramáticas mesoamericanas) con las lenguas mesoamericanas, por ejemplo.

Esto no desmerece el detallado listado de obras dedicadas al cakchiquel, donde García Aranda da cuenta de un minucioso rastreo de bibliografía existente y, además, nos señala dónde se encuentran estos manuscritos. Es así como nos enteramos de los trabajos -los que citamos por orden de aparición en el libro- como el Vocabulario de fr. Juan Alonso para el siglo XVI; el Vocabulario de fr. Juan Álvarez para el siglo XVI; un posible Arte y Vocabulario de fr. Ángel para el siglo XVIII; un Arte y Vocabulario de fr. Domingo de Basseta para el siglo XVII; un posible Arte y Vocabulario de fr. Alonso de Betancurt para el siglo XVI; un Vocabulario, arte y doctrina cristiana, perdido, de fr. Pedro de Betanzos; la mención de un Vocabulario de fr. Esteban de Castañeda para el siglo XVII; el Vocabulario de fr. Tomás de Coto para el siglo XVII; un posible Vocabulario y Teología de fr. Tomás de la Cruz para el siglo XVII; un Arte de fr. José Ildefonso Flores para el siglo XVIII; un Compendio de fr. Pantaleón Guzmán a principios del siglo XVIII; la referencia a fr. Juan Lázaro para el siglo XVII; la referencia a un Vocabulario y un Arte, pronunciación y ortografía de fr. Francisco Parra en el siglo XVI; la mención de un Arte y Vocabulario de fr. Juan Rodríguez en el siglo XVII; una Gramática de fr. Carlos Joseph Rosales para mediados del siglo XVIII; la mención del Arte y Vocabulario de fr. Felipe Ruiz del Corral para el siglo XVII; un Vocabulario de fr. Thomás de Santo Domingo para el siglo XVII; un Arte de fr. Antonio del Saz para el siglo XVII; un supuesto Arte, Vocabulario y Sermones de fr. Pedro de Sotomayor en el siglo XVIII; un Arte de fr. Esteban Torresano a mediados del siglo XVIII; un Calepino de Francisco Varea o Verea a finales del siglo XVII; un Vocabulario de fr. Domingo de Vico a mediados del siglo XVI y un Tesoro, un Arte y un Vocabulario de fr. Francisco Ximénez para la primera mitad del siglo XVIII, además de algunas referencias a algunos manuscritos anónimos.

En los casos en que se conocen los manuscritos, la autora nos ofrece una mayor información, pero solo con algunas obras: por ejemplo, destacamos la detallada descripción del Arte de fr. José Idelfonso Flores (pp. 40-41), pero esto no se mantiene siempre -y de ahí, una vez más, insistimos en lo conflictivo del título frente a la información presentada-, porque se extraña un detenimiento similar en las obras más conocidas y estudiadas del cakchiquel, como las de Vico, Coto y Ximénez. Por otro lado, en las menciones de las obras que no se conocen, o de las que solo hay cita, puede llegar García Aranda solo a someras referencias, algunas veces amparándose en citas, como con la obra de fr. Juan Lázaro (p. 45).

Por otro lado, nos llama la atención el orden de aparición de estos textos, orden que no responde a un criterio cronológico ni a una periodización, sino a una lógica que no logramos desentrañar y que la autora no declara, por lo que la información se nos presenta con un cierto desorden. Podría haber sido más conveniente hacer la enumeración a partir del proceso más clásico, que era el cronológico; o bien, presentar, por un lado, las obras de las que se tiene conocimiento directo y, por otro, las que solo se les conoce por menciones de terceros.
 

  1. La vía descriptiva o la vía explicativa

El trabajo de García Aranda busca ser un estudio completo, revisado y actualizado de El arte y el vocabulario de Benito de Villacañas, cuya importancia radica en que fue una de las primeras descripciones del cakchiquel y, además, en que es uno de los pocos documentos del siglo XVI de esta lengua. De esta forma, el trabajo de la autora se circunscribe dentro de la historiografía de la lingüística misionera, disciplina de lingüística aplicada en donde se estudia, describe y analiza críticamente cada una de estas producciones en manos de religiosos. Queremos evaluar hasta qué punto el trabajo que reseñamos se circunscribe en la línea descriptiva de la gramatización de una lengua indígena, ya que, sentadas las bases y los requerimientos epistemológicos y metodológicos de la historiografía de la lingüística misionera a lo largo de estos últimos años, queremos, con este caso (el texto de García Aranda), dar cuenta, además, de otra línea de trabajo en historiografía de lingüística misionera: la explicativa. Respecto a estos patrones epistemológicos y metodológicos para una vía explicativa, seguimos a Zimmermann (La construcción del objeto, 10), para quien el objeto de la historiografía apunta, sobre todo, a la reconstrucción del concepto de lengua que estos misioneros tenían, así como, mientras nos sea posible, al intento de reconstrucción de la disciplina lingüística del misionero mismo y las tareas que habría tenido que llevar a cabo para la gramatización de lenguas no indoeuropeas[2]. La dilucidación de cada uno de estos puntos son los que ayudan, dentro del trabajo de investigación de historiografía lingüística, a ver cómo se fue dando el proceso de gramatización de estas lenguas no indoeuropeas con herramientas teóricas que no iban más allá de los paradigmas grecolatinos. Y he aquí cada uno de los resultados, los que tiene como corpus la historiografía de la lingüística misionera y lo que nos convoca ahora. Es por ello que interesa, sobremanera, cómo se da cuenta de las categorías gramaticales desconocidas ante los ojos de un europeo y los casos en que estos productos se alejan del paradigma gramatical impuesto (el nebrisense).

En síntesis, compartimos la idea de entender las obras redactadas por los misioneros como documentos lingüísticos (cfr. Hernández, Aspectos metodológicos) en donde el historiógrafo puede optar por dos vías: o trabaja con el método descriptivo, el más clásico y prolífico hasta la fecha, del cual no podemos decir más de lo que ya se sabe, es decir, que se entiende como una suerte de panorama en donde se presenta determinada obra, con una serie de contextualizaciones, que van desde la situación histórica y social de la zona en donde se produjo el documento determinado, donde se añade una biografía, la cual depende de los datos que se tenga, del misionero en cuestión e insistir en las características de su orden, así como en las políticas de evangelización de esta y de una ilustración de la obra misma, claro está. El estudio de García Aranda, justamente, es un ejemplo idóneo de una investigación en esta vía, la explicativa. Es decir, en este texto tenemos un trabajo de historiografía lingüística descriptivo clásico, es decir, con una macroestructura que posee el marco histórico de la colonización de Guatemala; la labor de las órdenes religiosas, sobre todo de la dominica, de la que Villacañas formaba parte; el catálogo anteriormente mencionado de las gramáticas y vocabularios cakchiquel y la descripción del Arte y Vocabulario de Villacañas.

Empero, se puede optar por la vía del método explicativo, en donde se presenta un cuestionamiento de los datos y de los paradigmas que presenta el misionero en su estudio. A modo personal, nos interesa, por la carencia de estudios de este tipo en la historiografía de la lingüística misionera, esta segunda vía, el estudio explicativo, evaluativo, sobre todo para fundamentar la conciencia de disciplina que subyace en la lingüística misionera misma, así como en la labor de investigación que hace el historiógrafo de esta[3]. Para ello, seguimos la propuesta constructivista de Zimmermann (Introducción) para abordar un trabajo de historiografía de la lingüística misionera de carácter explicativo. En este texto el autor propone, entre otras cosas, la investigación de los métodos de trabajo de campo que habrían tenido los misioneros para acopiar datos de las lenguas que estaban gramatizando. Esta situación, bien lo sabemos, escasa referencia puede encontrar uno en los preliminares o paratextos de estas obras, por lo que no quedaría más que una incierta deducción que no sería desechada en un trabajo explicativo. Otro punto, creemos fundamental, que propone Zimmermann, tiene que ver con las propuestas de categorías gramaticales que los misioneros presentan en sus textos, sobre todo intentar dilucidar cómo se dio el paso de la percepción de los fenómenos lingüísticos a la formulación de las categorías funcionales y estructurales de estas lenguas, algo que ayudaría a comprender bajo qué teoría del lenguaje trabajaron estos misioneros, conscientes las menos veces y no conscientes las más. Esto va de la mano con la tercera propuesta: tratar de construir la concepción de lenguaje con que trabajaba tal o cual misionero; así como hasta qué punto el paradigma usual –el nebrisense—se permea o no en el trabajo analizado[4] o las restricciones ideológicas de las órdenes mismas pudieron modificar la información allí tratada. Zimmermann va más allá y para ayudar a configurar las propuestas anteriormente planteadas, señala que es fundamental, además, dejar abierta la posibilidad de la existencia de algún tipo de “escuela lingüística” en cada una de las órdenes religiosas[5], algo esperable, sobre todo por el trabajo comunitario que se hacía, por la tradición manuscrita de cada una de estas producciones y cómo se manejaba la copia de estas en labores de scriptoria colectiva, bajo dictado y cómo se puede ver la influencia de tal o cual autor sobre otro. Otra de las propuestas de Zimmermann, como forma de abordar el historiógrafo mismo el corpus analizado, es no olvidar que el objetivo de estas producciones era más pedagógico que lingüístico; es decir, que estamos ante otro tipo de lingüística aplicada, el de la enseñanza de segundas lenguas, y estos documentos son los testimonios de cómo aprendían las congregaciones estas lenguas en las que después tenían que evangelizar.
 

  1. Acerca de la Audiencia General de Guatemala y el rol de la orden dominica

Otro punto que reclama un estudio de historiografía lingüística con las características del libro que estamos reseñando es un apartado donde se dé cuenta de algunos aspectos históricos que ilustren el contexto de la zona determinada, en el caso del texto que nos interesa, con la aclaración de que lo que entendemos hoy por Guatemala dista mucho de ser lo que se entendía como la Audiencia General de Guatemala, espacio no menor y bastante mal comunicado, compuesto por varios corregimientos y alcaldías, Audiencia que comprendía, fuera de la actual Guatemala, lo que es hoy Chiapas, Belice, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, tal como García Aranda se encarga de enfatizar. En esto, el libro de García Aranda cumple con creces la entrega de este tipo de información.

Sin embargo, un estudio de estas características se enriquecería muchísimo si se hiciera uso de la interdisciplina y se incorporara una visión más crítica y social del proceso de colonización que, de alguna forma, pudiera ilustrar la situación indígena en esta zona (cfr. Por ejemplo, para el caso del quechua, Durston, Pastoral Quechua). Quizás esto, a simple vista, pueda parecer un aspecto secundario para los fines de un estudio más lingüístico que antropológico, pero resulta ser un punto importantísimo para comprender por qué la dinámica de la evangelización cobra tanta importancia en este lugar y, por extensión, en la labor de la lingüística misionera. En efecto, no podemos entender el proceso de evangelización sin tener en cuenta que esta fue una estrategia fundamental para acceder a la mano de obra indígena, por ser esta una zona donde se desarrolló la política agraria con latifundios en una fase temprana, al ser un terreno fértil para el cacao, el tabaco, el añil, el algodón, la caña de azúcar, la cochinilla roja, la industria textil y las maderas finas, entre otros. Por lo que la evangelización de indígenas iba más allá de una empresa religiosa; la finalidad era, después de evangelizarlos, utilizarlos como mano de obra bajo la lógica esclavista, estableciéndose esta dinámica como la más relevante dentro de este periodo en Guatemala (cfr. Rojas Lima 119). En este punto, gracias a las citas que Aranda hace de Brown (2000) se puede dar cuenta de un aspecto panorámico de este punto.

En cuanto a la historia del mismo pueblo cakchiquel y estas dinámicas de dominación y evangelización, quisiéramos, también, una mayor profundización respecto a su complejo proceso de conquista. Calificamos de compleja esta fase con la figura misma del líder del proceso de conquista en esta zona, el controvertido extremeño Pedro de Alvarado, quien opta, en un primer momento, por la colonización “pacífica” de los cakchiqueles al tratar con ellos como aliados y combatir con los principales enemigos de estos, los tzutujiles e indígenas de la zona de Panatacat; sin embargo, resueltas las guerras a favor de las tropas españolas, ante la codicia de Alvarado y sus hombres, el pueblo cakchiquel opuso una férrea resistencia, propiciando una serie de batallas y estrategias de ofensiva hacia los españoles, conocida como la Rebelión de los seis años a mediados del siglo XVI (cfr. Rojas Lima 114) y que nos lleva a concluir que la misión evangelizadora era aún más pertinente y necesaria para pacificar y esclavizar a los cakchiqueles, cosa que se logró con éxito. Por lo tanto, las gramatizaciones que estudiamos no son más que una herramienta, en este caso de L2, para esta dinámica.

Respecto a la abundante y detallada información que nuestra autora ofrece acerca de las órdenes religiosas, falta insistir más en la relación entre ellas durante la Colonia, punto relevante, además, para poder configurar algo de la historiografía lingüística misionera de cada orden y poder dar mejor cuenta de cómo operaba la orden dominica en este contexto. También quisiéramos, dentro de las referencias de la orden dominica -insistimos en ella porque era la orden a la que pertenecía Villacañas-, que García Aranda hubiera desarrollado aún más la lógica evangelizadora de la orden, la cual, al optar por la vía pacífica, toma otro tipo de rumbos y características.

Además, nos preguntamos por qué una información tan cara como la relacionada con el momento en que los dominicos se instalan con la regulación económica de la Audiencia, esta aparece en un pie de página (el 5, con la información de Jesús García Ruiz 1992). Y, dentro de este punto, necesitamos más datos relacionados con la compleja dinámica económica que se da en esta zona, por lo que hubiera sido fundamental describir más detalladamente el rol de los dominicos en la hacienda San Jerónimo, contradictoria empresa donde, basándose en la conquista pacífica, se lleva a cabo uno de los proyectos precapitalistas más ambiciosos en esta zona, la cual alcanza su máximo apogeo, justamente, cuando cesa la conquista pacífica y empieza el trabajo con esclavos. Por otro lado, fuera de los propósitos de este trabajo, pero no de una investigación más explicativa que descriptiva de historiografía lingüística, no se debería dejar de lado la repercusión actual de la lingüística misionera en lengua cakchiquel, sobre todo en un país como Guatemala, con una población mayoritariamente indígena y donde más del 50% habla hoy una lengua indígena (cfr. Rojas Lima 13-14). ¿Cómo se vislumbra el proceso de gramatización en un escenario como este en la actualidad? ¿Siguen vigentes estas gramatizaciones en los procesos estandarizadores ahora? ¿Ha tenido alguna repercusión el trabajo de Villacañas?

Por último, al finalizar este primer capítulo, extrañamos una suerte de conclusión crítica, algo que no se presenta pero sí una larga cita relacionada con los bienes materiales de los dominicos y donde reclamamos, con justa razón, alguna reflexión en boca y pluma de García Aranda.
 

  1. La lingüística misionera y el cakchiquel

Un estudio de historiografía de lingüística misionera de tipo descriptivo necesita de una caracterización, aunque sea panorámica, de la lengua tratada, que vaya más allá de lo de “lengua aglutinante y ergativa” que solo se señala en el texto reseñado. En relación con esto y con los dilemas que pudo haber generado el trabajar y describir lenguas ergativas mayenses, pensamos que un tema de absoluta relevancia sería, justamente, tratar este aspecto dentro de la historiografía de la lingüística misionera: ver hasta qué punto la ergatividad (concepto, bien sabemos, acuñado durante el siglo XX) era distinguida y cómo se la trabajaba, más al saber que el patrón lingüístico que por entonces se usaba era el de la tradición gramatical grecolatina. Esta reclamación no va dirigida solamente hacia el trabajo de García Aranda, sino hacia la historiografía lingüística de las lenguas mayenses y de las lenguas ergativas que hayan sido trabajadas en lingüística misionera. Pensamos que este tipo de información es el que interesa cuando nos enfrentamos ante investigaciones de esta disciplina. Fuera de esto, también nos interesa muchísimo la consideración de que gozaba el cakchiquel entre de las lenguas mayenses, la relevancia que tenían los misioneros en gramatizarla y por qué no se transformó en lengua general mesoamericana, a pesar del prestigio que tenía, datos históricos relevantes, que ayudan a construir el contexto de estas lenguas gramatizadas durante el proceso de evangelización.

Como bien expone García Aranda lo bien sabido, la gramatización de lenguas indígenas es el producto de las políticas de evangelización de los tiempos, en que las disposiciones de Felipe II, en los años 1574, 1578 y 1580, ordenaban que la evangelización se hiciera en lenguas indígenas, tal como hemos señalado anteriormente, con una finalidad absolutamente utilitaria: la de un trabajo de L2. Por los sistemas de las órdenes y su tipo de labor, era de esperar que estas gramatizaciones tuvieran una difusión limitada y, por lo general no se hacía uso de la reproducción impresa, de manera que un número considerable de documentos se ha perdido o resulta inaccesible, lo que responde a la lógica usual en estos casos, por la cual un manuscrito se copiaba entre los sacerdotes de una misma orden al dictado, permaneciendo la obra inédita y sin difusión más que dentro de la orden misma. La obra, pues, de Villacañas, nos señala García Aranda, es el resultado de más de 40 años de contacto con los indígenas. Su obra se presenta con una gramática de 39 páginas y un vocabulario de más de 300 páginas y unas nomenclaturas.
 
4.1 Acerca del Arte de Villacañas

Insuficiente en comparación con otros tratados coloniales de la lengua cakchiquel, (como el de Ildefonso Flores, El arte de la lengua metropolitana del reyno cakchiquel, 1753), el Arte de Villacañas destaca, sobre todo, por ser uno de los pocos testimonios que tenemos de la lengua cakchiquel de finales del siglo XVI e inicios del siglo XVII. El Arte, como era usual en la época, se basa en los paradigmas de la gramática latina, un resultado esperable, ya que los misioneros solían tener un conocimiento del latín bastante amplio (cfr. Ridruejo, Lingüística misionera), mientras que los rudimentos gramaticales en lenguas vernáculas -entiéndase gramáticas- estaban recién desarrollándose. Respecto a los modelos que los misioneros tenían a la mano para aprender latín, el modelo más usado era el de las Introductiones Latinae de Nebrija, el texto más leído y vendido en la colonia americana durante los primeros siglos (cfr. Hernández de León Portilla, Nebrija y el inicio de la lingüística)[6].

Suele decirse que, desde un punto de vista metodológico, el más grave problema entre los misioneros, al ceñirse forzosamente al modelo nebrisense (por real decreto, so pena inquisitorial), fue que este actuó como una suerte de “camisa de fuerza” que impedía el objetivo reconocimiento de estructuras en estas lenguas no indoeuropeas en un primer momento[7], cosa que, ya entrado el siglo XVII empieza a relajarse, según Zimmermann (Las gramáticas y vocabularios misioneros, 340) quedando, solo, el metalenguaje latino como aparataje conceptual para nominar, forzosamente o no, la realidad lingüística indígena. Sin embargo, ya vemos ejemplos tempranos de divergencia, por resultar el modelo inapropiado, tal como se puede apreciar en gramáticas del siglo XVI (cfr. Hernández de León Portilla, Paradigmas gramaticales, quien hace un detallado recuento de este punto). De esta forma, el interés de un Arte, desde un punto de vista historiográfico, radica en dar cuenta de cómo los misioneros describían fenómenos lingüísticos nuevos; cómo se va generando su intento de categorización -a partir, o no, del metalenguaje nebrisense-, algo de lo que Zimmermann se refiere como los inicios de la universalización de las categorías gramático-teóricas de las ciencias del lenguaje (Las gramáticas y vocabularios misioneros, 345).

En el caso del estudio de García Aranda, nos cuestionamos hasta qué punto una obra como la de Villacañas nos pueda dar cuenta de esta relación con el trabajo nebrisense, o no, y si lo expone la autora. Pues -y nos respondemos- quedamos con ganas de ver un mayor desarrollo en esta lectura crítica, fundamental para hacer historiografía explicativa, que vaya más allá de la mera reseña de la macroestructura de un Arte. Por ejemplo, no queda claro por qué la autora afirma que el Arte se estructura de una manera “separándose así tanto de la tradición latina como de las gramáticas de otras lenguas indígenas” (p. 68); no hay desarrollo ni argumentación para una afirmación como esta, que hubiera sido el punto de partida para una reflexión riquísima para un estudio explicativo; tampoco quedan claras algunas sentencias que tienen relación con la descripción del Arte. Por ejemplo, cuando cita la autora lo siguiente: “[Villacañas] ejemplifica el sustantivo antecedido de adjetivo posesivo, puesto que el cakchiquel distingue a través de una serie de partículas entre el uso absoluto, “cab ah ~ la mano”, y el uso con posesivo, “un ca ~ mi mano” (p. 85), para después señalar lo siguiente: “Por ello, dentro del repertorio se puede leer: cansancio: coçic, cozichabal, de quicoz sale nucoçεenu coçibal, mi cansancio” (ídem). Tampoco hay una mayor explicitación. Además, hubiera sido muy deseable una descripción más detallada de tipología lingüística de la lengua cakchiquel, en vista y considerando el estado de los conocimientos de las investigaciones actuales, para una mayor comprensión y profundización de cada una de las explicaciones que la autora va entregando en su descripción del Arte mismo, sobre todo en los apartados relacionados con los verbos, sus modos y tiempos.

En otras palabras, si bien Aranda describe sucintamente la estructura del Arte, echamos en falta un esquema crítico y comparativo de una lengua no indoeuropea que se aleje de los patrones de la gramática greco-latina, en que aun nuestra autora incurre. Es decir, necesitamos una visión crítica y analítica del Arte más que descriptiva. Por ejemplo, una relación de las falencias que pueda tener el Arte, producto de este ajuste con la gramática clásica: ¿qué aspectos quedan sin tratar? ¿Qué aspectos quedan encapsulados en otras nomenclaturas gramaticales, en las llamadas equivalencias (cfr. Ridruejo 458)? ¿Cómo se presenta el paradigma de la lengua cakchiquel (seguimos a Hernández de León Portilla, Paradigmas gramaticales)? ¿Cómo se presentan los rasgos semántico-cognitivos de Villagrana (Zimmermann, Las gramáticas y vocabularios misioneros 339) en su Arte del cakchiquel? Quizás estas preguntas requieran de un ahondamiento en la lengua cakchiquel o, en su defecto, del conocimiento de gramáticas descriptivas y actuales de esta lengua, cosa que no se encuentra en el presente estudio en parte alguna. Aplaudimos, eso sí, que la autora dé cuenta en un acercamiento comparativo de lo que no aparece en el Arte de Villacañas, frente a otros estudios de la época colonial, como la pronunciación y la ortografía del cakchiquel, la información relacionada con las voces gramaticales y con las preposiciones, conjunciones e interjecciones, así como la de los verbos irregulares y la negación.
 
4.2 El Vocabulario

El Vocabulario de Villacañas surge, tal como hemos señalado anteriormente, para facilitarles el aprendizaje de las lenguas indígenas a los misioneros, en el contexto de la evangelización de América. La función de un diccionario de estas características se refleja en su lemario, de tipo unidireccional (castellano-cakchiquel), por lo que su destinatario es, en primer lugar, el hispanohablante, no el indígena[8]. En la tradición lingüística misionera, la base del trabajo lexicográfico de ordinario fue el de Nebrija (1492, c. 1495) y el trabajo lexicográfico fundacional, en la tradición lexicográfica colonial latinoamericana, de Alonso de Molina (1555 y 1571[9]), con cuyo Vocabulario nos muestra García Aranda las relaciones que guardaba el de Villacañas (pp. 102-105). Junto con Nebrija y Molina, Villacañas debe haber manejado otras obras lexicográficas que García Aranda se encarga de mostrarnos con mérito, como la de Domingo de Vico (c. 1555), Baptista Lagunas (1574), Juan de Córdova (1578), Juan Alonso (c. 1578), Francisco de Solana (1580), Antonio Ricardo (1586) y Francisco de Alvarado (1593). En este punto sin embargo, nos incomoda que la autora presente la información de las fuentes y manejos lexicográficos de Villacañas en dos partes del libro, una en la sección 4.4 en el primer párrafo (p. 78) y otra en la sección 4.5 (p. 100) respecto a Molina y a Nebrija, en donde se entrega información parcelada en ambas partes. Esto, lógicamente, confunde en cierto modo. Ideal hubiera sido incluir toda la información en un solo apartado, donde se diera cuenta de la importancia de Nebrija como base, de Molina como fuente y las obras a las que accedió Villacañas al momento de elaborar su Vocabulario.

No es el Vocabulario de Villacañas, revela la autora, una obra exhaustiva[10], sin embargo, difícil que lo fuera un producto lexicográfico en esa época. Además, algunas afirmaciones resultan algo ingenuas; así aquello de “Aunque metodológicamente [el Vocabulario] es muy poco sistemático y arrastra las deficiencias de una Lexicografía, la española, todavía incipiente”, puesto que la Lexicografía, ya no sólo española, sino en general, en esos siglos (y hasta bien entrado el siglo XX para el caso de la española) jamás, salvo contados casos, salió de ese estadio incipiente, clasificado como de lexicografía precientífica.

En síntesis, lo que percibimos es un trabajo de orientación “práctica”, usual dentro de la dinámica evangelizadora y lo que tenemos es la realidad propia de la lexicografía de estos tiempos: un ordenamiento del lemario arbitrario, en algunos casos (los menos) un ordenamiento bidireccional y una alta pudibundez lingüística, así como falta de criterio para la fraseología, la que suele mezclar L2 (por ejemplo, al incluir frases del discurso libre las más veces) y, como suele suceder con la lexicografía bilingüe, se entregan equivalencias prototípicas léxicas, las cuales requieren de contornos y también de sinónimos.

Todo esto lo reseña muy bien García Aranda. Sin embargo, extrañamos el análisis más detallado de algunas voces que podrían ser americanismos sintácticos -y en esto pensamos en los que detectó Hernández (Indigenismos en el Vocabulario 70), en los casos de fiera humedad o de infinitas hormigas en el vocabulario de Vico-. Nos sorprende de manera negativa, además, la metalexicografía empleada por la autora respecto de los “americanismos” que aparecen en el Vocabulario. En la lexicografía española se encuentra demasiado arraigada la costumbre de dialogar exclusivamente con el DRAE, costumbre de la que no se libra nuestra autora, aunque sea, como hace ella, cuestionando las etimologías que en él están registradas, puesto que la problemática de los indigenismos es mucho más vasta de lo que pueda aparecer en el propio DRAE, debido especialmente a la dificultad de rastrear étimos y significados precisos de voces pertenecientes a las familias lingüísticas macroarahuaca o caribe, de modo que, aun a día de hoy, se están proponiendo, reconstruyendo y reformulando muchos de ellos.

También hay que pensar en el tipo de especificidad de un diccionario como el DRAE: ¿tienen que aparecer, justamente, todas las voces de procedencia indígena testimoniadas, aunque su frecuencia y vigencia sean muy específicas, como en el caso tuchumite, que la autora reclama, o calzonte (calsonte en la actualidad)? ¿Hasta qué punto trabajamos con la tipología de un diccionario como el DRAE en este caso? ¿Hasta cuándo seguiremos centrándonos en el DRAE como referencia única, aun a sabiendas de su insuficiencia en estos ámbitos? En ello, como opción alterna pero no por ello óptima, tenemos, por último, para cotejar, el Diccionario académico de americanismos, donde la autora habría encontrado una de las dos voces que no aparecen en el DRAE.

Nos preocupa, además, el hecho de que García Aranda nos indique que en Villacañas aparecen neologismos. Creemos que la autora se basa en la idea, para fundar su noción de neologismo, de que este, para ser tal, debe aparecer en un diccionario, no en la documentación, por lo que buscamos en CORDE ciertas voces que ella da como tales y que no lo serían si dejáramos de lado su idea de neologismo como voz que sólo se encuentra en un diccionario. Como en carirredondo (en la segunda parte del Quijote), acardenalado (simultánea con fr. Luis de los Ángeles y a Juan de Alonso y de los Ruyzes de Fontecha), carlear (como ‘jadear’, que la autora tampoco da cuenta del significado preciso, ya en el siglo XVI) y desapasionar (ya en el siglo XVI), deslinde (ya en el siglo XIII), embetunar (ya en el siglo XV), atabalear (en 1593 encontramos en caso en Lucas Gracián Dantisco), barrenadura ya en el siglo XIV, desherbar ya en el siglo XVI. Lo ideal hubiera sido que en casos como en voces de procedencia indígena o en voces hispánicas de sustento americano, la autora desarrollara más cada una de estas informaciones, a manera de artículos lexicográficos (como lo hace Hernández, Indigenismos en el Vocabulario, por ejemplo).

Por otro lado, García Aranda insiste, con justa razón, en la idea de que historiografiar un texto como este ayuda a conocer mejor no solo la lengua cakchiquel, sino también la situación lingüística de Mesoamérica en la segunda mitad del siglo XVI. Sin embargo, la autora no se extiende más y ofrece ejemplos sin ningún tipo de explicación, por lo que se nos hacen incomprensibles: “Ofrece, por ejemplo, algunas etimologías, […] “sacrificar o sacar sangre de las orejas” se traduce por “tin tziz un xiquin, porque las herían o punzaban con aguja” (p. 90) y hace de este un trabajo bastante incompleto respecto a temas de interés fundamental a la hora de describir un diccionario.

Echamos en falta, además, una reflexión más acabada acerca de la tipología de las equivalencias, ya que creemos que toda metalexicografía bilingüe exige un trabajo de este tipo con muestras y análisis de, por lo menos, una decena de voces. Si bien la autora nos da bien cuenta de la problemática usual de las equivalencias, al afirmar que “[Villacañas] no encuentra equivalencias”, justamente, para voces que hacen referencia a realidades inexistentes en la lengua de destino (“atavío de pluma para las piernas”, “ají que quema mucho y es como bellotas”, “la bebida de júol”, entre otros, p. 83) donde, claro está, la definición deriva en comparación, recurso usual no solo en vocabularios y diccionarios, sino en crónicas y relaciones coloniales, pensamos que hay mucho por desarrollar respecto a las equivalencias. A la vista, además, de los últimos trabajos relacionados con la problemática de la traducción y equivalencia y la imposibilidad de construir prototipos en este caso (cf. Zimmermann, Translation for colonization and christianization), los cuales, si bien no se hacen cargo de la equivalencia propiamente tal, dan cuenta de la problemática de los prototipos, sobre todo a vista de una historiografía lingüística que se centre en la lexicografía bilingüe. Por otro lado, nos complica que la autora hable de “pseudodefiniciones” en casos de definiciones enciclopédicas (que ella llama “descripciones” y que nosotros, por motivos prácticos y ya casi convencionales, optamos por el aparataje conceptual de Seco, Estudios de lexicografía); a lo más, creemos, una pseudodefinición tendría que ser una explicación, no una definición enciclopédica (82). Tampoco los ejemplos que la autora entrega ilustran de manera cabal lo que se entiende por pseudodefinición[11], sino equivalencias las más veces, por lo que estamos ante problemas de conceptualización metalexicográfica sobre todo.

Ya dentro de la historiografía de la lingüística misionera más explicativa que descriptiva, nos hubiera gustado insistir más en cuestiones como el control conceptual de una percepción de ciertos términos dentro del proceso de evangelización (Zimmermann, Translation for colonization and christianization 94), algo usual dentro de las dinámicas culturales donde una ideología se impone y ejerce un control. Por ejemplo, verificar hasta qué punto ese control se aprecia en alguna parte del léxico inventariado (por ejemplo, al silenciar ciertas voces que hagan referencia a conceptos relacionados con la religión, como en el caso de Dios) o bien dar cuenta de cómo empieza a darse una imposición transcultural, siendo el diccionario un testigo, las más veces tardío, de este proceso (Zimmermann, Traducción, préstamos y teoría del lenguaje, 113).
 

  1. Conclusiones

En conclusión, creemos que el problema más grave de este volumen es el de su titulación, al no condecirse el contenido con el título propiamente tal. Lo que tenemos en nuestras manos es una relevante monografía del trabajo del dominico Villacañas con la lengua cakchiquel, importante testimonio de esta lengua en el siglo XVI, no tanto un trabajo de las gramáticas y los vocabularios en lengua cakchiquel entre los siglos XVI y XVII.

En cuanto a las expectativas actuales para un estudio de historiografía de lingüística misionera , el trabajo de García Aranda forma parte de la labor descriptiva, no explicativa, que es la que preferiríamos, dados los parámetros epistemológicos actuales para su estudio (véase Zimmermann, La construcción del objeto y Hernández, Aspectos metodológicos), por lo que esperamos, en un libro con estas características, que se presente claramente la construcción del objeto que tiene por objeto la historiografía de la lingüística misionera, es decir, una reflexión donde se pueda dar cuenta del proceso de construcción-aprendizaje de una lengua como el cakchiquel (de parte de un hablante de lengua indoeuropea, en este caso, una lengua románica como la que manejó fr. Benito de Villacañas en el siglo XVI); que también muestre cómo se genera la construcción y comprensión de la cosmovisión y cultura cakchiquel, así como el proceso de construcción descripción y teorización de esta realidad, así como la construcción-intervención espiritual al querer comunicar la doctrina cristiana en lengua cakchiquel, punto fundamental dentro de la historiografía de la lingüística misionera. Respecto a la investigación de tipo histórica, quisimos una mayor información relacionada con aspectos tales como la lógica de colonización, el interés por evangelizar en Mesoamérica y el trabajo de la orden dominica, aspectos que ayudarían mucho a comprender, en conjunto, la lingüística misionera en esta zona. También insistimos en algunos descuidos conceptuales y metodológicos en el trabajo metalexicográfico, como la insistencia en seguir utilizando el DRAE como eje de cotejo lexicográfico; el concepto de ‘neologismo’ que maneja la autora y la insuficiencia en el análisis de las equivalencias. Fuera de esto, destacamos el trabajo monográfico en conjunto, el detalle en cada una de las descripciones de las partes y la referencia panorámica a las obras de lingüística misionera que García Aranda lleva a cabo.

Fuera de ello, hacemos una serie de reclamos hacia los trabajos de historiografía de lingüística misionera en general, no a este estudio en particular: la necesidad, en primer lugar, de exponer nociones generales en un trabajo de este tipo de la lengua trabajada para, posteriormente, dar cuenta de la tipología de las lenguas mismas y cómo algunas de sus categorías (las más problemáticas o de interés en la actualidad, como, por ejemplo, la ergatividad) son manejadas en la lingüística misionera. A la luz de los estudios actuales, un trabajo de este tipo sería valiosísimo no ya solo para la historiografía de la lingüística misionera, sino para la historiografía lingüística en general. Extrañamos, además, dentro de las reflexiones finales, algún tipo de propuesta más holística de lo que es la lingüística misionera y qué queda por hacer en la relativa al cakchiquel.
 
 
Referencias bibliográficas

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Notas

* Acerca del libro Las gramáticas y los vocabularios de las lenguas indígenas: el cakchiquel (siglos XVI y XVII) de María Ángeles García Aranda (Lugo: Axac), 118 pp. ISBN 978-84-92658-22-0

[1] También reseñado como Benito de Villa Caña, Benedictus de Villa Cañas o Benito de Santa María. Esta pluralidad en la nominación nos muestra la dificultad que hay, en este caso, para singularizar y establecer una autoría certera, algo que la autora maneja bien.

[2] Algo que Zimmermann describe como “aunar rasgos, establecer semejanzas o identidades, entre fenómenos/actividades, delimitar una época, de identificar características y de reconstruir los motivos de los misioneros de cierta gente del pasado” (La construcción del objeto, 10). Por lo tanto, se intenta dilucidar ese preciso momento en que estos sacerdotes “se vieron confrontados con lenguas de estructuras muy diferentes entre sí y muy diferentes de las de su lengua nativa” (Zimmermann, Introducción 10), enriqueciendo el saber lingüístico con estas estructuras nuevas. Algo que bien describe Hernández de León Portilla: “los misioneros, metidos a lingüistas, capturaron lo inexistente en latín y en sus propias lenguas, lo que a sus ojos apareció como anomalía; es decir, en cada gramática se encierra una respuesta a la nueva lengua que se estaba codificando” (Hernández de León Portilla Paradigmas gramaticales).

[3] Pienso, por ahora, en un estudio como el de Durston para el quechua, Pastoral quechua (2007), donde da cuenta de estas dinámicas explicativas desde la óptica de la transcripción.

[4] En este punto proponemos el estudio panorámico de la lingüística misionera americana general de Hernández de León Portilla, Paradigmas gramaticales, en donde la autora da cuenta, justamente, de las diferencias entre el patrón nebrisense y las propuestas de cada uno de los misioneros.

[5] A propósito de esto, son interesantes los datos entregados en los trabajos de Hernández de León Portilla (Las primeras gramáticas mesoamericanas) y Ridruejo (Lingüística misionera) quienes ejemplifican, entre otros casos, con una suerte de seminario o escuela jesuita para la formación de lingüistas, en el Virreinato de Perú (en Juli); con el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco franciscano, en la Nueva España; cono lo que sucedió con las Reducciones jesuíticas en Paraguay o el caso del convento de Tzintzuntzan como el centro franciscano de estudio del tarasco. Estas suertes de escuelas y tradiciones se reflejan en prácticas comunes, como la convención gráfica, algo a que también hace referencia Ridruejo (460).

[6] Útiles eran, además, las producciones derivadas de la obra nebrisense, como las de los jesuitas (Mateo de Galindo, Tomás González, Agustín de Herrera, Santiago de Zamora) o mercedarios (Pedro Reynoso). Tal como lo ejemplifica García Aranda, se supone, además, que Villacañas debe haber accedido a otras fuentes, como los trabajos de Andrés Olmos (1547), Maturino Gilberti (1558), el mismo Alonso de Molina (1571), Alonso Urbano (1570), Juan de Córdova (1578), Antonio de los Reyes (1593), Pedro de Betanzos (¿1553?) o Francisco de la Parra (s. XVI).

[7] Cfr. Zimmermann Introducción y La construcción del objeto; como relativización de esto, vid. Hernández de León Portila, Nebrija y el inicio de la lingüística y como contraargumento de esto, Zimmermann, Las gramáticas y vocabularios misioneros.

[8] Sin embargo, esta dinámica del diccionario bilingüe y la inexistencia hasta hace poco tiempo de la lexicografía monolingüe en lengua indígena es algo que reclama, con justa razón, Zimmermann, Política y planificación.

[9] Molina, como sabemos, siguió el modelo nebrisense (para ello, véase el estudio de Hernández, El vocabulario náhuatl).

[10] Es por esta razón que Hernández señala que no es una lexicografía lingüística propiamente tal (Aproximación al Vocabulario 320), es decir, es un claro producto de la lexicografía pre-científica y, en este caso, misionera.

[11] En casos como: açercar o llegar hacia acá o hacia allá; ahoyar, hacer hoyo; arrendar, dar a renta; atravesar, poner algo a través; baxa, pequeña en altura; beço o labio alto; bobear, decir boberías; cardenal, señal de golpe; era donde trillan trigo; faisán, ave como de gallina de la tierra; fisco, hacienda del rey; geminos, hermanos mellizos de un vientre; gobernar, regir el pueblo; flaco que se le ven los huesos; nuera, muger de hijo; orear, poner al aire; peña, piedra grande; ralear, hacer ralo; salina, donde se hace la sal; sienes, parte del cuerpo; sordo, que no oye; tejar, donde se hace tejas.

 
 

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