Princeton University
Íngrid Betancourt y Ramón Sampedro protagonizaron en Colombia y España respectivamente dos de las batallas políticas, judiciales, sociales y discursivas más desafiantes de las últimas dos décadas. Ambos conceptualizan una situación similar, su retención en un estado de no vida por decisión de otros. En el caso de Betancourt, el secuestro; en el de Sampedro, la tetraplejía. Para ella, hay una potencialidad de vida; para él no, al menos en los términos en que entiende una vida digna, con equilibrio de cuerpo y mente. Por ello, la liberación tiene un mismo sentido -dejar atrás la no vida- pero trayectorias distintas en cada caso: Betancourt, con la carta que escribe a su madre, busca volver a la vida; Sampedro, con sus Cartas desde el infierno, conseguir una buena muerte. En el presente artículo analizo tanto este punto de partida común como las diferentes estrategias discursivas que ambos emplean para tratar de emanciparse, y que invitan a una reflexión aguda sobre los límites del panfleto como género discursivo. Antes de iniciar con el estudio, es pertinente contextualizar ambos textos y a sus autores.
Íngrid Betancourt Pulencio es una política colombiana y ex-candidata a la presidencia del gobierno de su país por el Partido Verde Oxígeno. El 23 de febrero de 2002 pretendía realizar un acto electoral en San Vicente de Caguán cuando fue secuestrada por las FARC junto a su asesora Clara Rojas. El cautiverio duró más de seis años. Durante ese tiempo, se convirtió en símbolo de los secuestrados, y numerosos líderes políticos y movimientos sociales clamaron por su liberación. Entre los más destacados se encontraban el presidente francés Nicolás Sarkozy, la presidenta argentina Cristina Fernández, el presidente venezolano Hugo Chávez, y la senadora colombiana Piedad Córdoba. Finalmente, el rescate se produjo el 2 de julio de 2008 gracias a una intervención militar del ejército colombiano conocida como Operación Jaque. Catorce personas más fueron rescatadas junto a ella. Durante los seis años que estuvo retenida en la selva fueron pocas las pruebas de vida difundidas por los guerrilleros. Tan sólo dos videos, que se hicieron públicos en 2002 y 2003, seguidos por cuatro años de silencio roto por unas fotografías y una carta de Betancourt a su madre incautadas a las FARC en noviembre de 2007, difundidas ampliamente en los medios de comunicación y publicadas por Grijalbo en 2008, meses antes de la liberación1. Esta carta es el primer objeto de nuestro análisis.
Ramón Sampedro nació en 1943, en una aldea de la provincia de La Coruña (España). A los 22 años recorrió cuarenta y nueve puertos de todo el mundo como mecánico de un buque mercante. Sin embargo, esta vida trashumante tuvo un final abrupto. El 23 de agosto de 1968, Sampedro se lanzó al mar desde unas rocas sin advertir que la marea había bajado. Su cabeza impactó contra la arena y se rompió la séptima vértebra cervical, quedando tetrapléjico. El joven marino se vio postrado en una cama y sometido a numerosos exámenes y tratamientos para devolverle la movilidad. Finalmente, los médicos dieron su recuperación por imposible. Con este diagnóstico en las manos, Sampedro decidió que no quería continuar viviendo y comenzó una larga lucha por la legalización de la eutanasia en España. Su batalla judicial se inició a principios de los años 90, cuando ya llevaba más de 20 años de postración. Sampedro pedía a la justicia autorización para que le fueran suministrados los fármacos que él sólo no podia ingerir sin ayuda para acabar con su vida. Sus recursos nunca fueron admitidos por defectos de forma. Con la misma negativa se resolvió su petición al Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. En 1996 interpuso un nuevo recurso en la Audiencia Provincial de La Coruña, que falló en contra. La justicia, finalmente, le negó la posibilidad de ser asistido en su suicidio. Poco tiempo después, el 13 de enero de 1998, Sampedro se quitó la vida. Había trazado un plan en el que distintos colaboradores ejecutaran pequeñas acciones, en sí mismas no constituyentes de delito, que llevaran a colocarle ante sí un vaso de cianuro potásico con una pajita. Dejó grabado en video el momento en que ingería el líquido. En su suicidio fue clave el papel de Ramona Maneiro, quien años después admitió haber sido la última en ayudar a Sampedro y haber estado presente en el momento de su muerte. Aunque Maneiro fue detenida por cooperación en el suicidio, fue absuelta poco después por falta de pruebas. En 2004, el director español Alejandro Amenábar estrenó la película Mar adentro, inspirada en la historia de Ramón Sampedro, y que resultó ganadora del Óscar a la mejor película extranjera. Cartas desde el infierno, el segundo objeto de análisis en este estudio, es una recopilación de misivas y poemas que Ramón Sampedro escribó durante sus años de lucha.
1. Limbo paródico
Tanto Betancourt como Sampedro construyen un discurso agónico sobre la tortura inhumana a la que están sometidos. Se retratan en un espacio difuso, ni vivos ni muertos, ni aquí ni allí. Su existencia rompe dicotomías cómodas, y sus escritos son un esfuerzo por conceptualizar esta situación. Un problema similar afrontó la teología cristiana medieval, que necesitaba dar una solución al problema de los niños muertos sin bautizar (Carpin). Se trataba de una cuestión capital, puesto que el pecado original no es compatible con la entrada en el paraíso, pero condenar a los recién nacidos al infierno no parecía coherente con la justicia divina. La solución teológica primigenia es atribuida a Agustín de Hipona (354-430), para quien los niños sin bautizar padecerían una condena mínima. El concepto de limbo, sin embargo, no fue acuñado hasta ochocientos años más tarde por Alejandro de Hales (1183-1245), quien lo concibe como “un lugar o, mejor, una situación ultraterrena (…) donde habitarían los niños muertos sin bautismo. Aunque excluidos del reino de Dios, no padecerían sufrimiento físico o moral alguno” (Carpin 176). Poco tiempo después, Tomás de Aquino (1224-1274) puntualizó que no son condenados, sino privados de la visión de Dios, y que, a pesar de dicha ignorancia, experimentan un estado de felicidad natural. Esta tesis, si bien no convertida en dogma, contó con una aceptación mayoritaria durante siete siglos, hasta que, tras el Concilio Vaticano II (1962-1965), fue rechazada. Actualmente se considera que no pueden existir soluciones intermedias a la dicotomía infierno-paraíso, y que, si bien los niños no bautizados no son recibidos en el reino de los cielos, Dios, cuya voluntad salvífica es infinita, no los excluye por completo de la salvación, aunque la forma de hacerlo no se nos haya revelado. El dilema, por lo tanto, persiste. El paralelismo con el caso de Betancourt y Sampedro es notorio. Si los niños sin bautizar continúan siendo hoy un desafío para las categorías teológicas ultraterrenas, Betancourt y Sampedro amenazan la dicotomía vida-muerte. Pero hay una diferencia fundamental: los niños sin bautizar viven en un estado de felicidad natural porque ignoran a Dios, mientras que Betancourt y Sampedro permanecen lúcidos y, por tanto, desesperados. Aunque ambos conocen el carácter transitorio de su estado -la eternidad no es una categoría aplicable a la no vida en la tierra-, y actúan por precipitar su fin, también son conscientes de sus carencias, lo que les hace experimentar este limbo terrenal como la peor de las condenas.
Otra característica común de ambos discursos es la tormentosa relación que se establece entre el cuerpo y la mente. Tanto Betancourt como Sampedro coinciden en que se han convertido en mentes vivas en cuerpos muertos. El caso de él es obvio. La ruptura de esta armonía es la causa que le ha llevado a la no vida, refiriéndose a ello con frases lapidarias: “Un cuerpo sin su mente regidora no puede sobrevivir. Y una mente sin un cuerpo que le obedezca, tampoco” (68). Su propósito será recuperar con la muerte un equilibrio que la vida le niega. Betancourt, por su parte, es más prolija en los detalles del padecimiento que este desequilibrio le produce, y que relata en forma de deterioro paulatino y letal. Al principio se encontraba con fuerzas para hacer ejercicio, pero el tiempo transcurrido en la selva la ha conducido a un estado de decaimiento extremo. Describe su situación en términos de emergencia: “Estoy mal físicamente. No he vuelto a comer. El apetito se me bloqueó. El pelo se me cae en grandes cantidades” (22-23).
La distinción entre los términos griegos ‘zōé’ y ‘bíos’ que Agamben delinea en Homo sacer (2006) clarifica notablemente el desequilibrio cuerpo-mente que Betancourt y Sampedro padecen. La situación que experimentan es, precisamente, la del expolio de su vida cualificada, del bíos, y, como consecuencia, la reducción de su existencia a mera vida natural, común a animales, hombres y dioses. Este despojo los ha convertido en seres humanos sin capacidad para decidir la forma de su propia existencia. Por todo ello, no es casual que en sus escritos señalen directamente al Estado como responsable de su situación. Habitantes de un limbo terrenal, conscientes del despojo de su vida particular y reducidos a mera vida natural, animalizados, tanto Betancourt como Sampedro se retratan como guiñapos extravangantes atrapados en una forma de existencia inhumana. Tetrapléjicos y secuestrados son la cara grotesca de la sociedad, “el muñeco con quien representan una parodia absurda” (10), en palabras de Sampedro, “los leprosos que afean el baile” (41), según Betancourt. En Profanaciones, Agamben retoma el tema del limbo en unos términos muy similares:
La lectura de los tratados teológicos sobre el limbo muestra, de hecho, sin una sombra de duda, que los padres conciben el “primer círculo” como una parodia a la vez del paraíso y del infierno, tanto de la beatitud como de la condena. (…) Dado que tienen [los niños muertos sin bautizar] solamente la conciencia natural y no la sobrenatural, que deriva del bautismo, la falta del sumo bien no les causa el más mínimo pesar. Las criaturas del limbo invierten así la pena más grande en natural regocijo y ésta es, ciertamente, una forma extrema y especial de parodia. (55)
El limbo terrenal en el que Betancourt y Sampedro están retenidos es un limbo paródico, grotesco, porque su existencia, despojada del ‘bíos’ y reducida a ‘zōé’, no puede ser sino una caricatura ridícula tanto de la vida como de la muerte. Las estrategias discursivas que ambos emplean para salir de él son opuestas, y constituyen objetos muy sugerentes para emprender una reflexión de los límties del panfleto como género discursivo.
2. Carta a su madre, de Íngrid Betancourt.
Sé que todos pueden vivir sin mí, menos tú
I.B.
La carta que Íngrid Betancourt escribe a su madre, Yolanda Pulecio, es una prueba de vida tras cuatro años sin conocerse ningún testimonio directo de su estado. ¿Qué tipo de prueba de vida se emite desde la no vida? Una que no puede sino estar saturada de conflictos derivados de esta tensión. El fin primigenio del texto es dar cuenta de su estado físico y anímico. No obstante, el hecho de escribir la carta ya es una prueba de vida en sí. Cada línea que escribe, por tanto, es una oportunidad extra de hacer una valoración, emitir un juicio o elevar una petición. Betancourt no se limita a decir ‘estoy así’, sino que también expone sus ‘quiero esto’. Así pues, su carta es un texto directivo, un manual de instrucciones con tres fines diferentes: 1) dar a su madre las pautas que ha de seguir para mantener a su hija con vida; 2) dirigir, a distancia, las vidas de sus familiares; 3) provocar la intervención de Francia, que considera vital para su liberación. Escribe para controlar, y las normas que proporciona son precisas.
Betancourt colma su escrito de recursos patéticos. Relata una serie de padecimientos y renuncias con sabor místico. Su carta es un inmenso ethos con tintes beatos. La raza humana perdió la dignidad en el momento en que se olvidó de los secuestrados. Por otro, emplea el discurso de la víctima como estrategia argumentativa para azuzar escrúpulos colectivos y conseguir que se trabaje por su liberación. Su carta es un avemaría. “Mi mamita adorada y divina de mi alma” (19), comienza el texto. Está rezando a su madre divina: busca refugio en ella, le agradece y le pide, o, mejor dicho, le agradece porque le pide. Cifra sus posibilidades de supervivencia en la capacidad de aguante de su madre: “Tu voz es mi cordón umbilical con la vida” (20), “lo primero que quería decirte es que sin ti, no hubiera aguantado hasta hoy” (20). Una acción de gracias y una petición de socorro. Betancourt convierte la prueba de supervivencia en una cesión de la responsabilidad, que ahora descansa sobre los hombros de su madre. Busca la identificación en el dolor de su madre. A ambas les han arrebatado la posibilidad de ejercer la maternidad. Yolanda Pulecio padece en su vejez el secuestro de su hija adulta; Betancourt está ausente durante gran parte de la adolescencia y juventud de sus hijos. Así lo relata:
Pienso en mis niños […] Son los mismos y ya son otros, y cada segundo de mi ausencia, de no poder estar ahí para ellos, de consentirles las heridas, de no poder aconsejarlos, o darles fuerzas, paciencia y humildad golpes de la vida, todas las oportunidades perdidas de ser su mamá, me envenenan los momentos de infinita soledad como si me pusiera con suero de cianuro, gota a gota, por entre las venas (22).
El énfasis en lo orgánico es fundamental en su argumentación. Betancourt recrea un retorno al origen, al vientre materno. “Sueño con abrazarte tan fuerte que quede incrustada en ti” (20), le dice. Borrar las fronteras físicas que separan a una madre de su hija, que, aunque ya adulta, ha vuelto a una situación de indefensión, de desvalimiento, de impotencia. Los imperativos, edulcorados con notas patéticas, son constantes: Betancourt le pide, por un lado, que no trasnoche, porque ella sufre pensando que su madre no duerme bien; por otro, requiere que le envíe los mensajes radiofónicos cada día a las cinco de la mañana, pues después la conexión se pierde. La lista continúa: le indica con qué frecuencia sus hijos han de ponerse en contacto con la abuela para que ésta pueda hacerle llegar a Betancourt noticias suyas a través de la radio: “quiero que me manden tres mensajes semanales, los lunes, los miércoles y los viernes. Que te manden dos renglones a tu correo de Internet y tú me los lees” (23-24); propone un lenguaje esotérico para cuando tenga que retransmitir mensajes más personales: que le hable en francés, o que se refiera a un hipotético tío Jorge; y, finalmente, le recomienda que los temas económicos los lleve Astrid -“estilo premios o cosas así”, (51)-, y le sugiere que se traslade a su departamento, ya que así no tendría que pagar las cuotas. El control que Betancourt ejerce sobre su madre es total: no trasnoches, pero háblame antes de las cinco de la mañana; mensajes de mis hijos, lunes, miércoles y viernes; que Astrid se encargue del dinero de los premios; y tú instálate en mi departamento. Son órdenes, paralelas a un discurso del peligro inminente, de la espada de Damocles: “me doy cuenta que lo de los diputados, que tanto me ha dolido, me puede pasar en cualquier momento” (21). El 18 de junio de ese mismo año, once diputados que habían sido secuestrados por las FARC en 2002 fueron asesinados por los guerrilleros. Inmediatamente después, Betancourt apuntilla: “Pienso que eso sería un alivio para todos” (21).
Conforme la carta avanza, cada vez se hace más nítido algo que Betancourt ya señaló desde el principio: escribe para reafirmar “tu constancia y entrega [refiriéndose a su madre] en el compromiso de no dejarme sola” (19). Pero no es sino Betancourt quien lleva las riendas de la situación. Lo dice claramente: “sé que todos pueden vivir sin mí, menos tú” (20). Si dejo de oír tu voz, pierdo mi vínculo con la vida, y muero; y si yo muero, tú caes también. Betancourt sigue agregando estímulos patéticos, como la promesa de buena vejez:
Todos los días le pido a Dios que te bendiga, que te cuide, te proteja, que me permita algún día tener la oportunidad de consentirte en todo, darte gusto en todo, tenerte como una reina, al lado mío, porque no soporto la idea de volverme a separar de ti. (19)
Está rezando un avemaría, buscando amparo en su madre. Pues bien, el ‘bendito fruto de su vientre’ no es sino ella misma. La carta está colmada de terminología divina, y el relato de su comportamiento es todo un ejemplo de beatería. Su discurso se asemeja al de un místico que atraviesa la vía purgativa, pues ha convertido la oración y la privación en los dos faros que guían su vida en la selva. Declara que su único lujo es una Biblia, y que “todos los días estoy en comunicación con Dios, Jesús y la Virgen” (27). Además, ha conseguido renunciar a todos los deleites corporales:
No tengo ganas de nada. Y creo que esto último es lo único que está bien: no tener ganas de nada. Porque aquí en la selva la única respuesta a todo es “No”. Es mejor entonces no querer nada para quedar libre al menos de deseos. (23)
Betancourt también siente que el tiempo va minando la fortaleza de su fe. Son las dudas del beato, las pruebas a su virtuosismo. En ocasiones asume el discurso del suicida: “ya me doy por vencida” (21), “estoy cansada de sufrir” (21), pero poco después se repone y termina por disipar estas vacilaciones, abrazando de nuevo la esperanza. En constante comunicación con Dios, lectora asidua de la Biblia, liberada de los placeres terrenales, haciendo voto de silencio y superadas las dudas de fe, todo lo que le ocurra de ahí en adelante será un milagro, lo que viene a significar: mi liberación será un milagro.
Con respecto a su relación con los demás secuestrados y con los guerrilleros, Betancourt da una clave en la primera parte del texto: “Me separaron de las personas con las cuales me entendía, con las cuales tenía afinidad y afecto y me pusieron en un grupo humano muy difícil” (21). La convivencia con este grupo está marcada por la hostilidad y la desconfianza. Insinúa el peligro de ser agredida sexualmente en cualquier momento, pero, además, Betancourt vive angustiada por los robos que sufre:
A veces los guerrilleros llevan cosas mías para aliviar me la carga y me dejan “los tarros”, es decir lo de aseo que es lo que más pesa, pero todo eso es estresante, se pierden mis cosas o me las quitan. (25)
Por otra parte, hay un ex-compañero de encierro, John Frank Pinchao, al que le dedica especial atención. Pinchao había permanecido cuatro años secuestrado con Betancourt, hasta que se escapó el 27 de abril de 2007, recuperando definitivamente la libertad tras doce días de vagar por la selva. En lo referente a su actitud frente al secuestro, Pinchao es la cara opuesta de Betancourt. Si ella es la víctima inocente que aguarda el milagro de su liberación, él es el retador que no espera que la justicia ilumine el mundo y prefiere tratar de deshacerse por sí mismo de sus cadenas, aunque pierda la vida en el intento. Betancourt es consciente de esta oposición, y el retrato que hace de él es un frágil equilibrio entre la admiración, el pragmatismo y el resentimiento. Por un lado, comienza por la cara amable, elevándolo a la categoría de superhombre: “Siento gran admiración por Pinchao. Lo que ha hecho es algo heroico” (20). Pide a su madre que asista a Pinchao en todo lo que éste necesite, y es aquí donde entra la cuestión utilitaria. Pinchao se ha convertido en una especie de serpiente azteca, intermediario entre el mundo de los no vivos y el de los vivos. Es un mensajero cargado de información sobre la vida de los secuestrados y, por tanto, un testimonio vital para Pulecio. Pero, una vez dicho esto, Betancourt cambia el tono:
Bien, las cosas desde la fuga de Pinchao se endurecieron para nosotros. Las medidas se extremaron y eso ha sido terrible para mí. Me separaron de las personas con las cuales me entendía, con las cuales tenía afinidad y afecto y me pusieron en un grupo humano muy difícil. (21)
Pinchao es el causante de este cambio que tanto la ha afectado. La no vida se ha convertido en un infierno precisamente por la huida de este héroe egoista. Él ha recuperado su propia libertad, sin considerar los perjuicios para el resto de cautivos. Desde el rol de mártir que Betancourt se ha diseñado, sus elogios no pueden ir sino cargados con la sombra alargada de la culpa.
En otros momentos de la carta, la carga patética se extrema. Betancourt escribe un texto apasionado con un objetivo mucho más elevado que la denuncia de la situación inhumana que padecen unos secuestrados en particular:
Aquí más que de la libertad de unos pobres locos condenados en la selva, se trata de tomar conciencia de lo que significa defender la dignidad del ser humano. (44)
Sabe que, en principio, sus lectores son limitados, su madre. Pero es la única posibilidad de comunicarse con el exterior que ha tenido en los últimos cuatro años, y que quiere usarla consecuentemente. Para ella, el rival es, más que la guerrilla que la mantiene retenida, una humanidad pasiva, incapaz de movilizarse cuando su propia dignidad está en juego. Pero no todo está perdido: esa dignidad humana pende de su liberación, y su liberación es posible. Ni clama en el desierto, ni su lucha es contra la totalidad del mundo: tiene un objetivo concreto, y es un objetivo factible. Así pues, Betancourt no escribe un panfleto, aunque estilísticamente tenga características panfletarias. La gran dosis de pathos que lo recorre no está destinada sino a persuadir para que sus directrices sean cumplidas. Lo que Betancourt escribe es un manual de instrucciones para conseguir su supervivencia y su liberación: para lograr la primera necesita a su familia; para la segunda, a los grandes dirigentes mundiales.
Betancourt es severa en su juicio sobre Colombia. Así valora su país:
En Colombia todavía tenemos que pensar de dónde venimos, quiénes somos y a dónde queremos ir. Yo aspiro a que algún día tengamos esa sed de grandeza que hace surgir a los pueblos de la nada hacia el sol. Cuando seamos incondicionales frente a la defensa de la vida y la libertad de los nuestros, es decir cuando seamos menos individualistas y más solidarios, menos indiferentes, más comprometidos, menos intolerantes y más compasivos, entonces creo que ese día seremos la nación grande que todos quisiéramos que fuéramos. (42)
No obstante, a continuación enumera una serie de políticos colombianos a los que agradece su apoyo, y a los que, como ya hiciera con su madre, carga con el compromiso de su supervivencia: “A cada uno lo tengo en mis oraciones y no los olvido ni un minuto, como un homenaje a la vida, que me queda en mí y que les pertenece a ellos” (43). Con respecto a otros países, Betancourt alaba a políticos de signos muy diversos, e incluso opuestos. No hay mejor botón de muestra que el siguiente: “Con el presidente Chávez, el presidente Bush y la solidaridad de todo el continente, podríamos presenciar un milagro” (50). Está reafirmando alianzas y buscando adeptos. Además del entusiasmado elogio que dedica a los Estados Unidos, y, en concreto, al presidente Lincoln y su política anti-esclavitud (el paralelismo que establece con Colombia es notorio), lo más llamativo es el panegírico que dedica a Francia. Betancourt posee también la ciudadanía francesa. Pues bien, destina cuatro párrafos a Francia poco después de asegurar que ya tiene que concluir su carta porque han venido a recogerla. El mensaje es nítido. Si ya dijo que su liberación sería un milagro, ahora señala a Francia como el país elegido por Dios “para expresarse a través de canales de sabiduría y amor” (47). Y, por si había dudas: “No podríamos creer que es posible salir algún día libre de aquí si no conociera la historia de Francia y de su pueblo (48)”. Betancourt marca el camino a Francia: Francia ha de liberarla, porque Francia “es la decisión de actuar frente a lo inaceptable, porque definitivamente todo lo que ha sucedido es simplemente inaceptable. Todo lo que ha sucedido acá es inaceptable” (49). Francia tiene todo lo que en Colombia escasea. Si la dignidad humana está en juego, ¿quién si no el país “siempre en búsqueda de la Justicia, de la Libertad y de la Verdad” (48) debería asumir una empresa tan elevada?
En definitiva, la carta que Betancourt escribe a su madre es un decálogo que los vivos -desde su familia hasta los líderes mundiales- han de cumplir para que ella sobreviva y sea liberada. Es, por tanto, y siguiendo los propios términos de Betancourt, un manual de instrucciones para consumar un milagro.
3. Cartas desde el infierno, de Ramón Sampedro
Fue la primera vez que comencé a ver a los seres humanos desde abajo
R.S.
¿Por qué escribe Sampedro? El hecho de escribir tiene en él una significación aún mayor que en el caso de Betancourt, pues nadie le ha pedido que lo haga, no tiene que proporcionar pruebas de vida. Sampedro escribe por decisión propia, y lo hace siendo consciente de lo indeseable de sus escritos. Es más, escribe -y publica- precisamente para ser indeseable. Asimismo, tiene otros propósitos, que hace explícitos en la dedicatoria. Por un lado, contesta con estas cartas y poemas a los que dicen que quiere quitarse la vida porque no recibe los cuidados y el afecto que su situación requiere. Por ello, dedica el libro, en primer lugar, a su cuñada Manuela, “la maestra ejemplar en humanidades” (4). Por otro lado, Cartas desde el infierno es, muy especialmente, un arma, un instrumento de presión. Lo publica en 1996, el mismo año en que su recurso ante la Audiencia Provincial de La Coruña recibe el fallo adverso. En la dedicatoria se halla una advertencia velada:
Al recuerdo de James Haig, tetrapléjico británico que, después de muchas y humillantes súplicas, tuvo que quemarse vivo porque la justicia le negó el derecho y la libertad para morir de un modo más humano (4).
Potente recordatorio para los jueces que rechazan su petición.
Cartas desde el infierno es un grandioso panfleto. Su autor se enfrenta a todos los poderes terrícolas (a Juan Carlos I de España, al papa Juan Pablo II, al ministro de Justicia, a los jueces, a los maestros) y celestes (a Dios, a los maestros de teología, a los exégetas bíblicos, a los predicadores, a los fanáticos), así como a las personificaciones de diferentes valores, virtudes y maldades (a la Señora Intolerancia, a la Señora Justicia, al Señor Derecho Humano, a la Señora Verdad, a la Señora Ética). Todos ellos, a su juicio, domestican a una humanidad moralmente inmadura y tiránicamente paternalista. Para liberar la verdad de este injusto cautiverio, Sampedro se crea una voz mesiánica que desenmascara la perversidad de las leyes humanas y denuncia la claudicación de los hombres ante el imperio del miedo. Dice Agamben:
(…) el Mesías es la figura con que las grandes religiones monoteístas han tratado de resolver el problema de la ley y su venida significa, tanto en el judaísmo, como en el cristianismo o en el Islam chiíta, el cumplimiento y la consumación integral de la ley. El mesianismo no es, pues, en el monoteísmo, una simple categoría entre otras de la experiencia religiosa, sino que constituye su concepto límite, el punto en que dicha experiencia se supera y se pone en cuestión en su condición de ley. (2006, 76)
Y poco más adelante:
¿Qué debe hacer un mesías que (…) encuentra frente a sí una ley que está vigente pero que carece de significado? (2006, 77)
Es éste el dilema al que Sampedro se enfrenta. Se presenta como el mesías de la razón; su mensaje es la promesa de victoria de la razón sobre los instintos, o, más concretamente, la victoria del ejercicio de la razón personal sobre los instintos avivados por el Estado. Usando la terminología de Agamben, Sampedro se reivindica como “ser cualsea” (1996, 9), ser que quiere vivir tal cual es, y no tal cual quiere el Estado. La paradoja se produce al pretender que la ley de ese Estado reconozca su ley personal.
Si la carta de Betancourt a su madre era un rezo, los escritos de Sampedro son un reto. Ve a los hombres desde abajo, y esto le resulta insoportable. En un principio, todas sus energías estuvieron concentradas en volver a caminar; pero sólo cuando los doctores dieron su caso por irreversible, Sampedro reclamará la eutanasia. Para él, una vida no es digna si se ha roto el equilibrio cuerpo-mente. La tetraplejía lo relega a un puesto de inferioridad, y son esta desventaja y esta sumisión obligada las que lo recluyen en los márgenes de la no vida. Las expresiones con las que se describe a sí mismo, o, mejor dicho, a la imagen que proyecta, están llenas de patetismo: “un muerto entre los mortales” (10), “de los vivos el espanto” (10), “parodia absurda” (10), “visión de cadáver putrefacto” (10), “orgía obscena / de carne impotente, de humanas piltrafas” (80). Es interesante notar que Sampedro adopta la perspectiva de los vivos para retratarse. Él es un desecho porque a los ojos de los vivos es un desecho. Los jueces lo han abandonado “embadurnado de excrementos, babas y locura” (10). “Parece que fuéramos niños a quienes les tocan un sonajero” (27), dice, “nos ponen un chupete en la boca para que olvidemos nuestros propósitos” (32). Ésa es la paradoja que él denuncia: lo tratan como a un niño cuando niños son el resto, incapaces de afrontar la madurez ética.
Cartas desde el infierno es, fundamentalmente, una patetización de la razón. Aunque recubierto de un pesado manto patético, el logos es clave en su relato, es el objeto del panfleto. Clama contra una humanidad infantilizada que busca en el sometimiento el abrazo protector que la libre de los miedos. Él, por contra, es la muestra del humano maduro y emancipado, que dice haber superado todos los temores. Gracias a esta liberación, Sampedro puede concebir una muerte racional (139). Para ello, distingue entre sufrimientos lógicos y sufrimientos absurdos (14). Los primeros merecen ser padecidos; los segundos son una afrenta a la razón. Pedir la muerte cuando el sufrimiento se ha convertido en un absurdo es un ejercicio de racionalidad, pues el hombre se libera de un dolor ilógico y recupera una nueva forma de equilibrio. Por todo ello, la razón es el único garante de la dignidad humana, pues posibilita una buena muerte que nos libre de un dolor infinito; frente a ella,
todo sofisma o fundamentalismo fanático y represor que se oponga a que germine y fructifique es sufrimiento y dolor que se va acumulando sobre la tierra como la gestación de un monstruo que parirá inexorablemente un Apocalipsis. (12)
Sampedro lleva esta racionalidad al extremo, y por este motivo recibe cartas de otros enfermos ofendidos por su lógica (81-82). Esgrime ideas con tintes darwinistas que lo sitúan del lado de los débiles que indefectiblemente han de dejar de ser. Pero más importante aún es el sesgo estético que incorpora a esta argumentación:
Todo ser vivo es misteriosamente hermoso. Y como yo soy un ser racional y tengo una sensibilidad estética, no acepto la fealdad de contemplar un ser vivo -en este caso a mí mismo- en un estado tan miserable de impotencia; que sobrevivir así me causa vergüenza y, por lo tanto, una gran humillación. (46)
En términos de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, el problema de Sampedro es un problema de reconocimiento: los otros lo reconocen como una conciencia servil, dependiente, con la que él no se identifica. De ello se derivan dos actitudes. En primer lugar, el menosprecio de su propia imagen de piltrafa humana (80), condenado a tener que mirar a los demás desde abajo, cuando incluso él mismo se mira desde arriba. En segundo lugar, el rechazo del yugo impuesto por una sociedad que lo denigra con sus mimos y palabras de aliento.
Sampedro presenta un mundo al revés, en el que el muñeco absurdo revela la superioridad de la razón a un mundo habitado por vivos locos (10). Es consciente de que escribe un panfleto, y en cierta manera se excusa con comentarios como éste: “La muerte no hay que pedirla a gritos. Hay que pedirla” (85). Pero él grita, y lo hace precisamente para penetrar en los oídos de una humanidad que ha decidido voluntariamente ensordecer frente a la verdad de la razón. Sampedro solicitó la eutanasia en abril de 1993, e inmediatamente después vio como hordas de bárbaros supersticios le replicaban (6). Desde entonces lleva batallando contra ellos, en una cruzada que pinta con tonos patéticos: “Dejé de dar manotazos para evitar la locura; se podría decir que les entregué mi cuerpo a los domadores” (15), y acentos heroicos: “Pero nunca les entregaré la conciencia” (15). Es el poder lo que está en juego. Si él gana, gana la razón, esto es, habrá triunfado su mesías, Sampedro. Si pierde, “será el fracaso de la razón, y también una condena formal y moral a una muerte por inanición” (12). Sin duda, está retando a un pulso. Pero, ¿a quién? A un gran otro con dos caras: el Estado y la Iglesia, “los enemigos naturales de la vida y los responsables de la destrucción del hombre como individuo” (6).
Sampedro utiliza un lenguaje típicamente panfletario. Él no puede hablar como el resto porque él no es como el resto, y así lo expresa: “me resulta absurdo hablar igual que los humanos” (19). Además, está impaciente por devolver a los conceptos su verdadero significado, diluido por los intereses de los fanáticos. Cartas desde el infierno es, entre otras muchas cosas, una manera de redefinir la vida y la muerte, a la luz de la razón. Pero este afán lexicológico se manifiesta también en redefiniciones más modestas, aunque no por ello menos relevantes. He aquí algunos ejemplos: acalara que los tetrapléjicos no han de ser considerados “enfermos crónicos”, sino “muertos crónicos” (5); convierte al “Estado del Bienestar” en un “Estado del Malestar”; asimismo, “médico” es un término que le viene éticamente grande a muchos miembros del ramo, que deberían ser llamados “técnicos de la medicina” (48), al igual que algunos “jueces” deberían ser denominados “pícaros” (153).
PEl gran otro bicéfalo, Estado e Iglesia, tiene la gran ventaja de que el tiempo corre a su favor. Su inactividad es ya una victoria y, en opinión de Sampedro, a eso precisamente se ha dedicado en los últimos años, a embrollar procesos judiciales y discursos salvíficos para alargar su no vida, y para que así sea el tiempo el que termine por silenciarlo. Pero Sampedro no está dispuesto a brindarles este goce mórbido, no gratuitamente: no piensa “dejarse masacrar a golpes para el disfrute de sádicos, morbosos y degenerados espectadores” (81). Estado e Iglesia son “domesticadores profesionales” (15), tiranos que emplean el miedo al dolor y a la muerte para someter a ciudadanos aborregados. Por ello, plantea su revelación como una seria amenaza al status quo, una suerte de avanzadilla para una humanidad librada del miedo.
En primer lugar, el Estado. Sampedro sabe que la suya es una lucha entre una ley invisible y una ley personal (5), una batalla para ver quién impone sus deseos, él o el Estado. Su argumento es que sobre su cuerpo ha de prevalecer su propia voluntad. Por eso solicita la eutanasia “como un derecho personal” (6). Es el ser cualsea agambeniano reivindicándose como tal. Para un Estado que había dispuesto de la vida de sus ciudadanos a través de la administración de la muerte, el caso de Sampedro es un desafío colosal. Así lo señala Foucault:
El suicidio (…), como derecho público y privado a morir, se halla en las fronteras y en los instersticios de un poder que se ejecuta sobre la vida. La decisión de morir (…) causaba estupefacción en una sociedad cuyo poder político se había asignado a sí mismo la tarea de administrar la vida. (138-139, mi traducción)
Por un lado, pretende cambiar el tema de debate: si el Estado quiere discutir la vida, Sampedro quiere discutir la muerte. Por otro, reclama ser el administrador de su propia existencia, es decir, suplantar el ejercicio de la soberanía estatal y convertirse en su propio soberano. Sin embargo, la forma como reclama el poder sobre sí mismo es extremadamente paradójica: quiere ley, reclama la promulgación de una ley estatal que recoja el derecho del hombre a administrar su propia existencia.
Con respecto al otro gran otro, la Iglesia, Sampedro le aplica su obsesiva tarea de refundar el lenguaje y sacar a relucir la verdad de las palabras. Así pues, reinterpreta el credo católico: “Creo en el dios hombre todopoderoso… / El que no se humilla jamás al rezar” (57, la cursiva es mía). De ese dios hombre todopoderoso él mismo es un ejemplo perfecto, pues nunca se plegó ante la vejación de la Iglesia. Sampedro es un San Pedro sin las llaves de la vida en el más allá. Pero, sobre todo, es un Prometeo que mide su fuerza con los desvirtuados dioses de los hombres. La Iglesia es la responsable fundamental de su calvario. Si el Estado ejerce su poder sobre los cuerpos, la Iglesia tiene el monopolio de las almas. Asimismo, ha conseguido convertir su dogma en ley, difundiendo una de las máximas capitales del tirano: el sufrimiento purificador es sublime (6). Betancourt participaba de este sufrimiento. Sampedro se niega a ello. Por eso repudia a aquellos que lo animan a seguir sufriendo al considerar que tanto dolor puede ser útil para los demás (155). Además, aunque él se aconsidera agnóstico (11), dice haber aprendido todo esto precisamente de Jesucristo:
Cristo enseñó muchas cosas, entre ellas a liberarse del temor al dolor y a la muerte, y a no dejarse intimidar por las amenazas del poderoso, ya que esos dos temores no racionalizados culturalmente son el arma más eficaz de la que se valen los tiranos de todo tipo para dominar. (11)
Cambiando “Cristo” por “Sampedro” y el comentario encaja a la perfección. Insisto: Sampedro se presenta como el mesías de la razón. Y esta figura llega precisamente en un momento de la historia de la humanidad en el que la Iglesia está infestada de fariseísmo:
una muerte por inanición como sutilmente me sugieren ciertos pastores y muchos corderos. Según estos ‘apóstoles’ del bien, ésa es la forma más ética porque no compromete a nadie. No hacerlo así, dicen, es de cobardes. (12)
Así pues, reprocha que los cristianos esperen a un libertador que devuelva el bien al mundo cuando deberían ser ellos los que vivieran para que ese bien fuese restaurado. Sin duda, Sampedro se sitúa del lado de estos redentores humanos, ese “dios hombre todopoderoso” (57).
A pesar de toda la energía exhibida, Cartas desde el infierno concluye con amargo pesimismo: “Veintisiete años después hago balance del camino recorrido y no me salen las cuentas de la felicidad” (166). No obstante, el Sampedro que escribe estas últimas líneas no es el mismo que el que compuso los primeros textos. Durante el proceso de escritura, ha adquirido una mejor autoconciencia de su situación, del poder al que se enfrenta y del desafío que su caso significa. Cartas desde el infierno se publica en 1996; poco más de un año después, Sampedro se suicida gracias a la colaboración de diversas personas. Descubre, por tanto, lo estéril del procedimiento legal que había emprendido y cambia de estrategia. Sólo cuando es plenamente consciente del simbolismo que tiene para el Estado mostrar la soberanía que ostenta sobre su cuerpo, es capaz de repensar su situación y encontrar vías alternativas para cumplir sus objetivos. No consigue que el Estado legalice la eutanasia, pero lo que sí logra es encontrar un espacio en el que el suicidio asistido es posible y en el que el Estado ve frustrada su pretensión de condenar a aquellos que lo hacen posible. Si la demanda de reconocimiento de la eutanasia era un reto directo al biopoder del Estado, su suicidio asisitido sin responsabilidades penales es una práctica en -y un seañalamiento a- los resquicios de ese biopoder.
4. Recapitulación y conclusiones provisionales
El dilema que plantean Betancourt y Sampedro es similar al que la teología medieval enfrentó cuando tuvo que explicar el destino de los niños fallecidos sin bautizar. El concepto de ‘limbo’ fue la solución teológica dada entonces, cuya caracterización final se debe, sobre todo, a Tomás de Aquino. Asimismo, Betancourt y Sampedro habitan una suerte de limbo terrestre, con una diferencia fundamental con respecto al limbo de los niños no bautizados: si éstos gozan de una felicidad natural por su ignorancia de Dios, Betancourt y Sampedro son plenamente conscientes de sus carencias, de ahí que soporten su estado como la peor de las condenas. Esto se debe a que la reclusión en el limbo terrestre supone una profunda experiencia de despojo. Partiendo de Agamben, el objeto de dicho despojo es la ‘bíos’, es decir, la capacidad de decidir la forma de su propia existencia, reduciéndolos a pura ‘zōé’. De ahí que ambos se retraten como animales. En la no vida, reinterpretada como ‘no bíos’, los hombres son fieras. Este limbo de pura ‘zōé’ es un limbo grotesco, pues sus habitantes son una caricatura tanto de los vivos como de los muertos.
Con respecto a las estrategias discursivas que ambos emplean se observan las mayores diferencias. Betancourt transforma la prueba de superviviencia en un texto directivo con el que pretende tres objetivos: marcar a su madre las pautas que ha de seguir para que ella siga con vida; conocer en todo momento y controlar la vida de sus hijos; provocar la intervención de Francia en su rescate. Betancourt escribe, por tanto, un manual de instrucciones para hacer efectivo el milagro de su supervivencia y liberación. Cada regla que dicta lleva como advertencia velada la posibilidad de su muerte en cualquier instante. Crea, asimismo, un inmenso ethos con tintes beatos; su texto es un un avemaría. Utiliza el discurso del mártir para convertir al pueblo colombiano en el culpable de la prolongación de su secuestro, y a su madre, en la responsable de su supervivencia. Betancourt potencia el pathos en su discurso, y, en general, su carta posee la típica vehemencia panfletaria. Pero Betancourt no escribe un panfleto: su salida de la no vida es factible y ella actúa para conseguirla.
Sampedro, por su parte, escribe para retar. Cartas al infierno es un instrumento de presión que se publica cuando aún su caso continúa inmerso en un proceso judicial. Sampedro escribe un grandioso panfleto en defensa de la razón como única vía para vencer los miedos instintivos, y en contra de todos los poderes terrenos y ultraterrenos, responsables de mantener a la humanidad en la inmadurez moral para así poder ejercer sobre ella su tiránico paternalismo. Hace dos reclamaciones distintas: por un lado, decidir sobre su propia existencia; por otro, una vez convertido en su propio soberano, dejar de existir, porque la vida en esa situación no es digna, según su criterio. Reivindica lo primero como un valor universal; lo segundo, como una decisión personal. Para ello escribe un discurso de patetización del logos, en el que se presenta como el mesías de la razón que ha de desenmascarar la perversidad de las leyes del Estado y de la Iglesia. Sampedro no tolera el papel sumiso al que su enfermedad lo reduce, y no está dispuesto a permitir el goce sádico que, a su parecer, Estado e Iglesia experimentan al mantenerlo con vida. La paradoja de su postura es pretender que la ley del Estado reconozca su capacidad de decidir sobre su propio cuerpo. El proceso de escritura de estas cartas y poemas puede ser leído, por tanto, como la toma de conciencia de la inutilidad de esta estrategia. Cartas desde el infierno es la historia de una frustración; poco después de publicarla, Sampedro renuncia definitivamente a la eutanasia, y se decide por el suicidio -doloroso- asistido, calculado de tal manera que ninguno de sus colaboradores tuviera responsabilidades penales. En este sentido, el cambio de estrategia de Sampedro puede ser interpretado como el paso de un reto al Estado desde su propio seno a un reto al Estado desde sus intersticios.
Notas
1Se publicó con el título Cartas a mamá desde el infierno, muy similar al del poemario de Sampedro, publicado doce años antes por Planeta. El libro incluye también la carta de respuesta de los hijos de Betancourt a su madre, además de un breve prefacio de Elie Wiesel y una lista de rehenes políticos en manos de las FARC. En mi análisis he usado el texto publicado en este libro como referencia, pero no he tenido en cuenta el título de la publicación por dos razones: no pertenece a la propia Betancourt (la obra fue publicada cuando aún se encontraba retenida en la selva) y es confuso: aunque el libro sólo publica una carta de Betancourt a su madre, al titularse “Cartas (…) desde el infierno” supone que la otra carta que contiene, la de los hijos de Betancourt, comparte el lugar de enunciación de la carta de Betancourt, el infierno.
Bibliografía
Agamben, Giorgio. La comunidad que viene, traducción de José L. Villacañas y Claudio La Rocca. Valencia: Pre-textos, 1996 [1990].
-. Idea della prosa. Macerata: Quodlibet, 2002.
-. Profanaciones, traducción de Flavia Costa y Edgardo Castro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005.
-. Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, traducción de Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-Textos, 2006 [1995].
Badiou, Alain. Circonstances 6: Le réveil de l’histoire. Paris: Léo Scheer, 2011.
Betancourt, Ingrid; Delloye-Betancourt, Lorenzo; Delloye-Betancourt, Mélanie. Cartas a mamá desde el infierno. Bogotá: Grijalbo, 2008.
Carpin, Attilio. Il limbo nella teologia medievale. Bolonia: Sacra Doctrina, 2006.
Foucault, Michel. The History of Sexuality. Nueva York: Vintage Books, 1990 [1976].
Fukuyama, Francis. The End of History and the Last Man. New York: Free Press, 1992.
Hegel, G. W. Friedrich. Fenomenología del espíritu, traducción de Wenceslao Roces. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1985 [1807].
Sampedro, Ramón. Cartas desde el infierno. Madrid: Planeta, 1996.
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