I
En alguna parte de la vecindad, alguien tocaba el piano…
Hoy ha muerto un piano.
El piano. Mi piano.
Le cayeron a golpes.
Lo asesinaron
porque tenía comején.
Su corazón estaba pudriéndose
como el mío, exactamente igual.
Sus cuerdas estallaron, abajo.
Sin sonidos, sin pasión.
Y no pude ver al bajar,
en qué funda envolvieron los restos,
su teclado amarillo, el alma.
Me fui al mar
Culpable por no haberlo defendido
En su agonía.
Culpable por dejarlo morir dos veces.
La primera, cuando dejé de tocarlo hace años.
Así murieron dos veces mi padre y mi hermano
que compartían conmigo la butaca de caoba tallada
cuando tocábamos a cuatro manos, “Para Elisa”
y el gato Musso se acostaba encima,
en la tardecita
para vernos tocar desde esa perspectiva.
La pared ahora solo puede ser una pared sin música
con una huella indiferente al centro
(otra mancha)
donde pondrán una tabla con flores para sustituirlo.
El cementerio del piano, su tumba.
Siempre tendrá desniveles, aunque pretendan emparejarla.
Ni siquiera habrá un gato rondando por allí su cabeza
Amarilla.
II
Tocaba unos acordes en él pequeño piano de juguete
sin imaginarme
que mi piano Boston sería masacrado poco después.
Para ellos, era solo un mueble más con comején,
para mí, la música.
Dolor de eso que llaman cultura
tan exterior a tener o no tener un piano,
un pasado.
Con sus notas enamoré al vecino
cuando él cerraba la ventana.
Con sus bemoles me reconciliaba
ante todo imposible.
Blusa de cuadros negros y dorados
como las teclas de nácar
envejecidas
rígidas.
Siento el olor de la madera
subir desde el basurero donde lo echaron
a reclamarme otro fin.
Siento el vestido congelándose en la espalda
ahuecada
ante el vacío del espacio dejado.
Fascismo de estos jóvenes que no saben
amar el lenguaje.
No saben que el búcaro era de bacarat por su sonido
cuando se balanceaba sobre él con flores
que no eran plásticas.
Angustia de los martinetes apretándose más por sobrevivir
contra tal avalancha: ojitos vigilantes, de niños.
Irreverencia. Horror.
Yo le quería enseñar a mi nieto una octava
(esa escalera abstracta que no subiré más con él
desentonando un do, un sí,
por la arbitraria escalera del piano)
—la que siempre encontrábamos
abierta hasta la casa de Josefita,
la maestra de Laguna y San Lázaro—
para que me aconsejara, pero ella tampoco
podía salvarlo ya.
Si mi hermano tenía que volver a morir con la muerte del piano
Sin acordes, a machetazos limpios
Como es todo aquí
¿cómo resistir por dos veces tal sacrilegio
o esperar un milagro?
¿La resurrección del piano, un sonido?
III
Después del llano vino una serenidad espectral
de actores que pierden un maquillaje
que se descorre con la lluvia.
El maquillaje es el dolor, la lluvia va borrándolo,
descorriéndolo
y aparece otro rostro, no más real, sino más lúcido.
“No tenemos piano, tenemos lluvia”.
“No tenemos dinero, tenemos lluvia”, decía él gritando.
Subí para ver las trazas
—polvo de comején en los escalones mojados
blancos, fríos, duros,
de una octava moribunda
recalcitrante
donde pedazos de madera sobreviviente aún
gemían.
Anécdotas que quedarán
sobre la muerte del piano
sin acta de defunción
a mano de vándalos.
Mi frustración es que no supe salvarlo.
No supe conmoverlos, perdonarlos.
Verlo subir por la roldana en pleno precipicio a los ocho años,
verlo morir arrastrado casi cincuenta años después
escaleras abajo.
Recé y recé contra el muro del mar
—el agua apenas salpicaba melodías:
ejercicios de Czernic
difíciles de reconstruir
claudicando
ante dramas ordinarios que se irían con la artritis.
Fugas de Bach
desaparecidas entre una ola y otra,
reventadas contra el muro
“salándose”.
“Lago de cómo”, “Habanera tú”,
“Por ahí viene el chino”…
El piano que vivía conmigo ya no está.
como no está marcada la diferencia en la pared
entre tener o no tener un piano.
La diferencia entre oír o no oír una nota,
tener o no tener un destino.
¿Con qué ojos miraba Miles Davis desconcertado
aquel asesinato?
¿Cómo le dejaron presenciar una cosa así?
Ninguna respuesta me podrá consolar.
¿A quién acudir contra esta barbarie que se llama
sociedad?
“Ni locos ni sentimentales
—dice Ford Madox Ford—
solo cuerdos mediocres”
que resisten la ansiedad y no revientan
como cada una de sus cuerdas
sofocadas ayer
en silencio
sin vibrar más.
¿Cómo enterrar un piano, una vergüenza?
Aprecio cada vez más los bárbaros, ellos
no jugaron a la mentida civilización tantas veces.
Ni siquiera habrá un piano.
OJOS NEGROS
I
No era mi padre con sus anchos pantalones de hilo blanco.
Era Marcelo Mastroianni
con su pelo negro todavía, una mota echada hacia atrás,
a lo Elvis.
Sonrisa de labios finos, encima, las tiesas pestañas,
su coquetería.
Uno espera una total entrega suya
y el personaje, luego, nos defrauda,
porque no se va de nuevo en busca
de aquella mujer rusa
(antes la había buscado en San Petersburgo,
¡tan lejos!
habría levantado cada piedra por ella).
Ahora, navega como camarero
despojado del pasado y su fe.
Entonces, descubrí, que no era mi padre
—él hubiera llegado hasta el final por la mujer rusa.
Él, “que todo lo aguantaba por amor”, decía.
Los gitanos siguieron cantando y bailando con sus carros
sobre la estepa húmeda:
“¡Espérenme! ¡Espérenme!”
fue su grito final de personaje.
Pero ellos no se detuvieron
(ni ella tampoco).
Solo el amor regresa, vuelve, al mismo barco
que navega hacia América
donde ella se oculta con su velo y la niebla
del pasado
y él le sirve otra copa de champang
que comparten en la proa.
Mi padre, finalmente, lo deja todo
—también su vida— y aún joven,
recupera bajo el agua
su pasión.
II
Pero el agua era un bote pequeño.
Un bote (sin camarotes) tambaleante,
con música vulgar de bares al fondo, en Cojímar
donde remábamos a pesar de la profunda corriente del río
que, al unísono, sobre las gotas,
arrastraba fango
sin percatarnos, de la mordedura de la morena verde
escondida en la roca
mi padre y yo.
Él subía su voz tan fuerte entonces
y me abrazaba
cuando el agua temblaba más de lo debido.
Desde el fondo, los peces envidiaban la canción
que entonábamos
a sabiendas
“de que el deseo es lo desconocido
y sobre lo desconocido no podíamos tener
ninguna pretensión” ni confianza.
III
Luego, varados junto al cayito
entrábamos al mar que tenía una línea perceptible
entre la limpieza y la suciedad del río
tan marcada en el límite como una ilusión
de que todo lo haríamos juntos en la vida
a pesar de aquel color cambiado,
de aquella época de tránsito
(como siempre fueron las épocas vacías).
Pero, en su proceso, la vida nos separó
dejándolo para un domingo, en marzo,
de personaje en la película que lo recuerda
como actor italiano
padre de hija sin padre ni hermano,
de amigos que se fueron también con la resaca
contra el vaivén de un barco pequeño
donde llevo años bajo una sombrilla
protegiendo todavía a mi hija
para dejarla allí, al descubierto,
a la intemperie también,
en el desamparo de un país que es un bote, una isla,
donde todos parten sin regreso
como en la película.
IV
Después, no sabía qué hacer con la nostalgia del mar
(palabra blanda, sutil)
incapaz de colaborar con la realidad
que enmarca como cuadro triste, todo esto
con lo que uno se parapeta y se desprende
de alguien
sin ser paisaje ni contemplación
entre líneas opacas, barcos sonámbulos,
memorias
que no quieren morir como esos peces
frágiles y fríos a sus pies.
V
La piedra tenía cara de oso polar por un lado
y parecía un jabón por el otro.
La encontramos en Santa Fe
a la entrada del verano
mi padre, mi hermano y yo.
Fue el último día que nos bañamos juntos
en aquella playa rocosa.
Veo aún a mi padre con las olas en las rodillas
tan contento diciéndonos: “siempre vengan aquí
cuando yo no esté”.
Esa tarde recogimos la piedra que fue su lápida.
El jabón se deshizo en pequeñas partículas
esmeriladas
por la constancia del uso
y el oso fue de pronto un animal extraño,
irreconocible
y pacífico.
¡Jamás volvimos a Santa Fe!
'DOS POEMAS INÉDITOS DE REINA MARÍA RODRÍGUEZ' has no comments
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