LA SAUDADE MELANCÓLICA EN LA LITERATURA PORTUGUESA DEL SIGLO XIX: EURICO O EL MONJE TRISTE DE HERCULANO

Guadalupe Arias Méndez
Instituto Politécnico de Guarda
 
 
El presente artículo está estructurado en una primera parte en la que se realiza un recorrido por la historia del carácter melancólico en su vertiente psicológica y literaria, y una segunda parte en la que se toma el personaje protagonista de Eurico, o presbítero, de Alexandre Herculano, como muestra representativa de estasaudade melancólica que estuvo presente en numerosas obras cumbres de la literatura portuguesa del siglo XIX, tales como Amor de Perdição de Camilo Castelo Branco o O primo Bazílio y O crime do padre Amaro de Eça de Queirós.
 
Breve recorrido histórico-literario sobre el carácter melancólico

Los griegos fueron los primeros en clasificar la infinita variedad de la mente humana como una derivación de los cuatro humores.  Hipócrates, el gran médico del siglo V antes de nuestra era, parece haber dejado firmemente asentada la teoría según la cual el cuerpo humano consta de cuatro humores o sustancias fluidas: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. La salud depende del equilibrio  de estas sustancias, y un exceso de cualquiera produce una enfermedad. Es a través de los estudios hechos sobre Galeno, el médico del siglo II de nuestra era, cuyos prolíficos escritos contienen la exposición más completa del pensamiento médico griego, que la patología humoral pasó a la Edad Media y al Renacimiento1.

Al asociar los humores con la psicología, se convirtieron en los factores determinantes del temperamento humano: el predominio de la sangre, se decía, engendraba tipos sanguíneos; el de la flema, tipos flemáticos; el de la bilis amarilla, tipos coléricos; y el de la bilis negra, tipos melancólicos. Desde aquí sólo hubo que dar un pequeño paso para relacionar los temperamentos no sólo con los caracteres fisiológicos sino también con las predisposiciones intelectuales y profesionales (Wittkower, Rudolf y Margot, 1982).

Aristóteles fue el que postuló por primera vez, en su Problema XXX, una conexión entre el humor melancólico y un talento sobresaliente para las artes y las ciencias. Así dio lugar a la creencia de la relación entre genio y melancolía. Pero la melancolía de tales hombres es un don precario, porque si la bilis negra no se templa convenientemente, puede ocasionar una depresión, epilepsia, apatía y lo que actualmente llamamos estado de ansiedad – en una palabra, aunque sólo el homo melancholicus es capaz de subirse a las alturas más sublimes, también  está propenso a situaciones rayanas con la locura.  Durante mucho tiempo el temperamento melancólico conservó la cualidad ambivalente en la definición aristotélica. No obstante, hay que resaltar el hecho de que para Aristóteles y aquellos influidos por él, la melancolía no conduce simplemente a las alternativas de genio o locura, diligencia o pereza, provecho o despilfarro; él era muy consciente de las muchas etapas intermedias entre ambos polos.

Aunque el concepto aristotélico de la melancolía nunca cayó en olvido, la Edad Media vio en ella un desorden principalmente físico y la Iglesia la condenó por acercarse al vicio de la acidia (acedia). No se volvió a autorizar la postura de Aristóteles plenamente hasta finales del siglo XV. Marsilio Ficino (y su obra De vita triplici) recuperó los postulados de Aristóteles y demostró que la melancolía, el temperamento ambivalente de los nacidos bajo el signo de Saturno, era un don divino. Ficino, celoso platónico, cerró el círculo al reconciliar las ideas de Aristóteles y Platón, pues sostenía que la melancolía de los grandes era simplemente una metonimia por la mania divina de Platón. El Renacimiento aceptó la conclusión de Ficino: únicamente el temperamento melancólico era capaz del entusiasmo creativo de Platón.

Para comprender plenamente la fuerza extraordinaria de la doctrina clásica de los temperamentos, hay que verla en conjunto con la creencia en la astrología, que ejerció una influencia cada vez mayor a partir del siglo XII. Los estudiosos renacentistas, intentando reforzar la base “científica” de la astrología, recurrieron a los escritos de los últimos astrónomos y astrólogos clásicos para confirmar la relación causal entre las estrellas y todas las emanaciones de la vida terrestre (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1991). El  temperamento de un hombre era determinado por su planeta: mientras que los hombres nacidos bajo el signo de Júpiter son sanguíneos y los nacidos bajo el de Marte son coléricos, Saturno determina el temperamento melancólico. Dependiendo de la conjunción de Saturno en el momento de nacer, elmelancholicus será cuerdo y capaz de raras hazañas o enfermo y condenado a la inercia y a la torpeza. No hay que resaltar la importancia de los horóscopos como método para fijar el temperamento de una persona. La creencia en el determinismo astrológico dio lugar a una concepción del mundo como macrocosmos y microcosmos, la cual desapareció por completo con la victoria de las ciencias empíricas; pero el caos se mantuvo en medio de la Ilustración.

Las estrellas determinaban no sólo los humores sino también los intereses vocacionales  y el talento. El campo de la influencia vocacional de cada planeta era el resultado de un largo y complicado proceso de transmisión de las creencias antiguas. Baste decir que cuando los griegos idearon su sistema mitológico celestial entre los siglos V y III a. C., dotaron a los planetas y las constelaciones de las cualidades atribuidas a los dioses. ¿Cómo entonces, se les relaciona, a los genios inspirados, con el siniestro, taciturno y solitario Saturno? El cambio de patrocinio de Mercurio a Saturno se efectuó en el Renacimiento. En la revalorización de la postura aristotélica que hizo Ficino, vemos cómo los hombres dotados de genio tenían un temperamento saturnino y no mercurial, y Saturno, por lo tanto, debe reivindicarse como su planeta. En este contexto Ficino sólo incluyó a eruditos y escritores. Pero los artistas renacentistas, que se consideraban iguales o incluso superiores a los hombres de letras, no pudieron renunciar a su naturaleza saturnina, prerrogativa de los creadores exaltados.

La obra de Ficino, más que cualquier otra, dio la pauta para una nueva aproximación al problema. A partir de entonces hasta los hombres medianamente dotados fueron clasificados como saturninos y, a la inversa, no se creía posible ninguna obra intelectual o artística sobresaliente si su autor no era melancólico. En el siglo XVI una verdadera ola de conducta melancólica barrió Europa. Estaban a la hora del día cualidades temperamentales asociadas con la melancolía, como la sensibilidad, la veleidad, la soledad y la excentricidad, y su manifestación adquirió un cierto valor de esnobismo. Pero ahora, incluso en el apogeo de la moda melancólica, se planteaban dudas que con el tiempo ayudaron a desbancar el concepto renacentista del melancholicus (Wittkower, Rudolf y Margot, 1982). En primer lugar, hubo una conciencia cada vez mayor de las limitaciones epistemológicas en cuanto a problemas psíquicos. Los eruditos debatieron acerca del polémico temperamento melancólico tan acaloradamente como se discutió en el siglo XX el psicoanálisis. En segundo lugar, la Iglesia, que siempre había mirado de soslayo a la melancolía, fue más crítica que nunca en la época de la Contrarreforma.

Finalmente, un cierto número de escritores empezaron a censurar la melancolía. Siempre les había preocupado la cuestión de cómo evitar la influencia negativa del humor melancólico. En De vita triplici, Ficino da unos consejos detallados acerca de la comida y el régimen de vida, y, en particular, recomienda el poder terapéutico de la música. No obstante, siguen siendo conscientes de la tenue línea entre la melancolía “positiva” y  la “negativa”. Con frecuencia es posible distinguir entre la melancolía tratada como un tópico y una verdadera condición patológica. Hay casos en que los melancólicos han sido considerados enfermos, a veces, incluso incurables. Tal vez entre estos se podría situar al protagonista de Eurico, o presbítero, el triste monje de Alexandre Herculano, cuyos rasgos melancólicos analizaremos a continuación.
 
Eurico o el monje triste

Sabeis qual seja o valor da palavra monge na sua origem
remota, na sua forma primitiva? É o de 
  e triste.

               In Eurico, o presbítero 31.

 
 
Desde la introducción, Alexandre Herculano (1810-1877) nos presenta el celibato de los sacerdotes como una condena que la Iglesia impone a sus ministros desde la juventud  – época en la que más vivamente se siente la llamada del amor apasionado –, relegando a su alma a la soledad. Es una amputación espiritual ya que para el sacerdote muere la esperanza de completar su existencia en la tierra al no tener la posibilidad de compartir su vida con otra persona, ni el consuelo de la vejez que son los hijos. El sacerdote, pues, sólo posee un triste báculo que es la soledad del corazón, lo que convierte a estos seres en presa fácil de la melancolía.

Reflexiona sobre la existencia de un mundo donde no existiera ese ser a medio camino entre la tierra y el cielo, la mujer, sin la cual el mundo no sería más que un erial melancólico y los deleites a los que se entregaría el ser humano- vicios, placeres incontrolados – nada más que el preludio de un tedio mortecino. Como monje, a Eurico le es vedado este bien y, por tanto, su vida será un verdadero destierro, su mundo desconsolado y triste, su alma devorada por el silencio del sacerdocio. Lo que tenemos a continuación, nos advierte, no será más que la historia de las agonías íntimas generadas de la lucha de esta situación, la tensión entre el amor que no muere y las penurias del celibato.

Para crear su novela, Herculano ha buscado en las crónicas de amarguras de los monasterios, en los sepulcros claustrales, en las sepulturas de los monjes, y no ha hallado más que silencio de muerte, ya que ni siquiera les es permitido lamentarse de su desgracia. Son, pues, los seres más desdichados ya que ni el alivio de la queja les es permitido.

Se nos presenta, a la par de la degradación que ha sufrido la vida de Eurico, una degradación, una decadencia del imperio godo, que se refleja continuamente en el paisaje que le rodea y en el de toda España. De un pasado de esplendor, ahora sólo quedan despojos, ruinas, como en el corazón de Eurico.

Carteia, tierra donde vive Eurico y más concretamente el presbiterio, es un lugar triste, sin apenas luz, como su alma, destrozada por un amor infeliz. Éste es el motivo por el que nuestro monje godo cambia su pasado brillante, poderoso y gentil por un presente en el que la fe de Dios es su único consuelo. En su interior hay una melancolía que lo desborda sin remedio, pasando de soldado a padre y después a poeta.

Eurico aparece como un alma rica en poesía, esa que el mundo llama imaginaciones sin reglas, ya que el mundo no las puede comprender, porque es tan falso y tan hipócrita que nunca podrá sintonizar con tan elevados sentimientos. Identifica, lleno de melancolía romántica, el amor con el sueño porque la cruda realidad destroza su existencia. Pasa, por tanto, de un amor fracasado a una cruel melancolía, cayendo en una terrible enfermedad de la que logra escapar con una muda tristeza que le entenebrece la frente, el pensamiento.

Sintiéndose poeta, y ahora siendo religioso, el único consuelo de los desgraciados es Dios, su reino y su verbo. Las grandezas cortesanas que él vivió, los intereses de la clase dominante que no supo aceptarle, le provocan el desengaño del mundo, la muerte de espíritu. Antes hombre apasionado, arrebatado por grandes pasiones, por un gran y puro amor, ahora sólo le queda desengaño. Califica, por otra parte, a este desengaño amoroso – enamorado de Hermengarda, su padre le rechaza, y ella con él, por no poseer la suficiente riqueza material para merecerse a su hija, sin reparar en sus altas cualidades morales – como la mayor de las desgracias humanas, generadora de melancolía que ablanda las pasiones de antaño y borra el recuerdo de la risa, que simboliza a la vida. Por eso él va a refugiarse a Carteia, lugar casi solitario y medio arruinado, como él.

Cambia su entusiasmo pasado por el entusiasmo de la virtud y su gran amor por el amor a todos los hombres, sobre todo a los más desgraciados. Lo que no logra renovar en él es la esperanza, la fuerza con la que se intentará resolver cualquier adversidad.

Como personaje romántico y melancólico, Eurico al atardecer se dirige a los acantilados, y da largos paseos solitarios a orillas del mar embravecido. Hablando solo, no oye ni responde a los que se encuentra, ensimismado como está en sus oscuros pensamientos. Aparece, a lo lejos, su figura enmarcada en el horizonte, con la frente arrugada por el pesar y ni rastro de la sonrisa en sus labios.

Vemos frecuentemente la figura de la luna alumbrando su oscuridad. Planeta de la  saudade (melancolía en portugués), parece querer alcanzarlo, sin resistirse al influjo que ejerce sobre él. Eurico, un ser diferente a todos los demás, vela cuando todos duermen, permaneciendo despierto cuando los demás se levantan;  es un ser incomprendido por el resto de la humanidad, que lo supone poseedor de un oscuro pasado, llegando incluso a calificarle de loco. Él, sin embargo, tiene la explicación a tan extraño comportamiento: la vida de poeta necesita ser vivida en un mundo más amplio que éste regido por límites mezquinos marcados por la sociedad.

Eurico cultiva la fraternidad ahora que su corazón quedó herido por la soberbia de los hombres, después de largas horas de íntima y melancólica agonía. Frente a la riqueza, prefiere la humildad del evangelio, y por su gran humanidad es apreciado por todos sus feligreses, por la gente sencilla del campo. Siendo un monje inspirado gracias a una melancolía creativa propia de los poetas, Eurico compone himnos religiosos de gran valor literario, ganándose el respeto de los otros por esta faceta, siendo venerado. Ahora ya nadie le molesta en sus solitarios paseos, pues el motivo de su reconocimiento es la creencia de que él habla con Dios. Que los himnos que ya se recitan en todas las parroquias son dictados a Eurico directamente por Dios, compuestos al amanecer, después, de la pesadilla.

Pero Eurico guarda un secreto, unos himnos íntimos y horribles, cantos de soledad y noche. En ellos se lamenta de la negra predestinación del poeta, compadecido y temido por las gentes humildes; cantos lúgubres de cólera dolorosa y desaliento. Son cantos nacidos en las largas noches de insomnio, enmarcados en la montaña, selva o el campo, lugares, en fin, amplios y solitarios donde su alma puede abrirse a la naturaleza oscura y desahogarse. Sus sentimientos se convierten en torrentes de amarguras y hiel, notándose la indignación y el dolor de un ánimo, por naturaleza, generoso pero amargado por ese desamor. Fiel a su rebaño, esconde el rostro colérico, sus terribles inspiraciones, para mostrar el perdón y el amor a los demás. Nadie sobre la tierra le conoce realmente, es un ser supuestamente sin sufrimiento porque le imaginan iluminado por Dios. Él, mudo, no abre su alma al prójimo pues no le entenderían.

Su profunda desesperación le lleva a preferir, y sólo poder soportar, una vida tranquila- aparentemente- como es la de un sacerdote. La suave melancolía le calma el alma quemada por el fuego de la desdicha, presentándonos al estado melancólico como un estado de espíritu permanente, frente a  la pasajera tristeza. Parece, a veces, esta melancolía una bendición, asemejándose a la paz y al reposo.

Su corazón, ahora, está herido por el gran dolor que padece al contemplar el negro destino que le espera a su patria. Con tremenda actitud, recuerda el tiempo en que era feliz, mantiene viva la memoria del bien perdido, pero vemos como ha perdido la esperanza pues considera que ni la tumba, símbolo del reposo eterno de todas las penas, será un consuelo para él. Al recordar, pues, sólo puede componer himnos de amor frustrado y de saudade.

A partir del capítulo IV, comienzan a transcribirse esos himnos melancólicos, escritos en primera persona, todos ellos nacidos con el atardecer o en medio de la noche. Nos  presenta un ambiente acorde con sus sentimientos: cielo sin luna, sin ninguna luz que ilumine su alma, con un brillo fantasmal, vivo y trémulo; oyendo el profundo y largo gemir de las selvas frente a la soledad absoluta y tétrica del océano.

Reflexiona sobre la mezquina posición del hombre en la sociedad, hipócrita ser orgulloso que por ser la más perfecta creación sobre la tierra, cree poseer todo en sus manos. Para el triste Eurico no es más que feroz, estúpido y ridículo, pues incluso su alma les permite el sueño cuando sus seres queridos sienten en sus tumbas el rocío caer gota a gota, como lágrimas solitarias en medio de huesos y gusanos.

Continuamente nos hace referencias a la noche, parte del día preferida por nuestro personaje por su oscuridad y calma del mundo exterior que tanto desprecia, pero que sigue siendo tenebrosa, horrible, sin paz.  Ama el rugido del viento y del mar porque poseen el verbo de Dios y han permanecido entre la podredumbre de los hombres desde que la tierra era caos, final al que se encamina. Identifica el sueño con la vida, del que se despierta con la muerte, ya que existir es padecer. El hombre que afronte la vida con un corazón lleno de amor sincero y puro por todo lo que le rodea, acabará con él lleno de lodo; las palabras del poeta, virtuosas como el amor por la patria, al intentar hallarlas en el mundo sólo encontrarán hipocresía, egoísmo e infamia. A costa de amarguras, el hombre aprende que vivir es igual que sufrir, que en el mundo todo es tan voluble como el humo.

Esto constituye el despertar del poeta, su despertar. Después, sólo hay una salida, una vida real, verdadera: la vida íntima, el lenguaje inteligible de la madre naturaleza, y sólo es capaz una convivencia, la de uno consigo mismo, la soledad. Tan sólo aparece una pequeña esperanza en las futuras generaciones – esperanza que el desengañado Herculano poseía – , despreciando la presente que no ha hecho más que destrozar todo lo que él más quería, su amor y su patria.

A su mente vuelve continuamente el recuerdo de un pasado oscuro, que requema su frente y le sume en un meditar tan profundo como el cielo de la noche y del océano que, mezclado con la confianza de que la gloria que vivió se repita, inmerso en esa naturaleza y en los tormentos del pasado, le otorga el beneficio de poder llorar.

Meditando al amanecer, se siente deprimido por el paisaje de decadencia  que le rodea. La elevada religión que sus padres le enseñaron a su pueblo godo se ha degradado gracias a los héroes corruptos, a los príncipes que ya no ejercen de líderes del pueblo, a los guías espirituales devorados por ansias de poder, al rey coronado con aureolas de vanagloria. Embriagados por las fiestas, las bacanales, la prostitución y las luchas civiles por el poder, su patria se ha convertido en un desastre que atormenta a su espíritu elevado. Enfrenta a la noche, momento de oscuridad, del reinado de la luna, de los sueños, al día, a la luz de un sol cruel que le obliga a despertar y a afrontar la triste realidad, enemiga de los sueños.

Eurico reconoce la noche como propensa a las visiones, momento íntimo que favorece las fantasías del hombre con su oscuridad, sus lugares desiertos, sus horas silenciosas. Los sonidos de esas noches con los que la naturaleza se comunica, mundo de fantasmas aéreos que pronuncian palabras sinceras a través de ojos desprovistos del brillo de la falsedad. Sólo en la noche profunda Eurico encuentra el reposo que desapareció de la tierra con la llegada del hombre, rey de la luz del día. Porque el poeta crea con su mente pura ese mundo de visiones, ese ideal que si se compara con el presente aterroriza, es en la noche donde el alma siente y se reconoce abrigada.

Al atardecer, la melancolía le acerca al horizonte infinito del mar. Su alma, llena de saudade suave, solo bajo un cielo puro, en un ambiente balsámico que le proporciona la naturaleza, puede sentir su corazón respirar. Esos horizontes son para él recuerdos de otras épocas pasadas, que le embargan de una pena tal que le hace llorar feliz, con el que se reposan las amarguras. No obstante, el recuerdo de esa felicidad perdida, instantáneamente le renueva el sufrimiento, secando sus lágrimas redentoras. Paz y olvido, últimos deseos, no los consigue su alma, ya que ésta no se libera de sus más profundos sentimientos, y al recordar, vuelve la melancolía y el dolor, todo provocado por el desamor.

A continuación se nos transcribe un monólogo intimista dirigido a Hermengarda, imagen de la mujer ideal que ve en sus sueños, ya imagen indescifrable que a veces le ofrece consuelo y otras martirio. Ella, beneficiaria del amor superior del poeta, no le supo corresponder y ahora entre ellos se interpone la cruz y su olvido, padecer que le devora, guiándole hasta las tinieblas de los celos. Otro altar es ahora motivo de su adoración, el de Dios, último refugio  para los desgraciados.

Sin embargo, él se siente culpable, pues de su alma no se ha disipado la pasión; aunque entregó su vida a Dios, su alma ama, siguiendo a las pasiones que gobiernan el mundo, ya que las suyas  son puras y eternas y ni el juramento de abandonar el mundo le ilumina, porque su corazón está en tinieblas. Mantiene aún viva una esperanza que le atormenta por no poderla cumplir, ya no más que un pensamiento vano y mentido. No habrá, pues, paz para Eurico con la muerte, sino sólo será posible con el aniquilamiento, ya que todas las horas del día son dolorosas porque la imaginación del hombre no puede dormir, pues nada reconoce familiar ni doméstico a su alrededor que calme su agonía. Él, cuando cierra los ojos evitando la realidad, contempla con los ojos del espíritu el mundo de las existencias ideales, donde a veces la esperanza y la felicidad le consuelan, pero a menudo son las pesadillas las que le visitan, disminuyendo sus pocos momentos de felicidad entre tanta amargura.

Frente al mar, contemplando el horizonte, atravesando la oscuridad con su turbia mirada, Eurico tiene una visión, contempla un espectáculo horrible que le anuncia la llegada de la destrucción de su pueblo desde el otro lado del mar. En esos momentos de éxtasis horrible, en los que el mar  y el viento se detienen, el horizonte se ilumina y las montañas se caen, todo es silencio y soledad, sufrimiento que Dios le envía para prevenir a sus dirigentes.

Convertido en un muerto en vida, recuerda constantemente, en una actitud melancólica, el momento en que ve a su amada y se enamora perdidamente de ella. Al rechazarle, él no encuentra consuelo ni en los banquetes, ni en las fiestas, ni en los brazos de otras mujeres porque toda la virginidad sublime se convierte en podrida sensualidad que el mundo ofrece al hombre. Sin embargo, toda esa brutalidad que le rodeaba, el sentimiento de retorno a su tierra de la infancia no pueden matar esos dulces sentimientos que ella despertó, porque el amor consigue elevarse sobre todo lo demás.

Eurico, ya una sombra, intenta refugiarse en el monasterio, a los pies de Dios, despidiéndose de los hombres y del mundo, pero se engaña, porque se preocupa por el destino que le espera a su patria. Por esta preocupación, estaría dispuesto a volver al mundo, a salir de su soledad, no por nostalgia de bienes o de gloria, pues la riqueza es inútil para calmar su corazón dolorido que ya no comparte los afectos humanos, sino que lo único que queda en su corazón depurado por el fuego de la desdicha es el amor a la patria.

Tras recorrer caminos bañados en lágrimas, él es un incomprendido, el único que cree en la traición de los hombres, pues reconoce su verdadera naturaleza, y hasta la ambición que la mujer siembra en los corazones de los hombres, movidos a la conquista de riquezas para ponerlas a sus pies, él no la siente, no posee esa luz que ilumina el destino, no alumbra ya la oscuridad de su corazón. El amor, deseo interior, elemento primitivo, causa, fin y resumen de todos los afectos humanos no le consuela. Su espíritu fue despreciado y recluido al lo más profundo, y así se convierte en un dolor melancólico, perenne que le devora y le corroe, llenando de tinieblas su futuro y su horizonte. Nada, pues, y menos el deseo de gloria, puede hacerle recuperar la esperanza, y ni el frío sepulcro le dará consuelo, pues su espíritu ya ha muerto en vida. No otorga valor a nada, porque la vida es sólo un martirio y sería hipócrita al pretender engañarse.

Alma condenada, sin salvación, pues, es la suya, que pretendía elevarse de todo mal en las alas de la fe, cae continuamente en el pozo de los amargos recuerdos de su juventud. En la batalla, descrita cruelmente sin estar exenta de lirismo, aparece, envuelto en un halo de misterio, como un jinete solitario de caballo y armadura negra, poseedor del rayo enviado por Dios para aniquilar a los infieles. Héroe sobrehumano, similar a los héroes medievales de los cantares de gesta, no se da a conocer, pues sólo le mueve a cambiar sus hábitos por la armadura un gran sentimiento del honor y de la amistad, así como una rabia y un dolor, un furor que tras contemplar el desconsolador paisaje de la lucha, que siembra la tierra de cadáveres y sangre, sale en forma de rugido similar al bramido del océano y al rugir del viento entre las sierras.

Nos presenta positivamente la vida retirada y melancólica del convento frente a la vida cotidiana. Los claustros donde se refugian las monjas son pacíficos y saudosos, donde nunca suena el ruido tormentoso de la guerra que es la vida. Allí no penetran las dolorosas realidades del mundo, como si fuera un oasis frondoso en medio del infernal viento del desierto – de donde llegan los enemigos de la fe –, que obligan a las dulces monjas al martirio del suicidio, deseando con  saudade la morada celeste. Al caer el sol, pues, en el seno del mar, las monjas entonan su último canto melancólico, despidiendo a los guerreros llenos de lágrimas, y junto a  un sepulcro, trono de reina en un palacio de sombras, el hálito de las sepulturas que enmarcan el ambiente, revelan que allí está el imperio de la muerte.

Él, caballero negro, no necesita reposo después de la cruel batalla, lanzándose sin temor a la lucha, con un dolor sin comparación, sin nadie por el que salir ileso de tamaña empresa. La historia triste de su vida es su máximo secreto, un dolor que nadie más que él conoce, superior a las desgracias que los que le rodean también sufren, pero que él supera con creces. Busca constantemente la aniquilación, la hora apetecida del reposo eterno. Con elementos románticos, se nos presentan los saqueos, la imagen de la muerte, los cadáveres inertes iluminados por la claridad de la luna y él, huérfano de corazón, no siente la imagen de su amada iluminar su mente en la batalla.

Al final de la obra, ella, su hermosa y dulce Hermengarda, vuelve a aparecer ante él, confesándose igual de desgraciada, pues siempre le ha amado y ha sufrido en silencio su ausencia, creyéndole muerto, por seguir la voluntad de un padre ambicioso. Por unos instantes, vuelve al alma de Eurico la felicidad, al ver renovadas todas sus esperanzas. Instantáneamente, ve planear sobre ellos un futuro esperanzador, prometedor ahora que al fin, después de tantos años de sufrimiento, la ha vuelto a encontrar y nota que su amor sí es correspondido. Esta novedad le enturbia, le entusiasma, le hace renacer de sus cenizas… pero, es imposible – como bien dice el título – porque entre ellos el destino ha levantado el muro de la cruz, su condición de sacerdote.

Tras esto, la rechaza, cegado por la certeza de su destrucción, lanzándose a la muerte aniquiladora que lo libere del gran dolor que este nuevo desengaño ha instaurado en su interior, reparando que ya para ellos y para su amor no hay salvación. Lo que los hombres destruyeron, no lo podrá remediar nadie más que la Muerte, no una sagrada unión.

Termina este drama romántico con la locura de ella y la muerte de Eurico, un final que siembra en el lector una gran melancolía por ese futuro esperanzador que esas dos almas merecían pero que les es negado, hermanándoles con otros protagonistas melancólicos de la literatura portuguesa de la misma época como son Teresa y Simão de Amor de Perdição. Canto de amargura, la historia de Eurico llega a su fin en medio de una noche de muerte demencial.
 
 
Notas
1 Esta primera parte del presente artículo está basada en los estudios sobre la melancolía de Wittkower, Rudolf y Margot (1982), Gurméndez (1990), Klibansky, Panofsky y Saxl (1991) y Ferrand (1996).
 
 

Bibliografía

Aristóteles. El hombre de genio y la melancolía. Barcelona: El Acantilado, 2007.

Ferrand, Jacques. Melancolía Erótica. Madrid: Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1996.

Gurméndez, Carlos, La Melancolía, Madrid: Espasa Calpe, 1990.

Herculano, Alexandre, Eurico, o presbítero, Lisboa: Biblioteca Ulisseia de Autores Portugueses, 1994.

Klibansky, R., Panofsky, E. y Saxl, F. Saturno y la melancolía. Madrid: Editorial Alianza Forma, 1991.

Saraiva, Anónio José. Breve Historia de la Literatura Portuguesa. Madrid: Ediciones Ismo, 1971.

Saraiva, A. J. y Lopes, Oscar. História de la Literatura Portuguesa. Porto: Porto Editora, 1996.

Wittkower, Rudolf y Margot, Nacidos bajo el signo de Saturno. Genio y temperamento de los artistas desde la Antigüedad hasta la Revolución Francesa. Madrid: Cátedra, 1982.

 
 

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