El relato de la vuelta y una historia de amor. Sobre una novela autobiográfica del escritor argentino Héctor Bianciotti

Mg. Evelin Arro
Universidad Nacional de Rosario-CONICET
 
 
El de Héctor Bianciotti (1930) es uno de los casos más singulares de la literatura argentina contemporánea: su excepcionalidad radica en el tipo de relación que el escritor ha entablado con la lengua literaria y con la cultura francesa. Los datos más sobresalientes de su biografía encauzan una historia convencionalmente laudatoria que el mismo Bianciotti se complace en contar. Hijo de inmigrantes italianos, criado en una chacra en el interior de Argentina, dice haber descubierto de una vez y para siempre la vocación literaria en el seminario religioso de la ciudad de Córdoba -al que ingresó siendo adolescente-, acontecimiento a partir del cual comenzó un período de esforzada errancia en busca de un lugar donde vivir como escritor.

Los comienzos de la actividad literaria de Bianciotti en Buenos Aires durante los primeros años de la década del cincuenta lo vinculan al entorno de la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo (1890-1979)1 ,donde realizó algunas intervenciones como colaborador hasta que en el verano de 1955 abandonó el país en un barco –según lo revela la anécdota, el mismo en el que Rodolfo Wilkock iniciaba su autoexilio italiano- rumbo a Nápoles. Tras una breve estadía en Italia y un fugaz paso por España, Bianciotti se instala definitivamente en París donde pasados casi veinte años desde su llegada se convierte en un escritor reconocido en la lengua de ese país: luego de componer originalmente en francés la novela Sin la misericodia de Cristo (1985), comenzó un exitoso proceso de inserción en la cultura francesa que culminó con su ingreso, en 1996, en la Academia de la Lengua2

La historia de cómo se llegó a ser un escritor prestigioso en una lengua acreditada, de cómo un niño pobre de la pampa argentina criado en el seno de una familia de inmigrantes piamonteses alcanzó el éxito en otro país, en otra lengua, es narrada por el escritor en una autobiografía compuesta por tres volúmenes que él mismo denomina “autoficciones 3.” En esta trilogía se despliega el relato de un desplazamiento clave gracias al cual una nueva vida fue posible: el viaje a París. Éste tuvo lugar en lo que Bianciotti se encarga de presentar en términos ideológicos como un periplo desde la barbarie de la pampa hacia la civilización en lengua francesa. El traslado del escritor a la capital gala activa una serie de mitos y estereotipos fijados en la tradición de la literatura latinoamericana -específicamente argentina- entre los cuales se destacan el de la pampa como espacio de barbarie y atraso, y el del viaje a París como modo de sellar el prestigio de una carrera literaria.

Como la huella del pájaro en el aire (2001) es el tercer volumen de la serie autobiográfica en el que se narra el retorno de Bianciotti a la Argentina pasados cuarenta años desde su partida. Escenas de bienvenidas y homenajes tanto públicos como privados tejen la trama de un relato de viaje en el que se entrevé la historia de otro viaje hecho por el mismo protagonista muchos años antes y por amor. Acaso esta última sea la motivación fundamental que el mecanismo de invención del relato de viaje todavía pone a funcionar en la representación literaria del viaje.
 
La vuelta del escritor consagrado

Cuando escribo, reanudo el viaje emprendido
con el designio de llegar a ese lugar del mundo
donde yo estaría en mi casa, en lo que poseo de más mío
-y que ya debía estar en mí el día de mi nacimiento.

(Héctor Bianciotti, Como la huella del pájaro en el aire)

“Más de un cuarto de siglo había transcurrido sin que regresara al país de mi primer nacimiento” (Bianciotti 9). La frase inaugura la narración del viaje del escritor consagrado en París de regreso a su tierra natal en la provincia de Córdoba luego de un alejamiento dilatado en el tiempo y en la distancia. De este modo la novelaComo la huella…, además de constituir el eslabón final de la serie autobiográfica articula el momento del viaje que, desde el punto de vista de su versión canónica, es considerado el último. Decimos esto en función del concepto de viaje que involucra como condición imprescindible el desplazamiento físico hacia un destino espacial preciso y determinado. Así concebido el viaje articula tres momentos considerados necesarios en términos estructurales que le otorgan una forma siempre circular: el alejamiento del viajero de su hogar, el encuentro con otros y finalmente el regreso al punto de partida. La estructura circular del viaje se realiza en las novelas autobiográficas de Bianciotti según las siguientes coordenadas geográficas: un pueblo de Córdoba en el origen, el paso por Buenos Aires como estación intermedia entre la barbarie y la civilización, la llegada a Europa y el retorno al punto de partida. Desde el punto de vista narrativo, el momento en el que el hombre se aleja de su mundo familiar y conocido es desplegado en el primer texto de la serie y en el volumen que le sigue se relata el encuentro del viajero con otros en lugares nuevos: las ciudades europeas –Nápoles, Roma, Madrid y París-. La lógica impuesta a la escritura por el viaje concebido en términos estructurales determina que la narración del regreso del viajero al punto donde se originó el desplazamiento, y el encuentro con quienes se quedaron esperando su retorno, sea el corolario de todo el relato4.

Buena parte de la trama narrativa de Como la huella… despliega escenas que articulan las típicas convenciones del regreso del viajero luego de una larga ausencia: la llegada de Bianciotti al aeropuerto de Córdoba, el reencuentro con los hermanos ya septuagenarios, la cena de bienvenida, la visita de rigor al cementerio para ver las tumbas de los padres, el traslado a la granja y a la casa de la infancia, etc. Las ceremonias del retorno, las más inmediatas, quedan enmarcadas en el ámbito de la vida privada, en la atmósfera de la existencia familiar. Es por ello que el privilegio del encuentro a solas entre el que se fue y aquellos que, según una creencia en la preeminencia del linaje, más esperaban su regreso es custodiada con rigor por el estricto grupo de parientes unidos por los lazos fraternales. En la intimidad de la cena de bienvenida ofrecida en honor al recién llegado, la comunidad de hermanos se muestra molesta ante la “excesiva familiaridad de los vecinos” (Bianciotti 21) quienes, apenas enterados del acontecimiento –la vuelta al pueblo del niño que triunfó en Europa-, intentan tomar parte en él, de cualquier modo. Y porque la confianza sólo atañe a los  reunidos por la sangre -los que se deben la atención y la diligencia sin equivalente fuera de ese estricto vínculo reforzado por la idea de un amor que se supone incuestionable-, las intromisiones de los vecinos curiosos y anhelantes no son bienvenidas, molestan y causan recelos. La impertinencia de “los otros” resulta demasiado evidente en dos oportunidades en las que se crispan los ánimos. La primera de ellas, más graciosa que perturbadora, es protagonizada por un vecino que irrumpe en la escena y asume el rol del entrometido: aquél que adviene donde nadie lo espera y que por eso se vuelve una figura absurda, por la inutilidad o el sinsentido de su presencia:

…de la cocina nos llegaban tintineos, una discreta musiquilla de loza, de cristal, que interrumpen tres abruptos golpes dados en la puerta de entrada por la palma de una mano: casi sin mover la cabeza, nos miramos de reojo entre nosotros (…)

Armando va a abrir y saluda, dando un paso adelante para retener en el umbral al inoportuno(…)

El antiguo compañero de Armando (…) Supo de mi llegada y quiso ser el primero en darme la mano (…)

Siempre solemnemente sentada en círculo, la familia intimida al visitante: los que lo conocen lo saludan sin levantarse del asiento y no dan la menor señal de alentarlo a acercarse 5.

El entrometido no pudo más que irse pero no fue él quien resultó intimidado. A partir de entonces, los efectos de su intrusión perduran, como una especie de amenaza, en el ánimo de los comensales. La pregunta que suscita el incidente -¿vendrá alguien más a interrumpirnos? – ya no les permite a los hermanos Bianciotti dejar de vigilar disimulando.

La segunda interrupción resulta más escandalosa por la burla que supone no sólo hacia la ineficacia de los recaudos tomados para fortalecer la intimidad del encuentro, sino también hacia la impericia de los movimientos de los cuerpos longevos, siempre precipitada y agravada en el trance de un accidente. Pero además el episodio provoca mayor conmoción por la evidencia de que no se trata específicamente de alguien sino de algo todavía incierto que induce con vehemencia a la perplejidad. Un mero aspaviento venido desde las sombras y dirigido al estrecho círculo de comunión familiar en el momento oportuno basta para quebrar la seguridad que se quiere impenetrable. Esto ocurre cuando el hermano mayor, llevando hacia la mesa una botella de champaña cae haciendo torpes contorsiones con el fin de salvar la bebida. Mientras todos los otros septuagenarios se apuran en auxiliar al caído, temerosos por la integridad de su cuerpo y exaltados por el resguardo de la botella que finalmente no se rompió, un ruido -una carcajada- llega desde afuera, inconfundible, casi siniestro, y con él, la sospecha de que en verdad uno o varios vecinos no sólo los observan sino que además se ríen de ellos.

En el exterior explota una carcajada que paraliza a los que celebraban su proeza [haber salvado la botella] (…)

¿Una risa, una risa afuera? ¿Estamos seguros? Debe de haberse reído uno de nosotros. Con Armando a la cabeza se empeñan en tranquilizarme (…) Una broma, sin duda, de ese muchacho del vecindario que tiene que distraer su vagancia … 6

Los acontecimientos de la vida privada que atañen al interior de la historia familiar son contados con una especial atención puesta hacia las pequeñas ceremonias cotidianas, los mínimos gestos -las sonrisas, los tonos de voz, las miradas, las conversaciones y los silencios- prodigados por los hermanos que reciben al viajero –casi un extraño7– con la mayor cordialidad. Una idea se repite a lo lago del texto y actúa como argumento a favor de la esmerada conquista descriptiva de la cotidianeidad: ella remite a la importancia que adquiere en el relato la reunión de detalles que en la vida son presa de una dispersión inevitable. El lenguaje tiene el poder de convocar los pormenores de la existencia porque, según Bianciotti, “las palabras reúnen lo que la vida dispersa” (25). Bajo esta especie de lema el narrador justifica su morosidad descriptiva. Ningún movimiento queda fuera de un cuadro de situación hecho a fuerza de una escrupulosa indagación que apuesta a recuperar la verdad, no la que tiene relación con los hechos, sino la que se vincula con el modo en el cual los acontecimientos son rememorados por el narrador según los arbitrios de la memoria. (Bianciotti afirma recordar como quiere las cosas que le pasaron, manifestando bastante ingenuidad en cuanto al funcionamiento de la memoria.8)

El retorno del escritor al país incluye otra faceta en la que el círculo de los íntimos también participa pero desde otro lugar: tomando parte como espectadores en los actos inscriptos en la esfera pública: en las ceremonias de reconocimiento y agasajo organizadas por instituciones prestigiosas de la cultura nacional. El primero de estos eventos tiene lugar en la Alianza Francesa donde Bianciotti es invitado a dar una conferencia como el escritor argentino de habla francesa que es, y el segundo en la Universidad de Córdoba donde lo nombran doctor honoris causa. El narrador se encarga de calificar la autoridad de las instituciones que celebran el éxito de su carrera de escritor, avivando el mérito que le corresponde dado su origen humilde y la poca instrucción recibida en los años de infancia y juventud. La imagen enfatizada es la de aquel que, sobrepuesto a la precariedad material y cultural propia del lugar de nacimiento, a fuerza de empeño y gracias a una férrea voluntad, llegó a triunfar en las letras de la más exquisita de las culturas europeas. Este tipo de auto-celebración recuerda a la que en el mismo sentido Sarmiento se atribuyó en sus memorias:

…se nombró doctor honoris causa a quien no había seguido estudios regulares en ninguna parte, en el salón de actos de la primera universidad que hubo en el país, cuyos orígenes se remontan, según me informarán más tarde, a comienzos del siglo XVII 9.

El contraste entre la autoridad del saber que otorga el galardón y la irregular formación intelectual de quien lo recibe, que pasó su vida más bien al margen de las universidades y sus títulos, acentúa el mérito del autodidacta en el mundo de la erudición. Mediante esta operación Bianciotti apuesta a que sus lectores aprueben la parábola de su vida reconociendo en ella el camino ascendente que supone como meta máxima la conquista del saber. Pero a esta altura -la tercera novela de la serie autobiográfica-, el narrador que construye el relato de su propia consagración desde sus orígenes humildes en una chacra del interior del país, hasta su plena incorporación a la cultura francesa –relato en el cual las experiencias de los desplazamientos primero internos (chacra-Córdoba-Buenos Aires) y luego externos (Nápoles-Roma-Madrid-París) son centrales- aligera el peso de ese imaginario orientando la escritura en otra dirección, hacia una historia que refiere otro viaje y que nada agrega a los valores ponderativos del écrivain francais. Los lectores agradecemos ese desvío porque si, como lo afirma Bianciotti, “escribir es adoptar poses que terminan por formar parte de la naturaleza del escritor” (91), nos sentimos más atraídos por la naturaleza del escritor que está dispuesto a perderse a sí mismo para recuperar un nombre, el del “amor puro”, el mismo que tuvo que olvidar para poder vivir: para nosotros esa es la imagen que invita a la especulación más feliz. La otra, la del escritor que triunfó en París, sobresaturada de sentidos culturales, ideológicos y estéticos tan solo reclama el justo reconocimiento en la repetición de una semblanza.
 
En busca de un nombre: el relato de otro viaje.

Hay adioses en el aire. No obstante,
cuando la noche se aproxima, perdura
la esperanza de poder cumplir el gesto secreto,
el único que importa-la razón por la que estuvimos allí.

(Héctor Bianciotti, Como la huella del pájaro en el aire)

En la Academia Francesa de Córdoba y en el salón de actos de la Universidad, transcurren las ceremonias convenidas entre funcionarios, estudiantes, lectores, admiradores y una vez más, los hermanos del escritor cuya afectuosa presencia vuelve más evidente la típica y absurda teatralidad de las convenciones. En dichos eventos públicos sucede el encuentro con una persona que da lugar a otro tipo de celebración: en medio de la solemnidad que Bianciotti no le niega a los eventos a través de los cuales la tierra natal aplaude el retorno del hijo laureado en el exterior, aparece Ruiz, un personaje que trae consigo imágenes del pasado en la forma de una súbita irrupción. Ésta precipita al narrador hacia la consecución de otra historia que en la novela transita paralela al desarrollo del relato de la vuelta del escritor público.

a otra historia comienza en la escena de la conferencia en la Alianza Francesa. Allí, entre todo el auditorio el narrador distingue a una figura: la de un “hombre muy moreno, muy delgado al que varias veces he visto –dice- de pie cerca de la puerta y he tomado por un empleado” (100). Pese al intento por neutralizar los poderes inquietantes de esa presencia misteriosa atribuyéndole un rol de lo más común –el de ser empleado del lugar-, el disertante sin embargo no logra sustraerse de la “intensidad de la mirada”, de la “impasibilidad en el rostro” (105) del desconocido, rasgos que invitan a suponer que en verdad se trata de alguien especial. La incógnita se revela cuando, concluido el coloquio, el extraño se acerca, como todos, a felicitar al conferencista y se da a conocer: se trata de Ruiz, el antiguo compañero del seminario franciscano de Moreno donde Bianciotti pasó un tiempo antes de vivir en la ciudad de Buenos Aires. El reconocimiento entre los ex condiscípulos sucede menos por el escrutinio fisonómico que por la escucha de una frase: “Tienes una sensibilidad incontinente” (105). La misma fue pronunciada por Ruiz en aparente alusión a los poemas de juventud de Bianciotti. Este último rápidamente entendió que la frase, más orientada a señalar, con justeza, su propia afectación, su amaneramiento, le devolvía el carácter y el tono habitual del viejo compañero. En medio del reconocimiento, el narrador hace referencia a un tercer seminarista sólo a través del pronombre personal:

Ruiz y yo habíamos compartido la vocación de santidad bajo la férula bonachona del padre Leonardo González, y también la compartí con “él”, aquel que se convirtió en mi interior, tantos años después, en el inmobrado , en el amor puro.10

Los pormenores de la busca de ese que fue el amor puro, cuyo nombre había desaparecido de la conciencia del protagonista, son narrados a partir de entonces, cuando un deseo de recuperación –¿cómo había podido olvidarlo? – se instala en el ánimo de quien retorna. Una vez recuperado el nombre de Héctor Ramírez, la sensación de lo inacabado incita una nueva partida hacia el lugar de su sepultura. Pero veamos cómo se encadenan los acontecimientos para indagar, en la secuencia de los hechos, el mecanismo de invención del relato de viaje. Para ello, habrá que decir en primer lugar que el repentino encuentro en la Alianza Francesa entre los ex seminaristas concluyó con la visita del escritor a la casa del ahora notario Ruiz. La misma está plagada de los pactos implícitos, tan incómodos como inevitables, dados entre las personas que no tienen mucho más para compartir que algunos nombres y anécdotas entrañables del pasado. Pero en la rememoración de nombres y anécdotas hubo una ausencia que el narrador lamenta porque había imaginado que a la vuelta de una frase, “él” surgiría:

Ruiz me había contado al detalle nuestra estancia en el seminario, pasando revista a los sacerdotes y a cada uno de nuestros condiscípulos, salvo uno: precisamente aquel de quien anhelaba yo encontrar el nombre-y la tumba. 11

La omisión suscitó en el visitante una pregunta de rigor (¿qué había sido de aquel seminarista?) ante la cual  Ruiz respondió que ignoraba los detalles de la suerte del amigo más allá de lo que la versión divulgada por la misma congregación de franciscanos hizo conocer. Se trata de la misma explicación escueta y vaga que Bianciotti ya había escuchado alguna vez. Ésta informaba que después de su ordenación, Héctor Ramírez había sido enviado a Roma a perfeccionarse en estudios de teología y había abandonado los hábitos. Había muerto en Suiza y había sido sepultado en el Tesino. La versión agregaba, invariablemente, un detalle que alienta suspicacias: el sacerdote no habría omitido pasar por el sacramento de la confesión antes de morir.

A esta altura los interrogantes en torno a nuestro narrador se multiplican. ¿Por qué  eclipsó ese nombre? ¿Por qué quiere volver a saber de “él”? Y, fundamentalmente: ¿por qué emprende la visita hacia la sepultura? Las preguntas nos instalan en una secuencia que apunta a buscar una razón para el viaje. En primer lugar, importan los motivos por los cuales el protagonista sale en busca de algo que le atañe de manera especial. En segundo lugar, importa lo que ocurre subrepticiamente, es decir, la reunión de hechos casuales que propician la partida y, finalmente, habrá que especificar la serie de cavilaciones que son la materia del relato de viaje, cuyo itinerario en este caso se dibuja desde la ciudad de París hasta el Tesino en Suiza y de vuelta al punto de partida. Los tres aspectos que componen la secuencia (las motivaciones profundas del viajero, la reunión de hechos casuales que promueven la partida y la serie de cavilaciones que se despliegan paralelamente al desplazamiento) permiten percibir imágenes de intimidad, pasajes en los que la voz narradora relata, sin estridencias ni presunciones, una forma particular de experimentar la vida. En este caso se trata de la experiencia de un viaje por amor, siendo el erótico, uno de los contenidos en los que la aventura como forma de la vida tiene el poder de realizarse en su expresión más plena.12

 Héctor Ramírez fue especialmente venerado por el narrador en sus años de juventud, marcados por el discernimiento espiritual y la tendencia hacia prácticas supuestamente contrarias al ejercicio de la vida consagrada. Reuniones clandestinas en los claustros del convento, el gusto por cierta literatura y por discusiones teológicas en las cuales se elevaban principios contrarios a los de la congregación franciscana, señalarían las tensiones entre la vocación de santidad y las inclinaciones paganas que compartían, en íntima comunión, los entonces seminaristas Ruiz, Ramírez y Bianciotti.13  En rigor, esas tensiones son subrayadas cuando el narrador menciona las características de aquél a quien llama “mi querido homónimo” (193); ambiguas precisamente por las fuerzas que las impulsan: las del enamoramiento. Éstas convierten al otro en el más lejano, el más extraño, y el más inasible.14 Y es el deseo “de esos momentos para siempre insatisfechos” (149) procurados en la proximidad de los cuerpos que se alejaban “en el umbral del pecado”(148) (“si con un brazo me atraía para estrecharme, con el mismo brazo [Ramírez] me apartaba”(148)) el que hace prevalecer, intacta, la imagen de quien desencadenó, como ningún otro, las fuerzas del amor.

En los tiempos del seminario, tal lo recuerda el narrador, Héctor Ramírez optaba por la precisión y la exactitud abstracta de la teología dogmática -mientras él y Ruiz preferían los “coloquios fabuladores” (148) desplegados al calor de la teología moral-, e  irradiaba una sensualidad ante la cual el joven Bianciotti, fascinado, no podía más que sucumbir. Por el poder de esa fascinación, y porque el que ama es el más vulnerable, el encanto se transformó en perfidia y el amor, en hostilidad. Esto acontece un día en que, luego de unas vacaciones en las sierras de Córdoba, el seminarista amado le comunicó a Bianciotti su ingreso definitivo al noviciado concluyendo así el tiempo de discernimiento espiritual para dar el paso decisivo hacia la conversión a la vida religiosa. La noticia duele menos por el contenido –que indicaba el fin de la relación- que por el tono utilizado por el otro para transmitirla: uno refrenado y pensativo, un tono de voz desconocido. La distancia se impuso allí donde antes prevalecía, en la intimidad del vínculo amoroso, la ternura de las confidencias. Un progresivo desconocimiento recíproco resolvió entonces, como suele ocurrir, el misterio de la fascinación en un secreto recelo:

Yo hubiera sufrido si él, durante esta confidencia, hubiese apelado a una compunción melodramática, a desagarradores adioses y, más aún, a adioses eternos, propicios a las lágrimas y a las promesas recíprocas –pero ese tono razonable, que yo no le conocía, me humilló y, en vez de lograr olvidarlo, lo enterré en mi corazón como en una fosa. 15

Las hiperbólicas escenas de melodrama a las que alude el narrador con ironía, aún reducidas a sus mínimas expresiones, hubiesen prolongado las vacilaciones en las que se afirman las intrigas que aseguran una continuidad –cualquiera sea- en las relaciones amorosas. Si Ramírez hubiese apelado a la aflicción, si se hubiese tomado el trabajo de exhibir desconsuelo aunque sea en el tono de la voz, Bianciotti hubiese podido al menos dudar de la autenticidad, de la sinceridad del estremecimiento del otro ante la inminencia del fin. Ese día en cambio, la incertidumbre sobre la intensidad del amor del otro se definió en unas pocas pero implacables certezas.16 El amado no sólo estableció la distancia a partir de la cual el uno se alejaba para siempre del otro sino que lo hizo con la suficiente moderación y compostura como para avivar en el abandonado un sentimiento de humillación, el mismo que desencadena las fuerzas del rencor. Ramírez, en el “tono razonable” que utilizó para decirle al otro la decisión de consagrarse a la vida religiosa, se procuró la ausencia total de emociones, aquellas que aseguran la reciprocidad del vínculo.  A fuerza de crueldad instaló al enamorado en el lugar donde es preciso reaccionar para seguir viviendo porque al humillado sólo le resta armar una estrategia y sobrevivir. ¿Qué estrategia planeó el joven Bianciotti para sí? Una condenada al fracaso: la de borrar al que fue durante un año uno con él. Olvidar voluntariamente, se sabe, es imposible. Tomarse el trabajo de enterrar un recuerdo en el corazón es un plan en apariencia viable pero de consecuciones igualmente defectivas. El proyecto de deshacerse de Héctor Ramírez, como era previsible, sucumbió. La imagen de aquel -“cuyo rostro difuminado, vago, reaparece en la oscuridad, y de cuando en cuando, en un relámpago, con nitidez” (145) – nunca dejó de regresar, a veces desvanecida como en sueños, y otras, con la claridad de una premura, desde la fosa a la cual se la procuró arrojar. Sepultado en el propio ser, el nombre del amor puro que fue a la vez el puro desamor desapareció durante mucho tiempo de la conciencia del protagonista sólo para regresar, desde esas profundidades, en la forma de una íntima necesidad.

Luego del encuentro con Ruiz en la Alianza Francesa -cuyos efectos ponen en funcionamiento el mecanismo de explicación sobre las motivaciones profundas de la partida del protagonista en busca de la sepultura el amado-, los ex seminaristas vuelven a verse en la Universidad de Córdoba. Este último encuentro, más fugaz que el anterior, avanza hacia la determinación de otro momento decisivo de la secuencia según la cual establecemos la lectura del viaje en clave novelesca.

Concluido el acto de agasajo, Ruiz aparece subrepticiamente entre la gente, se abre paso y con dificultad avanza hacia el escritor con la intención de alcanzarle algo. El episodio alude a un sobre con información crucial que llega a las manos y luego al bolsillo de la chaqueta del protagonista de manera inesperada:

…de repente Ruiz, la cabeza de indio de Ruiz aflora, como llevada en el extremo de una pica, y él extiende hacia mí un brazo, una mano, y entre el pulgar y el índice un sobre, que una chica coge y me alcanza. Ruiz sonríe, me hace un guiño y se vuelve hacia sus amigos, que lo esperaban más atrás (…) Jamás impaciente por abrir el correo, por el solo hecho de que hasta las buenas noticias exigen una respuesta, me guardé en el bolsillo interior de la chaqueta el sobre rectangular, de papel satinado color crema, que Ruiz había logrado alcanzarme pese al zarandeo…17

La escena inventa un tiempo narrativo en el cual el curso previsible de los acontecimientos se interrumpe. Siguiendo a Bajtin, el adverbio de repente instaura otra temporalidad, que se distingue de la continuidad del relato por la función de secuenciar los fragmentos específicos del tempo de la aventura. En el intervalo abierto por el adverbio tiene lugar la circunstancia por la cual adviene la casualidad pura, la misma que instala la llamada lógica de la “simultaneidad casual” (Bajtin 244). La reunión de hechos sincrónicos y contingentes en la escena citada se da a partir de una extrema tensión entre los elementos heterogéneos que, reunidos en el momento preciso, desencadenan nuevas acciones hacia la consecución de la historia que seguimos. Si Ruiz hubiese decidido no entregar la información requerida, si no hubiese podido llegar hasta el protagonista con el sobre entre el pulgar y el índice, si la chica hubiese fallado en la misión de coger y alcanzar el sobre al escritor, si el papel satinado color crema se hubiera perdido en el zarandeo, nada de lo que sigue hubiese tenido lugar. Y lo que tiene lugar a partir de entonces es, precisamente, “el juego del destino” (Bajtin 244).

No hubo intercambios de palabras en esta segunda y última reunión entre los condiscípulos: una sonrisa y un guiño bastaron para sellar la complicidad de la acción. Los episodios secuenciales que prosiguen a este hecho fortuito son dirigidos por lo que Bajtin llama las fuerzas del suceso. Dichas fuerzas en este caso están contenidas en la escritura de la carta que Ruiz, con esfuerzo, logró hacer llegar al protagonista. Éste, apremiado por el ajetreo del acto público, dice haber demorado su lectura, aumentando el suspenso del desenlace. Apenas Bianciotti logró mirar la hoja -cuando al fin un secretario de cultura que lo trasladaba en automóvil y le hablaba sin interrupción se distrajo-, alcanzó a ver, según afirma,  “en grandes letras de imprenta, entre las pocas palabras garabateadas, el nombre del amigo desaparecido” (Bianciotti 144). El encuentro con las letras mayúsculas que componían la escritura de aquello tan buscado provocó gran conmoción en el destinatario de la carta porque, habiendo sido el objeto de un largo olvido, no se trataba de otro nombre más que del propio.18

La recuperación del nombre, que le hizo sentir “de manera simultánea y sin interrupción una paz y un rencor impotente” (Bianciotti, 146) provoca la proyección de acciones orientadas a concluir una búsqueda cuyo fin es apaciguar una obsesión: la de rechazar el carácter inacabado en cualquier asunto. En este caso, se trata de una historia de amor que por carecer de conclusión el protagonista no podía contarse a sí mismo en términos de totalidad  del mismo modo como cuenta la historia de su consagración literaria. Luego de jugar a cierto disimulo respecto de lo que todavía lo unía a Ramírez (“¿Tenía yo una deuda para con él…? (…)¿Le sería [yo]  deudor [a él]…?”), y luego de afirmar ignorancia respecto de la propia intimidad, la voz narradora pronuncia el interrogante que incitó su desplazamiento hacia el Tesino:

Ignoro qué íntima necesidad me condujo hasta el lugar donde se desintegra su cadáver, su esqueleto (…) Pero, a decir verdad, tal vez fue la curiosidad lo que me llevó hasta allí, y también una especie de celos: ¿por qué, o mejor dicho, por quién colgó los hábitos? 19

La pregunta que subrayamos en la cita concluye por definir la instigación del viaje, la causa por la cual el protagonista es arrojado hacia ese momento decisivo en el que inicia su marcha hacia Lugano en el Tesino, el lugar de la sepultura.20 Enterado de manera vaga del derrotero de Ramírez a través de la versión divulgada por la congregación de franciscanos, demasiado sucinta, Bianciotti necesitaba saber más. Y necesitaba hacerlo menos por una curiosidad anodina que por el impulso de los celos. Ese que alguna vez colgó los hábitos en Roma después de su ordenación, lo hizo por alguien. La imagen del joven enamorado herido de muerte por el abandono del otro todavía reclama, a través del tiempo y la distancia, una explicación. Como si se tratara de un grito venido desde las profundidades a la manera de un “llamamiento íntimo de la inmensidad” (Bachelard 221) el interrogante vuelve con una fuerza inusitada: ¿Por quién –que no fue él-  el seminarista amado decidió cambiar su vida religiosa por la vida en el mundo? ¿Cómo fue que Héctor Ramírez formalizó un matrimonio después de haberlo rechazado a él justamente en nombre del celibato que impone la vida consagrada? La pregunta vuelve a dejar al protagonista en el lugar más vulnerable: el de quien no se resigna, el de quien no puede conformarse porque nunca ha dejado de ser presa de las fuerzas del enamoramiento.

El narrador-viajero afirma haber vacilado muchas veces durante el trayecto que lo llevaba al Tesino al no saber exactamente por qué estaba yendo a ese lugar.21 Sin embargo, la sospecha de la existencia de una razón que “superaba –dice- mi gusto por la clasificación” (Bianciotti 165) lo alentaba a seguir. En esta afirmación se lee la potencia de la motivación profunda -identificada con algo innombrable y secreto- para la consecución del viaje por amor.

Llegado finalmente a Lugano el viajero se encuentra con la Sra. Mombello, hermana de Giaccinta, la mujer con quien Ramírez se había casado. Ella lo llevaría al lugar de la sepultura y le relataría los pormenores de la vida de Ramírez desde su arribo a Roma hasta su muerte. Este es el momento del relato del viaje en el que se despliega lo que llamamos la serie de cavilaciones, las circunstancias, anécdotas y detalles que completan la materia narrable del relato de viaje. En Lugano, platicando con la Sra. Mombello, el viajero supo que Héctor Ramírez se había hecho llamar Sebastián desde su renuncia a la vida consagrada, que había conocido a Giaccinta, quince años mayor, que se había casado con ella, que habían ido a Suiza a pasar una Navidad con la familia de la esposa y que allí se quedó él una vez que ella lo abandonó, que había enfermado, que se sumió en una inmensa tristeza y que luego de su muerte, siguiendo el pedido de su última voluntad, fue echado a una fosa común en la capilla del cementerio.

Durante su segunda noche en Lugano el viajero consiguió cerrar la historia de amor a través de un sueño, cifra que otorga sentido a lo que el narrador hasta aquí denomina un “desatino” (viajar a la sepultura de un viejo amor). Con el acontecer del sueño, afirma Bianciotti, “se apaciguaba para siempre el escrúpulo de tener que terminar algo que a la muerte de Sebastián hubiera quedado inconcluso” (Bianciotti 193). Al introducir la anécdota del sueño la voz narradora señala la falta de relación entre ella y el viajero, manifestando, una vez más, la distancia, el intervalo o desconocimiento que se produce en ese momento del relato entre el narrador que cuenta lo que sucedió y el sujeto protagonista de la aventura del viaje.

El contenido del sueño resume la imagen que el viajero enamorado buscaba desde siempre: la de alguien –el amado- que recurre a él, deshecho de dolor. En una autopista, al borde del camino el viajero soñador ve un poste, un teléfono y un hombre que lo llama llorando para contarle la fatalidad de un accidente. A centenares de kilómetros de distancia el narrador lo oye y lo ve “como [en] una vieja película” y de pronto se encuentra “a este lado del sueño, sentado en la cama” con el rostro bañado en lágrimas y siente renacer en él al amor muerto que “se expande, más fuerte que el deseo de vivir” (Bianciotti 194).

Concluido el viaje al Tesino, dispuesto a regresar a París, el narrador, abrumado por los acontecimientos, entiende el peligro de confundir todo lo ocurrido, es decir, todo el viaje al Tesino, con una ilusión, una especie de sueño realizado:

Dejé el hotel y atravesé la plaza. El calor se volvía cada vez más denso y, allá abajo, el lago, tranquilo, parecía un valle sombrío. No tomaría el avión a París. Necesitaba salir poco a poco del Tesino, a fin de que el paisaje y la macabra enormidad de las informaciones recibidas en menos de cuarenta y ocho horas no me parecieran, al día siguiente, una ilusión.22

Al comienzo del parágrafo decíamos que los encuentros del escritor con Ruiz daban lugar a otro tipo de celebración, distinta a la que se le prodigó al escritor de regreso al país en los espacios de la Alianza Francesa y en la Universidad de Córdoba. La festividad a la que aludimos tiene que ver, precisamente, con el triunfo del amor. En un fragmento de la historia de vida de Bianciotti, las fuerzas del enamoramiento prolongan su poder con eficacia al punto de suscitar una salida hacia un destino remoto en busca de un nombre. La potencia de esta profunda motivación alcanza para que este narrador, tan dispuesto a contar cómo supo no dar pasos en falso en el camino de su vida dirigida hacia la consagración, propicie la aparición de una imagen singular: la de quien afirma al término del relato de su viaje por amor que “Nunca se sabe lo que el corazón nos obliga a emprender, ni adónde se nos conduce, arriesgándonos a vernos forzados a no ser ya nosotros mismos” (192).
 
 
Notas

1Sur salió regularmente y bajo la dirección de Victoria Ocampo desde 1931 hasta 1970 (número 350). Luego se publican sólo esporádicamente algunos números más. Para un estudio exhaustivo de la historia de la revista ver John King: Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura 1931-1970, México, FCE, 1986.

2“Mientras que en Argentina permanecía casi desconocido y se lo reconocía discretamente en España, se convertía en Francia en un autor consagrado (que obtiene, entre otros, el Premio Médicis [1977] a la mejor novela extranjera y el Gran Premio de la Academia Francesa [1996]) y un agente de legitimidad cultural gracias a su trabajo como crítico y cronista literario y como lector de las editoriales Gallimard y Grasset. Alberto Giodano. “Situación de Héctor Bianciotti: el escritor argentino y la tradición francesa”.Hispamérica Nº 84 (1999): 3-12.

3Los volúmenes que componen la trilogía autobiográfica son: Seules les larmes seront comtées, París, Grasset, 1992, (Lo que la noche le cuenta al día, Barcelona, Tusquets, 1993, traducción de Thomas Kauf); Le Pas si lent de l’amour, París, Grasset, 1995, (El paso tan lento del amor, Barcelona, Tusquets, 1996, traducción de Ernesto Schóo) y Comme la trace de l’oiseau dans l’air, País, Grasset, 1999 (Como la huella del pájaro en el aire, Barcelona, Tusquets, 2001, traducción de Ernesto Schoo).

4Para la consideración del viaje desde el punto de vista conceptual remitimos a Gustavo Bueno: “Homo viator. El viaje y el camino” Prólogo a Pedro Pisa. Caminos Reales de Asturias, Oviedo, Pentalfa, 2000,15-45.

5Bianciotti, Héctor. Como la huella…20-21

6Bianciotti, Héctor. Como la huella…31

7“Yo partí hacia el seminario, y luego a Europa, con una mano atrás y otra adelante. No daba noticias de mis andanzas, largo tiempo pésimas; ellos incluso [los hermanos] ignoraban en qué país estaba. Muchos años habían pasado cuando supieron por los diarios que yo escribía libros y, más tarde, que había abandonado la lengua de mi infancia”. Bianciotti, Héctor. Como la huella… 26.

8Ver al respecto Alberto Giordano: “Héctor Bianciotti: la autobiografía del escritor público” en Boletín/10 del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria (2002): 115-139.

9Bianciotti, Héctor. Como la huella…138.

10Bianciotti, Héctor. Como la huella… 100.

11Bianciotti, Héctor. Como la huella… 105.

12“Aunque la aventura es una forma de la vida que puede realizarse en una gran variedad de contenidos vitales (…) un contenido tiende por encima de los demás a revestir esta forma: el erótico.” Georg Simmel. “La aventura”. Sobre la aventura. Barcelona. Península. 2002. 29.

13“¿Te acuerdas de nuestra confraternidad de heresiarcas en agraz, de nuestras reuniones clandestinas, de ese día en que, en nombre de la poesía, pretendimos establecer la superioridad de santo Tomás de Aquino, el doctor angélico, y nada menos que la gloria de nuestros rivales, los dominicos, atribuyendo al primero el prodigio de haber analizado la naturaleza de los ángeles hasta suscitar la cuestión de sus relaciones con el espacio (…)?”. Héctor Bianciotti. Como la huella…147-148.

14“El enamorado sufre por lo mismo que goza, por lo que inventa el amor: la singularidad del amado. El deseo de proximidad transforma al otro en lejano; el deseo de intimidad lo transforma en extraño; el deseo de posesión, en inasible”. Alberto Giordano. “El infierno tan temido”. Razones de la crítica. Buenos Aires. Colihue.1999. 45.
15Bianciotti, Héctor. Como la huella…100-101.

16“La incertidumbre del vínculo amoroso provoca encanto pero también temor y recelo. Nada prueba, nada puede probar al enamorado que el otro, siempre distante e indescifrable, ama con tanta intensidad como él.” Alberto Giordano. “El infierno tan temido”. Razones de la crítica. Buenos Aires. Colihue. 1999. 45.

17Bianciotti, Héctor. Como la huella… 140-141.

18“Pero yo no podía creer lo que veían mis ojos: estaba ahí, en torpes letras de imprenta, escrito en ese papel de cartas, en el jeroglífico de mayúsculas en cuyo membrete me parecía ver una araña emboscada; y por más que miraba los trazos hechos por Ruiz para subrayar el nombre entre su enmarañada caligrafía, mis ojos no lo podían creer, yo no podía creer a mis ojos.”. Bianciotti, Héctor. Como la huella…144.

19Bianciotti, Héctor. Como la huella… 146.

20“No sé, Ruiz, si debo agradecerte que me hayas devuelto el nombre olvidado del amigo. Dos años después de nuestro curioso reencuentro y de tu meditado consentimiento a darme lo que yo te pedí, pienso en la complejidad del camino recorrido para arribar a un desenlace satisfactorio, si no para el corazón, para el espíritu, pese a la extravagancia del personaje y  las circunstancias que envolvieron la vida de Héctor Ramírez, nuestro condiscípulo, mi amigo”, Bianciotti, Héctor. Como la huella… 147.

21“A ratos olvidaba el motivo de mi viaje”. Héctor Bianciotti: Como la huella… 165.

22Bianciotti, Héctor. Como la huella… 196.
 
 
Bibliografía

Bianciotti, Héctor. Como la huella del pájaro en el aire. Barcelona. Tusquets. 2001.

Bachelard, Gaston. “La inmensidad íntima”. La poética del espacio. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica. 1993. 220-249.

Bajtin, Mijail. Teoría y estética de la novela.  Trabajos de investigación. Madrid, Taurus, 1989.

Giordano, Alberto. Razones de la crítica. Sobre literatura, ética y política. Buenos Aires. Colihue. 1999.

Simmel, Georg. Sobre la aventura. Barcelona. Península. 2002.

 
 

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