Nuevos imaginarios, nuevas representaciones. Algunas claves de lectura para los bestiarios latinoamericanos contemporáneos

Julieta Rebeca Yelin
Universidad Nacional de Rosario-CONICET
 
 
La génesis del tiempo

Parece haber un acuerdo tácito entre algunos de los intelectuales contemporáneos más relevantes acerca de la necesidad de volver a pensar el problema de la animalidad, esto es, de revisar el modo en que la tradición filosófica occidental ha asentado su reflexión sobre lo humano en un pensamiento del animal. John Berger, Gilles Deleuze y Felix Guattari, Giorgio Agamben y Jaques Derrida, entre otros, se han ocupado en las últimas décadas de dicha tradición, así como también de cuestiones –éticas, políticas, bio-políticas– vinculadas al devenir de la relación entre hombre y animal en la contemporaneidad. Asimismo, dentro del campo de los estudios historiográficos, en los últimos años se ha comenzado a crear un nuevo espacio disciplinar. Durante mucho tiempo, señala Michel Pastoreau, los animales fueron relegados a un anecdotario marginal e intrascendente que acompañaba a los verdaderos ‘temas’ de la historia, y a nadie se le ocurría que pudieran constituir alguna vez ellos mismos objeto de una investigación. Sin embargo, en los últimos veinte años, la situación ha cambiado: gracias a los trabajos de algunos pioneros, y a la colaboración de investigadores provenientes de otras disciplinas, como la arqueología,1 la antropología, la etnología, la lingüística o la zoología, el animal ha pasado a ocupar un lugar central dentro del campo de la historia, especialmente de lo que Pastoreau denomina la “historia simbólica”.2

Pero tanto la historia simbólica como la filosofía abocada al estudio diacrónico del pensamiento del animal se encuentran con una dificultad metodológica que, por otra parte, se impone también a cualquier intento de historización de lo humano; se trata del problema de la localización de un origen. Tal como señala Derrida, el inicio de la relación hombre-animal se alza sobre la paradoja de un “antes” o una prehistoria que, en realidad, al no poder ser pensada, es intemporal, o más bien eternamente contemporánea. Para salvar este obstáculo metodológico se ha establecido una anterioridad hipotética del animal que permite, a partir de la causalidad, situar un punto de origen. “El hombre está ‘después’ del animal, en los dos sentidos del término. Lo sigue. Este ‘después’ de la secuencia, de la consecuencia o de la persecución no está en el tiempo, no es temporal: es la génesis misma del tiempo.” (Derrida, L’animal 36) La relación hombre-animal es, pues, fundacional y a-histórica: marca un origen y al mismo tiempo lo mantiene oculto; en consecuencia, lo único que se puede historiar es la pregunta por la relación. De esta premisa parten los pensadores que hemos citado más arriba; lo interesante es que, aún asumiendo que la historia del pensamiento del animal es indisociable de la historia misma del pensamiento –pensamiento de sí y, en consecuencia, del otro del hombre–, reconocen un conjunto de evidencias indicativas de que esa historia atraviesa una fase crítica. Estas evidencias –en las que se incluyen sus propios estudios– apuntan fundamentalmente a señalar un truncamiento de la relación hombre-animal. Nos interesaría abordar aquí con más detenimiento la perspectiva de John Berger, para quien dicha crisis está asociada a la historia de una desaparición.
 
El lugar de los animales

En su ensayo “¿Por qué miramos a los animales?” Berger se propone reflexionar sobre el lugar de los animales en el imaginario del hombre contemporáneo. Y la idea de lugar no es aquí metafórica; la pregunta es, concretamente, ¿dónde están los animales en nuestros tiempos? ¿Por qué ya no podemos verlos? La respuesta aventura que los animales, tal como el hombre los ha conocido y representado a lo largo de milenios, han desaparecido, se han borrado de su horizonte. El vertiginoso crecimiento de las grandes urbes, el desarrollo de las industrias textil y alimenticia y la progresiva desaparición del campesinado son algunas de las causas de este distanciamiento que, más allá de toda nostalgia romántica, ha tenido efectos concretos sobre el devenir de la relación hombre-animal.

Ahora bien ¿en qué instancias de la vida cotidiana podemos constatar esa desaparición? Contemporáneamente a la etapa final y definitiva del proceso de desaparición, es decir, hacia inicios del siglo XIX, se puede observar la emergencia de nuevos significantes de lo animal. Berger dedica un artículo al zoológico público, verdadero monumento a la ausencia, a la imposibilidad moderna de “ver” a los animales, al fracaso final del encuentro.3

Mires como mires a esos animales, aún si el animal está contra los barrotes, a menos de un metro de distancia, mirando hacia afuera en dirección del público, estás viendo algo que se ha vuelto absolutamente marginal, y toda la concentración de la que puedas ser capaz no será nunca suficiente para volverlo central. (Berger, “Le zoo” 822)

Como un tipo más de museo –además de una clara afirmación del poder colonial moderno–, los zoológicos, desde su nacimiento a inicios del siglo XIX, se propusieron restituir aquella imagen del animal perdida a través de la rigurosa creación de catálogos vivientes que pudieran dar cuenta de la inmensa variedad del mundo natural. Estas reconstrucciones destinadas fundamentalmente a la instrucción de los niños se proponían mantener  presentes –visibles– esa vida paralela a la del hombre –así la define Berger–, al tiempo que firmaban su definitiva acta de defunción. Desligado de su medio natural, es decir, sometido a condiciones climáticas, lumínicas y alimenticias artificiales, el animal es separado de su conducta “natural” y, en respuesta a esa separación, asume una conducta privativamente humana: la indiferencia. La gente va al zoo a mirar a los animales pero en ningún momento puede encontrarse con su mirada, pues el aislamiento al que están sometidos los inmuniza contra todo contacto. “Este intercambio de miradas entre el hombre y el animal, que ha jugado un rol crucial en el desarrollo de las sociedades humanas y con el cual los hombres han convivido hasta hace menos de un siglo, se ha extinguido.” (Berger, “Le zoo” 823-4) El completo aislamiento, materializado por la jaula –o las fosas o cristales en muchos zoológicos modernos–, es el signo más concreto de la necesidad de restituir una separación perdida, una distancia que hacía posible la distinción y, con ella, la percepción.

Tan frecuentes como los sonidos de los animales en el zoo son los gritos de los niños que preguntan: ¿Dónde está? ¿Por qué no se mueve? ¿Está muerto? Se podría resumir así el sentimiento de gran parte de los visitantes: ¿por qué estos animales son menos de lo que pensaba?

¿Qué esperas? Esto que has venido a ver no es una cosa muerta, es un ser viviente. Dirige su propia vida. ¿Por qué eso debería coincidir con el hecho de ser claramente visible?

Otro importante significante de lo animal en nuestros tiempos es el de los juguetes realistas de temática animal. Según Berger, el interés de los niños por la iconografía animal es relativamente reciente: los animalitos rellenos de estopa, los juguetes de peluche con forma de oso, tigre o cocodrilo, tienen también su origen a principios del siglo XIX. En los siglos anteriores, la proporción de juguetes de temática animal era muy pequeña. Por otra parte, éstos no eran concebidos con una voluntad realista, sino que su función era, como en el bestiario medieval, eminentemente simbólica. Berger ejemplifica esta transformación a través del caballito de juguete: el antiguo era un simple palo con una cabeza rudimentaria sobre el que los niños cabalgan como si lo hicieran sobre el palo de una escoba; el moderno, una elaborada reproducción de un caballo, pintado de forma realista, con verdaderas riendas de cuero, un penacho de verdad y un movimiento que imitaba al del trote del animal de carne y hueso. El caballo de balancín fue un invento del siglo XIX. Estos juguetes realistas estuvieron orientados a cubrir un creciente vacío, el mismo que cubren, en las casas burguesas, los animales domésticos no vinculados a ninguna utilidad. En el pasado, las familias de todas las clases sociales tenían animales domésticos porque eran útiles: perros guardianes, de caza, gallinas, gatos ratoneros, etc. La costumbre de tener animales al margen de su utilidad es una innovación moderna y única en la historia, “Forma parte de esa reclusión universal, aunque individualizada, en la intimidad de la pequeña unidad familiar, decorada o amueblada con recuerdos del mundo exterior, que es una de las características propias de las sociedades de consumo”. (Berger, “¿Por qué miramos a los animales?” 19) Los animales del zoológico, las mascotas, las representaciones que proliferan en los medios de comunicación y en las artes no son, pues, más que meras evocaciones de la animalidad, imágenes de imágenes que cumplen una función meramente consoladora: hacer que los hombres no se sientan solos como especie.
 
Del animal-máquina a los campos de concentración

En la mayoría de las reflexiones sobre el tema, la crisis del imaginario animal se puede situar en el inicio de la Modernidad, y se consuma en menos de tres siglos: una línea que va, en la argumentación de Berger, de Descartes al Holocausto, es decir, de la primera reificación filosófica del animal a la más feroz experiencia contemporánea de reificación humana. Descartes redujo a los animales a meras máquinas; los románticos inventaron la nostalgia de una vida animal perdida, esclavizada y neutralizada;4 y la era de los inventos productivos naturalizó hasta tal punto la cosificación de los animales que la volvió casi imperceptible. Finalmente, la teoría de la evolución acabó incluso con la nostalgia, último síntoma del cambio, al convertir la idea de pérdida en un nuevo mito de origen. Trazando una línea de continuidad entre el mono y el hombre, suprimió el vacío que separaba ambas esferas; uniendo dos líneas que designaban naturalezas diferentes en una sola línea temporal evolutiva, transformó una diferencia de naturaleza en una de grado.5 Aunque aún no se ha reflexionado suficientemente sobre los efectos que este cambio, originado en la ciencia, tuvo sobre los imaginarios y los modos de representación de lo animal, sí es posible al menos asegurar que el establecimiento de una línea de “familiaridad” entre hombre y animal no estuvo acompañado de un mayor reconocimiento de los derechos de los animales, sino, por el contrario, de un cada vez más acelerado proceso de cosificación de los mismos, concebidos por el desarrollo de la técnica fundamentalmente como materia prima, como producto de transformación. Al mismo tiempo, el análisis exhaustivo del cuerpo y el comportamiento del animal que emprendió la ciencia positivista a través de la experimentación, anuló su dimensión desconocida, negándole todo misterio. El mundo animal se convirtió en el más cognoscible de los mundos.

Los descubrimientos y desarrollos en el ámbito de las ciencias provocaron, evidentemente, importantes transformaciones en las relaciones entre hombre y animal, pero también lo hicieron en las existentes entre los hombres cuyas diferencias (étnicas, religiosas, de género, etc.) eran interpretadas como diferencias de grado. La idea de que sea posible en el hombre una mayor o menor dosis de humanidad es, muy probablemente, heredera directa de una idea de gradación que, desde la Investigación sobre los animales de Aristóteles, recorre toda la historia del pensamiento de lo humano, y encuentra un potente punto de anclaje en la teoría de la evolución.6 Armelle Le Bras-Chopard (2000 10-16) calificó a estas posiciones, que sostienen una continuidad entre las especies, como tesis monistas; en oposición a las tesis dualistas, que defienden una diferencia de naturaleza entre hombre y animal. Éstas últimas han sido fundamentalmente sostenidas por el pensamiento cristiano, pese a las grandes resistencias opuestas a los resabios del paganismo. En El pueblo, Jules Michelet (2005) recuerda que en la Edad Media “el genio popular” no se detenía ante las “resistencias de la Iglesia”. El animal era comúnmente tratado “como una persona” e incluso tenía una “posición legal” en los famosos procesos de animales; podía figurar como testigo e incluso como culpable.7 La iglesia se vio obligada, pues, a buscar los medios para imponer este dualismo; uno de ellos fue el concilio de Trento, que subrayó la separación entre hombre y animal. Paradójicamente, fue la modernidad, estableciendo la exterioridad del hombre con respecto a la naturaleza, la que realizó, al margen de la religión y con el apoyo de la ciencia, el corte más radical entre hombre y bestia, del cual la teoría del animal-máquina de Descartes es la expresión más acabada.

Al igual que las tesis dualistas, las tesis monistas encontraron en la ciencia su cimiento más importante. Si bien el humanismo, representado fundamentalmente por Montaigne, había bregado por el reconocimiento de una ligazón entre hombres y animales basada en la semejanza8 –, en su afán de reivindicar a los animales, el problema de la diferencia entre hombre y animal hacia un lugar peligroso para la condición humana–,9 desde Darwin, la eliminación de la separación adquirió un estatus científico, y con él, el de una verdad inapelable:10 ya no habrá, en adelante, ninguna posibilidad de pensar al animal como a un otro radicalmente diferente; éste pasará a ser, como mínimo, un pariente lejano. Berger no hace ninguna referencia directa a Darwin, pero su reflexión está orientada a mostrar los efectos de la eliminación de la separación, de la distancia que hacía posible la convivencia entre hombres y animales, y, en este sentido, las tesis monistas están muy presentes en su argumentación, aunque ponga más el acento en el devenir histórico de los acontecimientos que en el de las ideas. En este sentido, para Berger existe una estrecha relación entre la paulatina desaparición de los animales de la vida cotidiana de los hombres y la emergencia de guetos humanos: si la diferenciación entre hombre y animal no es clara, ésta se traslada al interior de la humanidad, pues es necesario que alguien/algo ocupe el lugar del otro. La analogía entre esos espacios de marginación de determinados grupos sociales y los zoológicos da cuenta de esa posición.

Todos los lugares de marginación –guetos, villas miseria, manicomios, campos de concentración, tienen algo en común con el zoo. Pero es muy fácil y evasivo servirse del zoo como de un símbolo. El zoo pone de manifiesto las relaciones entre el hombre y el animal, y nada más. La marginación de los animales es contemporánea de la marginación y la liquidación de la única clase social que ha conservado a lo largo de la historia una relación de familiaridad con los animales, así como la sabiduría que acompaña esta familiaridad: el pequeño campesinado. Esta sabiduría se funda en la aceptación del dualismo que hay en el origen de la relación entre hombre y animal. El rechazo de este dualismo es sin duda uno de los factores decisivos en la apertura del camino a los totalitarismos modernos. (Berger, “Le zoo” 824)11

Es interesante que Berger asocie el proceso de desaparición de los animales con la apertura del camino de los regímenes totalitarios, no sólo porque implicaron una afirmación de identidad muy fuerte, sino fundamentalmente porque pusieron a una porción de la humanidad en ese lugar vacante. El sujeto marcado es sometido a un proceso de animalización, identificada, desde el inicio de los tiempos, con una falta, con la idea de una identidad inacabada. La posición animal puede, pues, ser ocupada por cualquier sujeto que de un modo u otro no se ajuste al concepto dominante de “hombre” que se ha construido históricamente. En efecto, tal como deja entrever Berger, hay un sorprendente paralelismo entre el desplazamiento del significante animal hacia objetos sustitutos consolatorios –animales domésticos, zoológicos públicos, circos– y el creciente proceso de animalización de determinados sujetos sociales. 12
 
Nuevos imaginarios, nuevas representaciones

Ahora bien, ¿qué efectos tuvo la desaparición de los animales en el campo de las representaciones?, ¿de qué modo la literatura “responde” a la crisis señalada por los pensadores contemporáneos? Nuestro trabajo con fábulas y bestiarios hispanoamericanos contemporáneos, a los que nos referiremos más adelante, nos permitió esbozar dos hipótesis de carácter general, que sin duda darán lugar a nuevos interrogantes y a nuevas hipótesis más acotadas. La primera de ellas se vincula al potencial simbólico de las figuraciones animales, y a la progresiva desaparición de ese plus de sentido que desde la prehistoria hizo posible la reelaboración del que quizás haya sido el primer símbolo iconográfico y la primera metáfora de la humanidad.13 La metáfora animal inauguró una era en la que el animal fue el granotro del hombre; así, no es extraño pensar que el fin de esa era esté signado por el advenimiento de la imposibilidad de la metáfora. La larga tradición artística y religiosa de la simbología animal, en la cual un animal valía por otra cosa –un hombre, una mujer, un dios, una virtud, un vicio, etc.– se vio afectada por el proceso de desaparición del animal de la vida cotidiana.

De ello se desprende nuestra segunda hipótesis: los animales han perdido la capacidad de metaforizar al hombre, han perdido su lugar simbólico frente al hombre, pero eso no significa que haya desaparecido la necesidad humana de seguir representándolos. Las representaciones debieron, pues, hacerse cargo de esa pérdida a través de la creación de nuevos modos de elaboración del imaginario, orientados a reterritorializar al animal, es decir, a otorgarle un nuevo espacio. Un espacio que, sin embargo, no pudo librarse de la impronta de las dos grandes corrientes de pensamiento del animal: por un lado, la vertiente de la humanización o psicologización del animal, ligada a las tesis monistas, y, por otro, la de reificación o cosificación del animal, vinculada a las tesis dualistas.

En los siguientes apartados realizaremos un rápido recorrido que va de la literatura europea de inicios del siglo XX a la literatura hispanoamericana de la segunda posguerra, con el fin de mostrar esta oscilación ideológica de los textos frente a la pregunta por el nuevo estatus del animal. Ahora bien, es importante tener en cuenta que esa interrogación implica, al mismo tiempo, una profunda interrogación acerca de lo humano. En efecto, el fenómeno de emergencia de numerosos relatos que construyen imaginarios de animales / de lo animal en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial en América Latina14 debe ser leído en el marco de una acentuación de la crisis –iniciada ya en el período de entreguerras– del humanismo en tanto ideología dominante en las culturas de Occidente. Desde este punto de vista, es posible pensar a estos relatos como respuestas literarias a un horizonte de crisis ideológico-cultural, a la vez que entender la opción por los imaginarios de animales como un modo literario de réplica a un conflicto que afecta directamente las concepciones vigentes acerca del hombre. La literaturaresponde a la crisis dando cuenta de las tensiones que la constituyen a partir del vasto campo de imaginarios de animales que pueblan los relatos y que, abordando de modos sumamente disímiles las relaciones hombre-animal, escenifican un conflicto cuyo núcleo es un vaciamiento de las ideas y los valores que sostenían las concepciones de lo humano.
 
Héroes animales

Lloran los gatos en la noche porque hubieran
querido nacer niños en vez de gatos
.15

 
En el ámbito literario, así como en el resto de los ámbitos en que aparecen, estos nuevos imaginarios de animales están cargados de ‘contenidos humanos’; esto no significa que posean una impronta moralizante, sino que han sido vaciados de todo contenido animal (aunque, innegablemente, ese contenido sea siempre una construcción humana), y sólo conservan su forma exterior. Se trata de hombres con aspecto de animal erguido –o con cabeza animal en el caso de las ilustraciones de Grandville, por ejemplo–16 o de animales dotados de una psicología humana, como en el caso de cierta vertiente de la novela de aventuras anglosajona y de la novela sentimental.

Estas nuevas figuraciones están lejos ya de remitir a un concepto moral o a una idea, e incluso a un tipo de identidad social (el trabajador, el perezoso, el pícaro). Se trataría de una colonización de las posibilidades semióticas del animal operada por la expansión de lo psicológico que, ciertamente, ya estaba presente en las alegorías animales de las fábulas clásicas, pero que se adquieren en el siglo XX un nuevo estatus. Este nuevo modo de significación de la psicologización animal podría estar ligado a la desarticulación de la alegoría clásica. En la fábula esópica el animal parlante formaba parte de una comunidad en la cual estaban representados todos los tipos de hombres, con sus virtudes y defectos, y cuya interacción ejemplificaba los modos de relación existentes en toda comunidad humana. Esa facultad sintetizadora ha dejado de operar en las representaciones, pues el animal ha sido separado de sus pares, de aquellos con los que se construía un sentido más amplio. En las nuevas ficciones el animal se halla completamente aislado de aquel marco alegórico y entra en relación con una comunidad humana. Y en ella él mismo deviene un sujeto: piensa, siente, se expresa. Es cierto que en ninguno de los ejemplos que daremos los animales hablan; pero, en efecto, ese es el único aspecto animal –además de la apariencia física– que conservan.

Es el caso de Buck, el perro de La llamada de la especie (The Call of the Wild, 1903) y de Colmillo Blanco, de la novela homónima (White Fang, 1906) de Jack London, de Flush, el spaniel de Elizabeth Barret que protagoniza la novela de Virginia Wolf (Flush, 1933) y de Saha, la gata de Colette (Le chatte, 1933).17 El hecho de que estas ficciones se sitúen en las primeras décadas del siglo XX, es decir, cuando los géneros en los que se inscriben comenzaban a encontrar sus límites y eran ya deconstruidos por la novela contemporánea,18 sugiere la posibilidad de que funcionaran como un modo de pervivencia de los mismos. Si las psicologías de los héroes de la novela de aventuras y de la novela sentimental resultaban ya por entonces algo obsoletas, la inclusión de un protagonista animal permitía sostener la verosimilitud, en tanto éste podía ser portador de una unidad racional y emotiva no problemáticas. Y, de ese modo, era posible darle un poco de oxígeno a esas formas “ingenuas” de la narración, volverlas nuevamente contemporáneas sin modificar sustancialmente nada.

En el caso de la novela de aventuras, la presencia del héroe animal no modifica en absoluto el registro realista del relato, ni tiene consecuencias sobre el éxito de la verosimilitud. Buck y Colmillo Blanco poseen todas las características del héroe ingenuo descrito por Mijail Bajtín en su trabajo sobre la relación entre el autor y el héroe en la novela:19 están dotados de todas las virtudes biográficas –valentía, honor, entereza, fidelidad, magnanimidad–, desean fervientemente vivenciar la aventura de la vida y aspiran a la gloria, es decir, desean ocupar un lugar en el mundo de los otros. Buck recorre ejemplarmente el camino del heroísmo: pasa de la cómoda e insípida vida doméstica en casa de un juez en el Estado de Santa Clara a la conquista de fama de perro invencible entre los buscadores de oro del norte; y con el tiempo llega a convertirse en una leyenda. Así, cumple con todos los requisitos del héroe clásico, incluso con aquel que prescribe la construcción de un carácter fundado en el linaje. En el héroe clásico, afirma Bajtín, la pregunta ¿quién soy? es reemplazada por ¿de dónde provengo?¿cuáles son mis raíces? La llamada de la especie es precisamente la respuesta a esa pregunta, y constituye en sí misma un destino. La relación directa entre carácter y destino, muy clara en los héroes animales de London, son el indicio más claro de la idea del héroe como totalidad de sentido, del héroe en que lo exterior –destino– y lo interior –carácter– tienden a coincidir plenamente. El héroe clásico no tiene sino que es un destino. Buck, al igual que Colmillo blanco, son ejemplos de la supervivencia del héroe ingenuo en la novela del siglo XX.

Algo similar sucede en La gata y en Flush, ambas escritas en 1933, en París y en Londres, respectivamente. Se trata de dos novelas sentimentales sorprendentemente parecidas, en las que las clásicas historias de amor se abisman en una triangulación no muy convencional: la pasión por un gato, el amor por un perro. En La gata, de Colette, Alain, recién casado con su antigua novia Camille, se muda provisoriamente a casa de un amigo mientras los obreros terminan de construir su futura casa conyugal, pegada a la de su madre. Al poco tiempo, Alain decide, contra la voluntad de Camille, mudar también con ellos a la gata Saha. La presencia del animal desencadena una creciente tensión de celos y violencia en la pareja, que culmina con una tentativa de Camille de eliminar a su rival. Saha es arrojada por el balcón, y sobrevive de milagro. Alain lo descubre y regresa esa misma noche a la casa materna, a su jardín edénico de la infancia, con Saha en una cajita. La vida en común con Camille no tiene camino de retorno. La historia de Flush, de Virginia Woolf, no tiene un cariz tan trágico, pero el conflicto es más o menos el mismo: la poeta Elizabeth Barret, postrada en su habitación de Wimpole Street, recibe un pequeño spaniel como animal de compañía. Ella y Flush pasan las horas en el sofá, se miran, miran por la ventana, comparten la cena, esperan. Hasta que comienzan a llegar las cartas, y luego la imponente presencia de Robert Browning, futuro esposo de Barret, con su deslumbrante conversación y sus guantes color limón. Flush se siente  abandonado y decide atacar a Browning, pero, a diferencia deLa gata, el suceso no pasa de una mordida de tobillo. Flush es castigado, se deprime, recapacita, se retracta aceptando un pastelito de Browning y allí van los tres felices a vivir a Italia la vida en colores, donde, fuera del dominio paterno, Barret se recupera completamente de su ‘enfermedad’.

Como se puede percibir con el sólo relato de las tramas, no hay una perspectiva animal en las novelas de London, ni en Flush ni en La gata, sino la construcción de una hipotética conciencia animal, total y tranquilizadora. Precisamente en el momento en que la filosofía y las nuevas ciencias dedicadas al estudio de la fauna intentaban construir las bases de un pensamiento riguroso de lo animal, como en el caso de la zoología contemporánea de Hans Driesch, de Karl von Baer, de Johannes Müller y, fundamentalmente, del barón Jacob von Uexküll, cuyas investigaciones acerca del ambiente animal promueven el abandono de cualquier perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida y la deshumanización radical de la imagen de la naturaleza.20 Las teorías de Uexküll fueron de vital importancia para la filosofía heideggeriana, que conceptualizó el punto de vista animal a través de la idea de pobreza de mundo (Weltarmut). Esta perspectiva es pensada por Heidegger en relación con la posición del hombre, formador de mundo (Weltbildend) y hace posible la estructura del Dasein –ser-en-el-mundo–, es decir, la de una apertura de lo viviente, que sólo acontece en el hombre.

Lejos de toda pobreza de mundo, los héroes de animales de las novelas a las que nos hemos referido retoman, en este sentido, la perspectiva del humanismo de Montaigne: se comportan “como si” fueran hombres y ven el mundo a través de ojos humanos. Son los animales del sueño humanista. En términos literarios, esta tranquilizadora ecuación filosófica se convierte en un pacto de verosimilitud: este perro, este gato, que exteriormente es un animal, está dotado de una conciencia humana, y nada de lo humano le es extraño. Puede, por tanto, inspirar emociones humanas, asegurando no poner jamás en cuestión la naturaleza del pacto.
 
Bestias-objeto

Pues había tal amor humilde en mantenerseapenas
carne, tan dulce martirio en no saberpensar.
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La vertiente de la reificación o cosificación del animal –ligada a las tesis dualistas–, encuentra sus referentes fundamentales en dos fenómenos urbanos contemporáneos muy concretos: los animales domésticos sin utilidad práctica –esterilizados o sexualmente aislados, limitados en sus movimientos y alimentados con productos artificiales–, y los animales salvajes en cautiverio en instituciones públicas o actividades privadas –el zoo, el circo, los documentales, los shows televisivos, etc. Estas nuevas modalidades de relación –o, más bien, de no-relación– entre hombre y animal tienen resonancias significativas en la producción artística contemporánea. Pensemos, por dar un ejemplo extraliterario, en los inquietantes fetos de mamíferos embutidos en tuberías por Nicola Costantino, que hacen patente de un modo brutal el imaginario del animal como mera materia generado por el desarrollo de la moderna industria alimenticia, y que muestran, al mismo tiempo, los mil matices de esa materialidad, su dimensión estética.22

Dentro de las manifestaciones literarias, hallamos los inquietantes relatos domésticos en los que aparece tematizada la mascota como objeto de amor. En “Mimoso”, de Silvina Ocampo, la protagonista decide momificar a su perrito faldero, pidiéndole al embalsamador que lo ponga “sentadito, con las patitas cruzadas” (Ocampo 197). Aunque la muerte del perro es vivida por la mujer como una tragedia, el cambio de estado del animal no tiene, en lo concreto, demasiadas consecuencias para su dueña; por el contrario, le hace la vida más fácil. “Mercedes era más feliz con el perro embalsamado que con el perro vivo; no le daba de comer, no tenía que sacarlo para que orinara, ni tenía que bañarlo, no le ensuciaba la casa ni le mordía el felpudo.” (199-200) El estatus de Mimoso, ciertamente, no varía, sigue siendo el mismo animal-fetiche que era cuando estaba vivo; en tanto pura imagen, es una entidad inmortal.

Pensemos también en la serie de relatos que tematizan el zoo, ese verdadero mausoleo conmemorativo de la animalidad. El Bestiario de Juan José Arreola, producto de sus repetidas visitas al Zoológico de Chapultepec en compañía de Héctor Xavier –autor de las ilustraciones que acompañan la lujosa edición realizada por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1959– describe en pequeñas prosas poéticas a cada uno los animales. Éstos son presentados como un rico catálogo de vida fuera de uso, reliquias de un pasado lejano conservadas dentro de las jaulas, solas y extemporáneas. Así, ante el hipopótamo, ese “Buey neumático” “jubilado por la naturaleza”, se pregunta: “¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia?” (Arreola 98). Aquí, y en el resto de las metáforas, los animales son comparados con objetos, con fragmentos o engranajes de máquinas en desuso. Escribe del rinoceronte: “Ya en cautiverio, el rinoceronte es una bestia melancólica y oxidada. Su cuerpo de muchas piezas ha sido armado en los derrumbaderos de la prehistoria, con láminas de cuero troqueladas bajo la presión de los niveles geológicos.” (80) Y del elefante: “Viene desde el fondo de las edades y es el último modelo terrestre de maquinaria pesada, envuelto en su funda de lona”. (91)

La escena del encuentro con el animal en estos textos de Arreola es la del fracaso. Al concebir el zoo como un museo, el Bestiario es un verdadero homenaje a la desaparición, es decir, a la imposibilidad de ver en los animales más que un recuerdo, una vaga imagen de lo que alguna vez fueron y significaron para el hombre. La metáfora animal, que alguna vez tuvo la capacidad de hablar de lo humano de modo tan eficaz, se orienta hacia el terreno de lo inanimado, y más aún, de lo caduco.
 
Desterritorializaciones

Ama al prójimo porcino y gallináceo, que trota gozoso
a los crasos paraísos de la posesión animal.
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La reificación y la humanización serían, entonces, de modo bastante esquemático, dos formas en que se podría pensar la respuesta literaria –y artística en general– al fenómeno de desaparición del animal denunciado por la filosofía. Pero existe, creemos, una tercera vertiente –quizás la más interesante en cuanto a sus efectos propiamente literarios– que da cuenta del fracaso de todo intento de territorialización. Una posición frente al animal que, desconfiando del éxito de las relaciones fetichistas o psicologizantes, escenifican un posible encuentro con éste en tanto tal. Estas experiencias tienen como condición la exposición de la diferencia entre hombre y animal; imperceptible en la otras dos vertientes, pues ni con el animal-objeto ni con el animal-humano hay posibilidad alguna de encuentrogenuino. El señalamiento de la diferencia muestra también una zona común, un espacio que, siguiendo a Víctor Turner, podríamos denominar transicional.24 Un lugarni hombre ni animal que, sin embargo, es –en un momento imposible de medir, relatar o fotografiar– habitado por ambos, que se sitúa exactamente entre ambos. Ya sea en un cruce de miradas, en una metamorfosis, en la experiencia de lo terrorífico o lo siniestro, es posible percibir que el vínculo hombre-animal es problematizado y que algo del orden de lo animal aparece íntimamente vinculado a lo humano. Quizás el concepto que mejor posibilite una aproximación a estas escenas es el dedevenir animal formulado por Deleuze y Guattari,25 que define la animalización como un proceso al que se encuentra sujeto eternamente el hombre, y a su incapacidad de experimentarlo; es decir, de dar cuenta de ello mediante las representaciones. Es importante tener en cuenta que estos diferentes posicionamientos frente al imaginario animal no se corresponden necesariamente con textos ni con proyectos autorales, sino que, por decirlo de algún modo, participan de ellos, los atraviesan, los pueblan de incertidumbres y contradicciones.

Hay en la literatura latinoamericana interesantes textos en los que se fabula con esas escenas de encuentro, en las que la mirada, a la que Berger da tanta importancia en su análisis, ocupa un lugar central. En ellos se tematizan esas nuevas e inquietantes “imágenes” de los animales en la vida urbana. Nos detendremos aquí sólo en dos relatos que creemos permiten acercarse al problema. Uno de ellos es “Isis” de Silvina Ocampo. En él, una niña que padece una especie de autismo se metamorfosea y “desaparece” al cruzar la mirada con un animal del zoo al que había observado largo tiempo desde su ventana. La escena ocurre cuando la narradora, vecina de la niña, la lleva a dar un paseo por el jardín zoológico: Isis se detiene a mirar un animal en cuyos ojos se refleja la imagen de ambas, un animal que –y esto, como veremos enseguida, es central– “no parecía real sino dibujado en la arena” (Ocampo 1999 365). Desde el ángulo del jardín en el que están situadas, la narradora advierte que se divisa la ventana a la que se asomaba Isis cada día y comprende “que ése era el animal que ella había contemplado y que la había contemplado”.

–Dame la mano– dije a Isis. Y me dio una mano que fue cubriéndose paulatinamente de pelos y de pezuñas. No quise verla mientras se transformaba. Cuando me volví para mirarla vi un montón de ropa que estaba ya en el suelo. La busqué. La esperé. La perdí.” (365)

En “Azabache”, también de Silvina Ocampo, un hombre internado en un manicomio relata su pasión por Aurelia, una criada que amaba los caballos y que, a lo largo del relato, deviene ella misma una mujer-caballo: tenía el pelo negro y lacio “como las crines”, su risa era “como un relincho” y comía terrones de azúcar. La animalización de Aurelia aparece en el relato como un destino ineluctable, que arrastra también el destino del narrador. Una tarde, éste encuentra a su mujer hablando de caballos con un vagabundo y decide encerrarla en casa, y explicarle de qué modo mueren la gente y los animales en los cangrejales. Aurelia escapa rumbo a la costa y se interna en el barro, hasta divisar a Azabache, su caballo más querido. El narrador la toma del brazo y comienza a hundirse con ella. El relato termina con una escena de agonía, en el que la mujer y el caballo finalmente se encuentran:

Durante algunos momentos creí que yo iba a morir. Le miré los ojos y vi esa luz extraña que tienen los ojos agonizantes: vi el caballo reflejado en ellos. Le solté el brazo. Esperé hasta el alba, deslizándome como un gusano sobre la superficie asquerosa del cangrejal, el final, sin fin para mí, de Aurelia y de Azabache, que se hundieron. (Ocampo 245)

Otra poderosa imagen de disolución subjetiva se lee en el relato “El búfalo” de Clarice Lispector. Una muchacha llena de rabia por un desengaño amoroso busca entre los animales del zoo un aprendizaje que le permita mutar su pena en odio. Pero en el zoo no ve más que escenas que interpreta como de amor y ternura, no encuentra nada de lo que cree propiamente animal en las bestias enjauladas. Decepcionada, una y otra vez se acerca a las rejas, baja la mirada, camina hasta otra jaula, no encuentra nada. Le parece que es ella la que está siendo expuesta, que es ella la observada, la que se convierte en objeto.

La frente estaba tan apoyada en las rejas que por un instante le pareció que ella estaba enjaulada y que un cuatí libre la examinaba.
La jaula estaba siempre del lado en el que ella se encontraba: dio un gemido que pareció venir de la suela de sus pies. Después, otro gemido. (Lispector, Cuentos reunidos 145)

 El contraste entre la fantasía de encuentro –o el cambio de posición– y la realidad que señala siempre el afuera de la jaula, la imposibilidad del contacto, puede ser leído en la recurrencia de la preposición adversativa “pero”: “Pero era primavera”, “Pero eso es amor”, “Pero la jirafa era una virgen de trenzas recién cortadas”, “Pero no era en el pecho donde ella mataría”, “Pero no al camello de estopa”, etc. Ese pero señala una silenciada resistencia, que sólo se abandona al final del relato, cuando la muchacha se encuentra con la mirada del búfalo: una mirada que, al establecer un encuentro, provoca un doble asesinato. Esa “muerte” simbólica del sujeto aparece en el relato como un desmayo, una pérdida de conciencia, una entrega que, otra vez, se manifiesta con la imagen del cambio de posición, de pasar a estar presa:

Presa como si su mano se hubiese pegado para siempre al puñal que ella misma había clavado. Presa, mientras resbalaba hechizada a lo largo de las rejas. En tan lento vértigo que antes de que el cuerpo golpeara suavemente, la mujer vio el cielo entero y un búfalo. (Lispector, Cuentos reunidos 149)

Imposible no pensar en la escena final de Un corazón simple de Gustav Flaubert, nouvelle en la que Felicité, pobre criada de una familia burguesa, ve, un instante antes de morir, la imagen de un loro gigante planeando sobre su cabeza. Es la imagen de su loro, Loulou, que había huido tiempo atrás dejándola completamente sola. Se sabe que Flaubert tomó prestado del Museo de Ruen un loro con el fin de, en sus propias palabras, llenarse el cerebro de la idea “loro”. La anécdota, citada en muchas ocasiones como prueba de la escrupulosidad realista de Flaubert, refuerza aún más el efecto del final místico en el que Felicité tiene una visión religiosa en el trance de la muerte. En ese estado transicional la criada ve sobre su cabeza, “en el cielo entreabierto” –al igual que la heroína de Lispector– al loro, pero no al loro del museo de Ruen, sino a la idea “loro” con que Flaubert deseaba llenarse la cabeza, esa especie de puerta de pasaje a la animalidad; la misma que espera a Isis en ese animal irreal y a Aurora en Azabache; la misma que se abre en la mirada del búfalo de Lispector. Y Lispector es, quizás, la escritora que reflexionó más lúcidamente sobre esa apertura:

Pero a veces me erizo ante un bicho. Sí, a veces siento el mudo grito ancestral dentro de mí al estar con ellos: me parece que ya no sé quién es el animal, si yo o el bicho, y me confundo toda, me quedo con miedo de encarar mis propios instintos apagados que, ante el bicho, me veo obligada a asumir, exigentes como son, qué se ha de hacer, pobres de nosotros. Conocí a una mujer que humanizaba los bichos, conversando con ellos, prestándoles sus propias características. Pero yo no humanizo a los bichos, creo que es una ofensa –hay que respetarles la naturaleza– soy yo quien me animalizo. No es difícil, viene de un modo simple, es sólo no luchar en contra, es sólo entregarse. (Lispector, Revelación de un mundo 253-254)

 
 
Notas

1 En la introducción a Origen de los animales domésticos (1996), Priscila Burcher de Uribe afirma: “Durante mucho tiempo esta temática fue desconocida por los arqueólogos, quienes se dedicaron a otro tipo de descubrimientos, dejando de lado una evidencia tan importante como los restos de fauna; afortunadamente la situación ha cambiado en los últimos años, porque se han realizado investigaciones y descubrimientos importantes que permiten conocer el proceso de domesticación.” (p. xii)

2 “En la actualidad, incluso, su estudio ocupa uno de los primeros lugares en las investigaciones y se encuentra en el cruce de varias disciplinas. En efecto, no puede ser sino ‘transdocumental’ y ‘transdisciplinario’, dos adjetivos que, es cierto, hoy están un poco desgastados a raíz del uso abusivo que se ha hecho de ellos, pero que califican perfectamente a las investigaciones que debe realizar todo historiador que se interese por el animal. Considerado según su relación con el hombre, el animal atañe a todos los grandes temas de la historia social, económica, material, cultural, religiosa, jurídica y simbólica.” (Pastoreau 2006: 27)

3 El Jardín des Plantes fue fundado en 1793, el zoo de Londres en 1828 y el de Berlín en 1844.

4 “En el mismo grado en que el hombre se ha alzado por encima del estado de naturales, han caído los animales por debajo de ésta: conquistados y convertidos en esclavos, o tratados como rebeldes y diseminados por la fuerza, sus sociedades han desaparecido, su industria se ha vuelto improductiva, sus artes, todavía vacilantes, se han desvanecido (…)” Georges Louis Leclerc Buffon, citado por Berger (2001).

5 En este punto la teoría darwiniana se emparienta de modo bastante directo con la aristotélica. Cuando Aristóteles considera el ámbito de la naturaleza (phúsis) y se refiere a las relaciones entre los diferentes seres vivos, presenta una concepción de lo humano que no difiere de la consideración del resto de los vivientes. Para el inmenso cuadro aristotélico de los seres vivos el hombre es hombre del mismo modo en que el perro es perro y la planta es planta; puesto que si bien existe una gradación desde los vivientes más simples a los más complejos –una escala natural que también establece una continuidad entre los no vivientes y los vivientes–, ello no implica la existencia de una diferencia radical que permita oponer el hombre al resto de los seres. En cuanto a la relación entre hombre y bestia, ambos son considerados animales cuyas diferentes potencialidades permiten establecer una distinción de grado, de intensidad.

6 Véase: Mayr, Ernst: Darwin et la pensée moderne de l’evolution, Paris, Odile Jacob, 1993.

7 Sobre la participación de los animales en lo procesos judiciales medievales véase: “Los juicios contra animales. ¿Una justicia ejemplar?”, en M. Pastoreau (2006), pp. 27-50.

8 “Es por la vanidad de esa misma imaginación por lo que [el hombre] se iguala a Dios, se atribuye cualidades divinas, se elige a sí mismo y se separa de la multitud de las demás criaturas, divide las raciones para los animales sus congéneres y compañeros y les reparte la porción de facultades y de fuerzas que a él le parece. ¿Cómo conoce, mediante el esfuerzo de su inteligencia, los movimientos internos y secretos de los animales? ¿De qué comparación entre ellos y nosotros deduce la necedad que les atribuye? Cuando juego con mi gata, ¿quién sabe si no me utiliza ella para pasar el rato más que yo a ella? (…) Todo esto lo expongo para defender la semejanza que hay entre las cosas de las bestias y las humanas, y para aconsejar que nos unamos a los otros seres vivos, ya que no valemos más ni menos que los restantes”. “Apología de Raimundo Sabunde”, en M. de Montaigne (1987), pp. 149-150.

9 “Mas es que este animal [el elefante] está tan cerca, por muchas otras acciones, de la inteligencia humana, que si quisiera seguir lo que la experiencia enseña acerca de ellos, llegaría con toda facilidad a lo que siempre sostengo, que hay más diferencia entre ciertos hombres y ciertos otros que entre ciertos animales y ciertos hombres” (Montaigne 1987: 166-167).

10 Un buen ejemplo de la impronta del evolucionismo en los desarrollos científicos del siglo XX lo constituye la obra de Sigmund Freud, quien manifiesta su interés por el pensamiento darwiniano mediante la apropiación de algunos de los principios fundamentales de dicha teoría. Ésta, según Freud, derribó al fin la barrera que había sido arrogantemente levantada entre hombre y bestia. Freud toma la idea de que todo organismo repite los estadios de su evolución, volviendo a escenificar la historia de las especies en el proceso de su individuación y la aplica a la interpretación de los sueños, que es, dentro de su teoría, una de las vías principales de encuentro entre el sujeto y su pasado más remoto. El sueño –afirma– es un perfecto ejemplo de regresión a la condición primitiva del soñante, un retorno a su infancia. Detrás de esa infancia del individuo se halla la imagen de una infancia filogenética, una imagen de la raza humana, de la cual el individuo es una recapitulación abreviada. Tras el trabajo del sueño se vislumbra el mundo animal, que establece una suerte de topografía originaria compartida por hombres y animales. Sobre el tema véase: Lippit (1998).

11 En todos los casos en que se cita este artículo la traducción es nuestra.

12 Quizás sea aquí necesaria una precisión acerca de la utilización que Berger hace del término “familiaridad” para describir la relación entre la clase campesina y los animales, ya que podría alimentar el equívoco de pensar en la preservación de una relación de continuidad: se trata precisamente de lo contrario: el campesinado puede conservar una relación con el animal en tanto puede seguir percibiéndolo como otro; cercano, familiar, necesario, pero diferente. Diferente de un modo en el cual no puede diferenciarse ningún hombre de otro.

13 Véase: Jaffé, A. “El simbolismo en las artes visuales”, en C. G. Jung (1981).

14 Consignamos aquí los más importantes, aunque sólo podremos referirnos a algunos de ellos en el presente trabajo: Bestiario (1951) de Julio Cortázar (Argentina); Mundo animal (1953) de Antonio Di Benedetto (Argentina); La furia (1959) y Las invitadas (1961) de Silvina Ocampo (Argentina); Confabulario (1952) y Bestiario (1959) de Juan José Arreola (México); Las hormigas viajan de noche (1956) de Antonio Márquez Salas (Venezuela); Alguns contos (1952); Laços de família (1960) y A legião estrangeira (1964) de Clarice Lispector (Brasil); Sagarana (1946), Primeiras estórias (1962) y Tutaméia (1967) de Joao Guimaraes Rosa (Brasil); La oveja negra y demás fábulas (1969) de Augusto Monterroso (Guatemala).

15 Ramón Gómez de la Serna, Bestiario de greguerías, Madrid, ACVF Editorial, 2007.

16 Véase: Grandville (1984), Vida privada y pública de los animales,  Madrid, Anaya.

17 Las ediciones con las que trabajamos se consignan en la bibliografía.

18 En esas mismas décadas se escribieron algunas de las novelas que pusieron en crisis, mediante diversos procedimientos, pero fundamentalmente mediante la fragmentación de la perspectiva de la narración, el modelo de la novela clásica realista: En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (1913-1927); Ulises de James Joyce (1922), Las olas de Virginia Wolf (1931), ¡Absalón, Absalón! De William Faulkner (1936), entre otras.

19 “Autor y personaje en la actividad estética”, en Estética de la creación verbal.

20 Véase: Agamben, G., “Umwelt” y “Garrapata”, en Lo abierto. El hombre y el animal, Valencia, Ed. Pre-Textos, 2005.

21 Clarice Lispector, “El búfalo”, en Cuentos reunidos, Madrid, Alfaguara, 2002.

22 http://www.nicolacostantino.com.ar/obras/pipe/index.html

23 Juan José Arreola, “Prólogo” a Bestiario, en Narrativa Completa, México, Alfaguara, 1997.

24 Véase Turner, V. (1967).

25 “1730. Devenir-intenso, devenir-animal, devenir-imperceptible…”, en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1988.
 
 
Bibliografía

Agamben, Giorgio. Lo abiertoLo humano y lo animal, Valencia, Pre-textos, 2005.

Aristóteles, Investigación sobre los animales. Barcelona, Círculo de lectores, 1996.

Arreola, Juan José. “Prólogo” a Bestiario, en Punta de plata (con ilustraciones de Héctor Xavier), Universidad Nacional Autónoma de México, 1959.

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Bajtín, Mijail. “Autor y personaje en la actividad estética”, en Estética de la creación verbal, Bs. As., Siglo XXI, 1982.

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Woolf, Virginia, Flush: una biografía, Barcelona, Destino, 1988.

 
 

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