Suicidas y sobrevivientes en los márgenes del ensayo latinoamericano

Francisco Javier Sangrador Martínez
Yale University
 
 
El suicida es un crítico que reniega de su oficio.
Alfonso Reyes
 
 
Después de examinar una serie bastante diversa de textos durante un curso de literatura dedicado al ensayo en Latinoamérica, nos daba la impresión de que cuanto más se alejaban aquellas obras de lo que considerábamos el “epicentro” del género ensayístico latinoamericano, mayor voluntad mostraban sus autores por erigir un “canon” literario para sus lectores. En el epicentro del género situábamos obras de autores como Octavio Paz, Martínez Estrada o Mariátegui, con un denominador común que definimos como la multidisciplinariedad, es decir la intención de dar cabida dentro de las argumentaciones propias de un ensayo literario a estilos discursivos, métodos, fuentes y autoridades pertenecientes a especialidades tan diversas como la Antropología, la Sociología o la Ciencia Política. El laberinto de la soledad, Radiografía de la pampa o Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana son títulos que actualmente, desde un punto de vista académico, podríamos considerar como precedentes del polifacético “estudio cultural”. A diferencia de ellos, y como hecho paradójico, descubríamos que las obras que a duras penas lográbamos encasillar dentro del marbete “ensayo” —los textos políticos circunstanciales y, especialmente, los de crítica literaria— exhibían una mayor estrechez de miras. Era como si quisieran reivindicar su dudosa pertenencia al género ensayístico circunscribiéndose casi en exclusividad al ámbito de la literatura y de lo literario. Su recurso predilecto, muy en consonancia con esa actitud conservadora, era la señalización de una serie de obras literarias, de una especie de canon prestigioso que actuase como la garantía de su entidad dentro de lo que hoy se sigue considerando como “literatura”.Para ahondar en esa virtual contradicción, el propósito de este artículo será investigar las motivaciones teóricas que podrían haber estado alimentando esa manía por canonizar obras ajenas que padecen los escritores latinoamericanos a punto de “caerse” del género ensayístico. Pondremos sobre la mesa de pruebas dos grupos de textos marginales de espectro, en principio, muy diferente: los de los profesionales de la crítica literaria de las primeras décadas del siglo y los del Subcomandante Insurgente Marcos.
 
1. La “inteligencia” latinoamericana ante el declive profesional del crítico literario: Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Victoria Ocampo

En los principios del siglo XX la crítica literaria, heredera de modos y costumbres decimonónicos, se vio en la mayor crisis de identidad de su historia. Los avances técnicos en la industria de la imprenta y los cambios en la estructura social que quedaron fijados especialmente en la Europa de Entreguerras, provocaron una popularización sin precedentes de la literatura y una súbita desubicación del libro de su antiguo lugar como objeto de alta cultura. En pocos años la obra literaria pasó a ser un producto de consumo masivo accesible, sin necesidad de mediación alguna, a un público cada vez más amplio. En consecuencia la figura del crítico literario como guía intelectual de los lectores empieza a tambalearse, entre otras cosas porque las instancias que antes lo autorizaban en esa posición distinguida (los diarios, las revistas literarias, los ateneos) son las mismas que ahora se dedican a auspiciar la apertura del mercado editorial. En España, a pesar de su localización geográfica y culturalmente excéntrica, este fenómeno se observa de forma simultánea al resto del continente. Baste como demostración este comentario extraído del estudio Controversias sobre la novela en España. 1908-1939, de Luis Fernández Cifuentes:

En la prensa de aquel momento y en los libros menos caros de antiguas colecciones se mezcló sin pudor el papel de diversos tonos y aprestos, de calidad muy mala, en general. Surgieron colecciones nuevas, simplificadas, próximas al libro de bolsillo, de gran tirada y bajo precio, dispuestas a cubrir los intereses del mayor número de lectores. Díez Canedo escribe en febrero de 1918 (…): “Sin contar las innumerables colecciones que en todos los países difunden, no siempre con buen criterio, las obras maestras de la literatura, y dejando aparte la misión del periódico, muchos escritores acercan hoy al público las primicias de su labor como antes no lo hacían. Aun en Inglaterra, país en que los libros originales se suelen vender a altos precios, los poetas mejores empiezan a adoptar para sus versos las formas de ‘chapbook’ o ‘broadside’, en todo análogos a las de nuestra literatura ‘de cordel’.” (127) 1

Así pues, en la periférica España como en la Inglaterra axial de los tardíos años diez “la misión del periódico”, o sea la misión magistral del crítico como agente intermediario entre el escritor y sus lectores, comienza a desvanecerse. Su oficio está dejando de tener una función en la sociedad por culpa de la invasión incontrolable de publicaciones baratas que poco a poco el lector selecciona y consume preocupándose menos por consultar a los especialistas que por dar gusto a sus inquietudes personales. En tal tesitura, la reacción de dichos profesionales de la crítica es la de luchar por mantener en pie los ideales de una estética prestigiosa, intentando conservar aquella posición intelectual aventajada que los había hecho útiles hasta hacía poco tiempo. Y lo interesante es que esta actitud se vuelve unánime entre críticos venidos de todas las partes del mundo, independientemente de las preferencias políticas de cada uno. Incluso aquellos letrados latinoamericanos que disfrutaron de cierta influencia en los círculos literarios europeos, lejos de aprovechar su originalidad cultural para fomentar una adaptación del crítico de oficio a las nuevas exigencias del mercado libresco, demuestran reproducir en sus textos los posicionamientos ideológicos de sus colegas más rancios en la “metrópoli”. 2 Nombres como el de Alfonso Reyes, Ocampo o Henríquez Ureña se sumaron con aspaviento a la contracorriente que aborrecía la masificación natural de la literatura. Su arma favorita, como ya dijimos, fue la defensa de un canon de obras ética y estéticamente “recomendables”, del que quedaban excluidos por un lado los autores populacheros, es decir los más favorecidos por el beneplácito de la mayorías, y por el otro los innovadores, los vanguardistas. Una vez más, el extrarradio cultural actuaba como fuerza centrípeta.

(…)

En el ambiente intelectual de la España de los diez se dio un caso francamente paradigmático. Me refiero al encarnizado debate que convocó en los medios de comunicación al escritor de novelas “galantes” Felipe Trigo y a los críticos literarios que lo despreciaban. Entre ellos el mexicano Alfonso Reyes, autor de un libro de ensayos titulado El suicida, que se publicó en 1917 estando todavía caliente el cuerpo de quien seguramente fue el mayor “bestseller” de la literatura peninsular de todos los tiempos. El gran pecado de Felipe Trigo, además de haberse quitado la vida cuando ya se había convertido en el escritor más rico y más famoso del país, fue haber intentado justificar su éxito de ventas con una serie de textos programáticos donde defendía la total libertad del público para elegir las obras que más se acomodasen a su gusto personal. El perito literario, según se había atrevido a publicar el novelista, era una especie en vías de extinción cuya única actividad en aquel momento parecía ser la de hacer ostentación fatua de su intelectualidad y entorpecer con ello la regeneración necesaria de la sociedad. Por eso el modelo de revolución social que Felipe Trigo alcanzó a construir en sus colecciones de ensayos Amor en la vida y en los libros (1908) y Socialismo individualista (1906) partía de una nueva teoría de la novela, una nueva “poética” donde las autoridades estéticas acabasen claudicando ante la rebelión del proletariado lector. El ejercicio de la crítica en periódicos y revistas especializadas era para él anacrónico y, por esa misma condición trasnochada, se apartidaba a ultranza con los responsables del inmovilismo social. A cambio, la realidad del momento continuaba su curso lógico preparándose para un estallido de magnitud mundial:

si la novela moderna en el desorden social presente, en el caos actual de transición de una época a otra época, tan extenso que coge al mundo civilizado con iguales sombras, tan terrible que, sobre la crisis de todos los viejos valores y prestigios, nada sabe bien sino que no se sabe nada y que vamos de un hoy destrozado a un mañana incierto, como un río que no puede detenerse aunque hayan de esperarle en las tinieblas otro valle o un abismo (…) si la novela moderna, digo, por razón o por audacia ha creído esto (…) ¿qué tendría que ver con ella, entonces, la crítica literaria?… Si existiese, si no fuese un anacronismo la crítica, ella tendría que ser la sometida, por no haber motivo alguno que la excluyese de la dominación general que con razón o sin ella se ha arrogado la novela; y un crítico de oficio no sería para un novelista sino un caso, un tipo anacrónico más de estudio, como un senador del Reino o una prostituta —aunque menos interesante. (Trigo, Amor 244)

En este momento concreto de la historia, nos encontramos seguramente ante la escisión definitiva del escritor popular y el crítico a sueldo, en virtud de la cual el primero solió quedar teóricamente decantado por la lucha contra las desigualdades de una sociedad siempre traumática a sus ojos, mientras el segundo se afincó en una especie de aticismo intelectual desde donde se siguió concibiendo como algo abominable el mezclar cuestiones estéticas con temas políticos o sociales. 3Dicho con otras palabras, todo lo que no fuera “canónico” llevaba el estigma de “antiartístico” para los profesionales del juicio literario. Así nos lo explican estas palabras del reputadísimo crítico español Edmundo González-Blanco a propósito de la literatura erótica, que a la sazón arrasaba en las librerías y puestos callejeros:

En vez de deleitar el ánimo con dulce esparcimiento la novela y el teatro de esta clase, tratan de todo y sobre todo pretenden enseñar y predicar: economía política, legislación civil y criminal, sistemas penitenciarios, emancipación de la mujer, organización del trabajo y tantos otros temas antiartísticos. (Nuestro Tiempo 151, julio 1911, p.82)

A lo que Trigo, el autor de moda, respondía diciendo que “el público es un mayor de edad a quien no le hacen falta tutores” (Nuestro Tiempo 149, mayo 1911, p.176). Los “intelectuales estéticos ” (Trigo, Amor 52), los “sabios chiflados ” 4 que firmaban las reseñas literarias en los rotativos, los “catedráticos de la Universidad de Cerebrópolis” 5 , como él llamaba a los que a diario lo destripaban públicamente, estaban en su opinión enfermos de un mesianismo malsano y egoísta que les impedía involucrarse en los problemas de la gente corriente:

Nótese que todos los grandes castos, o todos los grandes despreciadores del amor sensual, al menos, han sido grandes sabios tal vez, pero egoístas, y pudiera decirse antisociales: en filosofía, escépticos, o místicos, o soñadores de un estéril intelectualismo insensato. (Trigo, Amor, 44 y 45)

Para enfrentar a esa intelectualidad reaccionaria Trigo se propuso seriamente inventar una fórmula novelística ajena a patrones estéticos del pasado. Se trataría de una literatura “emocional”, una literatura de los sentimientos. Su objetivo decía no ser otro que tocar la fibra sensible del espectador, apelando a la parte menos racional de su personalidad. Sólo por ese camino las masas 7 receptoras podrían absorber los nuevos ideales de higiene social y libre pensamiento que requería el momento histórico.

Leamos, aunque sea un poco largo, un fragmento de su conferencia “La impotencia de la crítica ante la importancia de lo emocional en la novela moderna”, presentada en 1907 en el Ateneo de Madrid. Creo que no tiene desperdicio:

Dentro de aquella firme sociedad burguesa que fue de paz y como de dolorosa resignación perfecta durante el siglo XVIII y la mitad del XIX, heredera de todas las fundamentales tradiciones de la sociedad feudal, y que para la retrasada España, principalmente, ha estado siendo, hasta hace poco, muy poco, algo así como lo eternamente definitivo en punto a constitución social, natural era que, despreocupado todo el mundo de terremotos sociales, acoplado cada uno en su vida y todos en la pública (pues no tenían transcendencia de mutaciones hondas las simples guerras o motines políticos); natural era, digo, que la Virtud inmutable, la Purezainmutable, el Honor y la Santidad y la Autoridad, etc., etc., inmutables, que no tenía quien lo discutiese siquiera, fuesen loados y ensalzados en todos los tonos por la poesía, por el teatro, por la oratoria, por la novela (…) Y entonces, notadlo, señores —y volvemos al principio— la crítica era, no sólo sencilla, sino necesaria. Mirlos de concierto los artistas, con un tema único en distintas melodías (…), ni ellos tenían la obligación de saber grandes cosas para ser maestros en el arte de trinar bien, ni dejaban de hacer falta los críticos, que sabían al menos grandes cosas de retórica y lingüística, como una suerte de batudistas en la armónica pajarera. Los críticos marcábanle el compás a los literatos, y su criterio de justicia no podía ser más redondo ni más fácil: o entona este señor o desentona, y si entona es bueno, y si desentona es malo —claro es. El crítico, como director, despachaba, pues, inmediata e irremisiblemente, al mal músico… y la orquesta continuaba entonando tan tranquila sus cantos beatíficos a la Santidad y a la Pureza y a la Virtud entre los generales aplausos.
Pero, señores, aquello pasó; todo aquello se ha hundido, y hoy (…) las obras forman o no su público con entera independencia de la crítica. (…) ¿Con qué autoridad, en efecto, iba a conservar el crítico la suya entre el fracaso de todas? (…) ¿Con una autoridad emanada de principios inmutables de la Religión, de la Moral, de la Virtud, de la Pureza, del Honor… o por otro estilo, de la Gramática, de la Retórica?… ¡Pero si todo eso es precisamente lo que está en liquidación irremediable! (…) La novela moderna, en efecto, no es de ideas, es de emociones… y si para recibir laberínticos sistemas de ideas en un libro algebraico, de ideas desgranadas de otros sistemas precedentes, necesita el estudiante al profesor, para recibir emociones, emanadas directamente de la vida, el lector de novelas no necesita hermenéuticos, se basta a sí propio con su vida propia.  (Trigo, Amor 246-250)

Pues bien, ante esa balanza de lo sentimental-popular frente a lo intelectual-elitista que daba la impresión de estar quedando establecida para siempre en la literatura de la periferia de Occidente, vemos que los críticos latinoamericanos que se acercaron a Trigo en aquella época decidieron hacer peso por el lado del intelectualismo. Su insignia era una suerte de vuelta al humanismo que en realidad le debía mucho al “arielismo” antipositivista: para ellos, los guías espirituales seguían siendo necesarios y sólo bajo sus órdenes las sociedades podían avanzar. 6 El más ostentoso de estos intelectuales ultramarinos con ganas de sobrevivirle a la crisis de la profesión fue, sin duda, Alfonso Reyes, que publicó un libro entero de reflexiones con la supuesta intención de explicar por qué la gente como Felipe Trigo acababa suicidándose. En el fondo, su propósito parece ser el de seguir justificando la excomunión de los escritores bendecidos por las masas. Algo así como proyectar sobre el otro su propia situación en la cuerda floja del ensayo y, por extensión, en la literatura. Uno diría que excluyendo a los “malos escritores” el sabio especialista en literatura pretendía reservarse a sí mismo un hueco dentro de las fronteras de lo literario. Al final, igual que antaño, los argumentos favoritos para certificar la expulsión de un autor de la “república de las letras” eran cosas como el mal uso de la Gramática o el desconocimiento de las reglas de la Retórica:

Si él [Felipe Trigo] había negado la crítica, la crítica también lo negó, relegándolo a la categoría de autor insano, al margen o fuera de la literatura. Y seguramente que en la literatura no estuvo, porque le faltaba lo esencial, que es la pericia de las letras; no sabía —deduzco de lo que le han dicho sus críticos— no sabía poner unas letras junto a otras; ignoraba la ortografía, al grado de confundir (¿qué extraño espejismo español es éste? ¿Por qué esta confusión parece simbólica de todo un régimen, o desbarajuste social?), al grado de confundir una vacante con una bacante. No sabía escoger las palabras; ignoraba el vocabulario, al grado de hablar de las “cuestiones tranchadas”. Nunca pudo usar en su recto sentido fórmulas como “sino que”, “a menos que”. No sabía poner unas palabras junto a otras; ignoraba la gramática hasta desconocer la existencia de los pronombres reflexivos. Y se equivocaba, todavía con más frecuencia que la generalidad de sus compatriotas, sobre el empleo de las formas verbales en “ara”, “are”, “ase”. No tenía el sentimiento de la frase, ni tampoco supo ligar unas frases con otras, ni unas páginas con otras. Pero sí unos libros con otros. (Reyes, Suicida 11 y 12)

Fijémonos que el gesto reaccionario de Alfonso Reyes consistía básicamente en obviar a Trigo, en sacarlo de la literatura por la vía del desprecio. Hasta tal punto que para firmar su confinamiento a las afueras de lo estéticamente valioso no necesitaba ni siquiera haberlo leído antes. Sus deducciones acerca de la calidad del autor emanaban directamente de “lo que habían dicho sus críticos”, con lo que quedaba bastante clara cuál era la postura del intelectual latinoamericano en la controversia: hacer piña con los colegas del gremio en España, y defender con uñas y dientes la pervivencia del crítico como figura ejecutora de un poder corporativo. En definitiva, Reyes demuestra seguir mirando con nostalgia hacia ese pasado idílico del que nos había hablado con ironía el propio Felipe Trigo. Su referente parece seguir siendo, efectivamente, esa “edad dorada” de los siglos XVIII y XIX en la que los críticos todavía jugaban el papel de directores de orquesta dentro del mundillo literario. Sus batutas gobernaban los trinos de los creadores, y en el baremo donde se determinaba si una obra era “armónica” o no lo que más contaba era el grado de gramaticalidad y de respeto a las normas retóricas. Si cumplía con los requisitos, entonces “entonaba” y valía la pena interpretarla desde el altar. Si no, “desentonaba” y se la condenaba a vivir fuera del canon.

En el fondo, el problema al que se enfrentaba sin resolverlo un letrado del talante de Alfonso Reyes era el de estar intentando conjugar al mismo tiempo el misticismo intelectual que en aquella época se le suponía a un crítico literario digno de respeto junto con actitudes políticamente partidarias ya en sí mismas, como ésta de la defensa de la Gramática. Trigo, una vez más, había sabido poner el dedo en la llaga de lo que estaba ocurriendo: “En tiempos en que es una posición filosófica colocarse más allá del bien y del mal, bien puede ser una posición literaria colocarse más allá de la gramática” (Trigo, Amor 223). Sin embargo estos intelectuales no lo admiten, especialmente si venían de alguna periferia de la cultura europea. Agrupados en bloque, no demuestran tener ninguna gana de abandonar esas formas clásicas de leer los libros, que no por casualidad les habían asegurado un oficio y un beneficio a lo largo de los siglos. Por eso, aunque continuamente clamen por su independencia, su neutralidad y su apoliticidad como sujetos sociales, uno puede pensar lícitamente que de últimas siempre se acaban desequilibrando ideológicamente. No creo que se pueda dudar a estas alturas de que el hecho de reclamar una vuelta a métodos interpretativos del pasado es también una posición política.

Por otro lado, sucede que los llamamientos a la inhibición política desde este tipo de letrados latinoamericanos se suelen hacer en nombre de un colectivo internacional supuestamente unido bajo los mismos intereses comunes. Y obviamente la cabeza más visible de esta especie de “junta mundial de respetables” no deja de situarse en la vieja Europa, lo que también se puede entender como una afectación ideológica de corte conservador. Al propio Reyes, en un discurso pronunciado en Río de Janeiro en 1932, no le duelen prendas en reconocer que su invocación al reagrupamiento de los intelectuales americanos es un eco de lo que en aquellos días están haciendo desde Francia gente como Paul Valéry o Henri Focillon. Las instituciones que les dan cobijo a todos juntos se llaman Comité Permanente de Letras y Artes de la Sociedad de Naciones, o Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, o cosas por el estilo. Y el objetivo que comparten es ni más ni menos que conseguir que “los hombres de disciplina espiritual, de cultura y de técnica (…), los que se han castigado a sí mismos para adquirir un conocimiento o un adiestramiento verdaderos, los que han dado en consecuencia sus pruebas morales suficientes, empuñen algún día las riendas de la sociedad”  (Reyes, Ensayos47):

Precisamente en estos momentos, llega a los intelectuales de todo el mundo un llamamiento lanzado, ante el Comité Permanente de Letras y Artes de la Sociedad de Naciones, por dos ilustres maestros —el poeta Paul Valéry y el historiador del arte Henri Focillon—, llamamiento que se ha encargado de distribuir el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, también dependiente de la Sociedad de Naciones. E insisto en el carácter de este acto: no se trata de manifiestos descabellados o de una gritería de bohemios irresponsables, sino problemas seriamente propuestos a la consideración de los hombres competentes por el instituto que reúne la mayor suma de representación de los gobiernos del mundo. Este llamamiento viene a decir que sin una sociedad de los espíritus no hay sociedad de las naciones; que en la época actual, cuando la magnitud y el prestigio de los problemas técnicos amenazan perturbar las conciencias y provocan graves inquietudes sobre el porvenir de la civilización, importa dar al cambio de pensamientos mayor energía, mejor organización y más constancia. Se contempla la posibilidad de provocar una correspondencia, un trueque epistolar, entre los más calificados representantes de la alta actividad intelectual, correspondencia semejante a la que existió siempre entre los duques del pensamiento en las épocas renacientes de la vida europea (Reyes, Ensayos 45 y 46).

 De acuerdo. Pues vamos a ver lo que se escribían entre sí aquellos señores nostálgicos del pasado. Empecemos con una carta que desde París le envía Ortega y Gasset a una amiga especial, Victoria Ocampo. Corría el mes de marzo de 1937, en plena Guerra Civil Española:

Tengo la pluma mohosa por falta de uso. Para soltarla y ponerme en dedos he comenzado a escribir un Discurso de la responsabilidad intelectual. Es un tema nuevo y grave. Se trata de llevar a los tribunales al gremio intelectual por su comportamiento absurdo desde 1750. Ello da ocasión para rozar algunos secretos de la historia europea. Si sale algo con sentido y un mínimum de gracia te enviaré para Sur un trozo, antes de que salga en ninguna otra parte. Pero es preciso que te comprometas formalmente conmigo a no darlo si por el sesgo de sus doctrinas perturba la figura de tu revista y la actuación de su grupo. (Ortega 159)

Obviamente, y conociendo un poco los postulados teóricos de Ortega, entre las “responsabilidades” del intelectual estaría “conservarse en un término moderado respecto a la acción, y sólo participar en ella lo indispensable, reservándose un sitio de orientación y consejo” (Reyes, Ensayos 47). Pero el Discurso no le debió de hacer mucho efecto a la Ocampo, o no le llegó a tiempo, porque a los pocos meses Ortega tiene que escribirle esta carta a Alfonso Reyes, sensiblemente preocupado por la actitud de su amiga común al frente de la revista Sur. Últimamente se está “mojando” demasiado en cuestiones de política internacional: 8

It would interest me very much to receive from you [A. Reyes] an opinion, one I could receive from no other person so competently, on the situation in the present and in the foreseeable future of our Victoria in Argentina. I do not need to tell you to what degree what you tell me would be in the strictest confidence. Since Victoria’s new form of life —what we might call her publicity— began quite a bit after my living that country, I am trying to determine with precision the course of her action. Because I do not hide from you that it bothers me a little. Experience has shown me, from what I have seen in others who in that moment of life have begun a similar expansion of her activity, that it is always a dangerous trajectory and in these times much more so. Since I am sure that you have also arrived at that height of serenitywhich makes us see things clearly, and since, on the other hand, you know very well the present Argentinian scene, your information and judgements have for me an exceptional interest. (Aponte 114)

Su todavía amigo al otro lado del océano le contesta un par de semanas más tarde con palabras tranquilizadoras. No hay nada más lejos de su intención que rebatir el concepto de “misticismo intelectual” de Ortega. Es más, para confirmar que siguen en pie sus ideas acerca de la posición del intelectual en la jerarquía de la sociedad (y confirmar de paso nuestra hipótesis sobre el “centripetismo” del intelectual latinoamericano de las primeras décadas del siglo), Alfonso Reyes sustituye el eufemismo “estatura” o “altura de serenidad” que había usado el remitente por un término mucho más claro todavía, que es el de “gente superior” 9 . No tiene por qué preocuparse Ortega, que la mente de Victoria Ocampo sigue estando bien despolitizada, y por eso mismo merece todavía ser respetada por los demás “superhombres” de la intelectualidad mundial:

Our Victoria, as you know, does not have a political mind. Notwithstanding, in Argentina the pressures of the moment are so urgent, and the conservative leanings have made themselves so disagreeable, that she did not wish to keep silent in the face of an occurrence so manifest as that of Spain and she made or wished to make a mere general manifestation of democratic spirit. Although she is maintaining herself firm in this line of classical liberalism, I do not think she is disposed to go beyond it. Since today no one is satisfied with theoretical or doctrinaire positions, and action and intervention are demanded of everyone, she has to suffer miscomprehension from both sides. Superior people respect her and understand her, but who said that today superior people hold sway in the world? (Aponte 115)

La verdad es que, si nos fijamos un poco, la pregunta del final ya se la había hecho el difunto Felipe Trigo hacía bastantes años: ¿qué pintan los seres superiores en nuestra sociedad? Sin embargo Reyes, igual que enseguida veremos en Henríquez Ureña, no tiene voluntad de plantearse un sistema nuevo para afrontar la inminente caída de los letrados de su pedestal inteligente. Muy al contrario, él sigue creyendo a pies juntillas en la existencia de una “raza superior ” dotada de una capacidad de liderazgo que, más o menos respetada por el pueblo según las circunstancias de cada momento histórico, le ha pertenecido siempre en exclusividad. Al cabo, la única concesión de Reyes fue la defensa de un prudente “misticismo activo” (Reyes, Amor 88) con el que el intelectual podría incorporarse de vez en cuando al “mercado” de masas, aunque, eso sí, siempre que el propósito fuera aleccionar al público en el respeto a los antiguos códigos de interpretación. Dicho en los términos políticos de Julio Ramos, el letrado podría descender a ámbitos más profanos siempre que lo hiciese con una “voluntad ideologizante”, y no por el mero hecho de participar en el “foro público” 10 .

(…)

En una línea muy semejante se nos presenta la obra crítica de Henríquez Ureña, gran amigo por cierto de Alfonso Reyes. Antes que nada, el hecho de que su libro más conocido llevase el título de Seis ensayos en busca de nuestra expresión ya puede considerarse, desde el origen, un reclamo de literariedad a través de su pertenencia al género ensayístico. Por otra parte, lo que “a priori” podría considerarse como un intento saludable por desvincular a la literatura latinoamericana del poder de atracción ejercido desde el “imán” europeo, al final se convierte en otro gesto ideológico de filiación al centro, precisamente por obra y gracia de esta adhesión incondicional al gremio de los profesionales de la crítica.

En otras palabras, Henríquez Ureña, en su propósito de definir lo que ocurrirá con el “americanismo” literario en el futuro, se vuelve a dar de bruces con las mismas previsiones apocalípticas que para España en particular y para la humanidad en general había observado Felipe Trigo. El mundo civilizado está en vías de experimentar un vuelco radical de la mano del progreso y de la técnica; los patrones estéticos del pasado están en peligro de quedar ahí sepultados:

Sólo un temor me detiene, y lamento turbar con una nota pesimista el canto de esperanzas. Ahora que parecemos navegar en dirección hacia el puerto seguro, ¿no llegaremos tarde? ¿El hombre del futuro seguirá interesándose en la creación artística y literaria, en la perfecta expresión de los anhelos superiores del espíritu? El occidental de hoy se interesa por ellas menos que el de ayer, y mucho menos que el de tiempos lejanos. Hace cien, cincuenta años, cuando se auguraba la desaparición del arte, se rechazaba el agüero con gestos fáciles: “siempre habrá poesía”. Pero después —fenómeno nuevo en la historia del mundo, insospechado y sorprendente— hemos visto surgir a existencia próspera sociedades activas y al parecer felices, de cultura occidental, a quienes no preocupa la creación artística, a quienes les basta la industria, o se contentan con el arte reducido a procesos industriales: Australia, Nueva Zelandia, aun el Canadá. Los Estados Unidos ¿no habrán sido el ensayo intermedio? Y en Europa, bien que abunde la producción artística y literaria, el interés no es el que fue. (Henríquez Ureña 34 y 35) 11

Pero el dominicano, con su militancia en el socialismo y todo, no toma el riesgo de plantearse, como hizo Trigo, la construcción de un nuevo recetario estético acorde con esa demoledora industrialización del arte que está irrumpiendo en las sociedades más avanzadas. Su proselitismo en favor de los profesionales de la crítica lastra cualquier otra ideología revolucionaria. En una frase, su decisión es seguir aferrado al paradigma ilustrado. Así Henríquez Ureña, igual que Reyes o que Ortega y Gasset, es de la opinión de que los letrados deberían ponerse manos a la obra para lograr que el arte recupere la condición trascendental que tenía en el pasado, cuando sus únicos administradores eran los artistas de oficio, los residentes en el ámbito divino de la intelectualidad. De ahí que su caballo de batalla parezca ser el conseguir una profesionalización de la literatura en Latinoamérica, lo que es decir la sanción institucional de la “casta” de los literatos y sus comentaristas. Al descubrir que ya en Argentina “empieza a constituirse la profesión literaria” el autor no puede esconder su entusiasmo:

…nuestros poetas, nuestros escritores, fueron las más veces, en parte son todavía, hombres obligados a la acción, la faena política y hasta la guerra, y no faltan entre ellos los conductores e iluminadores de pueblos.
Ahora, en el Río de la Plata cuando menos, empieza a constituirse la profesión literaria. Con ella debieran venir la disciplina, el reposo que permite los graves empeños. (Henríquez Ureña 34)

Inmediatamente al reconocimiento oficial del crítico literario latinoamericano, lo que correspondería hacer sería asegurar sus murallas, delimitar su radio de acción. Para ello lo más eficaz vuelve a ser la erección de un canon de obras de arte que repela las acometidas de “lo antiespiritual”, representado por los dos enemigos de toda la vida: el arte masivo y el de vanguardia. De hecho, ambos representan una amenaza idéntica para el letrado “redentorista”, como le llama Ángel Rama (116), puesto que comparten un mismo deseo de desublimar el arte, absolutamente contrario a los intereses de la intelectualidad. El arte para mayorías, igual que el arte joven dirigido a minorías, atenta contra el mantenimiento de un estatus prestigioso reservado al profesional del ramo: el primero porque querría someter a los letrados al imperio de lo “emocional”, como vimos en Trigo, y el segundo porque no cree que en el arte haya nada más allá de su función lúdica. 12 En este sentido, vamos a ver cómo Henríquez Ureña adopta fielmente el modelo teórico sellado desde la periferia del pensamiento europeo por Ortega y Gasset y La deshumanización del arte:

El arte y la literatura de nuestros días apenas recuerdan ya su antigua función trascendental; sólo nos va quedando el juego… Y el arte reducido a diversión, por mucho que sea diversión inteligente, pirotecnia del ingenio, acaba en hastío. (Henríquez Ureña 35)

Así que, aunque en la superficie se proponga el realojo del “eje espiritual del mundo español” al otro lado del Atlántico (Henríquez Ureña 35), en lo profundo se puede apreciar que las bases teóricas de Henríquez Ureña vuelven a estar bien afincadas en la vieja Europa, tal y como ya habíamos observado en los casos anteriores. Frente a la joven literatura de vanguardia, igual que frente a la masificación de la literatura, lo que conviene es la edificación de un “panteón intelectual”, como le decía Óscar Terán a lo que nosotros venimos llamando canon de obras prestigiosas (Henríquez Ureña, Ensayos 615). En él reposará la selección de literatos “espirituales” americanos como si fueran los griegos del nuevo continente. Y para discernir entre los que merecen homenaje y los que no, siempre se hará necesario el sacerdocio de un grupo de lectores cualitativamente diferenciado de los del público en general:

Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensable. Dejar en la sombra populosa a los mediocres (…) Es como se constituyen las constelaciones de clásicos en todas las literaturas, Epicarno fue sacrificado a la gloria de Aristófanes; Gorgias y Protágoras a las iras de Platón. La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó (Henríquez Ureña 40 y 41)

Luego “la elección de maestros” no es un “indicio de inclinación nativa”, como decía Henríquez Ureña, sino más bien todo lo contrario. Es un estrechar los lazos de los críticos latinoamericanos con la “inteligencia” europea, que desde hace tiempo está asistiendo con pánico a su desplazamiento del palco de las autoridades mediáticas. El mismo Ureña está reconociendo la naturaleza eurocéntrica de su argumento cuando dice que lo que hace falta en América es menos estudios parciales y más historia literaria en general, y después, justo a renglón seguido, asegura que esta capacidad de “síntesis” es más familiar a los europeos que a los nativos: “¿Por qué los extranjeros [el inglés Coester, el alemán Wagner] se arriesgaron, antes que los nativos, a la síntesis?” Pues lógicamente porque estos compiladores europeos de formación romántica tenían todo el tiempo del mundo para dedicarse a sus empresas de síntesis. Eran profesionales de la literatura, y les pagaban solamente por dedicarse a eso. En resumidas cuentas, vivían en una época feliz para los intelectuales. Lo que según Henríquez Ureña se debería hacer ahora en Latinoamérica sería copiar aquella tradición y formar un funcionariado propio cualificado en el estudio de la literatura. Montar una nueva Jauja donde los pájaros volviesen a trinar al único son que dictaban los intelectuales. ¿O no?
 
2.  El Subcomandante Insurgente Marcos o el suicidio de la crítica literaria

Después de que hayamos visto cómo el primer grupo de autores al borde del ensayo latinoamericano se decantaba de un lado en la controversia entre intelectuales místicos y escritores terrenales —a la derecha política, a la izquierda, si se quiere, en la línea del tiempo—, nos llega el momento de acercarnos a otro grupo de textos en el “vestíbulo” del género. Son los textos de circunstancia política. De entre ellos elegimos para nuestro análisis los comunicados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La razón es que se nos presentan con un brillo especial, precisamente por su ubicación a medio camino entre la fábula literaria y el panfleto político, la crónica periodística, el manifiesto y hasta la declaración bélica.

Antes que nada, sabemos que Marcos fue estudiante de filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, donde también ejerció unos años como profesor. Este dato se nos va a hacer fundamental a la hora de caracterizar sus textos en la encrucijada, o mejor dicho en el eslabón perdido de aquella cadena intelectual latinoamericana que quisimos comenzar en los críticos literarios de las primeras décadas del siglo XX. De hecho, nuestro propósito es demostrar que en la propia evolución interna de sus mensajes es observable el progresivo abandono de formas de pensamiento cercanas a lo que hemos venido llamando “espiritualismo intelectual”, las cuales sin duda absorbió durante sus años de formación en el ámbito académico. Al mismo tiempo, queremos señalar cómo el Subcomandante fue abrazando de forma cada vez más evidente el modelo de escritor socialmente “activo” y con pretensiones de montar un programa ideológico fuerte, algo asimilable en lo teórico al modelo que Felipe Trigo trató de construir en sus libros de ensayo. Así, a medida que nos acercamos al siglo XXI, quisiéramos descubrir en Marcos al “tránsfuga” por excelencia de la crítica literaria latinoamericana. El momento de la ruptura, para mi gusto, se produce precisamente con el abandono de la idea del canon literario como concepto aprovechable para sus proyectos de regeneración política, un acontecimiento perfectamente localizable en el tiempo.

Desde el 1 enero de 1994 en que el EZLN se levanta oficialmente en armas —Primera Declaración de la Selva Lacandona— hasta los finales del año 2000, en que se publican los comunicados de transición del Subcomandante, es bastante fácil descubrir en su discurso rasgos argumentativos semejantes a los de la vieja guardia de los críticos literarios latinoamericanos. Además del gesto fundamental de la construcción de un canon literario, del cual hablaremos luego, también advertimos un par de conceptos menores adscribibles a la manera de pensar de aquel antiguo letrado profesional. El uno es la contemplación como amenaza para la salud intelectual del país del desarrollo de la técnica y los medios de comunicación. El otro es una cierta aversión a lo “emocional” en la literatura.

En primer lugar, Marcos justifica su repudio a la revolución tecnológica en los desastres que para las culturas minoritarias supone la mundialización de la economía. Pero en todo caso, llámese desarrollo de la técnica o globalización de las finanzas, el fenómeno también termina afectando a la decadencia espiritual de la cultura. Para Marcos el intelectual de derecha era aquel que se adaptaba a las nuevas circunstancias del mercado y abandonaba su compromiso como baquiano de conciencias, sin pararse a pensar en las consecuencias que le acarreaba a su sociedad:

En una nueva época marcada por dos nuevos paradigmas, comunicación y mercado, el intelectual de derecha (y ex de izquierda) entiende que “ser moderno” significa cumplir la consigna: ¡Adaptaos o perded vuestros privilegiados lugares! (Marcos, 2001 122)

Lo que al parecer no percibía el Subcomandante en aquella época es que precisamente en el acto de reclamar la autoridad del intelectual (aunque fuera la del intelectual de izquierdas) frente a la invasión de la técnica, residía también un gesto conservador, reflejo del que durante casi un siglo habían defendido los letrados latinoamericanos para justificarse a la cabeza de la sociedad y ser remunerados por ello. A tal extremo que en uno de sus comunicados reproduce unas palabras de Umberto Eco en las que se puede sospechar la presencia del prototipo de intelectual ilustrado acuñado en la América Latina por gente como Alfonso Reyes o Henríquez Ureña:

La función intelectual consiste en determinar críticamente lo que se considera una aproximación satisfactoria al propio concepto de verdad; y puede desarrollarla quien sea, incluso un marginado que reflexione sobre su propia condición y de alguna manera la exprese, mientras que puede traicionarla un escritor que reaccione ante los acontecimientos con apasionamiento, sin imponerse la criba de la reflexión (Marcos, 2001 119)

He aquí, en el discurso del primer Marcos, lo que nosotros entendemos como el reproche al escritor moralmente irresponsable, que “traiciona” a sus correligionarios al dejarse llevar “apasionadamente” por las circunstancias del momento presente. Un personaje parecido a aquél en el que Ortega temía ver convertida a su querida Victoria Ocampo por culpa del fragor de la Guerra Civil española. O sea que Marcos estaba defendiendo de alguna manera la misma idea con que los críticos literarios de hacía un siglo habían intentado poner en cintura a los escritores demasiado emocionables como Felipe Trigo. Por este camino, nos encontramos con el segundo rasgo “intelectualizador” que queríamos mencionar en los textos de la primera época del Subcomandante. Es una suerte de repulsión estética por lo que tenga visos de ser excesivamente sentimental. A bote pronto, también esto me recuerda mucho a la censura que los críticos literarios de la España de los años diez en adelante impusieron al proyecto de literatura erótica expuesto por Felipe Trigo en su utopía teórica. El lugar donde yo mejor lo creo localizar dentro de los textos del primer Marcos es la “Carta 6.e”, de marzo del año 2000, cuando se siente en la necesidad de comunicar a su público el amor que le une a la capitana “insurgenta” de nombre Mar. Allí el Subcomandante saca a relucir su bagaje crítico para autocontrolar cualquier asomo de sentimentalidad “barata”. En vez de reproducir un poema de amor suyo, que pudiera dañar su prestigio literario, prefiere citar a los poetas consagrados:

No sé mucho de poesía amorosa, pero sí lo suficiente como para que, cuando algo así acude a mis dedos, sienta que parece más una malteada de fresa que un soneto de amor. En suma, la poesía, y más en concreto la poesía amorosa, es para cualquiera, pero no cualquiera tiene la llave que abre su más alto vuelo. Por eso, cuando puedo, convoco a los poetas amigos y enemigos y en el oído de La Mar renuevo los plagios que, balbuceados apenas, parecen míos (Marcos, 2001 69)

Cuando el lector está esperando que por fin se deshaga de sus fantasmas intelectualoides y se atreva a copiar alguno de sus versos íntimos, Marcos les sale con una nueva exhibición de sabihondez. Estamos ante la constitución de la sempiterna lista de obras literarias saludables, lo que nosotros hemos venido considerando como el acorazado en el que la intelectualidad se refugiaba cada vez que las masas les ponían en peligro.

Poco importa que el método de clasificación del Subcomandante se establezca en torno a “poetas de izquierdas” frente a “poetas de derechas”. Lo que nos debe interesar aquí es que el listado de obras dignas de mención se utilizó una vez más con fines de excluir a los escritores considerados como “dominantes” en el mercado y, por extensión, como un mecanismo para otorgarse a sí mismo entidad dentro del canon literario. Hasta el año 2001, Marcos se sirvió especialmente de los epígrafes de sus cartas para edificar un cerco alrededor de los autores que él consideraba más cercanos a su empresa literaria. Miguel Hernández, Lorca, Juan Gelman, Jaime Gil de Biedma, Cortázar, Benedetti, el Neruda del Canto general, José Revueltas, Martí, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco o Monsiváis son los elegidos para rellenar el privilegiado espacio de las mochilas de los zapatistas durante su primer periplo por las montañas. 13 El criterio volvía a ser el del “sí” o “no” entonan, lo que representaba a todas luces una demostración de autoridad intelectual. 14

Sin embargo, al acercarnos al crucial año de 2001, nos da la impresión de que el Subcomandante Marcos está cambiando de actitud con respecto a su canon literario. Es como si presagiase el recibimiento masivo que iba a conseguir la Marcha de los Zapatistas sobre la ciudad de México (enero-marzo 2001) y considerase que había llegado la hora de emprender una nueva estrategia literaria. Si se me permite, Marcos estaría también decidiendo bajarse un poco de las montañas de la intelectualidad. Para corroborar esta hipótesis, me gustaría reproducir un fragmento de la espléndida entrevista que en diciembre del año 2000 le concedió al poeta Juan Gelman, y que fue publicada por el diario Página 12 de Buenos Aires. A esas alturas, los zapatistas ya tendrían organizada la marcha de los indígenas para reclamarle al nuevo presidente de la República el cumplimiento de su promesa electoral. En esta entrevista entiendo que Marcos reconoce el error de haber utilizado un canon literario como arma defensiva y, por extensión, explica su ruptura con la tradición del crítico profesional latinoamericano:

— MARCOS. …No conocimos poesía más reciente hasta que ya bajamos.
— GELMAN. ¿Y Pessoa?
— MARCOS. A Pessoa lo encontramos bajando de la montaña, del 94 para acá, en libros que nos regalaban. Pero eso es nuevo. La poesía que frecuentábamos nosotros era la que se consideraba poesía social o de compromiso. Que es la que nos gustaba, porque estábamos en eso. O la más lejana de los clásicos como Shakespeare, eso sí. Pero de la poesía contemporánea sólo la que tenía contenido social; la que no, nos parecía que no servía, que era contrarrevolucionaria, pequeñoburguesa, etcétera…
—¿Piensa lo mismo ahora?
—Evidentemente no.
—¿Y qué piensa?
—Nos damos cuenta ahora de que fueron esos elementos, los no esquemáticos, los no tradicionales respecto de esa cultura de izquierda en la que nos formamos nosotros, en especial de la izquierda clandestina, la de los subterráneos, los que nos abrieron     ventanas. Que lo que nos salvó como proyecto social, como proyecto político y, sobre todo, como seres humanos, fueron esas ventanas abiertas, esas supuestas “manchas” para un revolucionario cuadrado, lo que nos llevaba a nosotros a decir bromeando que para ser cuadros revolucionarios éramos bastante redondos. No respondíamos a los esquemas pues, y por lo tanto estábamos desechados (…) ¿Cómo decirlo? El esquema político con el que habíamos crecido tenía su referente o su equivalente en un esquema cultural, en un esquema ideológico e incluso en un esquema moral que marcaba qué era lo bueno y qué era lo malo: “Bueno es todo lo que sirva a la revolución”. Y ahí no está el problema de lo bueno y lo malo, de esa manera sólo se está eludiendo (Marcos, 2001 229 y 230)

Según se puede observar en los textos posteriores, su vuelta a la clandestinidad tras el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés no supuso un regreso a posiciones canónicas de exégesis literaria. Aquellas “manchas” culturales habían logrado extenderse y ampliar definitivamente el espectro ideológico de Marcos. El canon literario deja de justificarse. De hecho, parece que “el puente con la sociedad” (Marcos, 2001 233) que los zapatistas lograron tender en aquellos meses de transición ha determinado el ingreso definitivo de su líder en el modelo de “escritor masivo”. Como consecuencia inmediata, la denuncia de los mecanismos con que los intelectuales en general se siguen instalando en los gobiernos nacionales se ha hecho más airada. 15

Además, a partir de este año 2001 la popularidad del movimiento zapatista se multiplica exponencialmente. Los “aguascalientes” y las sedes sociales de sus simpatizantes proliferan en las principales capitales europeas, igual que el entramado que a través del Internet empieza a convocar a diario a miles de seguidores del EZLN desde todas las partes del mundo. Por otra parte, el Movimiento Antiglobalización ha asumido al zapatismo como estandarte de su lucha por un reparto más justo de la riqueza del mundo. Y Marcos, coherente con ese nuevo estatus que las masas le han conferido, escribe mensajes sensiblemente más efusivos y también más programáticos. La curiosa epifanía expuesta en su comunicado de marzo de 2000 ha empezado a rendirle sus frutos:

—Ahí —dijo. Miré hacia donde señalaba y vi un pequeño costal colgado. Debía ser un viejo ‘buzón’, dejado hacía tiempo por alguna de nuestras unidades. Durito se sentó al pie del árbol, sacó su pipa y se puso a fumar. Yo interpreté su silencio y subí al árbol, desaté el costal y bajé con él. Al abrirlo vi, en efecto, que había un viejo paquete de galletas ‘Pancrema’, un par de pilas ‘AA’, una lámpara ya oxidada, un libro viejo y ajado de Lewis Carrol (Al otro lado del espejo), un cancionero zapatista… ¡y un libro de teoría política cuyo autor es el Subcomandante Insurgente Marcos!” (Marcos, 2001 82)

Entiendo que en esta recreación de Alicia en el País de las Maravillas el guerrillero está anunciando su nuevo proyecto literario. La mejor prueba de su conversión en escritor de masas y su renuncia al puesto de “intelectual” erudito habrá sido el hacer realidad el sueño de escribir un manual completo de teoría política. Y, a decir verdad, los textos posteriores a la firma de los Acuerdos de San Andrés, sin constituir todavía un verdadero tratado, sí revelan una intención más sistemática de poner por escrito el programa ideológico de los zapatistas mexicanos. El impulso “arquitectónico”, totalmente opuesto a la sensación de fragmentariedad que acompaña al crítico literario siempre que escribe, se nos presenta así como una característica primordial del autor que por fin se da cuenta de su relevancia como agente social revolucionario. En Trigo, por cierto, también lo veíamos:

Yo, que voy escribiendo en todas las páginas de este libro [El amor en la vida y en los libros] la confesión sincera de mis fundamentos vitales, que un poco también en mis novelas voy trazando parciales cuadros de mi visión de la noble vida, y que trataré, además, de describir algún día en otra obra novelesca mi íntegra e ideal visión de la vida, querría que no se hubiese muerto Nietzsche, el colosal fragmentario, sin que nos hubiese compuesto y presentado determinadamente el cuadro de la vida actual y de la vida de ensueño capaces de derivarse de sus concepciones. Otro tanto querría con respecto al genial fragmentario Unamuno. No basta ser acróbata de la intelectualidad. Y menos acróbata demoledor. Hay que ser arquitecto. Y en arquitectura no es lo mismo aportar los materiales que levantar el edificio. O cuando menos, presentar el plano con arreglo al cual otros puedan construir.” (Trigo, Amor 216, 218 y 219)

Por ese afán de “ser arquitecto”, en el nuevo milenio el rango de las opiniones políticas del Subcomandante Marcos se amplió en proporción a la repercusión pública que las acompañaba. En estos momentos los conflictos internacionales tienen proporcionalmente un espacio mucho mayor que en los textos anteriores a la llegada al poder de Fox. En definitiva, se puede considerar que el zapatismo es una de las primeras corrientes de pensamiento que desde un centro genuinamente latinoamericano consigue irradiarse con éxito hacia el resto del mundo. Marcos ha roto en buena medida con el centripetismo europeizante de la tradicional “inteligencia” en Hispanoamérica.

Ahora nos quedaría esperar a ver bajo qué signo se produce su desaparición. Si Marcos muere de muerte violenta, se habrá cumplido el destino cruel que el profesor Alfonso Reyes le auguraba a todo aquel intelectual que se saliese del tiesto: “los que escriben utopías políticas suelen pagarlo con la vida” (Reyes, Ensayos55).

Y si felizmente se muere de viejo, será que este trabajo escolar estuvo mal planteado desde el principio.
 
 
Notas

1 Todos los subrayados en adelante son míos.

 2 Julio Ramos nos ofrece una primera explicación práctica a este hecho: América Latina cargó con un retraso de más de medio siglo con respecto a Europa en el proceso de “democratización de la literatura”. Por eso, cuando estos intelectuales latinoamericanos llegaron al continente europeo, el mercado editorial en sus países estaría todavía empezando a sacudirse el intervencionismo de los periódicos. En cambio al otro lado del Atlántico este proceso había comenzado mucho antes: “Entre otras cosas, por más contradictorio y ‘marginal’ que efectivamente fuera, es evidente que en Europa el discurso literario contó con el desarrollo de soportes institucionales, particularmente en la educación y en el mercado editorial. En América Latina ese desarrollo fue muy desigual, limitando la voluntad autonómica y promoviendo la dependencia de la literatura de otras instituciones. Por ejemplo, el desarrollo de la novela en Inglaterra y Francia desde fines del siglo XVIII fue concomitante a la emergencia de un público lector, en época de relativa democratización de la escritura, público, en el sentido moderno (ligado al mercado) que a su vez fue inicialmente fomentado por la prensa y luego por la industria editorial, cuya creciente autonomía del periódico se cristaliza en el mercado del libro, en la segunda mitad del XIX. En América Latina, hasta comienzos del siglo veinte no se dio ese mercado editorial.” (Ramos 131)

 3 Esta escisión bien pudiera estar también en el origen de lo que hoy en día ocurre, por ejemplo, entre “estudiosos culturales” y “esteticistas” en el ámbito universitario norteamericano. El esteticista, el crítico que emplea su supuesto bagaje cultural para clasificar las obras en “buenas o malas”, en “literarias o pseudoliterarias”, podría ser el heredero de aquellos columnistas de diarios vespertinos que, angustiados por su inminente salida del negocio editorial, enarbolaron la bandera del “arte” para reclamarse a sí mismos dentro de la literatura. Ese tipo de crítico literario, hoy recluido en la “torre de marfil” de la Universidad, leído únicamente por sus colegas de profesión y avasallado incluso allí por corrientes de pensamiento que en lo común también consideran el presente como un momento de conmoción decisivo para el devenir histórico —postmodernismos, feminismos, estudios de minorías culturales, etc., etc.—, ese tipo de crítico a la antigua, digo, es semejante en ese sentido a los profesionales de la exégesis literaria de principios de siglo. La prueba es que su estrategia sigue siendo la de proyectar sus pretensiones —o frustraciones— literarias sobre un canon que le sirve de andamio y en el que se continúa excluyendo, casi por regla general, lo más novedoso y lo más exitoso que pueda ofrecer el mercado.

 “…el novísimo mundo de los intelectuales, es un manicomio brillante.” (Trigo, Amor 39) Y en otro lugar leemos: “Ni habrá en una sociedad armónica el mecánico taller que retenga al obrero todo un día, ni la actual chifladura de los sabios. Estos desaparecerán, considerados en esa forma actual de maniáticos. Desaparecerán, seguramente, como los borrachos filosóficos que prefieren la eterna alegre estupidez del alcohol al cuadro horrible de la vida. Bella la vida, “armónica”, no invitará, sin duda, al confinamiento en las “torres de marfil”. “Vida”, será entonces símbolo, en sí propia, de arte, de ciencia —y el sabio tendría que estudiar tantas cosas en las gentes como en los libros. Hoy no; las gentes sólo enseñan lo odioso y lo negativo. Por eso los sabios de hoy, como los modernos esclavos de la fábrica, están avejentados. (Trigo, Amor170)

5 “…los sapientísimos doctores de la Universidad famosa y secular de Cerebrópolis, pero que están de acuerdo con mi salvajismo y con el de mis millones de convecinos de planeta: ‘Sentimental, intelectual y animal a un tiempo, tengo el honor, querido cerebral, de ser un hombre desde la frente a los pies, pasando por el ombligo’.” (Trigo, Amor17 y 18)

6 Esto comenta Óscar Terán a propósito de la influencia del Ariel en Henríquez Ureña y sus compañeros: “De mayores consecuencias culturales resulta el hecho de que, junto con esta recuperación de fuentes espiritualistas, el núcleo juvenil dentro del cual se inscribe Henríquez Ureña en su estadía mexicana postulara un retorno a los griegos y, contrariando toda receta, a la literatura española, que había quedado relegada a las manos de los académicos de provincia. Esta reacción antipositivista cruzada con una apelación a la antigüedad clásica tiene en esos años un punto de condensación ineludible en la obra de Rodó y las distintas expansiones del arielismo que lo colocaban a la cabeza del nuevo ambiente de ideas hispanoamericano.” (Henríquez Ureña, Ensayos 607)

7 La cruzada contra los autores demasiado populares se podría resumir en estas palabras de Cansinos Assens, el maestro por cierto de Borges en España: “¡Cuántas veces hemos temido que [los nuevos autores españoles considerados en La nueva literatura] se anegasen en los lagos turbios de la vulgaridad o que torciesen su camino hacia los mercados! ¡En qué aguafuerte tan fuerte probábamos sus piedras preciosas!” (Cansinos 277)

8 En concreto, parece que el tema fue el apoyo explícito a la causa republicana española que en agosto del año anterior Ocampo había firmado en la revista Sur. Es una pena tener que transcribir las cartas en inglés, pero es que Aponte no da la referencia de donde sacó el texto original, y yo no he sido capaz de encontrarlo.

9 No nos escandalicemos por la utilización del término “raza”. Cuestiones raciales y étnicas no están tan lejos de la autodefinición como ser intelectual de los letrados de aquella época. Para poner un ejemplo, y ya por terminar con la serie de cartas escabrosas, veamos lo que le escribió en su día Unamuno a nuestro Felipe Trigo:

En el fondo usted es extremeño y yo vasco, y cada día me convenzo más de que el problema de España es étnico. Si triunfaran esa ética y esa estética de esa vida [el “emocionalismo” definido en Amor en la vida y en los libros por Trigo], pronto nos veríamos al nivel de Marruecos, sin que por ahora me atreva yo a decir si eso es mejor o peor (…) En el fondo no me enojan sus doctrinas, como usted me dice que le enojan las mías; me apenan. Y me apenan, porque las veo compartidas y preveo que ese diluvio de sensualidad pueda incapacitar a nuestro pueblo —si no se corta, como se cortará— para la alta obra de la cultura. (Trigo, Amor 214)

A lo que el infiel Trigo le contestaba con notable coherencia:

Por eso, yo creo en el arte que aún no existe como limpia y amplia sensación de la vida, aborrezco el arte en sí, que no viene en suma a ser sino… una alcahuetería. Y estoy harto de decirlo. (…) Y cuando supiese yo que tienen ‘en la frente resplandores’ las mujeres de Marruecos, creería además que el mundo entero sería Marruecos bajo el triunfo de la ética y la estética sensuales; pero no con la duda de si esto sería peor o mejor, sino con la evidencia de que sería mejor. (Trigo, Amor 216)

10 “El problema, en parte, radica en la imprecisión radical del concepto de la ‘política’, que a veces es tanto una voluntad ‘ideologizante’ por parte de los escritores y asimismo una actividad ligada al ‘foro público’, a la administración estatal.” (Ramos 99)

11¿No se parece, pues, al panorama catastrófico que contemplaba Felipe Trigo antes del advenimiento de la sociedad colectivista?:

Tales pudieran ser las energías de esas ‘nuevas fuerzas económicas’, que la humanidad hubiese de quedar a su paso destrozada como las plantas al paso de un torrente. Entonces, o la humanidad debería haber evitado el torrente económico poniéndole diques para dejarlo por fuera de ella extraviándolo en río extraño y perdido, a pesar de toda su lógica científica, o si no podía lograrle, habría sido que la civilización habíase creado en las entrañas el terrible poder de su destrucción y de la destrucción de la humanidad (Trigo, Socialismo 159).

12Así nos lo explica Julio Ramos leyendo a Bürger:

El momento de la ‘pureza’ del sujeto estético se convierte luego, según Bürger, en el objeto de la crítica a la institución definitoria de las vanguardias: mediante la introducción de materiales desublimados en el espacio ‘interior’, las vanguardias creyeron disolver la oposición a la ‘vida’ en que se fundaba la autonomía, ya entonces como impulso institucionalizado (Ramos 94)

13 “Libros que solíamos cargar en los primeros solidarios años de la guerrilla” (Marcos, 2001 226).

14 Borges (Marcos, 2001 87) y, sobre todo, Octavio Paz (Marcos, 2001 113), son los indignos de ser transportados por los soldados del Ejército de Marcos.

15Y digo “los intelectuales en general”, porque su signo político “de izquierdas” parece ser cada vez un factor menos importante a la hora de eludir las críticas de los zapatistas (Marcos, 1991 115). A la pregunta sobre “cuál es el vínculo de los ‘cardenales de la intelectualidad’ con ese poder y en esa política redefinidos” (Marcos, 1991 86 y 115), el Subcomandante Insurgente se anda con pocos rodeos. Los acusa de egoísmo y endogamia profesional en términos muy semejantes a los que usaba Trigo en el año 8:

…las letras muertas que dibujan, sus nexos intelectuales y sus zonas abiertas no tienen como destinatario a nadie que no sean ellos mismos. En estos lugares se comentan entre ellos mismos, se leen entre ellos mismos, se “critican” entre ellos mismos, se saludan entre ellos mismos, y, al hacerlo, se dicen mutuamente: “somos la conciencia del nuevo Poder, somos necesarios porque nosotros decimos que somos necesarios, el Poder necesita alguien que ponga en prosa y en verso intereses económicos y sus facturas, lo que nos hace diferentes de los bufones es que nosotros no contamos chistes, los explicamos”. (Marcos, 2001 88)
 
 
Bibliografía

Aponte, Barbara Bockus. Alfonso Reyes and Spain: his dialogue with Unamuno, Valle Inclán, Ortega y Gasset, Jiménez and Gómez de la Serna. Austin: University of Texas Press, 1972.

Cansinos Assens, Rafael. La nueva literatura. Madrid: V.H. de Sanz Calleja Editores, 1916.

Fernández Cifuentes, Luis. Controversias sobre la novela en España. 1908-1939. Ann Arbor, Michigan: UMI Dissertation Information Service, 1977.

Henríquez Ureña, Pedro. Ensayos. Madrid: Ediciones UNESCO / ALLCA Siglo XX, 1998.

____________. Seis ensayos en busca de nuestra expresión. Buenos Aires- Madrid: Babel, 1927.

Marcos, Subcomandante Insurgente. El correo de la selva. Cartas y comunicados del EZLN durante el año 2000. México: Asociación Cultural Votán A.C., 2001.

____________. Yo, Marcos. Mexico: Ediciones del Milenio, 1994.

____________. Comunicados del EZLN – 2000. San Cristóbal de las Casas: Ediciones Pirata, 2001.

____________. Comunicados del EZLN. <www.ezln.org>

Ortega y Gasset, José. Epistolario. Madrid: Revista de Occidente, 1974.

Ramos, Julio. “Contradicciones de la modernización literaria en América Latina: José Martí y la crónica modernista.” Diss. Princeton University, 1986.

Rama, Ángel. La ciudad letrada. Hanover: Ediciones del Norte, 1984.

Reyes, Alfonso. El suicida. Madrid: Imprenta de M.García y G. Sáez, 1917.

____________. Ensayos sobre la inteligencia americana. Madrid: Tecnos, 2002.

Trigo, Felipe. Amor en la vida y en los libros. Madrid: Renacimiento, 1920.

____________. Socialismo individualista. (Índice para su estudio antropológico). Madrid: Renacimiento, 1908.

VVAA. “El erotismo en la novela”. Nuestro tiempo 148, 149, 151, 153 (abril, mayo, julio y septiembre 1911).

 
 

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