Dialéctica fantástica entre lo humano y lo vegetal en cinco relatos hispanoamericanos

Juan Ramón Vélez García
Universidad de Salamanca
 
 
En este artículo me propongo estudiar cinco relatos de autores hispanoamericanos que contemplan la metamorfosis de lo humano a lo vegetal: “Ser polvo” de Santiago Dabove, “Sábanas de tierra” y “Hombres animales enredaderas” de Silvina Ocampo, “Germinación” de Enrique Jaramillo Levi y “Muerte en el bosque” de Amparo Dávila. Se trata de cuentos que, recurriendo a estrategias propias de lo fantástico, plantean diversos temas, tales como la problemática de la identidad humana o la capacidad del lenguaje para comunicar determinadas experiencias ubicadas fuera de la vivencia corriente. Estas obras, además, recogen motivos presentes en el acervo de la cultura tradicional de varios pueblos, relacionados con una cosmovisión animista. Los textos que nos ocupan se sitúan en una tradición temática de la cual hallamos muestras en los mitos grecolatinos de Dafne, Siringa, Narciso o Proteo, en la figura del “hombre verde” presente en diversas culturas o en leyendas como la patagónica que explica el origen del arbusto del calafate. Asimismo, la transformación de personas o animales en plantas o su participación en un estado de hibridez con lo vegetal ha sido abordada fuera de la literatura hispanoamericana con diferentes enfoques por varios autores: Sylvia Plath, W. S. Merwin, Kobo Abe, William Hope Hodgson, Clark Ashton Smith, Anne Richter o Shahrnush Parsipur. Dentro de otras artes se puede encontrar en los grutescos que adornan numerosas construcciones, las representaciones medievales de la mandrágora, o algunas obras de Arcimboldo, Dalí, Picasso, Alfred Kubin, Remedios Varo, Hundertwasser, Dado o Séverine Pineaux.

“Ser polvo”, junto con “Sábanas de tierra” de Silvina Ocampo, del cual me ocuparé más adelante, fue englobado por Adolfo Bioy Casares dentro de aquellos relatos “con metamorfosis” dentro de su enumeración de argumentos fantásticos incluida en el prólogo a la ya clásica Antología de la literatura fantástica (13). El protagonista del mismo, aquejado de “una atroz neuralgia del trigémino” (Dabove 129), cae de su caballo derribado por una hemiplejía en un significativo escenario: frente a un “cementerio abandonado y polvoriento que me sugería la idea de una muerte doble, la que había albergado y la de él mismo, que se caía y se transformaba en ruinas, ladrillo por ladrillo, terrón por terrón” (130). Es un locus tan significativo como el título del cuento, que evoca la frase bíblica “pulvis es et in pulverem reverteris”. El animal escapa al poco tiempo y él, imposibilitado de levantarse y marcharse del lugar, opta por abandonarse, cavando con un cortaplumas la tierra que le rodea, enterrándose poco a poco “en una especie de fosa que resultó un lecho tolerable y casi abrigado por la caliente humedad” (ibid.) y resultando paulatinamente asimilado al marco vegetal circundante. El relato está contado en primera persona y en él prevalece la descripción de las sensaciones que la citada metamorfosis suscita en el yo protagonista-narrador, que ocupan el grueso del texto.

Las tempranas alusiones a la muerte y al sueño crean un clima apuntalado desde el lenguaje, que se ve sometido a una elaboración minuciosa para expresar una experiencia de fusión paulatina con la naturaleza y adquisición de una hibridez entre lo humano y lo vegetal, con la utilización de imágenes liminales1 elaboradas con sustantivos compuestos de antónimos –“Era un extraño sueño-vela y unamuerte-vida” (ibid., el énfasis es mío). El conflicto propiamente fantástico es calificado como una “Cosa curiosa: el cuerpo está atacado por las fuerzas roedoras de la vida y es un amasijo donde ningún anatomista distinguiría más que barro, galerías y trabajos prolijos de insectos que instalan su casa y, sin embargo, el cerebro conserva su inteligencia” (131). La mayor parte del discurso consta de un monólogo interior revelador de cambios de humor y parecer ante la experiencia, cuyo tono oscila entre la desolación –“¡Qué tristeza! Ser casi como la tierra y tener todavía esperanzas de andar, de amar” (ibid.)– y la aceptación gozosa de la nueva situación que, pese a las reticencias iniciales, es contemplada como apetecible por el sujeto que la padece: “El cuerpo experimentaba cierto calor y cierto gusto en ser de barro y de ahuecarse cada vez más” (130-131). De este modo, percibe la evolución de su estado sin sobresaltos, incluso con algunos atisbos de ironía (amarga, eso sí), elaborando un discurso que se genera cuando aún conserva el raciocinio humano que lo posibilita, en ese proceso de transición a la quietud y el mutismo vegetales, el entreacto ambiguo, intersticial, liminal.

Experimenta una progresiva limitación sensorial que se acentúa de manera paulatina, ciñéndose al tacto, fundamentalmente; la vista está limitada, y a través de ella comprueba dificultosamente en su rostro “la ascensión de un ‘rubor verde’. ¿Sería la savia o la sangre? Si era esta última: ¿la clorofila de las células periféricas le prestaría un ilusorio aspecto verdoso?” (133, el énfasis es mío); la ambigüedad del estado híbrido se manifiesta en la disyunción y las interrogaciones, con las que formula preguntas acerca de su propia condición física que no obtienen respuesta. Constata que “ya se me va aminorando en progresión geométrica la agudeza de todos los sentidos” (ibid.). Su naturaleza humana se diluye progresivamente trocándose en otra: “No sé, pero me parece que cada día soy menos hombre” (ibid.). Y más adelante: “Cada vez muero más como hombre y esa muerte me cubre de espinas y capas clorofiladas” (134). Dicha muerte ya asomaba desde el título de resonancias bíblicas y en la elección de un cementerio como parte del escenario de la historia.

No obstante, no escatima palabras que reiteran la aceptación gozosa de su nueva condición, que encuentra preferible a la humana:

Por mucho que se valore la actividad, el cambio, la traslación humanos, en la mayoría de los casos el hombre se mueve, anda, va y viene en un calabozo filiforme, prolongado. El que tiene por horizonte las cuatro paredes bien sabidas y palpadas no difiere mucho del que recorre las mismas rutas a diario para cumplir tareas siempre iguales, en circunstancias no muy diferentes. Todo este fatigarse no vale lo que el beso mutuo, y ni siquiera pactado, entre el vegetal y el sol. (ibid.)

“Sábanas de tierra” ofrece una anécdota similar, aunque en este caso el relato es contado por un narrador omnisciente en tercera persona, por lo cual no se nos brindan de primera mano las impresiones del metamorfoseado2. Según Graciela Tomassini, este cuento que nos ocupa y “La inauguración del monumento” son dos textos que “ya prefiguran el cambio de orientación narrativa de la autora” (“Complejidad” 145) respecto de su primer cuentario Viaje olvidado. “Sábanas de tierra” apareció originalmente en el número 42 de la revista Sur (marzo de 1938) y años más tarde fue editado en el volumen Y así sucesivamente, junto al otro cuento mencionado por Tomassini. En dicho volumen están presentes otros dos relatos destacados que abordan el tema de la metamorfosis. Uno de ellos es “El automóvil”, cuyas primeras frases –“Braman los automóviles: se están volviendo humanos, por no decir bestiales” (Ocampo, Y así 47)– ya anuncian la transformación que va a tener lugar en sentido inverso: Mirta, la amada del protagonista, se convierte en un coche, “en esa horrible máquina que encerraba tu corazón acelerado, cuando dormíamos juntos” (56). El otro es “El sombrero metamórfico”, en el que se nos cuenta el periplo de un sombrero que parece dotado de vida propia. Merece la pena detenerse en la descripción de su paso por una sombrerería:

Frente al desmesurado espejo del probador, ocurrían transformaciones mágicas. […] Probarse aquel sombrero bastaba para que un hombre se volviera mujer y una mujer hombre. Las madres de algunos niños no dejaban que sus hijos pasaran frente a la puerta de la sombrerería por miedo a que sufrieran una indebida metamorfosis. (79)

En el cuento que ahora nos ocupa, el proceso comienza en las manos del experimentado jardinero protagonista, las cuales:

se habían vinculado en tal forma a la tierra que empezaba a arrancar los yuyos con dificultad. Todo contacto con la tierra resultaba una lenta y repetida plantación de manos; ya estaban revestidas como de una especie de corteza oscura, de tuberosa, capaz solamente de brotar en la tierra o en un vaso de agua. Por esa razón evitaba lavárselas en el agua y se las limpiaba en el pasto. Por esa razón, desde hacía un tiempo, evitaba, en lo posible, sumergirlas muy adentro en la tierra y usaba un cuchillito alargado y fino para arrancar los yuyos. (99)

La desatención de esas medidas preventivas es lo que desencadena la metamorfosis:

Pero aquel día, en un momento de descuido o de apuro, dejó a un lado el cuchillito y puso la mano muy hondo en la tierra para sacar alguna hierba innecesaria. Arrodillado en el fondo del jardín hizo esfuerzos desesperados por arrancar primero la planta y después la mano. Pero los pasos se acercaban haciendo cantar las piedrecitas. La mano no quería salir de adentro de la tierra. (ibid.)

A partir de este momento el jardinero se verá gradualmente asimilado a la tierra. El tratamiento del prodigio y de la reacción de los personajes ante el mismo apunta a una fusión de órdenes más que a un conflicto entre ellos; pese al miedo inicial constatado en sus “esfuerzos desesperados” por sacar la mano de la tierra, el suceso extraordinario parece aceptarse con prontitud:

Llamó a su mujer primero débilmente, después más fuerte, hasta que se hizo oír. La mujer acudió corriendo y le preguntó si se había lastimado. “No, no estoy lastimado. Tengo hambre”, contestó el jardinero. “¿Y por qué no dejas tu trabajo? Ya es hora de comer.” “No puedo”, y le indicó la mano. “¿Pero por qué no la arrancas con más fuerza?”. “He hecho todos los esfuerzos posibles.” “Entonces”, dijo la mujer, “¿tendrás que pasar la noche aquí?”. “Sí”, contestó el hombre; y después de una pausa: “Tráeme la comida. Cuidado que no te vean.” (101)

La transformación se inicia en esa mano enterrada para después extenderse al resto del cuerpo con la sustitución de los fluidos corporales: “El jardinero sintió su mano abrirse adentro de la tierra, bebiendo agua. Subía el agua lentamente por su brazo hasta el corazón” (103). Experimenta la expansión de su ser en una multiplicidad arborescente:

Entonces se acostó entre infinitas sábanas de tierra. Se sintió crecer con muchas cabelleras y brazos verdes. La noche fue larga, muy larga. En la superficie, distintos bichos rozaron el brazo enterrado; no fue más que un leve cosquilleo de lombrices indiferentes. Una oruga remontó laboriosamente la espalda, momentos antes que amaneciera. Nunca el alba fue tan lenta y penosa para pasar claridades entre las ramas, elaborando la mañana. El jardinero oyó que lo llamaban. Quiso agacharse a recoger el cuchillito del suelo, pero su cintura carecía de elasticidad. Desde ese día vivió de acuerdo a las leyes de Pitágoras; el viento y la lluvia se ocuparon de borrar las huellas de su cuerpo en la cama de tierra. (ibid.)

El reconocimiento del cuerpo como parte ya integrante del paisaje por los animales y el borrado de su hechura supondrían el fin de su condición de ser reconocible como humano. La alusión al acto de acostarse y a los sustantivos “sábanas” y “cama” acompañados por el adyacente “de tierra” muestran el ingreso en el estado vegetal como una suerte de letargo, sueño o muerte, como ya vimos en “Ser polvo”.

En “Hombres animales enredaderas” ya desde el título, que prescinde de la coma en esta enumeración trimembre, se hace patente la idea de continuidad y fluidez entre los tres reinos o ámbitos mencionados en el mismo, acorde con una característica principal de la narrativa de Silvina Ocampo: el “lírico arrobamiento ante la esencial unidad de todas las creaturas” (Tomassini, “La paradoja” 377). Esa concepción de lo existente como un continuum unificado desharía las categorías convencionales y las fronteras tradicionalmente impuestas. A diferencia de “Sábanas de tierra” y al igual que en “Ser polvo” la narración se desarrolla en primera persona y está dominada por la constatación de las impresiones del personaje. El lugar en el que se halla, tras sufrir un accidente aéreo, está anegado por “un perfume que no aspiré en ninguna otra parte del mundo, un perfume embriagador y a la vez sedante” (Ocampo,Antología 115) proveniente de una enredadera. En su discurso, que tiene también mucho de monólogo interior, se entremezclan impresiones sensoriales con recuerdos y reflexiones, conformando el texto como “un imposible informe de quien ha experimentado la propia desaparición: peculiar autobiografíapost-mortem” (Pezzoni 192), algo similar a lo que sucedía en el cuento de Dabove. Reproduce el famoso primer verso del poema “Lo fatal” de Rubén Darío para refutar la afirmación recogida en el mismo y elaborar una personificación de los árboles:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Se lo decía a alguien (por quien ya no siento ningún amor) para conmoverla. Me quedó el verso. No estoy tan seguro de ese apenas sensitivo. De noche me parece que oí a los árboles quejarse, abrazarse, rechazarse o suspirar, arrodillarse frente a otros de su familia o de otros que habían sucumbido bajo la enredadera. Ingresé en este mundo vegetal desconociéndolo totalmente3. (Ocampo, Antología 119)

Ese perfume mencionado le inocula el sueño, y su estado de sopor parece ser aprovechado por la enredadera para avanzar invasivamente:

Toda esta selva es una enredadera. ¿Para qué preocuparme?. Hay que preocuparse sólo por lo que tiene solución. El perfume seguirá embriagándome, dándome sueño. La enredadera seguirá haciendo sus trenzas. Ahora raras veces me despierto sin que haya tejido alguna trenza alrededor de mi brazo o de mi pierna. Ayer no más, se trepó a mi cuello. Me fastidió un poco. No es que me diera miedo, ni siquiera cuando se me enroscó alrededor de la lengua. Recuerdo que al soñar grité y abrí imprudentemente la boca. Es extraño. Nunca pensé que una enredadera podía introducirse tan fácilmente adentro de mi boca. (120-121)

Las últimas líneas del texto hacen sospechar que la fagocitación ejercida por la enredadera ha alcanzado su culmen y es ésta la nueva dueña de la primera persona narrativa; hay un cambio de género del sujeto de la enunciación –de masculino a femenino– el cual asimismo alude a “mis tallos verdes” (121).

Podemos considerar que:

Silvina Ocampo contribuyó con su imaginación al desarrollo de una literatura que aspiraba a revelar las pulsiones reprimidas en la cultura occidental por el racionalismo o el tedio. Esa literatura trataba de acceder a una dimensión pre-lógica, capaz de conciliar lo que la cultura europea habría vuelto irreconciliable. Los relatos de Silvina Ocampo demuestran que esa búsqueda conjugaba convicciones diversas, casi siempre refrendadas por planteamientos antropológicos propios del momento: había que acercarse al sustrato primitivo y ritual de la cultura occidental, y también a la condición no racionalista de otras culturas. (Fernández 202)

El divorcio entre el hombre y la naturaleza habría conducido a que la fusión en ella sea vista como algo fantástico propio de creencias animistas ya abandonadas, que narradores como los que nos ocupan han optado por tratar. La búsqueda de la escritora sería afín a la de Cortázar, y estaría, como la de éste, refrendada en buena parte por el surrealismo y el recurso a lo neofantástico como estrategia integradora, no disgregadora. A diferencia del relato fantástico tradicional, gobernado por una confrontación entre órdenes, en el neofantástico se aboga por la integración de dichos órdenes, correspondiendo a aquello que Kathryn Hume llama literature of vision, la cual “invites us to experience a new sense of reality, a new interpretation that often seems more varied and intense than our own. Instead of turning our backs on everyday reality, as we do when seeking illusion, we absorb a new vision” (55-56). Esa “nueva visión” pasaría por la aceptación de aspectos comúnmente relegados en la cosmovisión occidental4.

“Germinación”, de Enrique Jaramillo Levi, pertenece a su volumen Duplicaciones, y dentro del mismo, se ubica significativamente bajo el grupo de relatos agrupados bajo el epígrafe “Metamorfosis”. En dicho cuentario asistimos “a una asunción moderna de las metamorfosis de la mitología clásica, ya que muchos de los protagonistas de los relatos ven operarse una transformación radical de sus rasgos humanos, para convertirse en noche, búho, paloma, mesa, poste de la luz, o parte orgánica de una naturaleza vegetal gigantesca” (Romero Pérez 13, el énfasis es mío), y es esta última posibilidad la que se va a concretar en este relato, donde la transformación obedece a una ofensiva de las fuerzas naturales desatadas presumiblemente por los experimentos científicos desarrollados por el protagonista, con lo que aparece el tema del castigo por la intromisión del conocimiento humano en ámbitos prohibidos. Esta transformación tiene lugar en el dormitorio, en el ámbito inicialmente seguro de lo cotidiano y doméstico, a diferencia de los otros relatos abordados, en los que la fagocitación del hombre por la naturaleza sucedía a cielo abierto, en el dominio de esta última.

Tenemos un narrador en tercera persona, omnisciente, que nos transmite en estilo indirecto los pensamientos y sensaciones del protagonista, actuando como reflector, y recurriendo al cambio de tiempo narrativo –saltando del pretérito al presente– para presentarnos el proceso –el cual se impone ineludiblemente: “No había escapatoria posible” (Jaramillo Levi 104)– con mayor inmediatez, como si fuésemos testigos directos del mismo.

Las hojas sarmentosas estampaban ya su frialdad de invernadero sobre la piel. Contrajo los músculos. Simultáneamente lo fueron aplastando los susurros que salían de aquel verdor y la introducción pastosa a través de la piel. […] Una leñosa rigidez se le ha ido extendiendo por todo el cuerpo. Siente la savia hacérsele pesada en la sangre y cómo ésta comienza a endurecerse milimétricamente. Sin querer se maravilla del grado de hipersensibilidad que lo llena. Sabe que la lengua ha dejado de ser el único vehículo de gustación. Lo que parece toneladas de álgido verdor amargo y susurrante ya le tapa ojos, orejas, nariz, boca y zonas erógenas. Le es imposible abrir los ojos, adheridas como están las hojas a sus párpados. Quisiera ver una vez más la forma, observar la textura, el tamaño. Pero adivina que la armazón cartilaginosa ya no existe, que los límites de su piel han perdido su autonomía, que el proceso osmótico está ya bien avanzado. (104-105)

El personaje experimenta asimismo una expansión de la conciencia similar a la que ya se contemplaba en “Sábanas de tierra”. Su percepción sensorial se agudiza y se expande5. Es también una transformación relacionada de algún modo con el sueño, que se da en un momento cercano a él: el tránsito a la vigilia. El ritmo narrativo en este caso es rápido, casi vertiginoso, acorde con la mayor brevedad del texto, mientras que en los relatos anteriormente comentados el proceso se desarrollaba más pausadamente.

En lo que podría considerarse la segunda parte del relato, separada tipográficamente del fragmento anterior, su hermana entra en la habitación sin sospechar lo que ha ocurrido, sorprendida por su desaparición. El lugar se encuentra anegado por un “olor intenso, como a eucalipto” (105) que le llama la atención. Al igual que en “Hombres animales enredaderas” el protagonista dudaba de la falibilidad de sus sentidos cuando éstos le transmitían el comportamiento del entorno vegetal, aquí la hermana recibe equívocas impresiones visuales: “Le pareció percibir de pronto un ligero tremor de hojas” (ibid.); “El verde pareció intensificarse e hirió sus ojos. […] Nuevamente cerró los ojos ante la intensificación del verdor. No entiendo lo que pasa. ¡Ese brillo…!” (106). Finalmente se convierte en una víctima desprevenida:

Sin darse cuenta había pisado unas hojas que caían sobre el piso aplastándose contra la madera. Unas hojas que no estaban allí segundos antes. Vio ahora, sin poder articular su terror, cómo de los fragmentos que aún estaban bajo su pie manaba pastosamente un rojo verdoso que fue trepándosele por los pies, enroscándosele a las rodillas, cercándole la cintura, besándole los senos, acechándole la boca abierta por donde no escaparía el segundo grito. (ibid., el énfasis es mío)

Al igual que en el mencionado cuento de Silvina Ocampo, el intruso vegetal parece tratar de “callar” a su víctima tapándole la boca, acción que simbolizaría la quiebra del discurso para dar cuenta de la experiencia insólita y el desmoronamiento del logos parejo a la privación de la condición humana.

En la obra de Jaramillo Levi el cuerpo es sometido a todo tipo de transformaciones, asedios, duplicaciones, lo que muestra cómo su narrativa “mantiene su visión en la dinámica del cuerpo, sea éste individual o social, inventado o histórico, personal y biográfico o perfectamente anónimo” (Burgos). Y esa dinámica explica también la pulsión erótica presente en este desenlace6.

En el texto de Amparo Dávila, esa “muerte en el bosque” del título es ansiada como escapatoria por un protagonista hastiado de su vida rutinaria. Desde el comienzo del cuento se nos ofrece la imagen de un hombre desencantado y abúlico, que “venía caminando con pasos lentos y pesados, casi arrastrando los pies. Las manos en las bolsas de la gabardina y los brazos sueltos, abandonados. Delataba cansancio, una fatiga de siempre” (Dávila 69). Mientras aguarda a que la encargada de gestionar cuestiones relacionadas con la venta de un departamento encuentre el teléfono de su dueño, la visión de una bandada de pájaros que se dirige al bosque le suscita “nostalgia de los árboles, deseo de ser árbol” (74) y da pie a un monólogo interior en estilo indirecto, roto periódicamente por las palabras de dicha mujer, en el cual se muestra cómo él anhela:

vivir en el bosque, enraizado, siempre en el mismo sitio, sin tener que ir de un lado a otro, sin moverse más; siempre allí mirando las nubes y las estrellas, y las estrellas se apagarían y se volverían a encender y la mujer seguiría buscando, buscando… la noche, el día, otra noche, otro día, y la mujer buscando, buscando, buscando desesperada el número de un teléfono… y él en el bosque sin importarle nada, sin oír ya sonar papeles y cajones y cosas… descansando de aquella fatiga de toda su vida, de los tranvías, de las calles llenas de gente y de ruido, de la prisa, de los relojes, de su mujer, de la horrible vivienda, de los niños… sin oír las máquinas de escribir ni las prensas del periódico, ni los linotipos, ni los diez teléfonos sonando a un mismo tiempo… tendría silencio y soledad para pensar, tal vez para recordar, para detenerse en algún minuto hondamente vivido, para oír de nuevo una palabra, una sola palabra… –Aquí guardé ese papelito, me acuerdo muy bien, aquí lo guardé–… encontrarse de pronto en el bosque rodeado de árboles silenciosos, sostenido por hondas raíces, mirando las estrellas y las nubes… el viento mecería suavemente sus ramas y los pájaros se hospedarían en su follaje… ¡vida tranquila y leve la de los árboles, llenos de pájaros y de cantos…! (74-75)

El afán escapista conecta con las ideas manifestadas en las palabras del protagonista de “Ser polvo”, quien prefería ese “beso mutuo, y ni siquiera pactado, entre el vegetal y el sol” frente a la vida ordinaria. Sin embargo, el bosque es un ámbito también amenazante, donde aguardan todo tipo de potencias hostiles e indomables, como ocurre en buena parte de los cuentos tradicionales. Se recoge también en el discurso del protagonista, por tanto, el envés de la concepción paradisíaca del locus amoenus, y esa “vida tranquila y leve” comienza a ser percibida como algo bien distinto:

del día a la noche cientos de cantos, miles de cantos en sus oídos, ante sus ojos fijos, fuera y dentro de él un eterno coro, el mismo coro siempre, y él sin poder oír ya ni sus propios pensamientos sino el alegre canto de los pájaros… padeciendo sus picotazos en el cuello, en los brazos extendidos, en los ojos, y él a su merced sin poder mover ni un dedo y ahuyentarlos… tener que sufrir los vientos huracanados que arrancan las ramas y las hojas… quedarse desnudo largos meses… inmóvil bajo la lluvia helada y persistente, sin ver el sol ni las estrellas… morir de angustia al oír las hachas de los leñadores, cada vez más cerca, más, más… sentir el cuerpo mutilado y la sangre escurriendo a chorros… los enamorados grabando corazones e iniciales en su pecho… acabar en una chimenea, incinerado… –Ya me estoy acordando dónde guardé el papelito–… ver pasar un día a sus hijos y a su mujer, y él sin poder gritarles: –Soy yo, no se vayan– ellos no se detendrían bajo su sombra, ni lo mirarían siquiera, no les comunicarían nada su emoción ni su alegría. –Empieza a soplar el viento, mira cómo se mueven las hojas de ese árbol–, dirían los niños sin reconocerlo, y él allí, clavado en la tierra, enmudecido para siempre, lleno de pájaros y de… (75)

Esta inversión va pareja al temor de una naturaleza destructora y salvaje que ya aparecía con una elevada carga de potencial amenazador en la novela telúrica7 o en algunos cuentos de Horacio Quiroga. El bosque y la selva se erigen con frecuencia como ámbitos de la disolución y el caos, como laselva oscura de la cosmovisión medieval, opuesta al castillo, centro sustentador del orden. El bosque es el lugar “où les yeux infiniment variés et infiniment dangereux de la nature entraînent dans leur vertige le voyageur et le noient dans leur fantastique extravagant” (Brion 9), y encarna “les forces élémentaires et primordiales, ce qui était à l’origine, ce qui demeure des temps disparus et ce qui survivra lorsque l’humanité aura disparu de la surface de la terre” (11). Asimismo, dentro de los suplicios que aguardan en el bosque también se hallan los proporcionados por los propios seres humanos –los leñadores o los enamorados que graban iniciales en los troncos–, de cuyo hostigamiento tampoco quedaría libre. La lectura de este cuento puede traer a la mente alguno de los grabados de Rodolphe Bresdin, o un cuadro de Caspar David Friedrich que representa los preliminares de otra predecible “muerte en el bosque”: el coracero se encuentra ante un alto y espeso muro arbóreo, en el que presumiblemente se adentrará para encontrar no una “vida tranquila y leve”, sino la derrota de sus fuerzas.

Pese a ello, el protagonista del relato opta por escapar y rompe a correr hasta perderse en el bosque, momento en el que el cuento concluye y su destino queda a la suposición del lector. En este caso la transformación (de la cual desconocemos si se produce finalmente, pues lo que se nos cuenta es el anhelo de la misma y su búsqueda con la huida al bosque) sería algo pretendido por el personaje, no un accidente imprevisto. La ambigüedad del desenlace contrasta con los demás relatos comentados, en los cuales dicha metamorfosis ocupa la mayor parte del espacio verbal; esta ambigüedad es un rasgo narrativo manejado frecuentemente por la autora, el cual obedecería a la recreación de una realidad tamizada por los miedos, obsesiones, angustias y anhelos de los protagonistas. Según Ross Larson, “More than any other Mexican author, Amparo Dávila seems compelled to write on themes of mental alienation. In nearly all her stories she submerges the reader in a world that defies rational explanation. Private and haunting, it is nevertheless our real world as viewed by a deranged mind” (66). Este descenso a la locura de los protagonistas de sus cuentos conduce con frecuencia a su derrumbe físico, mental, o a ambos. En este caso, la asfixia existencial sufrida por el desencantado protagonista lo lleva, en un rapto, a correr desesperadamente hacia el bosque en pos de una existencia distinta, y su búsqueda ofrece algunas analogías con la emprendida por determinados personajes de la novela Bosque Mitago, de Robert Holdstock.

El deseo de transmutación vegetal presente en este relato es también tema central de “Presentimientos”, poema en prosa de Juana de Ibarbourou:

Siempre suspiro por ti, ¡oh bosque!, y por ti, ¡oh campo!, y por ti, ¡oh agua! Estoy convencida de que en una vida ancestral, hace ya miles de años, yo tuve raíces y gajos, di flores, sentí pendientes de mis ramas, que eran como brazos jugosos y verdes, frutas tersas, pesadas de zumo dulce; yo estoy convencida de que hace un gran puñado de siglos, fui un arbusto humilde y alegre, enraizado a la orilla montuosa de un río. Por eso siempre suspiro por ti, ¡oh bosque!, por ti, ¡oh campo!, y por ti, ¡oh agua! (159)

Es un concepto que también figura en el ya citado primer verso de “Lo fatal” o en un verso del poema “La fuente arborescente” de César Moro –“Quisiera ser un árbol un grito una piedra” (71)–, y manifiesta una búsqueda de retiro con ecos del otium clásico, un apego a la soledad como estado propicio al despliegue de potencias normalmente ahogadas por el bullicio, pues según Francisco Tario “soledad es el pájaro, el árbol, la hiedra, la nube […]; todo, en fin, todo aquello en que no intervenga ni de cerca ni de lejos la disparatada y estrambótica voz del hombre” (85); así se facilitaría un desarrollo pleno del ser, libre de lo accesorio –“Ser niño, ser árbol – ser, estrictamente” (45)– y propicio al encuentro consigo mismo.

El hombre trata de domar y acotar la naturaleza, pero en estos relatos resulta fagocitado por ella, diluido en ella, y es éste un destino que le configura un horizonte ontológico temido y deseado a un tiempo, al cual se enfrenta con una mezcla de atracción y repulsión. Los textos analizados abordan un estado de hibridez que ha conocido otras representaciones en la literatura y el arte y muestran el interés despertado por nuevas posibilidades ontológicas que trascienden las barreras de lo meramente humano, tema detonante de destacadas ficciones fantásticas como las comentadas aquí.
 
 
Notas

1 Esto es, aquellas en las que “opposing processes and assumptions coexist in a single representation” (Harpham 14).

2 En el relato “Bestial entre las flores” del cubano Reinaldo Arenas, por su parte, la metamorfosis del personaje al que alude el título es comunicada por un narrador, testigo intradiegético, amigo suyo, que la constata gradualmente:

Decidí permanecer junto a él toda la tarde y ya al oscurecer, cansado de llamarlo (a veces a gritos) le puse una mano en el hombro. Entonces noté que su cuerpo había perdido elasticidad: mi mano casi se hundió en su hombro. Me llevé los dedos a la nariz y noté (ya con terror) que despedían el mismo perfume de los clavelones […]. Durante el día, Bestial fue sustituyendo su transparencia por tonalidades verduscas que bien se podían comparar al color de los retoños jóvenes […]. Sólo el libro que aún sostenía entre sus manos diminutas atestiguaba que aquello era Bestial. A la madrugada descubrí ya sin asombro, que su cuerpo se había convertido en un delgado tallo que emergía firme de la tierra, que sus brazos eran dos radiantes hojas, y su cabeza estaba adquiriendo la infinita suavidad de los pétalos. (338-339)

3 La animación de este marco natural es similar a la del “bosque de árboles humanos” descrito en lasLeyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias, donde “veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra” (96), muestra de un animismo también presente en la obra de José María Arguedas en figuras como el árbol hembra descrito en “La muerte de los Arango”, cuya cima terminaba “en una especie de cabellera redonda, ramosa y tupida” (193); según Vargas Llosa, el citado fragmento es “un buen ejemplo del sistema de desrealización (de mitificación literaria) de la naturaleza que lleva a cabo Arguedas” (28).

4 Ya en una reseña dedicada a Viaje olvidado publicada en 1937 en la revista El Hogar detectaba José Bianco en la narrativa de la escritora una fantasía que “en vez de alejarnos, nos aproxima a la realidad y nos interna en ese segundo plano que los años, la costumbre y los prejuicios parecían haber ocultado definitivamente a nuestros ojos” (cit. en Pezzoni 196).

5Esto es también lo que le sucede al protagonista de “Capítulo XXX” del uruguayo Mario Levrero, cuya cabeza, tras una metamorfosis de petrificación y una disgregación corporal, es enterrada conservando trazas de conciencia, la cual sufre también un crecimiento parecido que marca el deceso de la condición anterior del personaje y el tránsito a una existencia nueva:

Con el correr del tiempo fue naciendo en mí la conciencia de la luz del sol y del aire y de los colores y de todas las cosas que siempre amé. Muchas semillas habían encontrado terreno fértil, nuevas formas de mí estaban naciendo en todas partes. En el campo, en el bosque, en la isla; en la arena y en la tierra, y más allá del río y más lejos y más ancho, más ancho y más dimensionado, más profundo. Olvidaré esta cabeza de piedra enterrada en la arena porque empiezo a nacer, dulce y alegremente, a la verdadera vida. (720-721)

Por su parte, el protagonista del texto de Miguel Ángel Asturias citado anteriormente experimenta “la sexual agonía de sentir que me nacían raíces”, las cuales “crecieron y ramificáronse estimuladas por su afán geocéntrico” (97).

6La interacción sexual con seres vegetales también es tratada en el citado “Capítulo XXX” de Levrero, o en “Un aroma de flores lascivas” de Eduardo Goligorsky, cuyo protagonista, Ulises Lem, tras acoplarse frenéticamente con la extraña flora del mundo al que llega, muere exhausto y su cuerpo se incorpora al paisaje cubriéndose “poco a poco de bubones y excrecencias. Que luego se abrieron y dejaron asomar los retoños del mestén instilado en la materia orgánica fecundante y nutricia. El cuerpo sólo desapareció cuando los capullos terminaron de eclosionar. La floración siguió su curso” (76); de este modo pasa a convertirse en el sustrato alimenticio de la naturaleza del lugar y se incorpora a ella.

7 Por ejemplo, la visión de la selva en La vorágine, una “selva inhumana” (Rivera 206), “sádica y virgen” que “procura al ánimo la alucinación del peligro próximo” (208).
 
 
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