¿Ser o Tener? Una versión de cómo Amparo se convirtió en “La Tribuna”

Silvia Goldman
Brown University
 
 
En la novela La Tribuna de Emilia Pardo Bazán, asistimos a la configuración de una modalidad narrativa que cosifica la realidad en la creencia de que volviéndola visible (observable) será factible de ser narrada. Este método de observación detallada por parte de un voyeur narrador que posee metafóricamente el universo narrativo se traslada, mediante la persona de un voyeur interno (Baltasar), al plano de los personajes. Ambas miradas constituyen el eje articulador de la novela  y la inscriben, en tanto agentes de la cosificación,  dentro de una poética articulada bajo los parámetros del tener. En el prólogo a una novela anterior tituladaUn viaje de novios (1881), la autora escribe: “La novela es traslado de la vida, y lo único que el autor pone en ellas es su modo peculiar de ver las cosas sociales” (572).  Este modo “peculiar de ver las cosas sociales” responde en La Tribuna a un sistema dominado por la lógica del consumo; la realidad es entendida por ambos voyeurs como una distribución fija de objetos observables y accesibles. La modalidad voyeurística, en tanto cree en la posibilidad de incorporar dichos objetos a través de la observación, se convierte en una forma específica de consumo.

En este trabajo me propongo establecer correspondencias entre el voyeur externo y el voyeur interno, y demostrar que ambos conciben la realidad en términos de posesión. El principio organizador de este universo literario es la mirada. Los personajes se dividen entre agentes o depositarios de la misma; los segundos se vuelven, conforme avanza la narración, en objetos de consumo a disposición de los primeros. Este modo de interacción entre los personajes genera tensiones que determinan una relación particular entre el sujeto narrativo y su entorno; en otras palabras, la realidad “intradiegética” se nos presenta como una suerte de disposición instrumental: la fábrica se figura como espacio emblemático de la clase obrera y Amparo, el personaje femenino, se convierte en epítome del consumo (Amparo la cigarrera, la Tribuna-cigarro):

Cuando por las tardes Baltasar lograba acercarse algún tanto a Amparo e inclinaba la cabeza… sentíase envuelto en la penetrante ráfaga que se desprendía de ella, causándole en el paladar la grata titilación del humo…y el delicioso mareo de las primeras chupadas. Eran dos tentaciones… dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro (205)

Cada detalle de la observación se basa en el principio de que observar supone conocer. Así lo ilustra la escena en la plaza de Abastos, donde Borrén y Baltasar conocen a la niña Amparo: “El de los mostachos [Borrén] consideraba a la recién venida atentamente, como un arqueólogo miraría un ánfora acabada de encontrar en una excavación” (68). El voyeurismo, en tanto sintomático del deseo de conocer, representa la asimilación del otro / enigmático desde el yo / conocido. Supone una “plusvalía visual”, un excedente simbólico que el sujeto procura a través de la observación del otro para que su propio valor dentro de este sistema de economías visuales se acreciente. Como señala Fritz Breithaupt, “la tesis marxista cuya formulación establece que el capital equivale a más capital se aplica también a la individualidad: el yo equivale a ‘más yo’ en función de su capacidad de extensión” (230). El voyeurismo, como capital simbólico del yo, determina la acumulación de una plusvalía que le garantiza su auto-extensión.

Erich Fromm postula que, a lo largo de la historia, dos han sido los modos de existencia que han caracterizado a las distintas sociedades humanas: el del tener y el del ser. Ambos suponen una manera singular de relacionarse con el medio y ambos encuentran su correlato en  la literatura. En este sentido, existiría una poética del ser y otra del tener. Esta oposición binaria no intenta funcionar como eje articulador de la literatura ni tampoco establecerse como un paradigma absoluto y cerrado, ya que toda creación literaria problematiza y cuestiona cualquier taxonomía. Sin embargo, sus postulados ofrecen un acercamiento singular a las obras y suponen, además, concebir el lenguaje como un sistema que, en su matriz representacional, ilustra y practica un modo de relacionarse con el medio y de transcribir esa experiencia; un modo de existencia: ser o tener.

Para la sociedad del ser, la existencia se conforma como un proceso dinámico; el yo es inabarcable porque es inacabado (Fromm refiere al concepto de “becoming”); su devenir es la síntesis de  una dialéctica constituida por el hombre y el medio, así como por la “inter-pertenencia” de uno al otro: “one is oned to the world” (19). Este modo de existencia supone la negación del binario sujeto / objeto (realidad) a partir del cual se articula la sociedad del tener. La sociedad del ser se constituye como una modalidad inclusiva puesto que la realidad es dialéctica (rebasa las categorías sujeto / objeto) e inasequible, no puede poseerse porque no es exterior al sujeto; tampoco el sujeto procura su extensión porque él es la realidad.

Para la  sociedad del tener, en cambio, existir es poseer; la forma en que sujeto y medio se relacionan ya no es dialéctica, pues implica la supeditación del medio al sujeto; el yo abarca y se adueña de la realidad en la cual está inscripto. El sujeto, en la sociedad del tener, no busca pertenecer sino extenderse; su plenitud depende de su capacidad de abarcar las cosas, el yo no es sino su extensión. Las aspiraciones del voyeur interno en la novela, Baltasar, reflejan esta modalidad de la existencia: “Su pasión, ni tierna, ni delicada, ni comedida, pero imperiosa y dominante, podía definirse gráfica y simbólicamente llamándola apetito de fumador que a toda hora aspira a fumar el más codicioso cigarro que jamás se produjo, no ya en la Fábrica Marineda, sino en toda la Península” (204). El hombre en la sociedad del tener es incapaz de poner un límite a su afán expansivo; su vocación de absoluto lo somete a un estado de constante inconformismo. La pasión inicial de Baltasar por la Tribuna así como su posterior aburrimiento, ilustran esta condición del sujeto en la sociedad del tener. Una vez “fumada”, la Tribuna se vuelve un objeto desechable y sin valor.

El sujeto, en la sociedad del ser, supone una entidad fluida, constituida pero también constituyente, activa, en movimiento y, por lo tanto, inasequible. La literatura que intenta dialogar con ella, así como con su medio, enfatiza su capacidad de agencia y cambio; el ser se articulará, pues, como una interacción dialógica, se definirá en función de su acción, de su proceso, de su potencialidad verbal. Evitará, en la medida de lo posible, categorías gramaticales con funciones totalizadoras porque entiende que la materia está constantemente forjándose a sí misma. Se instalará en los umbrales del lenguaje, allí donde más se engrosen sobre sí mismas las palabras. Intentará producir un efecto de desfamiliarización en la creencia de que hay que rehuir el automatismo del entorno. Asumirá un tono platónico en tanto sospechará de todo aquello que sea observable, objetivo, finito. No creerá en la metáfora de la tábula rasa, pues para este narrador no se trata de asimilar lo real, sino de intentar comprenderse a sí mismo  “dentro” de lo real y a lo real “dentro” de sí mismo.

En cambio, el sujeto en la sociedad del tener procura su extensión. En este sentido, en la novela La Tribuna de Emilia Pardo Bazán, cuando el narrador se forja desde su capacidad predicativa no está sino remitiendo a este principio de acumulación como estrategia para extenderse dentro del universo narrado: “[el pelo] se mostró cual Dios lo hizo, negro, crespo, brillante.  Sólo dos accesorios del rostro no mejoraron, tal vez porque eran inmejorables: ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un tipo moreno” (97). En esta descripción física, que exagera la visibilidad del objeto, se refleja este sentido acumulativo en la narración. Las enumeraciones (“negro, crespo, brillante”), las frases predicativas (“accesorios del rostro”) y, lo que es más, la hiperbolización de esta tendencia (“ojos y dientes, el complemento indispensable de lo que se llama un tipo moreno”) demuestran que la realidad –y sus objetos constituyentes- es percibida, por el sujeto narrativo, como una sucesión de epítetos que funcionan con un criterio aditivo y que intentan compensar las propias limitaciones del lenguaje.

Según Bajtin, cada obra literaria se define como la “proyección sentimental” (19) del autor sobre el personaje y su mundo, proyección a partir de la cual ambos se vuelven “correlatos de la totalidad artística de una obra” (19). A lo que agrega:

La conciencia del autor es conciencia de la conciencia, es decir, es conciencia que abarca al personaje y a su propio mundo de conciencia… Porque el autor no sólo ve y sabe todo aquello que ve cada uno de sus personajes por separado y todos ellos juntos, sino que ve y sabe más que ellos, inclusive sabe aquello que por principio es inaccesible para los personajes, y es en este determinado y estable excedente de la visión y el conocimiento del autor con respecto a cada uno de sus personajes donde se encuentran todos los momentos de la conclusión del todo  (20)

Desde esta perspectiva, y si consideramos al narrador como cristalización literaria del autor en la obra, podemos inferir que cuanto más fuerte y autoritaria sea su presencia dentro del texto, mayor será el excedente de visión entre él (que llamaremos “yo”) y su personaje (que llamaremos “otro”). En el caso de La Tribuna, el excedente de visión se expresa en dos niveles: en el nivel del registro y en el nivel del discurso. En el nivel del registro porque el narrador utiliza la ironía (como veremos más adelante) para demostrar un conocimiento “más profundo” de su protagonista (Amparo); conocimiento que, a su vez, le ha vedado a su personaje. En el nivel del discurso porque, a través de la modalidad voyeurística, ambos narradores (interno y externo) acceden a un “locus de vigilancia” privilegiado que les permite controlar y poseer al otro (la Tribuna). En esta novela, a la vez, la misma modalidad voyeurística constituye un grado considerable de ironía; el personaje es observado en su totalidad por un observador que se encuentra “afuera” y “arriba” de su persona. Por esta razón, el ojo del narrador y del personaje (Baltasar) siempre sabrán algo de Amparo que ella no sabrá de sí misma. De este modo, ese sobrante de conocimiento se valora, desde la mirada del voyeur, en tanto constituye una forma de posesión. El sujeto narrativo “posee” físicamente la realidad, encarnada en la tribuna, pero también la posee metafóricamente gracias al conocimiento profundo que tiene de ella.

En los últimos siglos, nota Fromm, las sociedades occidentales han ido configurándose, cada vez más, en términos del tener. En el lenguaje, esta tendencia se manifiesta a partir del lugar de privilegio que le atribuye al mundo de las cosas. Este modo de existencia se identifica con las funciones nominales y predicativas del lenguaje. Se tiende a la adjetivación y ornamentación en la creencia de que la existencia se define por su capacidad de extensión y no por su capacidad procesal. Tales inclinaciones, nominal y predicativa, han derivado no sólo en un aumento, sino también en una sustitución de los verbos por los sustantivos:

A noun is the proper denotation for a thing. I can say that I have things: for instance that I have a table, a house, a book, a car. The proper denotation for an activity, a process, is a verb: for instance I am, I love, I desire, I hate, etc. Yet ever more frequently an activity is expressed in terms of having; that is, a noun is used instead of a verb.  But to express an activity by ‘to have’ in connection with a noun is an erroneous use of language, because processes and activities cannot be possessed; they can only be experienced. (Fromm 20)

Un ejemplo de este fenómeno de sustituciones se puede encontrar en el pasaje en el cual el narrador caracteriza a la otra mujer de Baltasar, Josefina: “adquiría cierta postiza morbidez… tenía ya las coqueterías, los celos, los caprichos de la mujer… Hablando de cosas superficiales, no le faltaba cierta charla vivaz…” (128). El narrador utiliza tres verbos con connotaciones económicas (adquirir, tener, faltar) para caracterizar a su personaje; es curioso notar que los tres exigen, por su calidad de verbos transitivos, la adición de un objeto o complemento de valor nominal para cobrar sentido. El término “objeto”, refiere, por un lado, a una categoría gramatical, pero también a una categoría física, visible. Sin embargo, si el narrador hubiera dicho “era algo mórbida, coqueta, celosa, caprichosa, de charla vivaz” por ejemplo, habría manifestado –a nivel paradigmático- un proceso de selección casi opuesto: verbo intransitivo (ser) en vez de verbo transitivo, complemento de valor adjetivo en vez de complemento de valor sustantivo, énfasis en la condición del ser como inclusión (ser en el capricho) en vez de énfasis en la condición del ser como extensión (tener capricho).

Dicha tendencia nominalista había sido ya detectada por Du Marais en el siglo XVIII en su tratado Les Veritables Principes de la Grammaire y luego por Marx y Engels en The Holy Family, donde los teóricos destacan la  tendencia a la sustantivización y sus consecuencias en una máxima de Bauer en la cual el amor es cosificado y entendido como entidad separada del hombre (Fromm 20). Siguiendo esta línea de razonamiento, el voyeurismo es factible de ser interpretado como una tendencia nominalista. El yo (narrador), para poseer al otro (la realidad, la Tribuna) lo somete a un proceso de sustantivización cuyo objetivo es el de generar un máximo excedente de visión. El mecanismo de objetivización del entorno le permite al sujeto narrativo forzar la oposición yo / otro para luego apropiarse de la “diferencia” y controlar un entorno que, mediatizado por la mirada, se vuelve un objeto incorporado, consumido, sexualizado.

Las consecuencias de esta modalidad suponen la apreciación “poética” de la realidad en términos de una relación de propiedad; es posible observarla, verla, aprehenderla, captarla. El narrador interpone entre él y su narración una densa pero delimitable sucesión de sintagmas valorados en tanto objetos que narran y definen la realidad (adjetivos, sustantivos, frases sustantivadas, párrafos predicativos), “en resumen; la historia de la pobreza y de la incuria narrada en prosa por una multitud de objetos feos” (Pardo Bazán, La Tribuna 58). Las descripciones tienden a sustantivar (cosificar) el medio y a definirlo en términos de su valor dentro del sistema. En la novela La Tribuna, parece existir una conciencia narrativa superior, la conciencia de la conciencia según Bajtin (19), que ordena y atribuye a los distintos objetos y paisajes un valor funcional preestablecido: hay una joven que se escurre y secretea como una comadreja (173), otra que vale oro (96) y también funciona como “tribuna”(153), otra cuyo estado de salud lamentable ironiza su función de “guardiana”(112), una Pepa que es una gorda “colosal”(60) y trae la “pepa” (60) alcohólica al humilde hogar, un Chinto flaco como un barquillo, “un animal” de carga (90) con valor de “comodín” servil (117), un militar escolta y acompañante (Borrén-“borrego”) de un Baltasar “mimado” (71) y “protegido” (como lo indica su nombre), con atributos de rey que todo lo ve y domina. Hay, además, una apreciación del espacio y sus personajes como espectáculos públicos:

Lo cierto es que la viva luz de las bujías, tan propicia a la hermosura, patentizaba y descubría cruelmente las fealdades de aquella tropa, mostrando los cutis cárdenos, fustigados por el cierzo; las ropas ajadas y humildes, de colores teñidos; la descalcez y flacura de pies y piernas, todo el mísero pergeño de las cantoras. (76)

La realidad  nace “del espectáculo mismo de las cosas”, tal como sugiere la autora en su prólogo (48), y queda subordinada a la experiencia del sujeto. La misma sólo existe cuando es visible y, por lo tanto, factible de ser poseída; se postula como otra suerte de “tribuna” (púlpito) que se observa, a su vez, desde la tribuna. La realidad se figura como “cosa” porque sólo bajo esta valoración representa la promesa de extensión y afirmación de la propia individualidad. El yo no puede conocerse a sí mismo, verse cabalmente, sino a partir del otro; es el otro, y su mirada, quien le  asegura una total comprensión de sí mismo. En este sentido, tanto la modalidad voyeurística como la cosificación de la realidad expresan la ansiedad cognoscitiva del sujeto narrativo.

En consecuencia, el voyeurismo de esta novela supone, por un lado, un método y una modalidad narrativa propia de la poética del tener (ver es poseer) y, por el otro, el deliberado posicionamiento del sujeto en un lugar privilegiado dentro de la praxis discursiva porque, asimismo, ver al otro representa conocer lo que el otro conoce de mí. El narrador-voyeur funciona como un panóptico que, desde arriba, asegurándose una distancia óptima, lo observa y describe todo: la fábrica, la casa de Amparo, la calle, los personajes y su intimidad. Esta distancia impuesta por el narrador se convierte en distancia irónica, y cuando la voz “vertical” se posa sobre estos personajes “planos” lo hace como si supiera una verdad mayor, detentando un poder que les ha negado a aquéllos y nos confiere a nosotros, sus lectores. EnLa Tribuna, el proyecto político de Amparo es reducido a un gesto carnavalesco: “Penetró airosa, vestida con bata de percal claro y pañolón de Manila de un rojo vivo que atraía la luz del gas, el rojo del trapo de los toreros” (152). Las motivaciones políticas de las obreras como colectivo también se vuelven meros productos de las circunstancias: “[la forma federal] no se le hubiera ocurrido a nadie en España si Proudhon no escribe un libro sobre el principio federativo y Pi no le traduce y le comenta” (99). El narrador se empecina en eclipsar cualquier idea que nos podamos hacer de Amparo como mujer con capacidad de raciocinio y de discernimiento: “la fe virgen con que creía en la prensa era inquebrantable, porque le sucedía con el periódico lo que a los aldeanos con los aparatos telegráficos” (100), ya que “lo que en el periódico faltaba de seriedad sobraba en Amparo de crédulo asentimiento” (101). El uso de estas, y otras, apostillas irónicas revelan, por un lado, la intención del narrador de elevar a sus lectores al mismo locus de privilegio que él y, por otro lado, su tendencia a caricaturizar y desmitificar cualquier móvil que nos parezca ennoblecedor en su protagonista. Las motivaciones de las obreras, lejos de inspirar respeto producen carcajadas, y las pulsiones revolucionarias de Amparo se presentan como escenas de cuplé. La distancia irónica que establece el narrador se manifiesta como distancia de clase (graciosismo obrero en oposición a dignidad aristócrata) e incluso de género (voyeur masculino interpreta como superficiales, no sólo uno, sino todos los gestos femeninos).

El voyeurismo narrativo se presenta en La Tribuna como una  práctica de observación detallada que se propone, por un lado, poseer metafóricamente el universo narrado y, por el otro, obtener placer a partir de la configuración de un registro irónico que exhibe su superioridad discursiva. La valoración de los personajes dependerá en todo momento de la mirada de un voyeur narrador que los controla y elimina como agentes discursivos. Los personajes no saben que hay un “ojo superior” que los está mirando y que disfruta al desnudarlos totalmente frente a la mirada del otro / el lector:

Metiose en el cuchitril, donde consagró a su aliño personal seis minutos y medio, repartidos como sigue: un minuto para calzarse los zapatos de becerro, pues todavía estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y un vestido de tartán; un minuto para pasarse la punta de un paño húmedo por ojos y boca (más allá no alcanzó el aseo); dos minutos para escardar con un peine desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio para tocarse al cuello un pañolito de indiana (56).

Como lo indica el mismo título de la novela, el objeto del voyeur en La Tribuna es su protagonista. Y es en ella donde coinciden las dos miradas que la reconocen como objeto representativo de la otredad y la diferencia: la del narrador y la de Baltasar. La Tribuna se vuelve signo “visible” y depositario de los estereotipos compartidos por ambos voyeurs: es de “tipo moreno”, por esta razón, pertenece a las clases bajas y, por lo tanto, sus “bajos instintos” la vuelven un objeto de deseo accesible. Su piel, su clase y su género funcionan, también, como indicadores de su falta de sensatez y de su infantilismo; prueba de ello es la manera en que es dominada – y potencialmente manipulada – por sus caprichos (primero la política y luego Baltasar). Ser mujer, a su vez, determina su debilidad e incapacidad para defender sus intereses.  Amparo, al entrar en ese locus de vigilancia que supone la fábrica, se convierte – como toda mujer obrera – en espectáculo público corporizado: “¡Oh, si ellas hubiesen sabido que desde las próximas alturas de Colinar las miraban dos pares de ojos curiosos, indiscretos y osados! De lacima de un cerillo que permitía otear todo el patio de la Fábrica, dos hombres apacentaban la vista en aquel curioso cuanto inesperado espectáculo” (177, el énfasis es mío).

Como señala Dorothy Kelly:  “the secretive nature of the gaze is important, as well as the erotic nature of the seeing: the voyeur takes pleasure not just in generalized seeing but in secretly seeing a particular object or scene” (7). En este sentido, el voyeurismo se transforma en un acto de despojamiento y robo. Amparo, a través de la mirada del voyeur, es despojada de su ser y convertida en objeto; es sacada de su casa y trasladada a la fábrica, espacio de confinamiento y vigilancia. Tanto el voyeur interno como el externo participan, sin su consentimiento, en el proceso de transformación de Amparo en la Tribuna, ambos se asocian como agentes de su cosificación. Baltasar la transforma en mujer-cigarrillo (205), mujer-juguete (207) y mujer-objeto (204); el narrador, al mismo tiempo, la transforma en la mujer-tribuna (153), en la mujer-púlpito, en la mujer-pueblo (153), en la mujer-espectáculo; en signo apetecible mediante el cual su mirada -implícitamente masculina, blanca y aristócrata-, se funde con la de Baltasar: “Amparo, con su garganta tornátil gallardamente puesta sobre los redondos hombros, con los tonos de ámbar de su satinada, morena y suave tez, parecíale a Baltasar un puro aromático y exquisito, elaborado con singular esmero, que estaba diciendo ‘Fumadme’” (204).

El voyeurismo constituye, para ambos, una instancia simbólica de consumo: “I swallow the object symbolically and believe in its symbolic presence within myself” (Fromm 27). Tanto el voyeur narrador, como el voyeur personaje (Baltasar), se “tragan” al sujeto desde su “atalaya”.

En su libro,  Kelly destaca la relación establecida por Freud entre el instinto voyeurístico y el instinto de conocimiento o “epistemofilia” (8). El voyeurismo, desde esta perspectiva, deviene metáfora “ocular” de la actividad cognoscitiva. La distancia entre sujeto y objeto es esencial para que se produzca esta forma de conocimiento concebida como “incorporación”, consumo. En este sentido, distintas epistemologías suponen distintas modalidades sexuales y discursivas; en este caso, la modalidad voyeurística.

George Seidel establece ciertas correspondencias lingüísticas entre las metáforas utilizadas en los campos epistemológico y sexual:

The English word ‘concept’ comes from concipere, ‘to conceive’, as in the conception of a child… Conceptions in the mind would be generated from precepts; and the word perceive, which derives from percipere, has a sexual connotation. Indeed, one of the basic meanings of percipere is ‘to possess’, and this in an entirely sexual sense. Similarly, ‘comprehension’ comes from comprehendere, which means ‘to join, fasten together’. It also means ‘to rape’. Used in relation to women it means ‘to conceive’ (25)

Según esta teoría, Baltasar y su “alter-ego” -el narrador externo-, reivindican su condición de sujetos cognoscitivos en relación a su entorno a través de la observación, la percepción, la concepción y, finalmente, la comprehensión de un entorno del cual la Tribuna se vuelve sinécdoque visual. El sujeto “guarecido”, “invisible” y “amparado” del comienzo de la obra, se transforma, conforme avanza la narración, en Tribuna del pueblo (y de los lectores). Las consecuencias de esta modalidad narrativa del tener suponen la eliminación del sujeto. La incuestionable visibilidad del objeto es la que produce –irónicamente- su disolución, ya que sólo se puede aprehender lo visible, aquello cuya existencia no ponemos en duda. La tribuna, en tanto encarna el universo de lo real, es aprehendida desde el espacio intradiegético a partir de un voyeurismo sexual, y desde el espacio extradiegético, a partir de un voyeurismo discursivo. Ambos narradores necesitan incorporar este símbolo de lo real para poder convertirse plenamente en sujetos cognoscitivos. La poética del tener se corresponde así con una sostenida epistemología de lo visual.

Al final de la novela, nos encontramos frente a un personaje femenino colectivo, frente a la mujer del pueblo: una mujer sin habla.

Ahora bien, si consideramos la idea de Bajtin de “proyección sentimental” como principio articulador de la actitud del autor hacia su objeto (el universo narrativo) y su protagonista (la Tribuna), entonces deberíamos preguntarnos por qué el autor de esta novela (una mujer) asume una mirada masculina para proyectarse sentimentalmente sobre su protagonista (otra mujer), y cuáles son las ansiedades, si es que las hay, que motivan esta elección.

Si, como sugiere Bajtin, “la lucha de un artista por una imagen definida y estable de su personaje es, mucho, una lucha consigo mismo” (14), creo que es factible concebir la relación de autor y personaje en La Tribuna bajo términos de lucha, pero también de complicidad. Lo que a primera vista supone la utilización de un discurso irónico por parte del narrador para posicionarse por encima de su personaje, se convierte en un ejercicio de autoironía mucho más sutil a partir del cual la autora provoca ya no a su personaje sino a su lector. Según Lausberg, la autoironía constituye un grado elevado de paradoja ya que parece dañar el interés de la causa propia.  Se usa cuando se está seguro del triunfo de la causa propia, ya sea  por un conocimiento más profundo del verdadero estado de los hechos, aunque éste esté velado para el interlocutor, o como consecuencia paradójica del empleo parcial que hace del lenguaje nuestro contrincante (121).  Acaso se pueda leer esta novela como un ejercicio sugestivo de autoironía en su primera acepción, es decir, como expresión de un conocimiento más profundo de los hechos por parte de la autora. Estos hechos, deberíamos rastrearlos además en su libro ensayístico La cuestión palpitante, escrito de forma casi simultánea a La Tribuna.

La cuestión palpitante consta de un prólogo de Clarín en el cual el escritor no escatima críticas a “las señoras que publican versos y prosa”, a la vez que prodiga halagos a la “señora que escribe La cuestión palpitante” ( Prólogo xiv). Acaso en esta aparente contradicción se encuentre la razón por la cual Emilia Pardo Bazán se inscribe dentro del discurso masculino al escribir La Tribuna. Sólo hay un discurso hegemónico, y éste es el masculino; sólo hay un autor capaz de prologar y vindicar una obra de una voz subalterna, y éste debe ser un autor masculino. La autora, al escribir ambos libros, logra instalarse dentro del discurso hegemónico, autoral, “fálico” a partir de un estratégico flirteo con el mismo. La estrategia que ya en La cuestión palpitante se plantea la autora es la de demostrar que la voz femenina, como lo sostiene en este pasaje, es capaz de “masculinizarse”: “No obstante, la figura principal que domina estas secundarias, entre las cuales tantas son femeninas, es otra mujer de prodigiosa cultura y excelso entendimiento, filósofa, historiadora, talento varonil si los hubo: la Baronesa de Stael” (Pardo Bazán, La cuestión palpitante 67,  el énfasis es mío).

Al exagerar los rasgos de la “proto-hembra” (voluptuosidad, animalidad, pasión, histeria), la autora de La Tribuna  nos invita a participar de un sutil ejercicio de autoironía que exige de sus lectores un entendimiento “más profundo de los hechos”. La tribuna, símbolo de la lucha por la libertad, se convierte en objeto de burla y espectáculo público. Esta versión paródica del personaje femenino se transforma a la vez en parodia del discurso dominante; es decir, el ridículo no sólo es el vehículo a través del cual el narrador-voyeur introduce atributos tradicionalmente “masculinos” a un personaje femenino, sino también el vehículo a través del cual muestra y problematiza las lecturas reduccionistas que el discurso dominante hace de la mujer.
 
 
Bibliografía

Bajtin, Mijail. Estética de la creación verbal. Trans. Tatiana Bubnova. México: Siglo veintiuno editores, 1998. 22:3 (1988): 27-45.

Breithaupt, Fritz. “The Ego-Effect of Money.” Rereading Romanticism. Ed. Martha B. Helfer. Amsterdam: Rodopi, 1999. 227-257.

Fromm, Erich.  To Have or To Be?. New York: Harper & Row Publishers: New, 1976.

Kelly, Dorothy.  Telling Glances: Voyeurism in the French Novel. New Jersey: Rutgers University Press, 1992.

Lausberg, Heinrich. Manual de retórica: fundamentos de una ciencia de la literatura. Trans. José Pérez Riesco. Madrid: Editorial Gredos, 1967.

Pardo Bazán, Emilia. La cuestión palpitante. Prólogo de Clarín. Madrid: Imprenta Central, 1883.

—. La Tribuna. Madrid: Alianza Editorial, 2002.

—. Obras completas, tomo III.  Madrid: Aguilar, 1973.

Seidel, George. Knowledge as Sexual Metaphor. London: Susquehanna University Press: 2000.
 
 

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