Escribir desde la penitencia y las antípodas de la santidad: la Relación autobiográfica de Sor Úrsula Suárez

Valeria Nicol Mora Hernández
Pontificia Universidad Católica de Chile
vnmora@uc.cl

 

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Resumen

 

A partir de la caracterización de los elementos constitutivos de la santidad americana de los siglos XVI y XVII, el presente trabajo se propone estudiar la Relación autobiográfica de Sor Úrsula Suárez como una fuente en la que el modelo de santidad se hace presente desde las antípodas del ideal religioso, en cuanto no se trata de la vida de una mujer santa y ejemplar, sino de la vida de una monja penitente que debe validarse ante sus censores como una mujer devota del señor. Por lo tanto, los objetivos fundamentales de este escrito serán los siguientes: primero, caracterizar la santidad americana del periodo mencionado; para luego, a la luz de esto, describir y analizar el texto autobiográfico escogido en búsqueda de una explicación respecto al motivo de la escritura de Sor Úrsula en el marco de la religiosidad virreinal.

 

Palabras clave

 

Santidad americana, autobiografía espiritual, religiosidad virreinal, escritura de monjas.

 

Abstract

 

Considering the main characteristics of the American sainthood of the XVI-XVII centuries, in this paper I analyze the Relación autobiográfica written by the Chilean nun Sor Úrsula Suárez seeking for her reasons to write in the context of the viceregal religiosity. I argue that Suárez wrote from the boundaries of the religious ideal because she was a penitent woman, without an exemplary and holy life. For this reason, she needed to validate her writing before her censors and demonstrate that her conduct was the appropriate to a devoted nun.

 

Key words

 

American sainthood, spiritual autobiography, viceregal religiosity, nun’s writing.

 

 

 

 

  1. Introducción

“La santidad se ha constituido en un tema para la historiografía moderna a partir de la década de 1980…” (Millar 55), en especial cuando el factor religioso es un componente esencial del imaginario social que se estudia. Bajo esta perspectiva, comprender la sociedad americana del periodo virreinal es una labor, por lo menos, incompleta si no se considera la historia de su religiosidad, pues es bien sabido que desde que Colón pisó estas tierras se inició la empresa evangelizadora impulsada y controlada por la corona y la Iglesia española.

En los siglos XVI y XVII la religiosidad española y americana gozó de un desarrollo importante, en especial porque la expresión de la espiritualidad católica estaba en su cénit: destacaron creyentes que vivieron ejemplarmente, tuvieron el don de comunicarse con Dios a través de experiencias místicas y muchos de ellos murieron en olor a santidad. Sin embargo, esta situación dio paso a formas de religiosidad que fueron consideradas heterodoxas por las autoridades eclesiásticas, lo que motivó la implementación de una política de control sobre la espiritualidad de los fieles y sobre la veneración de aquellos que podrían ser considerados santos. Además, el poder de canonizar se reguló al ser concentrado en el papado desde el siglo XVII luego del decreto de Urbano VIII.

Cabe destacar que este escenario religioso venía configurándose desde mucho antes del siglo XVI. Por ejemplo, en el contexto medieval europeo del siglo XI era

“…una práctica común el saqueo de reliquias, supuestamente autorizado por los mismos santos…” (Rubial 23)

y hacia el siglo XII la santificación de numerosos laicos era cada vez más habitual. Al mismo tiempo, hubo un

“…incremento del número de mujeres en las promociones a la santidad” (25);

por lo que desde el siglo XIII la religiosidad femenina europea se desarrolló todavía más, caracterizándose por un fuerte ascetismo, fenómenos psicosomáticos, el matrimonio espiritual, el encuentro directo y autónomo con Dios y la simbología de la comida (27). A pesar de ello, el protagonismo de las mujeres en la espiritualidad de la época también derivó en su criminalización, especialmente porque lograba los objetivos espirituales –como el encuentro con Dios a través del camino de perfección– sin la mediación masculina. Adicionalmente, hacia el siglo XIV se consolidó

“…una posición eclesiástica que tomó conciencia de la presencia femenina… Ante una religiosidad femenina que, aunque ortodoxa, había desbordado los cauces del tradicional papel atribuido a la mujer, la iglesia optó por la adopción de sus símbolos y por la utilización de sus manifestaciones dentro de la devoción, pero siempre bajo la vigilancia de la autoridad masculina” (29).

Entre aquellas que desbordaron los márgenes de la tradicional religiosidad femenina se encuentra Sor Úrsula Suárez, religiosa chilena que vivió entre 1666 y 1749. Sin embargo, la autobiografía de esta monja clarisa no destaca por ser espejo de santidad y virtudes, sino por ser una escritura impuesta como penitencia por su confesor.

En consideración a esto y a partir de la caracterización de los elementos constitutivos de la santidad americana de los siglos XVI y XVII, el presente trabajo se propone estudiar la Relación autobiográfica de Sor Úrsula Suárez[1] como una fuente en la que el modelo de santidad se hace presente desde las antípodas del ideal religioso, en cuanto no se trata de la vida de una mujer santa y ejemplar, sino de la vida de una monja penitente que debe validarse ante sus censores como una mujer devota del señor. Por lo tanto, los objetivos fundamentales de este escrito serán los siguientes: primero, caracterizar la santidad americana del periodo mencionado; para luego, a la luz de esto, describir y analizar el texto autobiográfico escogido en búsqueda de una explicación respecto al motivo de la escritura de Sor Úrsula en el marco de la religiosidad virreinal.

A continuación me enfocaré en la caracterización de la religiosidad del periodo estudiado, considerando los siguientes elementos: santidad, religiosidad femenina, mística, alumbrados y hagiografía. Posteriormente, procederé a desarrollar las ideas para completar el segundo objetivo de este ensayo: analizar el texto de Sor Úrsula a la luz de los conceptos recién mencionados.

 

  1. Sobre la santidad

Como señalé anteriormente, en la religiosidad posterior al siglo XIII la figura femenina cobró importancia y, con ella, el control eclesiástico masculino se agudizó en pos de mantener la ortodoxia y evitar la proliferación de alumbrados[2] y herejes. Como plantea Rubial,

“…las mujeres consiguieron tener una fuerte presencia social gracias a sus visiones, a sus éxtasis eucarísticos, sus sufrimientos y a sus premoniciones” (29).

Sin embargo, muchos sacerdotes desconfiaron de quienes afirmaban la posibilidad de la unión con Dios y el control por parte de confesores y directores de conciencia se hizo cada vez más fuerte a partir del siglo XIV. La respuesta fue la exacerbación de las prácticas ascéticas, las penitencias y las visiones tanto divinas como diabólicas, por lo que

“…no son gratuitos los paralelismos que existen entre las vidas de las santas y los temas de posesión, viajes en espíritu y marcas corporales de las brujas” (29).

Así, la experiencia de lo divino en los siglos XV y XVI, periodo de profundos cambios sociales, políticos y religiosos, adquirió relevancia y en los movimientos espirituales de la época destacó la oración personal y la comunicación íntima con Dios por medio de las experiencias místicas.

Específicamente, la mística española se comprende como el diálogo que se produce entre Dios y el alma a propósito del amor que el primero tiene al segundo. Se trata de un vínculo que se concreta si y solo si el hombre tiene la voluntad de responder al llamado divino (Andrés 5). Para conseguir esta comunicación es fundamental la búsqueda de la perfección mediante la

“…afición piadosa y [el] ejercicio de virtudes” (Francisco de Osuna citado en Andrés 17).

Este ejercicio de virtudes se relaciona, generalmente, con la ascesis, pues para lograr el contacto con Dios el cristiano se esfuerza en la búsqueda de la perfección

“…ayudado por la gracia, para desarraigar vicios y plantar virtudes” (Andrés 20).

El problema es que en el contexto de los siglos XV al XVI la experiencia mística–tanto de hombres como de mujeres– y, en especial, su lenguaje podía confundirse con facilidad y ser percibido como una experiencia de alumbradismo y, por lo tanto, herética. Además, el protestantismo defendía la relación directa entre el hombre y Dios; debido a esto los procesos contemplativos que muchas veces vivía el místico fueron interpretados en reiteradas oportunidades como una actitud quietista de parte de este.

Por otro lado, el culto a los santos se desarrolló notablemente durante la Edad Media (Vauchez 327), periodo durante el que se consolidaron dos categorías de santos en Occidente:

“…los que aprobados y reconocidos como tales por el papa, podrían ser objeto de un culto litúrgico y los demás, que tendrán que conformarse con una veneración local” (339).

Desde el papado de Urbano VIII el procedimiento oficial para la canonización durante los comienzos del siglo XVII consideraba que

“…all candidates except martyrs must satisfy three general requirements: doctrinal purity, heroic virtue, and miraculous intercession after death” (Weistein 141).

No obstante, previo a este decreto papal, la mayor influencia en el establecimiento del culto a los santos dependía de la veneración de una comunidad de creyentes (142), quienes además reconocían en el santo un intercesor entre la colectividad y Dios; incluso, la ascesis fue considerada una forma mediante la cual el santo expiaba no solo sus propios pecados, sino también los de su localidad (177).

Weistein y Bell explican las distintas características de los santos y sus influencias en las localidades, pero fallan en precisión conceptual[3] y ofrecen argumentos discutibles en cuanto sostienen que las características de los santos están si no determinadas, entonces influidas por la geografía habitada por estos[4]. Además, no es objeto de este ensayo profundizar en las características del santo, basta por ahora reconocer las características esenciales y oficiales que determinan la santidad: a) la pureza doctrinal, que asegura la ortodoxia del santo; b) la virtud heroica, que remite al ejercicio de las virtudes teologales y cardinales; y c) la intercesión milagrosa, idealmente una vez fallecido el personaje en cuestión , porque permite asegurar que se encuentra junto a Dios y goza de Su gracia para interceder ante él por los hombres.

 

  1. Ser santo en el virreino

Evidentemente, el santo no es una figura exclusivamente europea pues en la América virreinal la búsqueda de la imitación de Cristo y la religiosidad también fue una práctica común. De hecho, en América hubo lugares donde el fenómeno religioso fue tan intenso como lo era en Europa, sin embargo no se lograba conseguir la canonización de los beatos, siendo la única excepción Santa Rosa de Lima. En el imperio español destacaron los casos de falsas beatas, muchas de las cuales surgieron a

“…raíz de la difusión de la literatura hagiográfica sobre santa Teresa de Jesús” (Rubial 52).

Esta situación en México, por ejemplo, provocó que el Tribunal del Santo Oficio prohibiera,

“…primero, la veneración de las imágenes de la esclava [Catarina de San Juan], que ya comenzaban a hacer milagros, después, el culto que se le rendía en el aposentillo donde vivió cuarenta y cuatro años, y, finalmente, la difusión de sus biografías” (52).

Cabe mencionar que Rubial García explica esta discordancia entre la ferviente religiosidad novohispana y las canonizaciones desde la relevancia del barroco y su influencia en la exacerbación de lo maravilloso en la santidad mexicana.

Además, la figura del santo se vio trasformada después del siglo XVI. Si en la Edad Media el santo era excepcional y difícil de imitar, después del Concilio de Trento (1545 – 1563) el santo fue una figura más cercana, imitable e influyente para los fieles. Este aspecto cobró particular importancia en la religiosidad americana, pues en el Nuevo Mundo

“[t]he general process of hispanization and urbanization provided a context for the emergence of other types of holy persons, including bishops, nuns, and lay men and women, including the occasional person of mixed race” (Morgan 21).

La muerte de muchas de estas personas en opinión de santidad es una de las expresiones del brote de religiosidad que se vivió en Perú y México y las órdenes religiosas

“…aspiraban a que pronto pudiese haber en estas tierras santos locales. Consideraban que la existencia de ellos sería un reconocimiento a los logros de la cristiandad en estas tierras y que además estimularían la propagación de la fe y las prácticas piadosas al disponer de modelos cercanos con los cuales identificarse” (Millar 58).

Con este estado de las cosas, la Iglesia oscilaba entre creer o enjuiciar a quienes decían experimentar encuentros místicos con Dios, tener el don de profecía y visiones. En España,

“…las beatas se prestaban a ser tildadas de “alumbradas”… [incluso] en 1516 el teólogo de la Soborna Jean Gerson, pone de lado la sólida tradición de mujeres santas tardío medievales y denuncia ante la Iglesia una creciente epidemia de entusiasmo femenino…” (Mujica 70).

Un siglo más tarde, en la América virreinal las cosas se dieron como habían sido para España respecto a la literatura femenina y al “fenómeno beateril iluminista” (73).

Muchas de estas mujeres fueron estimuladas por sus confesores para escribir los diarios de revelaciones y arrobamientos espirituales, motivo por el cual posteriormente terminarían en la Inquisición. Algunos ejemplos de esta situación fueron Inés de Velasco, Isabel de Ormaza y, las más conocidas: Luisa Melgarejo y Ángela Carranza.

A pesar de que los autos no fueron poco comunes en la América virreinal, la teología mística

“…consolidó un modelo femenino de piedad…” (Mujica 104)

cuyo mejor reflejo en el Nuevo Mundo fue Rosa de Santa María. Entre las características fundamentales de esta santidad se encuentran la ascesis –mencionada anteriormente–; el celibato, mediante el cual las mujeres adquieren

“…el control sobre sus propios cuerpos, se liberan de raíz de todas las obligaciones esclavizantes de la sociedad marital” (107);

las visiones, profecías (114) y milagros a través de los cuales no solo se demuestra el estar en gracia con Dios, sino también se expresa el espíritu de reforma y el ejercicio de la virtud.

Iwasaki destaca la condición femenina de quienes integraron el movimiento místico en Lima, luego de que mujeres como Catalina de Sena revolucionaran el rol de la mujer dentro del cristianismo (582). Este autor realiza un estudio que busca evidenciar las posibles influencias que Santa Rosa de Lima habría tenido en el comportamiento de sus contemporáneas y viceversa[5]. Para él, las mujeres de Lima que sobresalieron en el ámbito religioso muchas veces lo hicieron porque vieron en él una

“…vía de escape válida para esquivar las rutinas domésticas o el autoritarismo conyugal” (584),

por lo que la Inquisición buscaba, al tildar de alumbradas a estas beatas, no solo

“…atajar cualquier síntoma de disidencia [sino también] preservar los estatutos sociales inmutables de la condición femenina” (587).

Tanto Myers como Mujica rechazan el centro del trabajo de Iwasaki, de hecho este último sostiene que se trata de una

“…historiografía peligrosamente superflua y efectista para intentar hacer hoy lo que los inquisidores limeños del siglo XVII no se atrevieron a hacer; a decir, lanzar a Santa Rosa en el saco de las “alumbradas”” (Mujica 78).

Frente a estas disputas, cabe preguntarse qué era lo que determinaba, finalmente, la santidad o heterodoxia de quienes gozaban de una religiosidad particularmente llamativa y en expresa comunicación con Dios. La mayoría de los autores concluye que la canonización o prohibición de la veneración a uno de estos muertos en olor a santidad depende principalmente y, entre otros factores, de los textos hagiográficos, de la mentalidad religiosa del momento en que se llevan a cabo los procesos y de las características esenciales y oficiales que determinan la santidad según la Iglesia.

 

  1. Escritura de santos

Los textos hagiográficos son, quizás, la producción textual más importante dentro del fenómeno religioso cuando se trata de oficializar la santidad de alguien. Para Michel de Certeau, este tipo de textos corresponden a un género literario que

“…favorece a los actores de lo sagrado (los santos) y tiene por fin la edificación (una ejemplaridad): Tendremos, pues, que reservar este nombre a todo monumento escrito inspirado por el culto de los santos y destinado a promoverlo” (257).

En ese sentido, los relatos de vidas de santos son narraciones producidas por quienes rodean al santo y/o aquellos que saben sobre él de manera indirecta. Por lo tanto, la importancia del lenguaje en la santidad está marcada por la construcción de un género –el hagiográfico– en base a una retórica que repite una estructura textual marcada por la importancia de los ejemplos. Se trata de un

“…sistema que organiza una manifestación gracias a una combinación topológica de ‘virtudes’ y de ‘milagros’” (Certeau 258).

No obstante lo anterior, el que estos textos respondan a un código de producción evidente no disminuye la importancia otorgada por la posibilidad de acercarse, en especial desde la historiografía, a las percepciones sociales que tenía una comunidad respecto a la vida religiosa y la santidad (258). Además, con el desarrollo de la hagiografía crítica y la consecuente incorporación de fuentes, la búsqueda de la verdad histórica se evidencia en el lenguaje utilizado, por lo que se combina lo extraordinario y lo posible, pero en la medida justa para mantener la ejemplaridad (261). Al mismo tiempo, estos textos en conjunto con los procesos de canonización, crean una imagen del futuro santo y establecen su función social dentro de la comunidad que busca su oficialización[6].

Realizada la conceptualización y caracterización de la religiosidad y santidad americana del periodo en estudio, es interesante abordar la Relación autobiográfica escrita por Sor Úrsula Suárez.

 

  1. Autobiografía de una santa comedianta

A diferencia de lo explicado anteriormente, su texto se articula como una autobiografía y no como una hagiografía, pues es ella misma quien expone su vida desde la infancia hasta el momento de la escritura, detallando tanto sus pecados como sus experiencias místicas. Sin embargo y, contrario a lo que cabría esperar de una religiosa, la vida de Suárez no tiene mucho de edificante y, creo, tampoco se trata de un diario de revelaciones y arrobamientos pues su intención parece ser una muy distinta.

A pesar que la autobiografía de Úrsula Suárez se escribió desde 1708, fue conocida a mediados del siglo XIX por los historiadores, no fue utilizada como fuente de estudio (Ramón 33) hasta después de la edición crítica realizada por Ferreccio. Aunque se sabe por la misma autora que existió otro texto previo, este habría sido quemado; por lo tanto, solo se tiene conocimiento de la Relación autobiográfica de comienzos del siglo XVIII. La monja clarisa de Santiago narra los acontecimientos que debieron ocurrir entre 1666 y 1715[7] por mandato de su confesor, el padre Tomás de Gamboa y Ovalle y no por voluntad propia[8].

Úrsula Suárez fue nombrada vicaria por el obispo de Santiago, si bien su pretensión era haber sido abadesa. Sin embargo, el prelado invistió en tal cargo a María de Gamboa y Ovalle. Las obligaciones de vicaria serían uno de los elementos que interrumpen constantemente la escritura de la religiosa, aunque también ella decidió dejar de lado sus escritos en más de una oportunidad, desobedeciendo el mandato de su confesor y arrepintiéndose posteriormente:

“…soy tan perversa que no cumplí con puntualidad el orden de vuestra paternidad, de cuya desobediencia le pido me perdone, y imponga penitencia para que con ella tenga enmienda” (Suárez 90).

Es importante destacar que la Relación autobiográfica no se trata de un diario, sino de la escritura a posteriori de los acontecimientos y, por lo tanto, es una autobiografía basada en recuerdos. Como el texto plantea, Úrsula inicia esta escritura

“…con tan suma vergüenza que me acobarda; mas, atenta que será ésta la divina voluntad ordenada por la de vuestra paternidad, con lágrimas referiré toda mi vida pasada, que anegada en el mar de mis lágrimas no sé cómo principiar” (90).

Así, un recuerdo reiterativo e importante es la niñez de sor Úrsula[9]. De hecho, la Relación de las singulares misericordias que ha usado el Señor con una religiosa, indigna esposa suya comienza con el nacimiento de la monja y trata

“…su niñes; vocación a ser religiosa; impulso del Señor para ejecutarla, y contradicciones que tuvo su madre” (Suárez 89).

Aunque ella dice no entender el deseo de su confesor que le obliga a escribir sus niñerías

“…porque en mi infancia y pu[e]ricia fui perversísima. Como verá vuestra paternidad he sido la suma de la maldad, pues aún no rayaba en mí la lus de la razón cuando me arrastró la mala inclinación, que si ésta la Divina Providencia no la hubiera sujetado con gravísimas enfermedades, hubiera sido mi vida un desastre” (90).

Se narra luego la genealogía de Úrsula Suárez: sabemos que sus abuelos paternos fueron el secretario Martín Suares Madrigal y doña María del Campo Lantadilla, que nació en casa de ellos y que fue la primera hija de sus padres. Al mismo tiempo, la vocación de ser monja se hace presente desde la más tierna infancia de Úrsula, quien cuenta en reiteradas oportunidades los diálogos que mantuvo con su tía Mariana de Escobar y con su madre. Es por medio de la primera que el lector sabe que cuando aún era

“chiquitita en mantillas… teniéndote en cueritos parada en el librillo de agua en que te bañaba, te parabas como hasiendo fuerzas para tenerte en tus piernas, y agarrada de las trensas de mis cabellos empesastes a repicar con gran compás, y hasías el tañido de las campanas con la boca. Yo, espantada, llamé a tu madre y le dije: ‘Gata, ven a ver a tu hija, que ha de ser monja: mira como repica’” (Suárez 92).

A diferencia de las vidas de santos de la época, la infancia de sor Úrsula está marcada por sus travesuras, el gusto a las galas y alhajas pero también por el deseo de ayudar y algunos sueños considerados proféticos, como aquel en que se encuentra en el compás de las monjas (106). También el miedo se hace presente mediante los sueños donde la niña veía ánimas que querían comunicarse con ella, ante lo cual ella

“[e]staba discurriendo si serían de brujos [a]quellos sueños, que si me engañarían en desir me llevaban al sielo… solo de los brujos tenía miedo, con tal estremo que corría sudor de mi cuerpo…” (106).

A estos sueños se suma el encuentro con el diablo en el espejo donde

“…hallé al negro ya descubierto y tan sumamente feo que causaba horror verlo… por los lagrimales le salía fuego y paresía más vorás que éste que vemos. Yo lo estuve atendiendo, que, aunque de principio tuve espanto, no dejé de mirarlo despacio y conosí ser el diablo” (109).

Cabría esperar que la autobiografía de una monja de la época se enfocara en destacar las virtudes, las penitencias y oraciones que realizaba. Sin embargo, el relato de Sor Úrsula se enfoca en situar las travesuras como una condición natural desde muy niña. Entre estas travesuras se encuentran también las burlas de las que son víctimas los hombres, como aquel a quien, luego de llamarlo a la ventana, le quitó un puñado de plata (115); aquellos que engañó luego de disfrazar al mulato y otros tantos más. El primer hombre engañado da cuenta de la doble naturaleza de Sor Úrsula, pues afirma que

“…esta niña ha de ser santa o gran mala” (115).

La mentira es una constante desde la infancia, incluso luego de profesar los votos, aunque tuvo intención de imitar al mártir San Esteban, su alma

“…tomó torsida senda, siguiendo mi mala inclinación que desde niña tenía, de querer engañas, y con la libertad lo empecé a ejecutar” (158).

Al mismo tiempo, las penitencias que dice hacer Sor Úrsula son penitencias de niña, porque como ella misma plantea

“…la cuaresma tenía disiplinas, y andaba el patio de noche de rodillas; mas eran las penitencias como de niña, porque no tenía disiplina, y así de hojas de maís las hasía y otras de látigo, y convidaba a un primo hermano nombrado Clemente Tello, que éramos de una edad, que nos fuésemos [a] asotar; y como en el patio no había imagen a quien estar adorando, había en [un] rincón del patio un palo clavado, y desíamos fuese el Señor crusificado, y delate del nos estábamos asotando” (116).

Mientras que otras mujeres de la época se sometían a duras flagelaciones, ayunos y procesos ascéticos, Sor Úrsula en su niñez se sumía en penitencias que más bien parecen juegos infantiles y, más adulta, no dice hacer penitencia por voluntad propia, sino solamente porque sus confesores se lo han ordenado. No hay que olvidar que la escritura de la autobiografía es un ejercicio que responde a una penitencia impuesta por el confesor, pero ¿por qué?

Rodrigo Cánovas considera que es

“…muy posible que Úrsula Suárez sufra penitencia por transgredir los espacios culturales delimitados para la mujer chilena (la monja) en la Colonia” (99).

Pero también es muy probable que la imposición de escribir haya surgido a raíz de las visiones y diálogos que la monja mantenía con el habla, como ella llama, donde mantiene conversaciones con Dios. Es curioso que, a diferencia de las características propias de la religiosidad de la época (descritas anteriormente), estas experiencias íntimas con Dios no son producto de un camino de perfección que contemple la ascesis, la purificación ni ninguna de estas prácticas. Muy por el contrario, el habla se dirige a Úrsula generalmente cuando está distraída de sus oraciones o se encuentra bromeando, ella misma lo plantea cuando dice

“Dios me dé fortaleza y alumbre mi entendimiento para saber desir lo mucho que a su Majestad debo, pues, en medio de mis divertimientos, me daba tales recuerdos” (Suárez 168; el subrayado es mío).

También se extraña pues no sabe cómo es posible que

“…Dios me hablaba cuando más le desobligaba, que mi propio estado negaba: no habrá habido mujer más mala, ni que más bel[l]aquerías inventara” (185).

Sin embargo, esta misma habla se dirige a ella y de modo tajante le dice

“Ahí has [d]e estar y tus atrevimientos has de pagar…” (200),

ante lo cual, Sor Úrsula

“…nada quería pensar, sino dejarme castigar porque si algo intentaba se enojaba aquella habla. Y así estuve hora y media en aquella pena; y no dejé de hacer mi desvergüensa…” (200)

Quizás sea por esa misma situación que la monja clarisa tenga aprensiones respecto a escribir sus visiones, pues conoce la situación de las beatas de la época, sabe de Ángela Carranza, pues luego de que ella misma se dirija a Dios diciéndole:

“Señor mío, ¿por qué cuando usas de tus misericordias con las mujeres, anda la Inquisición conosiendo de ellas?” (252).

Él le contestará que tema

“…por lo que sucedió a fray Luis de Granada, y en estos tiempos a la Carransa” (253).

Creo que este diálogo apunta, precisamente, a defenderse de las posibles acusaciones de alumbrada de las cuales podría haber sido víctima. Es sabido que fue sentenciada por el Tribunal Eclesiástico a la disciplina de la rueda, a besar los pies de las religiosas de su comunidad, comer en tierra y esta reclusa en su celda durante nueve días porque

“…alborotaba el convento y perdía el respeto y obediencia a las preladas, dando escándalos y causando incendios a las religiosas, quitándoles el habla porque no la habían hecho abadesa y prelada, por tantos delitos y levantamientos” (261).

Esta sentencia se contrapone a la condición de santa que, supuestamente, le habría dado Dios en uno de sus encuentros con él, porque como dice ella

“Dios, por su suma bondad, me puso desde mi tierna edad tal temor a los pecados, que ni maldesir ni nombrar al diablo, como suelen las niñas, ni jurar jamás hasta l[a] hora presente… Díjome mi Señor y Padre amantísimo: “No he tenido una santa comediante, y de todo hay en los palacios; tú has de ser la comedianta”; yo le dije: “Padre y Señor mío, a más de tus beneficios y misericordias, te agradesco, que ya que quieres hacerme santa, no sea santa friona”” (230).

Sor Úrsula Suárez escribe por mandato de su confesor y su texto se enmarca, como ha señalado Ferrús, dentro del modelo de las vidas y esta escritura responde, principalmente, a las prácticas propias de una época en que la imitatio fue una de las reglas fundamentales. Entonces, cabe preguntarse ¿cuál es la relevancia de esas experiencias místicas a pesar de que no son fruto del ejercicio de las virtudes ni de un camino de perfección?, ¿cómo leer su escritura desde la religiosidad de la época?

 

  1. Ausencias que legitiman

Úrsula Suárez necesita, frente a su trayectoria de travesuras, mentiras y maldades, validar lugar su condición de monja. De ahí que su niñez tenga un rol fundamental en su escritura autobiográfica, pues le permite situar su condición de pecadora como una inclinación natural, pero también vincular su vocación a la primera infancia y, por lo tanto, mostrarse como una monja seria en cuanto a sus intenciones dentro del convento. Al mismo tiempo, el texto funcionaría como un ensalzamiento de la misericordia de Dios, pues sin hacer grandes penitencias ni alcanzar la perfección, Dios se comunica con ella y la protege en medio de sus diversiones, guiando a Úrsula hacia lo que realmente importa e, incluso, imponiéndole la penitencia cuando se sobrepasa. Escribir sus visiones, profecías de muerte y diálogos religiosos implica validar su actuar en el convento y, por qué no decirlo, su molestia por no haber sido elegida abadesa cuando, supuestamente, ella ya había sido elevada a la condición de santa según las palabras de Dios.

Es, por lo menos, riesgosa la escritura de Úrsula y ella lo sabe. Como concluye Quispe,

“…escribir vidas y autobiografías espirituales en la sociedad colonial hispanoamericana de los siglos XVII y XVIII es un acto de obediencia a la autoridad masculina que resulta ambiguo, ya que puede convertirse en un acto peligroso para el camino de perfección hacia la salvación eterna” (48).

La monja conoce los códigos religiosos de la época y sabe que quienes gozan de experiencias místicas a menudo se ven envueltas en los cuestionamientos que surgen desde la Inquisición y la Iglesia. Mientras que Rosa de Lima fue elevada a la condición de santa y llevó una vida ejemplar, sus compañeras fueron condenadas por el Santo Oficio y, del mismo modo, la monja clarisa sabe que entre beatas y alumbradas la diferencia es muy sutil. Es curioso cuando se analiza las influencias de sor Úrsula, pues solo se pueden distinguir claramente los textos bíblicos y dos vidas de monjas: Desengaño de religiosos, de María de la Antigua y Vida maravillosa de Marina de Escobar[10]. Estos últimos textos, escritos a fines del siglo XVII son mucho más edificantes de lo que es la escritura de Suárez, cuestión que permite caracterizar el relato de la monja clarisa como un

“…testimonio muy particular, pues tiende a infringir los códigos vigentes en el ámbito de las obras de edificación” (Cánovas 109).

En ese sentido, Úrsula Suárez escribe la cotidianeidad de su vida espiritual y conventual, lo que implica la incorporación de sus pecados en cumplimiento de la penitencia impuesta por sus confesores, y, al mismo tiempo, se presenta en el texto como

“…una mujer que escribe su vida a la manera de un testimonio que la valida ante sus censores y ante ella misma, como monja devota del Señor” (Cánovas 113).

Los elementos constitutivos de la religiosidad y, con ellos, de la santidad del contexto de Úrsula se hacen presentes, entonces, desde las antípodas del ideal religioso, pues en su relato la monja se define a sí misma como santa en base al diálogo con Dios, pero sabemos que en la época las cosas no eran tan fáciles. Ser santa implicaba una combinación de factores –descritos al inicio de este trabajo– y no bastaba con narrar una experiencia mística. El ejercicio de las virtudes heroicas, por ejemplo, también se presenta desde la ausencia: Úrsula debería ser honesta, debería ser más casta en su trato con los devotos de monjas, debería ser menos soberbia, etcétera. Es por medio de todo aquello que Úrsula hace, dice o es que sabemos que no cumple con el ideal de la época y tenemos acceso a ese modelo de santidad. No obstante, esta escritura penitente que reconoce las falencias también se articula como una estrategia retórica que aspira a la comprensión de parte del lector-censor, pues claramente lo que se busca es la legitimación frente a ese otro.

 

  1. Conclusión

A modo de conclusión creo que el estudio de la Relación autobiográfica ofrece elementos relevantes para la caracterización de la vida cotidiana del Santiago del siglo XVII. Al mismo tiempo, ofrece luces respecto a las disputas internas que se vivían en el convento de las clarisas por esos años; además de dar cuenta de la vida de la propia Suárez, vida ejemplar no por su actuar ideal según los modelos de santidad de la época, sino porque se articula como el tipo de monja que no hay que ser.

Asimismo, permite acercarse a las repercusiones que tuvieron los casos de alumbradismo en Lima; por ejemplo, el hecho de que Ángela Carranza sea un referente de lo que no quiere vivir Úrsula, implica que estaba evidentemente advertida de la ambigüedad beata-alumbrada.

Desde las retóricas de la época, el texto se configura como un discurso de tipo jurídico según los genera aristotélicos, cuya escritura es homologable a las novelas picarescas del siglo XVII. Al respecto, ya Kathleen Myers ha planteado que

“Suaréz’s Relación reveals a baroque story of a sinner-sasint who draws on picaresque narratives as she writes confessional literature for her spiritual director” (158)

En este sentido, sería interesante releer esta obra a la luz de las retóricas de producción de los textos autobiográficos de las vidas de monjas de la época, considerando las prácticas propias de las escrituras conventuales para poder evaluar si es que la escritura de Sor Úrsula Suárez se sitúa o no dentro de los límites propuestos por la preceptiva bajo la que se enmarca su Relación.

 

 

Notas

[1] Para un análisis detallado de la fuente, su caracterización lingüística, estudio filológico y los detalles del manuscrito ver: Ferreccio.

[2] Después del Edicto de Toledo (1525) la palabra alumbrados sufrió una resignificación y, por lo tanto, quedó vinculado a aquellos grupos de cristianos heterodoxos cuyas ideas simpatizaban con Martín Lutero y apelaban a un interiorismo subjetivo. Ver: Mujica 70.

[3] El autor enumera cinco aspectos de la vida santa, pero en ningún caso los define ni precisa conceptualmente, por lo que es difícil comprender realmente a qué se refiere, por ejemplo, con “…wordly power, and evangelical activity” (Weistein 159)

[4] Ejemplos de estos argumentos pueden encontrarse en el capítulo 6, “Place” (Weistein.175-177, 182 y ss.)

[5] Sugiero leer atentamente su trabajo, pues muchos de sus argumentos son contradictorios, además de ofrecer un análisis poco riguroso en cuanto se vale de más de un anacronismo para plantear sus veredictos.

[6] Entre los autores que analizan desde esta perspectiva los textos hagiográficos se encuentran Mujica y Myers, ambos mencionados previamente.

[7] En el texto de Armando de Ramón se encuentra la argumentación cronológica de estas fechas.

[8] Ramón piensa que doña Úrsula habría tomado la pluma para desahogarse a falta de interlocutores en vez de buscar obedecer a su confesor (Ramón 48), al menos habría sido así en los comienzos de su escritura. Sin embargo, como Rodrigo Cánovas y acorde a la evidencia textual, creo que la monja ha sido conminada a escribir, lo que no significa que en parte no sea una labor que disfrute.

[9] Es sabido que en los textos hagiográficos muchas veces faltaba información de esta etapa de la vida de venerables y santos; pues aun cuando se basaran en los diarios y autobiografías de estos, sus escrituras se centraban más en la labor religiosa y las experiencias místicas que en sus orígenes.

[10] Los elementos en común son analizados en los estudios de Rodrigo Cánovas y Armando de Ramón.

 

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