Una nouvelle de Fontanarrosa

Cristian Palacios
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
atenalplaneta@gmail.com

 

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Resumen

 

En este trabajo nos ocupamos de la que puede ser considerada la única nouvelle de Roberto Fontanarrosa, uno de los autores emblemáticos del campo del humor argentino y latinoamericano, recientemente reivindicado por la crítica académica como parte de la gran literatura argentina. Este dato no debe ocultar, sin embargo, que fue en el campo discursivo del humor donde Fontanarrosa realizó sus operaciones creativas más interesantes. Las obras completas de Fontanarrosa pueden leerse en su totalidad como un proyecto de apropiación y discusión de diferentes territorios de la cultura a través de una serie de procedimientos entre los cuales destaca la transposición paródica de cuentos, novelas, historietas, películas y géneros. El relato que aquí analizamos inaugura este proyecto parodiando a la novela negra (más específicamente Yo, el jurado de Mickey Spillane) para desnudar algunos de sus procedimientos más característicos.

 

Palabras clave

 

Fontanarrosa, Humor, Cómico, Cultura Popular, Literatura Argentina.

 

Abstract

 

In this paper, we discuss the only nouvelle written by Roberto Fontanarrosa, one of the emblematic authors in the domain of Argentinean and Latin-American humor, recently vindicated by the scholars as one of the writers of the authentic Argentinean Literature. This note should not hide, nevertheless, that it was in the discursive field of humor, where Fontanarrosa produced his most interesting creative contributions. The entire work of Fontanarrosa could be read like an appropriation project from different cultural domains through a number of procedures among which the parodic overlapping of stories, novels, comic books, movies and genders has a principal role. The story that we analyze here opens this project by parodying noir novels (specifically I, the Jury by Mickey Spillane) in order to expose some of their most characteristic proceedings.

 

Key words

 

Fontanarrosa, Humor, Cómico, Pop culture, Argentinean Literature.

 

 

 

La reciente incorporación de Fontanarrosa al corpus de los objetos de estudio de la crítica académica, así como su tardía reivindicación como agente indispensable de la literatura argentina, conlleva algunos riesgos que no queremos dejar de señalar aquí. Ante todo, la posibilidad de desconocer su papel emblemático como creador en un campo discursivo que habitualmente no se reconoce como tal. Nos referimos al humorismo.

Si en su entrada respectiva en la Historia Crítica de la Literatura Argentina Pablo De Santis diferenciaba –no del todo claramente- entre aquellos escritores que utilizan el humor como excusa, como un ingrediente más “que conduce al corazón de la ficción” de esos otros para los cuales “el humor no es un atajo, sino un destino” (493) a Fontanarrosa le cabe sin ninguna duda un lugar entre estos últimos. Esta disquisición carecería de productividad, sin embargo, sino reconociéramos, por un lado, que el humor tiene algunas reglas propias, bien distintas de las que se juegan en el campo literario (la voluntad de hacer reír, por ejemplo); por el otro, que los estudios que por lo habitual se le destinan, desconocen, dada su popularidad, su capacidad de realizar operaciones de una complejidad semejante a las de la literatura llamada “alta”. Para el caso del autor que nos ocupa, este último problema resulta bastante significativo.

Fontanarrosa fue, a nuestro juicio, mucho mejor humorista que escritor, aunque haya sido un escritor muy bueno. Su posicionamiento como autor popular, sin embargo, carente de aspiraciones literarias, mito alimentado por él mismo[1], ha impedido leer en su obra, más allá del gesto irrisorio que la caracteriza, un proyecto radicalmente político, en la línea de escritores más canónicos como los hermanos Lamborghini, Copi, Néstor Perlongher o yendo un poco más atrás, el mismo Borges, con quien su obra (historietística y narrativa) se encuentra frecuentemente discutiendo (ver al respecto Palacios, La verdad sobre el Aleph 393-405).

Las obras literarias de Fontanarrosa (en este punto los espacios se solapan), con sus aciertos y fracasos, pueden leerse como un proyecto de apropiación, desde el dominio del humor, de diferentes territorios de la cultura. Su mapa de referencias culturales abarca la literatura testimonial, el policial en todas sus facetas, la novela de espionaje, la novela rosa, el folletín francés, los relatos de ciencia Ficción, la historia, la novela de aventuras, la poesía, la filosofía, la escritura de aforismos y un largo etcétera en el que caben –como ha señalado Daniel Link- nuestras más frecuentes pesadillas, sobre todo aquellas que soñamos despiertos.

En este trabajo nos ocuparemos de la que puede ser considerada su única nouvelle, firmada por un tal Joseph Arcangelo e incluida en el primero de sus libros, a nuestro juicio el mejor (y el más oscuro), pese a sus evidentes torpezas: Fontanarrosa se la cuenta (1973), rebautizado luego como Los trenes matan a los autos. Esa titulación vacilante viene a señalar, ya en este punto, una de las tensiones que van a atravesar toda su obra. La del Fontanarrosa que “cuenta chistes” y la de aquél que escribe literatura. La expresión gozosa del título que coronaba aquella primera edición, iba en contraste además, no sólo con el contenido del libro que seguía, sino también con la imagen de la tapa, ilustración del cuento “Ismael sangraba” uno de sus relatos más extraños. Este particular enfrentamiento entre lo visual y lo lingüístico volverá a repetirse, una y otra vez. Y si el Fontanarrosa más popular (aquél que nos la cuenta) sabrá en adelante desplazar aquella primera tensión hacia el terreno de la biografía (donde se afirmará una y otra vez que sólo busca “contar historias”, “cuento” en el idioma de los argentinos, es sinónimo de “chiste”); el escritor, por otra parte, se irá poco a poco imponiendo por sobre el dibujante.

No deja de ser significativo el hecho de que, con la excepción de este primero, el resto de los libros de Fontanarrosa omitan por completo su trazo. Como si se buscara separar deliberadamente ambos mundos (el del escritor y el del humorista). Aquella primera portada va a desaparecer incluso en las ediciones subsiguientes. La de Calicanto, sin embargo, ya con el título de Los trenes matan a los autos, publicada en 1977, respeta en algo el espíritu de la primera, al mostrar a un hombre de rodillas, recientemente decapitado, mientras un segundo limpia la espada con la que acaba de cortarle la cabeza. Las ediciones de De la Flor, o la más reciente de Planeta, excluyen tales posibilidades reemplazando las imágenes de tapa por otras mucho menos inquietantes.

Tampoco se va a repetir el texto de la contratapa, firmado por un tal Joseph Arcangelo, el mismo al que, en el interior del libro, se le atribuye el relato que nos ocupa; en un juego de reenvíos que no excluye las paradojas [Joseph Arcangelo reseña un libro en el que se nos cuenta que Joseph Arcangelo ha muerto]:

Fontanarrosa [dice el párrafo] propone una particular introspección telúrica, una sofocante calistenia de símbolos y, ¿por qué no decirlo?, un hipertenso, sensitivo, desdoroso y tangible proceso de galvanizado mecanismo vital.

Ese texto, además, hace gala de un estilo similar al de las citas apócrifas que encabezan la nouvelle de Arcangelo: una acumulación progresiva de adjetivos más o menos insólitos que buscan desatar la risa por el absurdo. Así, un tal Walter Fergusson, presunto crítico del Evening Post, nos cuenta que:

Joseph Arcangelo, por su tenaz manejo de la sintaxis y un ortopédico dominio de la didascalia podría, fácilmente, encaramarse junto a Tennessee Williams, Joyce y Carlos Marx. Pero, no obstante, reflejar el descarnado y cotidiano mundo que lo rodeaba, o bien lo oprimía, en un género considerado secundario, con la satánica precisión de una aguja hipodérmica y la conmovedora dignidad de una jaqueada rata almizclera

En la misma página, se incluyen los testimonios del Times, del Saturday Post, del Ebony [“una fatigosa praxis de violencia congénita propone al lector de Sobre la podrida pista la más irreflexiva, catódica, agobiante, visceral y despiadada excursión de la mente por los redaños mismos de la hermenéutica”] y hasta del mismísimo Henry Kissinger [“cuando leí Sobre la podrida pista y me sorprendí sollozando como un chicuelo, comprendí absorto que debíamos rever toda nuestra política petrolera en Medio Oriente”]; en una intromisión absurda de la serie de la política que va a tener su explicación un poco más adelante.

Porque si en cualquier análisis humorístico resulta necesario separar claramente entre lo que se dice y el gesto irrisorio por el que se lo dice; no puede afirmarse del todo que aquella “sofocante calistenia de símbolos” sea una descripción inexacta de lo que propone Fontanarrosa. Del mismo modo, la “fatigosa praxis de violencia congénita” a la que se refiere el redactor del Ebony (cuya conocida orientación hacia el mercado afro-americano no deja de hacer sistema con un relato en el que se matan tantos negros) o las palabras de Henry Kissinger encuentran su propio sentido a la luz del cuento que sigue.

“Sobre la podrida pista” toma como referencia ineludible “los relatos más burdos de la serie negra, los de Mickey Spillane o Brett Halliday en sus abominables traducciones mexicanas o españolas” (Saccomanno). Más específicamente Yo, el jurado de Mickey Spillane, la primera novela de la serie del detective Mike Hammer. El texto era presentado en la edición original con una portada falsa que evocaba las tapas de la colección Serie Negra de la editorial Tiempo Contemporáneo, dirigida por Ricardo Piglia entre 1969 y 1976. Se incluía además una falsa página de legales, en la que era posible informarse de que el supuesto título original era A light lince in the nape of the neck, que la traducción le pertenecía a Ernie Pike (el famoso personaje de Oesterheld) y que la tapa había sido diseñada por Linda McCartney.

La biografía de Joseph Arcangelo es tan ominosa como sus novelas. Comenzando (o mejor dicho, terminando) por su muerte “víctima de un furtivo ataque de eufemismo en una sórdida pensión de Detroit”. No es de extrañar que un “eufemismo” haya matado al creador de Thomas Egg “el melancólico descuartizador de los muelles de Boston” o al autor de La gastroenteritis faltó a la cita. Los eufemismos no tienen lugar en su literatura. Todo lo que allí se dice, se dice de la manera más rabiosa posible.

Joseph Arcangelo parece ser, además, un hombre de paso. Como Best Seller, protagonista de la novela que llevará su nombre, el escritor posee una naturaleza nómade. Ha nacido “en la sentina de un buque petrolero holandés”, ha publicado su primer cuento en un reformatorio (lugar de paso), ha trabajado en una gasolinera (otro lugar de paso), ha sido expulsado de Dallas “por orinar sobre el busto del general Grant”, ha recibido el premio “La jeringa de neón” estando internado en una clínica (tercer lugar de paso). Y aunque su historia personal incluye países como Polonia, Holanda y Hungría, la cartografía que abarca en su recorrido es mucho más precisa: Jacksonville, Denver, Memphis, Portland, Norfolk, Boston, Dallas, Seattle, Detroit. Es decir, el vasto territorio de los Estados Unidos de Sur a Norte y de Este a Oeste. Una vez más, lo que parece ser un mero procedimiento cómico se revela como altamente significativo. Volveremos sobre ello casi en seguida.

Todo es sencillamente brutal en “Sobre la podrida pista”. Palabras como “podrido”, “sucio”, “estropajoso”, “hediondo”, “inmundo”, “pringosa”, “mísero” se suceden ininterrumpidamente. Jeremy “Manopla” Stuart, su protagonista, ha estrangulado su primer canario a los catorce años y entre otras cosas se destaca por sus habilidades como desollador [“El mismo comisario Forrester le había dicho una vez, viendo a Stuart desollar vivo a un traficante de drogas: «Tú, muchacho, llegarás a jefe del FBI»” (Fontanarrosa 114)]. Sus mandíbulas crujen “como una mezcladora de cemento portland” y es capaz de descargar “un espantoso puñetazo entre los dos ojos” de una presunta anciana [“una enjuta y miserable vieja de gesto maligno”] que luego se revelará como el padre travestido de su compañero muerto (y su asesino).

Fontanarrosa toma aquí al pie de la letra aquello que poco antes había dictaminado el relator del cuento “Los nombres”, incluido en este mismo libro:

Porque también la cosa está en los nombres, en cómo suenen, en las palabras, pero más, más en los nombres porque se puede estar transmitiendo agarrado al micrófono con las dos manos, casi pegado el fierro a la boca, y la camisa abierta, transpirada y abierta, […] y ahí valen los nombres, tienen que venir de abajo, carraspeados, desde el fondo mismo del esternón, tienen que llegar como un jadeo, lastimarte, tienen que ser llenos, digamos macizos, nutridos, eso, nutridos. Tienen que llenar la boca, atragantarla, que se los pueda masticar, escupir (Fontanarrosa 65).

Lo que se quiere decir en este pequeño monólogo que hace las veces de manifiesto (uno de tantos) es que la distancia entre las palabras y las cosas (“la cosa” está en los nombres –dice- “también”) no es tan simple como parece. Que el nombre no es un mero añadido a la cosa, sino que muchas veces desde su sonoridad impone una conducta, una praxis (“de violencia congénita”), un sentido. Fontanarrosa, aquí y más allá, escribe como dibuja o dibuja como escribe.

¿Cómo puede haber un arquero García por ejemplo, García, qué se va a decir?, volóoo García, si queda en la boca esa sensación desierta y adormecida de cuando uno come pastillas de menta, volóoo García, qué mierda va a volar ese boludo. Que se quede parado para eso (Fontanarrosa 67).

Aquella sonora brutalidad de las palabras que va constituyendo la podrida novela de Arcangelo encuentra su correspondencia en el frenesí con la que se suceden los acontecimientos del relato. Como al locutor de “Los nombres”, lo que le importa al humorista es, sobre todo, no quedarse detenido.

Por eso tras la noticia de la muerte de Joe “Sobaco” Mulligan de 38 balazos y luego de informarnos que se descarta “la posibilidad de un accidente” (contrapunto humorístico que no hace más que acentuar el ritmo vertiginoso de lo que sigue) tenemos al alguacil Forrester discando el teléfono “veloz como una cobra”. El mensaje causa en Stuart “el efecto de una cuádruple dosis de anfetaminas”. Veinte minutos después se encuentra ya en el despacho de Forrester, sólo para descargar “su peso sobre el acelerador” dos o tres oraciones más tarde, rumbo al lugar del crimen.

Aquí el procedimiento paródico es casi absoluto. El texto de referencia ineludible es, como hemos dicho, Yo, el jurado de Mickey Spillane. En aquél, como en éste, también se trata de vengar el crimen de un amigo. Aquí Joe Mulligan, allí Jack Williams [“«Ahí dentro» estaba, tirado en el suelo, muerto, mi mejor amigo. El cadáver. Bien podía llamarlo así. Ayer era Jack Williams, el hombre que había compartido conmigo la misma trinchera durante los dos años de la guerra” (Spillane 111)]. En ésta, como en aquella, ambos hombres habían cimentado su amistad sobre la experiencia bélica, allí como soldados en la Segunda Guerra Mundial, en ésta como mercenarios en Uganda. El párrafo que evoca aquella experiencia es particularmente delicioso en horrores (no hace sino exagerar un poco –y no demasiado- el estilo tremendista de Spillane):

Había que cazarlos [a los negros], sobre los hediondos pantanos, bajo el sol puñetero y despiadado de Uganda. Chillaban como ratas almizcleras […][2] Stuart sonrió apenas. Aquel villorío aquella tarde de aquel solazo brutal e irreflexivo. ¡Chico! [El narrador no puede contener su entusiasmo e interpela a un imaginario alocutario para que comparta con él la alegría de haber visto] 725 negros con sus negras y negritos la patas para arriba, bien calladitos y estropeados a balazos tan sólo por Joe y él ¡Zape! [Entre ese ¡Chico! y ese ¡Zape! el narrador –posicionado desde el punto de vista de Stuart, se vuelve propiamente un niño, de allí los diminutivos. Y continúa] Joe luego arrancó de un muerto el collar de dientes de jabalí y se lo regaló. Joe. Sí. Joe, que nunca en su sucia existencia le regaló a su propia madre una mísera tinaja de bizcochitos de jengibre [“la mísera tinaja de bizcochitos de jengibre” provoca el efecto irrisorio en su demasiada especificidad] (Fontanarrosa 114-115).

La mención de Uganda, en lugar de la Segunda Guerra, atraía la atención de los lectores hacia el momento político contemporáneo. La Uganda de Idi Amin Dada era para el imaginario de la época el paradigma de dictadura psicótica y violenta, que contaba además con amplia repercusión en los medios internacionales. No por nada Kissinger había “sollozado como un chicuelo” leyendo “Sobre la podrida pista”. La hiperbolización de los procedimientos de la novela negra, respondían sin más al efecto paródico que fundaba el relato. La superposición de los nombres de Kissinger, las masacres en Uganda, la mención del Ebony y el devenir de Arcangelo por el vasto territorio de los Estados Unidos, en cambio, apuntaban hacia un uso político del humor en la literatura de Fontanarrosa que las diversas lecturas (las de ese momento y las que le siguieron) se obstinaron en desconocer.

Aquella máquina caníbal en la que iba a devenir su obra –según nuestra hipótesis- comienza aquí proponiendo un particular ensayo sobre el hardboiled atravesado (como sucederá más tarde con las historietas Boogie y Sperman) por los avatares de la política internacional. Pero además, y sobre todo, el relato de Fontanarrosa deja al desnudo una de las operaciones fundacionales de la serie negra: la construcción de un yo dispuesto a medirse con el mundo desde su propia masculinidad.

Los partenaires de Stuart en este juego de venganza (los personajes secundarios) son, además del alguacil Forrester, la enjuta anciana, que resultará ser luego el padre de Joe “Sobaco” Mulligan, unos niños que encuentra frente al edificio de Blonda Ellery y Blonda Ellery, la “sacerdotisa de Samoa”. A excepción del primero, que hace las veces de mero informante, los otros, una mujer, unos niños y un travesti (padre), actúan como figuras ante las cuales aquél confronta su hombría. De eso se trata en el fondo. Stuart se nos describe ante todo y primeramente como un “hombretón de 89 kilos desnudo” cuyos puños “tenían la fuerza de un martinete hidráulico”. Y también más adelante como “89 kilos de músculos, fibra y tendones”. Su pecho es “bucólicamente velludo” y la sangre le cimbrea en las venas del cuello.

Blonda Ellery, la sacerdotisa de Samoa, conjuga en su persona tres personas. Se llama “Blonda”, es pelirroja, y es la “sacerdotisa de Samoa” [es decir: rubia, pelirroja y morocha]. Intentará seducir a Stuart “arqueando rítmicamente su bien torneada pierna derecha, mientras su voluptuosa cadera se adelantaba compensando así el procaz retraimiento de su hombro izquierdo”. Pero sólo por un segundo, puesto que en seguida “con un brutal puntapié” aquél hace saltar la puerta de sus goznes y mientras blande “en su mano derecha la pistola, con la izquierda” empuja “a Blonda sobre una cama”. Aquella sensualidad manifiesta en un cuerpo que se contorsiona no llega a hacer efecto en él. La escena pone en contraste la velocidad frenética del protagonista con la lentitud exasperante de la muchacha.

Recordemos que la mujer, más precisamente, la femme fatale encarnaba en el mundo del hardboiled el “carácter engañoso del universo” dado que casi siempre seduce al detective y lo toma por tonto. Razón por la cual el “ajuste de cuentas” final consiste habitualmente en su confrontación. De ello se derivan “toda una gama de reacciones, desde la resignación desesperada o la fuga al cinismo en Hammett y Chandler, hasta la masacre en Mickey Spillane” (Žižek 110). Hacia el final de Yo, el jurado, Charlotte, la amante traidora es ajusticiada:

El estallido del disparo hizo retumbar la pequeña habitación. Charlotte dio un vacilante paso atrás. Sus ojos se colmaron de estupor, como si se negaran a admitir lo que habían visto […] Y aquel rostro que parecía esperar un beso hubiera recibido alegremente, al volarme la cabeza de un disparo, la sangre del adorado Mike (Spillane 111).

En ese desplazamiento hacia la tercera persona del final [“la sangre del adorado Mike”] se encuentra la clave de lectura de personajes como Stuart, Ultra, Best Hama Seller o Boogie el aceitoso[3]. Todos ellos rinden culto a su propia individualidad masculina.

Inquietantes son también los niños a los que Stuart debe enfrentarse, justo a la entrada del edificio de Blonda [“El niño lo miró con ojos donde alternaban la codicia, el desconcierto, la duda, la desconfianza y, ¿por qué no? el erotismo”]. Después de todo él también, como un niño, había masacrado a una población entera en Uganda. Trata de conjurar la amenaza a través de tres operaciones: les ofrece primero un merengado de natilla, los amenaza [“Oye pequeña rata infecta ¿no querrías que el viejo Stuar empleara otros medios, no? Soy un veterano de Uganda, pequeño, y me he visto con mayores que tú, me las he visto con niños de hasta diez u once años, ¿sabes?] para tentarlos finalmente con un “cigarrillo alucinógeno” [“Bien sabía que por menos de eso, una mascada de opio por ejemplo, niños más pequeñuelos habían asesinado a dotaciones enteras de bomberos”][4].

Finalmente, el último partenaire al que debe enfrentarse el policía es la presunta anciana de “ojos de serpiente” cuya voz era “el sonido de un perno oxidado”. El relato hiperboliza también el giro dramático inevitable en esta clase de historias: Stuart, frente a Blonda, había esbozado su teoría del sacrificio ritual –retrotrayendo aquella muerte urbana a la experiencia de la jungla. El giro final se produce, sin embargo, cuando la anciana confiesa se revela simultáneamente como la autora del crimen, y como el padre travestido de la víctima [“con un movimiento veloz, con un manotazo nervioso se arrancó del rostro una delgada mascarilla de goma látex dejando ver, a los atónitos ojos de Stuart, la cara de un consumido hombre de raídos bigotes”].

Una metamorfosis más ha de ocurrir todavía cuando aquella “desgastada criatura, aquél despojo humano, aquél pingajo desteñido” que llora “sin solución de continuidad” desaparece como por arte de magia para reaparecer, algunos instantes después, en el horno de la cocina [“Ahí dentro, con la placidez de una corneja, el anciano padre de Joe estaba muerto”]. Dado que un poco antes se nos ha dicho que sus manos eran habilidosas para los menesteres culinarios, se ha de concluir que hemos pasado de lo “podrido” a lo “cocido”. La “podrida” pista, se ha cocinado. Al igual que el género al que parodia, Stuart ha puesto en confrontación su propia masculinidad, su hombría, contra la mujer, contra los niños, contra el viejo travesti, padre de su compañero, ha vengado a su amigo y ha eliminado, de paso, a diecinueve ugandeses inocentes. Ya puede estar tranquilo.

Stuart masticó pensativo el filtro de su cigarro.
Terminó de sorber su café y apuró el último pedazo de torta.
Se puso los guantes y salió a la calle.
Los copos de nieve lo pusieron inopinadamente alegre.
Llamaría a Linda esa noche. Sí. Eso haría (Fontanarrosa 124).

Este final es, sin lugar a dudas, la clave de lectura de la nouvelle. La alegría súbita del personaje tras el suicidio del padre de su amigo puede interpretarse en términos de obstrucción del asesinato que le precede. Lo “podrido” en este cuento es la matanza –la que ha sucedido previamente en Uganda y la que ha tenido lugar en el edificio de Mulligan. El descubrimiento de la culpabilidad del padre, por lo tanto, encubre todo lo demás.

La relación entre encubrimiento/descubrimiento es uno de los puntos centrales de la serie negra y puede explicarnos, en definitiva, por qué Kissinger habría de haber revisado toda la política petrolera de los Estados Unidos en Medio Oriente luego de leer llorando a moco tendido “como un chicuelo” (definitivamente hay algo inquietante en los niños) este relato de Joseph Arcangelo que inaugura la fatigosa exploración de Fontanarrosa por el imaginario norteamericano. Se trata de un chiste, claro, pero tomémoslo por un segundo en serio.

Lo cierto es que existe una dimensión política encubierta (o descubierta, porque la parodia, en definitiva, la pone en primer plano) en “Sobre la podrida pista”. La preposición del título puede entenderse no en el sentido de “encima de” sino de “aquello de lo que se trata”. De lo que se trata es del pasaje de lo “podrido” a lo “cocido”. Lo que aquí queda “crudo”, “sin procesar” (podemos decir, jugando con el triángulo culinario de Levi-Strauss, a quien Fontanarrosa seguramente nunca leyó, hecho que no tiene la más mínima importancia) es justamente lo político en su forma más violenta [“una fatigosa praxis” –decía el Ebony– “de violencia congénita”]. Lo que subyace aquí es el develamiento, por parte del humor, de una de las operaciones centrales de las novelas a las que aquí se parodia: el hecho de que la violencia que los personajes buscan y logran desactivar no hace más que ocultar una violencia primordial [“congénita”] de la que nunca se ocupan: la del capitalismo salvaje y sus inevitables consecuencias.

En una encuesta de 1976 para la revista Crisis, Ricardo Piglia señalaba que la mejor definición de la serie negra se encontraba en el famoso monólogo que Bertolt Brecht ponía en boca de Macheath en La ópera de los tres centavos: “¿Qué es robar un banco comparado con el delito de fundarlo?”. Proponía de esta forma ir más allá de quienes producían lecturas moralistas condenando el cinismo de los relatos y de aquellos que, al revés, daban a los escritores de la serie negra una conciencia ideológica que jamás habían tenido, como una suerte de “versión entretenida de Bertolt Brecht” [que por otro lado, decimos nosotros, siempre quiso ser entretenido]. “El único enigma” –decía- “que proponen –y nunca resuelven- las novelas de la serie negra es el de las relaciones capitalistas: el dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única «razón» de estos relatos donde todo se paga” (Piglia 62).

 

 

Notas

[1] Dice Crist, por ejemplo: “Nosotros compartíamos [el gusto] por la literatura de Hemingway o Norman Mailer, pero él aparentaba ser un tipo totalmente ignorante de estas cosas… se esmeraba en mostrar una imagen no intelectual. Prefería pasar por un hincha de fútbol y lo demás aparecía por casualidad, por ciertos momentos de inspiración, porque era un gran observador y era dueño, además, de una gracia natural, que tardaba en aparecer” (Vitale).

[2] Compárese por ejemplo con el siguiente párrafo: “Otras veces, en mis buenos tiempos, me había tomado la justicia por mi propia mano, sin el menor remordimiento. Después del primer ajuste de cuentas se olvida uno del sentimentalismo. Y desde que terminó la guerra el cuerpo me está pidiendo que me cargue a alguna de esas ratas que viven en el seno de la sociedad para cebarse en sus miembros. La sociedad. ¡Y qué estúpida podía ser a veces! ¡Presentar ante un tribunal a un individuo que ha cometido un asesinato! Luego, un poco de oratoria astuta, ¡y a la calle! Claro que, a la larga, la sociedad obtiene justicia. Cuando, de vez en cuando, tropiezan con un tipo como yo” (Spillane 11). Sobre esta cita –y los subrayados- hemos de volver en seguida.

[3] “La mujer fatal corporiza una actitud ética radical, la de «no ceder en el propio deseo», de persistir en él hasta el final, cuando se revela su verdadera naturaleza como pulsión de muerte. Es el héroe quien quiebra esta posición ética, al rechazar a la mujer fatal” (Žižek 110). Según este punto de vista la mujer se convierte “en un sujeto en el sentido estricto lacaniano precisamente en el momento en que no sólo toma conciencia de que ella, una mujer que marca el destino de los hombres con los que se encuentra, es a su vez víctima del destino, un juguete en manos de fuerzas que no puede dominar” pero acepta, sin embargo, plenamente ese destino. Para Lacan, “el sujeto es en última instancia el nombre de ese «gesto vacío» por medio del cual asumimos libremente lo que se nos impone, lo real de la pulsión de muerte” (Žižek 110-111).

[4] El papel que juegan aquí esos niños puede ponerse en consonancia con aquello que se dice sobre ellos en “Por qué los niños van al circo”, incluido en este mismo libro: “Los niños viven el llamado del instinto puro y salvaje, instinto que los sume en la hilaridad convulsiva y procaz ante el hecho de ver caer una persona sustentando su grotesca figura en levitación inesperada” (Fontanarrosa 20).

 

 

Bibliografía

De Santis, Pablo. “Risas argentinas: la narración del humor”. Historia Crítica de la Literatura Argentina: vol. 11 – La narración gana la partida. Eds. Noé Jitrik y Elsa Drucaroff. Buenos Aires: Emecé, 2000: 493-510.

Fontanarrosa, Roberto. Los trenes matan a los autos. Buenos Aires: Planeta, 2013.

Link, Daniel. 2003. “La escena de Fontanarrosa”. Radar Libros. Suplemento de Página/12, 20 de abril de 2003. 12 de marzo de 2016. <http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/subnotas/539-81-2003-04-23.html>.

Palacios, Cristian. “La verdad sobre el Aleph. Contrapunto humorístico entre Fontanarrosa y Borges”. Pasavento. Revista de Estudios Hispánicos. Vol III, nº 2 (verano 2015). 12 de marzo de 2016: 393-405. <http://www.pasavento.com/>.

Piglia, Ricardo. Crítica y ficción. Barcelona: Anagrama, 1986.

Saccomanno, Guillermo. “El artista de todos”. En Suplemento Radar, Página/12, 2 de octubre de 2005. 12 de marzo de 2016. <http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2540-2005-10-02.html>.

Spillane, Mickey. Yo, el jurado. Madrid: El País, Serie Negra, 2004.

Vitale, Cristian. “La estantería del negro Fontanarrosa”. Página/12, 9 de diciembre de 2012. 12 de marzo de 2016. <http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/17-27268-2012-12-09.html>.

Žižek, Slavoj. Mirando al sesgo. Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura popular. Buenos Aires: Paidós, 2010.

 

 

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