“América Latina en la ‘literatura mundial'”

Sánchez-Prado, Ignacio M., ed. América Latina en la “literatura mundial”. Pittsburgh: IILI, 2006.
 
 
Luis Dos Santos
Université Libre de Bruxelles / Universidade de Lisboa
 
 
Frente a las tesis de F. Moretti y de P. Casanova, resumidas aquí por los mismos autores y que tuvieron el mérito de relanzar recientemente las reflexiones literarias internacionalistas al integrar la concepción de un espacio literario mundial desigual constituido de centros y de periferias, el presente volumen reúne doce contribuciones cuyo objetivo es proponer una instancia latinoamericana en el debate sobre la “literatura mundial”.

El libro me parece sobre todo interesante porque ilumina las implicaciones ideológicas del debate en tiempos de globalización. En efecto, la línea crítica adoptada por la mayoría de los textos corresponde a la de los estudios culturales, poscoloniales y subalternos (denuncia del lazo entre modernidad y colonialismo, defensa de una ciudadanía cultural contra la homogenización imperialista de la globalización, solidariedad con los dominados, rechazo de lo canónico y de lo estético como principio organizador de la crítica literaria, etc.).

El libro se caracteriza por dos niveles de crítica distintos: al lado de las tentativas que procuran poner de relieve la inadecuación de los modelos de Casanova y de Moretti con respecto al cuadro empírico que pretenden describir (o por lo menos parte de ese cuadro, puesto que la realidad aquí invocada es exclusivamente la latinoamericana), la mayoría de los participantes se centra en la denuncia de los presupuesto ideológicos y fallas metodológicas que están a la base de ambos modelos y que determinarían su falta de potencialidades emancipatorias. Significativamente, incluso la respuesta de E. Kristal al unilateralismo de Moretti (quien considera que las desigualdades del mundo económico y las del mundo literario son fundamentalmente equivalentes), aunque sea uno de los textos menos polémicos del libro, intenta demostrar, a través del contra-ejemplo de la literatura hispanoamericana y de su emancipación, que el centro no tiene el monopolio de las formas nuevas y que éstas pueden moverse en varias direcciones. Pero la línea crítica del libro es evidente sobretodo en lo que constituye su principal leitmotiv, es decir en los ataques contra la noción casanoviana de “autonomía” del espacio literario. Como enfatiza A. Trigo, el principal objetivo del modelo de Casanova es evitar los “atajos” de la crítica ideológica al definir un espacio de mediación dedicado exclusivamente a debates e invenciones de índole específicamente literaria y en el cual la realidad social y sus conflictos serían refractados de acuerdo a la lógica de la literatura, definida como una economía de bienes simbólicos regulada por los valores estéticos modernos. La falla central del modelo de Casanova consistiría precisamente en esa idea de una economía política de la literatura desvinculada de la esfera social. En ese sentido, J. Franco cuestiona la tesis de Casanova al recalcar, en el ámbito latinoamericano, el uso de la cultura como arma propagandística durante la guerra fría y, más recientemente, el impacto de las políticas neoliberales sobre la industria del libro (es más bien en este debate sobre el poder creciente de las corporaciones editoriales transnacionales que se inserta la contribución de P. A. Palou, quien asimila de manera algo precipitada la “literatura mundial” con la “literatura comercial” y recorre a ejemplos de escritores provenientes de la periferia europea, como Kundera, para defender la imagen del artista marginal creador de formas novedosas y afirmar así su propio punto de vista de escritor más bien que de teórico). De ahí también la sospecha, formulada por F. Perus y J. Franco, de que la sistematización de Casanova esté inconscientemente informada por preocupaciones vinculadas con el panorama general del neoliberalismo (tensión entre las concepciones de la literatura como bien público y como objeto mercantil; circulación transnacionalizada del capital simbólico, etc.). No obstante, me parece que esta aporía del modelo de Casanova, que le impide a la crítica francesa entender ciertas dinámicas y determinismos externos al mundo literario, nace en realidad de una lectura parcial del concepto de autonomía de Bourdieu, según quien la autonomía del campo literario no sólo nunca es un presupuesto adquirido, sino que es “relativa”, es decir, como apunta I. M. Sánchez-Prado, que el hecho de que tenga una lógica interna no quiere decir que no opere en una relación subordinada al campo de poder. Además cabría preguntarse en qué medida esa distorsión del concepto que el sociólogo francés forjó a partir de la realidad literaria francesa, no resulta de su extensión problemática al espacio mundial, inspirada por la noción de “sistema mundo” de F. Braudel.

Sin embargo, lo que choca más la sensibilidad crítica latinoamericana no es la inadecuación descriptiva e interpretativa del concepto tanto como las evidentes connotaciones valorativas que Casanova le atribuye. Como ha notado bien H. Vidal, la autonomía tiene para Casanova un valor casi religioso que desemboca en la defensa del cosmopolitismo (sinónimo de modernidad, como si la universalidad resultara de la aceptación de los criterios estéticos de las vanguardias centrales) frente al anacronismo y provincianismo de la dimensión nacional y politizada de la literatura. De ahí la queja generalizada de etnocentrismo y la denuncia de que el discurso (“normativo” más bien que teórico, como afirma G. Montaldo) de Casanova, quien sin embargo pretende estar al lado de los dominados, se asocia más bien a una visión desarrollista de la cultura (aspecto éste recalcado por F. Perus) y acaba por refrendar la misma hegemonía occidental que pretende desarticular. Es en ese contexto que hay que leer la problematización y deconstrucción de la noción misma de universalidad que lleva a cabo H. Achugar, así como la propuesta, esbozada por A. Trigo, de un concepto alternativo de modernidad. En cuanto a H. Vidal, su postura excéntrica con respecto a las premisas posmodernas predominantes en la actual crítica cultural latinoamericana lo lleva a ser más lúcido en referencia a los presupuestos ideológicos que configuran el debate (lo mismo se puede decir del texto de S. Faber) y más comprehensivo con las tesis de Casanova al recalcar, por ejemplo, la ambigüedad inherente al discurso de la crítica francesa, quien, luego de haber ensalzado el cosmopolitismo parisiense, denuncia el imperialismo de París al definir la noción de universalidad como “una de las invenciones más diabólicas del centro”.

Cabe sin embargo señalar, al lado de esta dimensión más bien deconstructiva que caracteriza la mayoría de las participaciones, la parte de crítica positiva y constructiva que intenta proponer alternativas hermenéuticas, desde el “globalismo metonímico” reivindicado por S. Faber (quien procura, al revés de Moretti, conciliar el “close reading” con el colapso del concepto de canon, es decir servirse de la lectura cuidadosa para enfatizar, no ignorar, lo diferencial y particular) hasta la noción de “intermedialidad” defendida por J. Poblete (quien, combinando los análisis de Tomlinson y de Sousa Santos, propone, a través del análisis de tres textos chilenos, “un entendimiento diferente del principio que constituye y organiza la literatura mundial” que se basaría sobre la mediación entre el “afuera” global y “adentro” local por un lado y, por otro lado, entre la literatura como forma y práctica discursiva y otras formas y prácticas discursivas que pertenecen al ámbito de los medios de comunicación), pasando por la sugerencia de F. Perus de vías de análisis que se centren en las poéticas concretas de los textos (más bien que en la predilección por las declaraciones de los escritores mismos, o el enfoque en las relaciones entre agentes) como la única manera de crear un diálogo intercultural.

La índole profundamente política del debate se aprecia claramente en la tendencia a privilegiar ciertos escritores, de un lado esos que confirmarían el prestigio de la modernidad parisiense (J. Cortázar, C. Fuentes, O. Paz, etc.), de otro aquellos que ponen en entredicho la modernidad literaria (Borges, Arguedas, etc.). Incluso se podría leer la preferencia de G. Montaldo por las prácticas literarias que rehúsan o ignoran la reglas del universo literario institucionalizado, como un interesante manifiesto a favor de un “art naïf”, lo que finalmente sólo confirmaría el paradigma descartado. La misma duda se aplica a las sistematizaciones teóricas, porque si el modelo de Casanova se elaboró en parte a partir de sus lecturas de autores como Beckett o Joyce, no es menos verdad, por ejemplo, que las propuestas teóricas de A. Cornejo Polar sobre las categorías de “totalidad contradictoria” y de “heterogeneidad” son en parte extensiones de su estudio sobre la obra de Arguedas. Incluso habría que preguntarse, como apunta A. Trigo, hasta qué punto la concepción misma del libro como respuesta a modelos interpretativos centrales no significa entrar en un juego que corresponde, al nivel del espacio académico, al juego de la literatura mundial, y cómo la posición subordinada de quienes trabajan desde o sobre la periferia, determina sus tomas de posición críticas. Si entiendo la crítica de G. Montaldo al paternalismo de Casanova, quien, igual que Moretti, nunca explicita ni problematiza su colocación crítica (esta falta de “reflexibilidad” es por lo menos sorprendente en el caso de una supuesta discípula de Bourdieu) y si comparto su idea de la necesidad de no naturalizar, no reificar la práctica crítica académica, me parece que la mayoría de los trabajos reunidos en el libro, si bien explicitan su base ideológica, sin embargo escasas veces problematizan su posición estratégica.

No obstante, es necesario entender que el enfoque relacional y posicional que configura el universo literario de Casanova implica en realidad una filosofía de la acción basada en las representaciones que los agentes tienen del “juego” literario (en la medida en que la crítica francesa abraza y sistematiza la forma como muchos escritores perciben, por lo menos en parte, sus relaciones mutuas y las condiciones del ejercicio de sus prácticas). En ese sentido, me parece que es precisamente por su dimensión profundamente subjetiva (si estamos concientes de que la fascinación de la misma autora por la modernidad cosmopolita y estetizante refleja la fascinación indubitable que la “cada vez menos luminosa ciudad” –la expresión es de Goytisolo– llegó a ejercer sobre gran parte de los autores periféricos) que el modelo de Casanova puede ser útil para entender ciertos mecanismos de dominación que determinan, por ejemplo, las “tomas de posición” de muchos de los escritores latinoamericanos exiliados en París (en particular en las décadas de 50-60). Como advierte H. Vidal, lo que está en juego en el modelo de Casanova es la descripción de “otra versión del mito de Calibán y Próspero”. Por eso, a pesar de la pertinencia de la mayoría de las críticas formuladas a lo largo del presente volumen, me parece que sería un error tirar el bebe con el agua sucia. Cabría más bien explorar las potencialidades emancipatorias que el modelo permite vislumbrar (en particular cuando Casanova, más lucida, denuncia la violencia simbólica inherente al sistema que describe).

 
 

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