Los laureles de un auto-antólogo. La autorrepresentación de Xavier Villaurrutia en “Laurel”

Juan Soriano (1940). "Villaurrutia (1940)…",  Retrato al óleo sobre tela, 69 x 41 cm. Museo de Arte Moderno, México DF.

Juan Soriano (1940). “Villaurrutia (1940)…”, Retrato al óleo sobre tela, 69 x 41 cm. Museo de Arte Moderno, México DF.

 

Ricardo Andrade Fernández
Universidad de Sevilla
 
 

  1. Una “voz que madura”

Para 1941, año de la publicación de Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española, Xavier Villaurrutia (1903-1950) era poseedor de una voz poética propia en el escenario de las letras mexicanas, fruto de una carrera que había comenzado a labrar desde 1919, cuando siendo aún adolescente publicara para la revista Policromías y otros medios algunos de sus tempranos versos, un tanto inspirados en su lectura de los maestros modernistas y seducidos todavía por los misterios de la naturaleza, la luna, el agua, los lagos, la lluvia.

Gracias al esmerado trabajo filológico de Rosa García Gutiérrez en la edición crítica de la Obra poética de Villaurrutia, es posible trazar una visión panorámica y ordenada de la breve obra del autor. Su reorganización nos servirá de punto de partida para estudiar la presentación que de sí mismo hace Villaurrutia en la antología de 1941.

Durante sus primeros años se mantuvo publicando en revistas y periódicos como Azul, El Universal Ilustrado, El Monitor Republicano y El Heraldo de la Raza, textos que luego no coleccionó bajo ningún título. Paralelamente, en medio de algunas crisis personales y de la incendiaria polémica que se suscitaba entre el grupo de los Contemporáneos, del que formaba parte, y los estridentistas revolucionarios, Villaurrutia logra componer el volumen que constituye el corpus de Reflejos, el cual no publicaría sino hasta 1926, cuando ya su propia voz iba tomando caminos diferentes. Al decir de García Gutiérrez, esa primera compilación vino, sobre todo, a llenar la urgente necesidad que el autor tenía de un libro de consagración que le diera pleno derecho a expresarse en el ámbito cultural de entonces. A pesar de la inconformidad –o más bien del silencio– de la crítica y del propio Villaurrutia con respecto a su ópera prima, habría que decir con justicia que en algunos de esos poemas ya se prefiguraba la impronta de la obra ulterior, como en “Suite del insomnio”, “lo mejor del volumen” según Frank Dauster (345) o “Calles” (Caminar sin que los espejos / me pongan enfrente, / ¡tan parecido a mí!), y, sobre todo, habría que destacar que ya en ellos se avizoraba la plasticidad de su palabra poética, el gusto por las formas, los colores, la sensualidad y la potencia de una imagen que en la obra de nuestro poeta es, ante todo, pictórica.

La lectura de los simbolistas franceses y su ambigua fascinación por el surrealismo pronto comenzaron a entreverse en la poesía del joven Villaurrutia, quien a partir de 1928 publica algunos de sus célebres Nocturnos, que mucho deben por cierto a los de Darío, en la revista homónima de los Contemporáneos. Gestado a fuego muy lento, el proyecto tomaría unidad editorial cinco años más tarde cuando se imprimen los Nocturnos (1933) configurando un conjunto diverso de textos en el cual Villaurrutia se aproxima con ojo escrutador, desde diferentes ángulos, a la noche y a la muerte, que serán dos motivos centrales de la poesía villaurrutiana. Para García Gutiérrez, este libro constituye “una muestra perfecta de ese proceso de varios años que lo llevó del surrealismo y el sueño al amor y al erotismo, y más tarde, del barroco y Sor Juana a la muerte” (125). Diríase entonces que con los Nocturnos, Villaurrutia se consagra como un poeta moderno, guiado por las angustias de su propia interioridad y también las de sus influencias: “Éluard, Cocteau, Supervielle, Darío, Sor Juana, puestos al servicio de una poesía confesional e íntima, de una desgarrada exploración del yo” (125).

Esa desgarrada exploración del yo no cesaría. Villaurrutia continuó escribiendo otros nocturnos y se instaló en Estados Unidos entre 1935 y 1936, estancia que dotó al poeta de experiencias que encontraron pronto en el verso una forma de trascendencia. Entre nostálgico y maravillado con la silenciosa nieve y el libre fluir de sus deseos, el poeta mexicano fue macerando las siguientes expresiones de una voz ya madura que cristalizaría en la primera edición de Nostalgia de la muerte (1938), libro en el que su temor a y su obsesión con la muerte adquieren un plano definitivo al resolverse en una especie de aceptación, de convivencia. Publicada en Buenos Aires con el apoyo de su mentor Alfonso Reyes, aquella edición incluía los Nocturnos de 1933 en una sección introductoria que abría paso a otras dos secciones tituladas “Otros nocturnos” y “Nostalgias”. Sobre esta edición dirá el joven Octavio Paz en una reseña que el libro de Villaurrutia es, “más allá de las escuelas poéticas, más allá quizá de él mismo, como un ‘rescate’ que hace de la conciencia mexicana del sentido profundo, creador, de la muerte”. En este punto habría que acotar que el último poema de la edición rioplatense, “Décima muerte”, tenía para entonces sólo cinco estrofas, versión a la que Villaurrutia agregaría cinco más en 1940.

Años más tarde, Villaurrutia seguiría combinando su trabajo dramatúrgico y sus gestiones como agente cultural en la convulsa Ciudad de México de mediados de siglo con su trabajo poético, el cual derivaría en su último libro, Canto a la primavera y otros poemas (1948), publicado dos años antes de su prematura, misteriosa y acaso voluntaria muerte. Como resulta obvio, a los fines de este trabajo, dejaremos de lado la producción posterior a la publicación de Laurel.
 

  1. El cometido de Laurel

 

Portada de “Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española”, Segunda Edición, Editorial Trillas, 1986.

 

Sin ánimos de adentrarnos en una reflexión teórica acerca de la antología, conviene subrayar puntualmente el papel que este tipo de texto juega dentro del sistema literario y tener en cuenta las relaciones que guarda con la historia de la literatura y la crítica literaria. Alfonso García Morales, en la introducción al estudio de las antologías poéticas en español que coordina, reflexiona acerca de estas cuestiones:

La antología se compromete a representar determinada totalidad literaria mediante la selección y también mediante la edición de la parte considerada más valiosa de esa totalidad, exponiendo y disponiendo en una estructura que en sí misma es significativa una serie de textos-autores que de esta forma quedan transformados en canónicos, representativos o ejemplares, paradigmáticos, modélicos o normativos (Los museos de la poesía, 25).

Es sobre esta función canonizadora que diremos que Villaurrutia, en su doble rol, formula en Laurel una especie de auto-canonización. Así, lo que guía esta exploración es la intención de elucidar de qué forma el poeta/antólogo elige pasar a la posteridad, qué es lo que concibe como canónico de su obra, qué posición asume frente a lo que considera ejemplar y frente a lo que considera representativo de su carrera poética. Se sabe que la elección de un buen antólogo es todo menos arbitraria, pues a las muestras incluidas en una antología se añade un nuevo valor, visto que “dicen algo distinto de lo que dicen en su contexto original. Desde el momento en que entran en ella son designados literariamente valiosos” (27). Entonces, ¿qué considera nuestro poeta que es lo más valioso literariamente hablando de su trabajo?

Es conocido el papel que tuvo Villaurrutia en la edición de la controversial Antología de la poesía mexicana moderna (1928) -firmada por Jorge Cuesta pero elaborada por varios miembros de los Contemporáneos-, que tanta urticaria provocó en los escritores nacionalistas que defendían un arte de corte social y raigambre viril, comprometido con los ideales de la Revolución mexicana. En aquella muestra podemos encontrar un antecedente directo, aunque muy diferente, de la labor de Villaurrutia como antólogo, muy consciente de las funciones que cumplen las antologías dentro del sistema literario. Los Contemporáneos utilizaron la antología como instrumento para replantear la visión de la poesía mexicana, refundarla en más de un aspecto, defender la universalidad de la cultura mexicana y, por supuesto, para exhibir y elevar los nombres de los miembros del grupo de cara a la posteridad, como un movimiento de vanguardia que sin embargo pertenece a una tradición de modernidad. De modo que si alguien era consciente de las implicaciones y repercusiones que una selección antológica podía tener en el entorno cultural, ése era Xavier Villaurrutia.

También es bastante conocida la historia de cómo Paz propone la creación de una antología de poesía hispanoamericana, idea que conduce a la edición de Laurel a cargo de los españoles Emilio Prados y Juan Gil-Albert y de los mexicanos Xavier Villaurrutia y Octavio Paz. Este último es quien en el célebre epílogo de la segunda edición reafirma, pese al ideal de construcción conjunta e intercontinental de la antología, el papel de los mexicanos en su configuración y ratifica las funciones directivas de su maestro: “Xavier Villaurrutia fue, primordialmente, el autor de la antología Laurel. Yo fui su colaborador más cercano” (486).

Sin la rigurosa exhaustividad del trabajo de Federico de Onís ¹ y no exenta de una polémica marcada, sobre todo, por las reacciones del autoexcluido Neruda, la antología cumplió su cometido. García Morales sintetiza el balance del libro en términos de los objetivos planteados y los resultados alcanzados:

Los antólogos de Laurel ven las cosas como poetas: buscan un público no especializado, prescinden de información erudita, se reducen a 38 autores, tratando de dar una muestra relativamente completa de cada uno, sin excluir, por cierto, y como suele ser habitual en las antologías líricas, los poemas extensos: conceden un claro protagonismo a españoles y mexicanos; y se centran en el final de la vanguardia (De Menéndez Pelayo a Laurel, 208).

Como es de suponer, los criterios de la antología recaen en las intenciones de su primordial autor. Al elaborar una selección de lo que considera lo mejor de la poesía en español, Villaurrutia indefectiblemente expone una propia visión de la poesía: el libro es el fruto de su trabajo, de su juicio como lector. De manera que en Laurel, antes de pasar a la historia como poeta, Villaurrutia lo hace como antólogo no sólo con la selección de poetas y poemas, sino también muy especialmente, a título individual, con el prólogo que sale de su puño y letra. Para dar entrada al libro y justificar su estructura, y haciendo gala de una prosa prolija y poética, Villaurrutia describe y explica desde su perspectiva el desarrollo de la poesía hispánica a partir de quienes considera son los precursores del modernismo (Gutiérrez Nájera, Silva y Casal), hasta llegar a las vanguardias que por alguna razón decide no mencionar de manera explícita. En su reflexión sobre la irrupción del modernismo en América ante el eclipse de la poesía española del siglo XIX –siempre salvando a Bécquer, “ostra solitaria”–, el prologuista se detiene brevemente en la obra del padre de esa renovación de la poesía en lengua castellana que es Rubén Darío, “dueño de un gran temperamento musical”, y luego hace un recorrido crítico que ausculta las voces de Miguel de Unamuno, Enrique González Martínez, Leopoldo Lugones, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez. También es interesante su manera de ver el agotamiento del modernismo –su degeneración en escuela, fórmula, escenografía– y la consecuente aparición de sus herederos, agrupados según Villaurrutia en dos promociones de poetas. Interesa, sobre todo, ese segundo grupo en el que se incluye a sí mismo, aunque evitando nombrar al surrealismo:

Pero, acaso, lo que diferencia más claramente esta nueva promoción de las dos anteriores es la corriente de irracionalismo que –derivada de los movimientos poéticos franceses– recorre una gran parte de su poesía, como también una gran parte de la poesía contemporánea universal. El mundo del subconsciente, las preocupaciones oníricas y aun cierto automatismo poético irrumpen ahora, francamente, en la poesía moderna de lengua española y adoptan diversas características en España y en América (19).

El prologuista termina su ensayo advirtiendo que además de la corriente de irracionalismo, “otros espíritus se mantienen –aun dentro del sueño– en una vigilia, en una vigilancia constantes” (19). Octavio Paz ha reconocido en esas últimas palabras de Villaurrutia una clara alusión a su propia obra, y explica la ambigua relación de nuestro autor con el surrealismo señalando que “lo concibió como un método de liberación interior más que como una poética” (502). Es también Paz quien le critica a Villaurrutia la atenuación y la omisión que hace en su prólogo con respecto a las diferencias y rupturas de la poesía de los autores de esas promociones, en las que “la continuidad triunfa a expensas de la ruptura. A expensas también de la verdadera historia de nuestra poesía” (496).

De cualquier modo, Villaurrutia deja sentado en el prólogo de Laurel su visión particular, como crítico, de las transformaciones y renovaciones sufridas entre fines del siglo XIX y comienzos del XX por la poesía de España y América, hermanadas por esa otra patria, acaso la única verdadera, que es la lengua. Y esa particular percepción contiene también los criterios de selección de sus propios poemas, evidencias verbales de esa vigilia que permanece expectante aun dentro del sueño.
 

  1. La desgarrada exploración del yo

Dada la estructura tripartita de Laurel, la muestra poética de Villaurrutia se ubica en la tercera sección, la cual comienza –según el orden cronológico de los nacimientos– con el mexicano Carlos Pellicer y culmina con el cubano Emilio Ballagas. Villaurrutia es el poeta número 33 de toda la selección y sus 16 poemas ocupan un total de 14 páginas, características que se ajustan al promedio de la distribución interna del libro.

De la obra escrita hasta 1940, Villaurrutia se decanta por Nostalgia de la muerte. Hace para Laurel casi una reproducción de la edición de 1938, excluyendo tres de los primeros nocturnos (“Nocturno”, “Nocturno preso” y “Nocturno solo”) y un conocido poema de la sección “Nostalgias” titulado “North Carolina Blues”. Decimos que es casi una reproducción, porque la selección preserva incluso el orden de los textos, que sería ligeramente alterado en 1946 para la segunda edición de Nostalgia de la muerte ². Sin embargo, hay algunas variantes con respecto a las ediciones primeras de Nocturnos y de Nostalgia que es preciso destacar. Además de las cuatro omisiones señaladas y la lógica supresión de los nombres de las tres secciones del libro, el autor hace dos inclusiones en su muestra para la antología. La primera es la adición del hasta entonces inédito “Nocturno miedo”, texto probablemente escrito hacia 1939, que seis años más tarde se agregaría a la siguiente edición de Nostalgia. Y la otra variante es una sustitución, o más bien una ampliación: se incluye en la antología la versión de diez estrofas de “Décima muerte”, recién publicada en Noticias gráficas en enero de 1940, muy cerca del momento en que José Bergamín formaliza el encargo a los antólogos.

Villaurrutia no incluye ningún poema de Reflejos ni alguno de sus textos publicados en prensa, lo cual quizás ratifica la inconformidad del poeta en torno a sus primero trabajos. Una antología hecha con criterio erudito posiblemente habría tomado algunos textos de la primera etapa del poeta para ofrecer al lector una muestra representativa y completa de la trayectoria del autor. No obstante, al antólogo de Laurel no le interesa ofrecer una muestra representativa de su obra que dé pistas del camino transitado en la búsqueda de una voz madura; le interesa más bien lo ejemplar de su obra: exponer en el museo sus mejores piezas, los resultados de esa voz madura y consolidada que, en su propio criterio, se advierten con nitidez desde los Nocturnos de 1933.

El que abre la muestra de Laurel es “Nocturno miedo”, uno que, como ya hemos señalado, no pertenece a la primera edición del conjunto; en otras palabras, un nocturno con el cual Villaurrutia exhibe el estado más actual de su poesía:

Todo en la noche vive una duda secreta:

el silencio y el ruido, el tiempo y lugar.

Inmóviles dormidos o despiertos sonámbulos

nada podemos contra la secreta ansiedad

No es casual que esa angustiosa duda nocturna sea la que inaugure la selección de la obra de Villaurrutia hecha por sí mismo. Un poema reciente, inédito, que recoge y actualiza el espíritu de los primeros Nocturnos, sus miedos, su inquietud en torno al mundo onírico, su obsesión por la muerte (“La noche vierte sobre nosotros su misterio / y algo nos dice que morir es despertar”), por los desdoblamientos (“El miedo de no ser sino un cuerpo vacío / que alguien, yo mismo o cualquier otro, puede ocupar”). A este texto le sigue “Nocturno grito”, un romance signado por las mismas preocupaciones (“¿Será mía aquella sombra / sin cuerpo que va pasando?”).

El tercer poema es el “Nocturno de la estatua”, que en realidad fue el primero que escribiera Villaurrutia, publicado en diciembre de 1928 en Contemporáneos. Este texto, advierte García Gutiérrez, “marca claramente el tema que unifica la serie: el hombre tradicionalmente dividido en dos mitades, desdoblado en sus mundos exterior e interior, la vigilia y el sueño, separado de su otro yo a través de un simbólico espejo” (108). Tal como en la edición de 1933, a éste le sigue “Nocturno en que nada se oye”, texto en el cual se ofrece una singular visión del sueño como descenso, tal vez como un viaje a lo subterráneo y a lo subconsciente: “en la tumba del lecho dejo mi estatua sin sangre / para salir en un momento tan lento / en un interminable descenso”. No en balde asegura García Gutiérrez que este nocturno es “sin duda uno de los más próximos al surrealismo” (109). En este texto tienen lugar uno de los recurrentes juegos de palabras de Villaurrutia, no siempre aceptados por el público, y que Dauster prefiere ver como un recurso gráfico que intenta “reproducir la ilusión de oír la propia voz como suena y vuelve a sonar precisamente en el momento en que se pierde la conciencia” (348):

y en el juego angustioso de un espejo frente a otro

cae mi voz

y mi voz que madura

y mi voz quemadura

y mi bosque madura

y mi voz quema dura

El siguiente poema que el poeta/antólogo incluye en Laurel es “Nocturno sueño”, que también se adentra en lo irracional para recrear una secuencia narrativa en la cual el yo logra asesinarse en un sueño. En este punto de la antología es cuando Villaurrutia se salta el “Nocturno preso”, presenta “Nocturno amor” y suprime el “Nocturno solo”. Los poemas omitidos son dos décimas sueltas que si bien no desentonan en cuanto al motivo central de Nostalgia, son bastante diferentes del resto en su composición. “Nocturno amor”, pese a sugerir la veta amorosa que el poeta explotaría más intensamente en la obra posterior a Laurel, vuelve sobre las angustias centrales de los Nocturnos: “no ser sino la estatua que despierta / en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto”.

Los próximos dos nocturnos son los que cierran el volumen de 1933: “Nocturno eterno” y “Nocturno muerto”. El primero de éstos contiene una visión que abarca correspondencias entre la noche, la muerte y la nada, es decir, la oscura e inefable no-existencia de eso que “llamamos inútilmente” vida. En esa misma línea, el otro es un soneto alejandrino, cuya descarnada alusión al propio entierro, señala García Gutiérrez, “en nada recuerda al surrealismo de los nocturnos primeros” (125): “La tierra hecha impalpable silencioso silencio / la soledad opaca y la sombra ceniza / caerán sobre mis ojos y afrentarán mi frente”.

El noveno texto de la muestra villaurrutiana es el “Nocturno en que habla la muerte”, y a partir de éste se insertan en la antología los recogidos en la primera edición de Nostalgia de la muerte, de 1938. Este poema es el primero de los escritos en Estados Unidos y al dar voz a esa muerte tan invocada siempre por el poeta, parece situarse en una nueva posición frente a ella y encaminarse de algún modo hacia ella, pero desde dentro. Es la muerte quien pronuncia estos versos: “Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca / estoy tan cerca que no puedes verme, / estoy fuera de ti y a un tiempo dentro”. La proximidad de la muerte es realmente una fusión con ella, inevitable, de la que no se puede escapar ni en los sueños que ella misma dibuja y borra.

Del conjunto estudiado, “Nocturno de los ángeles” es el que más directamente alude a la homosexualidad, condición que a Villaurrutia y, en general a todos los Contemporáneos, le significó innumerables descalificaciones de parte de la más rancia homofobia mexicana. No obstante, Villaurrutia –sin el desparpajo de Novo–, más que satisfecho con su poema, lo publica en una plaquette en 1936 y, desde luego, lo incluye en la selección que nos ocupa. El poema, como explica García Gutiérrez, nace de la experiencia liberadora que el autor encuentra “en los laberínticos vericuetos del mundo homosexual” de la ciudad de Los Ángeles y remite a ese mundo en clave celestial aprovechando el juego de palabras con el nombre la ciudad californiana: “Son los Ángeles. / Han bajado a la tierra / por invisibles escalas”. El texto se vuelca a esos encuentros sexuales en términos paradisíacos, angelicales, absolutamente mitificados: “Tienen nombres supuestos, divinamente sencillos. / Se llaman Dick o John, o Marvin, o Louis. / En nada sino en la belleza se distinguen de los mortales”. No es que sea exageradamente llamativa la inclusión del poema en Laurel, pero sí es significativo que Villaurrutia decida trascender en la historia sin renegar del texto y, al contrario, subrayando el altísimo valor poético de sus versos:

Pero una nueva pulsación, un nuevo latido

arroja al río de la calle nuevos sedientos seres.

Se cruzan, se entrecruzan y suben.

Vuelan a ras de tierra.

Nadan de pie, tan milagrosamente

que nadie se atrevería a decir que no caminan.

Con “Nocturna rosa” Villaurrutia reitera su pertenencia a una tradición poética, pero también deja constancia de una voz propia, capaz de darle un significado singular y auténtico a los motivos y tópicos de la poesía universal. En este poema, el sujeto lírico reconoce que también habla de la rosa, pero niega la rosa de otros para afirmar como suya a “la sumergida rosa / la nocturna / la rosa inmaterial / la rosa hueca”. Acaso este texto constituya una especie de poética a la vez que una rotunda muestra de las infinitas posibilidades que la poesía despierta en la lengua. El siguiente es “Nocturno mar”, texto calificado como “uno de los mejores poemas villaurrutianos” por García Gutiérrez, quien asocia la metáfora del mar con la conciencia de la muerte. Acá nos limitamos a convenir que sin duda es uno de los poemas más logrados de Villaurrutia gracias a la fuerza de las imágenes que revelan ese mar oscuro, amargo, antiguo, que recorre el interior del cuerpo, arrastra despojos, ahoga sueños, esconde secretos; un mar nocturno y sin espuma, cuyo misterio porta una incomparable amargura. En efecto, este poema es imprescindible en la obra del poeta y, por tanto, imprescindible en Laurel, pues parece captar cabalmente una angustia presente en la poesía toda de Villaurrutia.

Los últimos cuatro poemas que nuestro poeta/antólogo escoge para su muestra son los que pertenecen a la sección “Nostalgias” de la primera edición de Nostalgia de la muerte, salvo, como hemos dicho, “North Carolina Blues”. Decíamos también que estos son los poemas gestados durante y a partir de la estancia en Estados Unidos, en la cual la nostalgia del poeta encontró en la nieve y sus imágenes derivadas una nueva fascinación. Así, el siguiente es “Muerte en el frío”, en el cual Villaurrutia, como en “Nocturno en que habla la muerte”, acepta vivir con la muerte y conjugarla en presente: “Siento que estoy viviendo aquí mi muerte, / mi sola muerte presente”. Ahora a través del hielo, la sangre congelada, el infierno frío, el invierno eterno, la llama fría, Villaurrutia logra visiones gélidas de la muerte que proporcionan una mirada distinta a su angustia vital, una mirada que enriquece el ya potente y pictórico imaginario villaurrutiano.

Por eso la nieve invadirá con su aparente blancura las páginas de Laurel con “Cementerio en la nieve” y “Nostalgia de la nieve”. El poeta ve en la nieve la quietud, la temperatura y el silencio de la muerte, y nos lo hace visible en el primer poema mediante la imagen de un cementerio casi enterrado –¡vaya paradoja!– bajo piedras de nieve: el espectáculo “de la caída de un silencio sobre otro / y de la blanca persistencia del olvido”. Para el poeta, la nieve es otra de esas visiones gélidas sobre su angustiosa y muda finitud. “Porque la nieve es sobre todo silenciosa, / más silenciosa aún sobre losas exangües: / labios que ya no pueden decir una palabra”. Por su parte, en “Nostalgia de la nieve” Villaurrutia traza las líneas de un paralelismo entre la nieve y las sombras de la noche; blanco y negro son los colores de este óleo villaurrutiano en el que la nieve cae sobre la noche y la noche cae sobre la nieve, en lentos copos, con ese silencio que maravilla al poeta, en la nocturna y callada calma de la oscuridad.

Para cerrar el florilegio, el poeta elige el texto que clausura Nostalgia, “Décima muerte”, en su versión de diez décimas ya completada en 1940, que es hoy tenido por uno de los más emblemáticos poemas de su obra. Además del empleo de una forma clásica de la poesía hispánica, aunque ya de escaso uso por entonces, es interesante acotar que este poema en cierto modo culmina ese camino que dijimos arriba que ya había tomado la poesía de Villaurrutia hacia la muerte, desde dentro. Según Dauster, la aproximación del poeta a la Muerte en este poema es prácticamente la de un encuentro amoroso, carnal; la Muerte convertida en amada en los versos de la décima VII “…un cielo alucinante / y un infierno de agonía / se funden cuando eres mía / y soy tuyo en un instante”. En cualquier caso, lejos de todo temor, el texto transpira una extraña pero lúcida conciencia de la muerte, no como una abstracción inminente sino como una instancia omnipresente, más bien concreta y corpórea, que forma parte del presente y de la carne: “este caer sin llegar / es la angustia de pensar / que puesto que muero existo”. Quizá para verlo más despacio merezca la pena reproducir y releer las últimas palabras que el poeta dirige a la Muerte en la décima X:

En vano amenazas, Muerte,

cerrar la boca a mi herida

y poner fin a mi vida

con una palabra inerte.

¡Qué puedo pensar al verte,

si en mi angustia verdadera

tuve que violar la espera;

si en vista de tu tardanza

para llenar mi esperanza

no hay hora en que no muera!

Con esos versos Villaurrutia concluye su paso a la posteridad en Laurel, acaso ganando parcialmente una batalla contra esa Muerte que había acechado al sujeto lírico desde los primeros Nocturnos. Así se inscribe nuestro autor en las galerías de la más selecta poesía de la lengua española, como un moderno poeta de la muerte y de la noche, pero también como un artista dotado de una sensibilidad singular y una capacidad para transformar su mundo psíquico en imágenes trazadas con firmeza. Si buena parte de la obra poética de Villaurrutia puede ser vista como una “desgarrada exploración del yo”, entonces podemos entender su más importante ejercicio antológico como una proyección de esa misma exploración y, en definitiva, como un especial modo de autorrepresentación, en el que la propia individualidad se funde con la materia de su trabajo, pues dado que el antólogo compone toda Laurel atendiendo a su subjetividad poética, ello naturalmente se acentúa cuando se trata de su propia poesía. Consciente de la función canonizadora de la antología en el sistema literario del mundo hispánico y al mismo tiempo ubicado en la acera opuesta a la del juicio erudito, menos ocupado de la representatividad que de la ejemplaridad del corpus, Villaurrutia aprovecha su privilegiada situación de auto-antólogo para reeditar su obra, actualizarla, podarla y ordenarla para así amueblar lo mejor posible su lugar correspondiente entre los herederos de Darío y Juan Ramón. De este modo, lo que queda de Villaurrutia en las páginas de Laurel es el testimonio de una sólida creación verbal, la exhibición condensada de una angustia tan íntima en el plano personal como integradora en lo que concierne a la unidad de su escritura, y la propia puesta en escena de un yo acosado por su vulnerabilidad, hecho natural en el quehacer poético pero esta vez duplicado y potenciado por la labor selectiva del antólogo. Queda entonces, coronada con laureles, la auto-figuración (siempre desfigurada por la palabra misma, para usar el término de De Man³) de un escritor que en mitad de la noche permanece en vigilia constante; un Villaurrutia de cuya existencia, evocando los versos de Cardoza y Aragón, es la poesía la única prueba concreta que tenemos.
 
 
Notas

¹ Me refiero a la Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932).

² En la edición de 1946 de Nostalgia de la muerte se agregaron tres poemas a la sección “Otros nocturnos” (“Nocturno, “Nocturno de la alcoba” y “Estancias nocturnas”; se incluyó la versión ampliada de “Décima muerte”; y el poema “Muerte en el frío” fue reubicado, pasando a ser el penúltimo del volumen.

³ Paul De Man, Autobiography As De-Facement.
 
 
Bibliografía

Dauster, Frank. “La poesía de Xavier Villaurrutia”. En Revista Iberoamericana. Vol. XVIII, Núm. 36, 1953: 345-359.

García Gutiérrez, Rosa. “La poesía de Xavier Villaurrutia”. Introducción a la Obra poética de Xavier Villaurrutia. Madrid: Hiperión, 2006.

García Morales, Alfonso (ed.). Los museos de la poesía. Antología poéticas modernas en español, 1892-1941. Sevilla: Ediciones Alfar, 2007.

García Morales, Alfonso. “De Menéndez Pelayo a Laurel. Antologías de poesía hispanoamericana y de poesía hispánica” (1892-1941). Los museos de la poesía. Antología poéticas modernas en español, 1892-1941. Ed. García Morales, Alfonso. Sevilla: Ediciones Alfar, 2007.

García Gutiérrez, Rosa; García Morales, Alfonso. “Una historia de las antologías poéticas mexicanas modernas”. Los museos de la poesía. Antología poéticas modernas en español, 1892-1941. Ed. García Morales, Alfonso. Sevilla: Ediciones Alfar, 2007

Villaurrutia, Xavier. Obra poética. Madrid: Hiperión, 2006.

VVAA. Laurel. Antología de la poesía moderna en lengua española. 2ª edición. México: Editorial Trillas, 1986.

 
 

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