Un arte enamorado. Las posibilidades de repensar la comunidad desde el amor en El infarto del alma

María José Sabo
CONICET/Universidad Nacional de Córdoba
merisabo@hotmail.com

 

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Resumen

 

El presente artículo aborda El infarto del alma de Paz Errázuriz y Diamela Eltit partiendo de la importancia que en éste adquiere la afectividad para pensar nuevas formas de comunidad y, a partir de ello, nuevos puntos de encuentro entre el arte y los cuerpos. Tomando la centralidad que tiene el amor en dicho texto, el artículo busca evidenciar la complicidad que se decanta entre la experiencia del enamoramiento en sujetos que son producidos como “vidas residuales” con la forma en que, a través de ello, el arte mismo se plantea como enamoramiento capaz de generar un espacio de crítica política y estética. Se concluye que El infarto del alma, abrevando de la energía del afecto como vía para pensar y poner en acción nuevas formas de comunidad, replantea el propio lugar del arte abandonando toda direccionalidad conciliatoria y reparadora, y adscribiéndose a la producción de experiencias de permanente disenso en relación a un statu quo político y artístico. Con ello se busca generar una contribución en el ámbito de la reflexión estética con un hincapié en la producción latinoamericana de posdictadura.

 

Palabras clave

 

Amor| Arte| Afectividad | Comunidad| Vidas residuales.

 

Abstract

 

This paper deals with El infarto del alma by Paz Errázuriz and Diamela Eltit based on the importance of affectivity in order to think new forms of community and new encounter points between bodies and art. Taking into account the centrality of love in this text, the paper pretend to show the complicity between the subject’s love experience, produced as “residual lives”, and the form in which art propose itself as a falling in love capable of producing a political and aesthetical critical space. El infarto del alma, taking the affection energy as a means to think and set in motion new forms of community, raise again the question of art proper place, leaving aside any kind of comforting and conciliatory directionality, connecting whit experience productions in state of permanent dissent with regards the political and artistic statu quo. We pretend to make a contribution in the field of aesthetics, focusing in Latin American postdictatorship productions.

 

Key words

 

Love | Art | Affectivity| Community | Residual lives.

 

 

 

En 1994 aparece en la escena cultural de la transición chilena a la democracia un libro inusual titulado El infarto del Alma conteniendo fotografías de Paz Errázuriz y una escritura exquisita y singular a cargo de Diamela Eltit. Un libro dislocado respecto del repertorio de los géneros literarios tradicionales y de las matrices representacionales más legitimadas, el testimonio entre ellas, no solo porque articula fotografía y escritura, sino porque a su vez, cada uno de estos soportes artísticos interpela su propia tradición propiciando derivas y fragmentaciones con respecto a los géneros y a la posibilidad misma del relato. También es un libro «insólito», tal como propone Julio Ramos (63), por su apuesta a un trabajo artístico en colaboración que depone el rédito que dispensa la obra propia, yendo así a contracorriente de un campo cultural y artístico formateado crecientemente por las lógicas del neoliberalismo (Richard, Residuos y metáforas 244). El libro recoge la experiencia del viaje que en 1992 realizan Diamela Eltit y Paz Errázuriz hacia el hospicio de enfermos mentales de Putaendo, Chile. Un viaje que tiene como objetivo acercarse humana y artísticamente a las parejas de enamorados que se han formado entre los alienados, quienes viven allí excluidos y recluidos de la sociedad y cuyas vidas penden de la «caridad rígida del Estado» (Eltit, Damiela y Paz Errázuriz 15)[1].

El presente artículo propone abordar esta obra desde una perspectiva teórica conformada partir de la puesta en diálogo de tres vertientes reflexivas: se abreva de los aportes que el llamado “giro afectivo” propicia dentro de los estudios culturales, literarios, políticos y de género, registrando asimismo su impacto dentro de la «caja de herramientas de los estudios latinoamericanos» (Moraña 313-315). En este marco se hace hincapié en aquella fuerza afectiva que El infarto del alma pone en escena de manera protagónica, esta es, la del amor. Por otro lado se abreva de las discusiones que emergen en torno a la cuestión de la comunidad tomando las orientaciones que revisan la idea de comunidad sostenida por el pensamiento político moderno desde un enfoque «post-fundacional» y «no-escencialista», en especial nos referiremos a la propuesta de Jean-Luc Nancy. La tercera vertiente abreva de las discusiones actuales suscitadas en torno al estatuto del arte en relación a las formas en que el éste lidia con el abordaje de los traumas de la comunidad en tanto “material” a ser trabajado.

Esta perspectiva de análisis conformada por distintas extracciones teórico-críticas pertenecientes a tres ámbitos de debate, sin embargo, a pesar de este carácter diverso, se direcciona hacia la generación de una interrelación productiva -tanto entre la cuestión del afecto, como la de la comunidad y el problema del arte- en función de la hipótesis de lectura que nos interesa sostener sobre El infarto del alma. Proponemos que la obra asume la necesidad de pensar y poner en acción, dentro del marco de la transición hacia la democracia, nuevas formas de comunidad in-esencial (Nancy), no para erigir una estética de voluntad reparadora del trauma abierto por la dictadura, tampoco una estética pedagógica testimoniante de los atropellos, sino para no dejar de evidenciar, desde la permanente fricción e incomodidad, los discursos contradictorios, los sentidos inasimilables, los lenguajes quebrados, los restos, cicatrices y fallas irreductibles a una política de la reconciliación: es desde estas «fallas», en tanto energías en fuga que fisuran los discursos dominantes de un Estado nacional, que otra forma de comunidad y otra forma de arte comienzan a ser posibles de ser experimentados. En esta búsqueda artística y política singular que emprende El infarto del alma, adquirirá un rol central la exploración de la afectividad del amor, propuesto como el sustrato común más incontrovertible, que por ello mismo pone en tela de juicio la modulación y distribución desigual por parte del Estado de otros afectos (patriotismo, reconciliación) destinados al establecimiento de pertenencias, de adentros y afueras, en otras palabras, de identidades estancas y excluyentes. Esta emergencia del amor en el corazón mismo de la obra, en el escenario paradojal de Putaendo marcado por el abandono social, atravesando los cuerpos de los asilados y asimismo, potenciando la energía del encuentro entre éstos y las autoras y entre la fotografía y la escritura, no deja de “afectar” también las formas en las que el arte de El infarto del alma se piensa y cuestiona su lugar frente a los otros y, concomitantemente, frente a sus propios lenguajes y al paradigma de la “representación” artística como mecanismo de captura y “reparación” de las fallas de la realidad. De este modo, el artículo llega a su conclusión sosteniendo que este amor puesto en circulación en la obra, en tanto abre en ella una exploración sobre lo que nos es común y lo que nos hace estar con el otro, asimismo, en tanto afecto divergente con respecto a los discursos de la reconciliación durante el período de la Transición, no dejar de direccionar al arte hacia su propia reformulación: el amor no se ofrece como “un tema más” dentro de un repertorio de temas posibles a ser representados, sino que su propio desborde, desprogramación y potencia van al encuentro de los lenguajes artísticos y permean las formas compositivas de la obra; un trabajo artístico y político a cuyo análisis se destinarán las siguientes páginas.

De esta manera, para abordar la cuestión de la afectividad el artículo parte los postulados de Judith Butler en Marcos de guerra. Vidas lloradas. Asimismo dialoga con los aportes de algunos de los ensayos que integran The affect theory reader, de Melissa Gregg y Gregory Seigwoth. En un detenimiento más específico sobre el amor se toma la reflexión ineludible de Alain Badiou en Elogio del amor. Por otro lado, para enmarcar la cuestión de la comunidad el artículo abreva de los postulados de Jean-Luc Nancy en La comunidad inoperante propiciando, sin embargo, un diálogo sostenido con aquellas reflexiones provenientes del ámbito estético que nos posibilitarán generar una lectura convergente en pos de sostener nuestra hipótesis planteada. Así, para pensar en torno a la cuestión del arte y su relación con la búsqueda de otras formas de comunidad como así también su incorporación de la potencia disruptiva y germinativa de la afectividad a sus hilos compositivos, se abrevará de las propuestas de Florencia Garramuño en torno a una idea de una inespecificidad del arte y de los postulados de Jacques Rancière a propósito de lo que éste identifica como El giro ético de la estética y de la política, título precisamente del ensayo que incorporaremos a nuestra perspectiva.

Rancière parte de observar un “giro ético” en cierto presente del arte que iría en paralelo a un intento en la política de borrar toda tensión y sofocar todo choque con un manto de consenso y justicia infinita. De este modo, habría una tendencia en el arte a consagrarse «al servicio del lazo social» como así también, a volverse «testimonio interminable de la catástrofe» (Rancière 147). Por esta vía Rancière señala en este arte una voluntad de consenso en pos de devolverle a la comunidad «el sentido perdido o de reparar las fallas del lazo social», subyugando para ello los elementos contradictorios y las posibles líneas de fuga que se abren en la necesaria problematización de su lugar y de sus lenguajes. En el giro ético estamos frente a un arte «destinado a la restauración del lazo social y de un arte que testimonia la catástrofe irremediable que está en el origen mismo de ese lazo» (158), poniendo en evidencia allí la mutua implicancia entre la generación de un pensamiento sobre la comunidad sustentado en la acción reparadora y conciliatoria y el establecimiento –en ella y para ella- de un arte que se «restaura» en su función testimoniante, representativa y redentora de aquellas fallas. En contraposición, Rancière aboga por un arte que salga de esta configuración ética y asuma, por el contrario, las diferencias en las invenciones de la política y en las del arte, detentando su potencia de corte, litigio y divergencia (161). Convoca, en otras palabras, a un arte que se desembarace de la finalidad de la representación reparadora sin por ello caer en lo irrepresentable: «la supresión de toda frontera que determina el límite entre los sujetos representables y los medios de representarlos. Un arte anti-representativo no es un arte que ya no representa. Es un arte que ya no está limitado en la elección de lo representable ni en la de los medios de representación» (154).

Es a partir de esta brecha de pensamiento abierta por Rancière que podemos abordar El infarto del alma desde una lectura del amor no como afecto a ser representado y restituido (mediante la palabra de Eltit o la fotografía de Errázuriz) a un sujeto que carecería de él, sino como aquello que en la dinámica de afectar y ser afectado interpela mediante la puesta en circulación de su energía afectiva al propio trabajo artístico, derribando, en palabras de Rancière, los límites entre los sujetos representables y los medios de representarlos para pensar, pero sobre todo, para poner en acción mediante la obra misma, nuevos formas de ser-en-común.

Mabel Moraña señala que en el caso de América Latina, la exploración del tema del afecto se ha desenvuelto a través del estudio de sus formas de manifestación y representación artística, es decir, con un fuerte afincamiento «en la textualidad cultural y literaria y se ha ejercido desde perspectivas fuertemente temáticas» (Moraña 322). Más adelante también afirma que el afecto ha sido abordado como «instancia representacional destinada a otorgar densidad al mundo representado» (322). En este sentido, el presente artículo pretende ser un aporte para repensar en otros términos la injerencia de la afectividad en el arte, en particular, poniendo en evidencia la forma en la que ésta permite la problematización de los lenguajes artísticos y su desplazamiento hacia una tarea política de disenso (Rancière), de reformulación del pensamiento de la comunidad y de la experiencia de vivir-con (Nancy). En este sentido se vuelve pertinente abordar El infarto del alma desde la perspectiva propuesta ya que constituye una obra que, en su hibridación de lenguajes (escritura y fotografía), en su permanente experimentación artística (yendo del poema a la carta, del naufragio en el delirio al registro de un viaje, pasando por distintas voces, cuerpos, imágenes y relatos), en su apuesta por el trabajo colectivo, etc., pone en escena estas búsquedas estéticas (la no representación conciliatoria) y políticas (el disenso y la diferencia como bases de la comunidad) a través de la exploración de la afectividad como último y más genuino reducto de aquello que propulsa la acción de los cuerpos en el amarse y del propio arte al salirse de sí (de sus especificidades [Garramuño]) para ir a su encuentro.

Desde esta perspectiva, por lo tanto, el artículo se distancia de la reconocida lectura que hiciera Nelly Richard sobre El infarto del alma. Para Richard tanto la escritura de Eltit como las fotografías de Errázuriz tienen como cometido principal la compensación de una falta en los recluidos del hospital de Putaendo. En esa «reparación» radica, para Richard, la fuerza contestataria de la obra. Por el contrario, nuestra propuesta, abrevando del pensamiento de Rancière, refiere a que El infarto del alma no solo no se resuelve bajo el paradigma de lo representacional y lo conciliatorio –como sería tal vez esperable teniendo en cuenta que su contexto de producción es el escenario de la posdictadura-, sino que hace del encuentro con las parejas de enamorados de Putaendo un espacio de problematización de sus propios códigos artísticos, invirtiendo incluso la clásica ecuación según la cual es el arte el que viene, con «estetización», su belleza y gratuidad, a hacer un uso noble y trascendente de la catástrofe social remedando sus cicatrices. En las antípodas de esta intención, la obra no se propone más que como otro cuerpo atravesado por el afecto; un cuerpo enamorado también expuesto a la irreductible singularidad del otro (Nancy, La comunidad inoperante), expuesto a la des-obra de una comunidad nunca totalizable y abierta (Nancy). En la medida en que el artículo discute esta lectura de Richard, se acerca, por otro lado, a otros estudios críticos sobre la obra que están en mayor consonancia con la hipótesis propuesta, tal como el de Julio Ramos titulado Dispositivos del amor y la locura.

 

Encuentros. La posibilidad de una comunidad inesencial.

Una de las primeras escenas con que se abre El infarto del alma es el registro del viaje hacia el hospicio de Putaendo, la llegada y el recibimiento que las parejas de enamorados recluidos le hacen a Diamela Eltit y a Paz Errázuriz. Lo que rápidamente se pone en evidencia en el texto es que ellos son los «locos», es decir, los sujetos que funcionan como el reverso de un patrón social, médico y cultural de «normalidad» que los excluye; pero también son los «locos de amor» como lo son indefectiblemente todos los enamorados, porque, siguiendo a Eltit, «después de todo los seres humanos se enamoran como locos, como locos» (El infarto. 21). De este modo, el sentimiento amoroso quiebra los férreos lindes de la exclusión/inclusión social revelándose como sustrato común del ser humano, un tejido conectivo entre los cuerpos y entre éstos y el arte. El amor se asienta así como lo común a todos en tanto no es propio de nadie y por ende, aquello de lo que nadie puede apropiarse ni reclamar de forma excluyente.

Los locos forman pareja y se aman a pesar del interdicto social que ve en esa relación un contacto monstruoso potencialmente amenazante de la sociedad. En este sentido es elocuente el pasaje en cual Eltit relata que una de las asiladas se baja el pantalón y le muestra una cicatriz que la autora reconoce inmediatamente como «la marca histórica y obligatoria que se oculta en el cuerpo de algunas mujeres dementes, de esas que perdieron todas las batallas familiares», es decir, la huella de su sometimiento a una intervención médica esterilizadora, «una operación sin consulta que le cercenó para siempre la capacidad reproductiva» (16). De este modo, se ponen en evidencia las lecturas médicas y sociales que han pasado autoritariamente sobre este cuerpo del enfermo mental y han dictaminado la legalidad de su reclusión, su esterilidad e invisibilidad en pos de confinar su potencial contaminación aberrante de la «normalidad», aquella que en contraposición definiría la cara positiva de una comunidad basada en la pertenencia, la «comunidad nacional» donde cada uno es «dueño de sí mismo». Por el contrario, los locos enrostran a esta sociedad que los desplaza la pérdida más radical y temida, esta es, la pérdida con respecto al sí mismo de la identidad, el nombre propio y al reconocimiento de la ciudadanía; los locos están «perdidos en distintas ensoñaciones, consumidos en un diverso delirio» (16). Como expresa Eltit, el loco es un «expropiado de sí» (43), por ello, «los asilados son materialmente otro, abiertos a camuflarse (a refugiarse) al interior de cualquier cuerpo, a adentrarse en cualquier mente, a habitar en el otro a cualquier costo» (43). Su locura redoblada por la potencia enloquecedora del amor los descalza del modelo moderno de una individualidad conminada a coincidir con una sanidad mental y un contorno corporal preciso legitimado en una imagen anatómica prefijada, es decir, con el modelo de una identificación plena del sujeto con su cuerpo y mente. A contracorriente, los cuerpos de los asilados «transportan tantas señales sociales que cojean, se tuercen, se van peligrosamente para un lado» (10), el loco se pierde amorosamente en el otro, siendo para sí mismo también un otro. Por ello, frente al sujeto moderno entronizado como modelo de ciudadano para un Estado chileno que por estos años se enfunda en el relato de su renacer después de la dictadura, el loco repone la potencialidad interpelante de la otredad, porque en todas las expresiones apasionadas y afectuosas yace el otro, convocando a un desborde corporal que pone de manifiesto la frágil estabilidad y unidad del «sí mismo» del sujeto moderno. Eltit señala que «el sujeto, enclavado en su unidad, se golpea ante los escollos que le presenta ese otro» (34), porque éste interpela esencialmente la refrendación del sujeto en una identidad corporal y mental, una propiedad y una pertenencia.

Jean-Luc Nancy piensa en comunidades post-fundacionales, inesenciales, desujetadas de todo orden pre-dado que funcionara como fundamento, mandato, origen, telos, forma auténtica. Es en relación a este tipo de comunidad que nos interesa leer la direccionalidad del trabajo artístico que emerge en El infarto del alma. El pensamiento sobre la comunidad que emana del paradigma político moderno, observa Nancy, se sostiene sobre la idea de una « Omnipotencia y omnipresencia: es lo que siempre se exige a la comunidad, o lo que se busca en ella: soberanía e intimidad, presencia a sí sin falla y sin afuera. Se desea el “espíritu” de un “pueblo” o el “alma” de una asamblea de “fieles”, se desea la “identidad” de un “sujeto” o su “propiedad”» (Nancy, La comunidad inoperante 12). Por el contrario, la comunidad inesencial, también pensada como des-obra e inoperante tanto suspende la realización de una obra (una externalidad aglutinante) que unifique y demande identificación, como también suspende la absorción de las existencias dentro de un nosotros supra-identitario, es una comunidad del ser-en-común o ser-con, abierta, nunca totalizable e imposible de ser definida. En la comunidad inoperante no hallamos esencias trascendentes que conminen a una identidad integral y definida a priori: lo que se comparte en ese ser-en-común es precisamente el vacío, la ausencia de esencias. El ser-con reformula la existencia como exposición permanente a otro/s que se nos presenta como singularidad irreductible, interpelante, una diferencia no aprehensible sin resto, porque como sostiene Nancy «La exposición es anterior a toda identificación y la singularidad no es una identidad: es la exposición misma» (105). En este sentido, el otro puede ser definido como la irrupción incalculada de lo desprogramado, lo que se resiste a toda política que busque traducirlo dentro de un programa, de una identificación o una representación. No hay así un «sí mismo» que opere una «incorporación» del otro, porque el otro atraviesa desde siempre al primero:

La comunidad es lo que tiene lugar siempre al otro y para el otro. No es el espacio de los mí-mismos, sino aquel de los yoes que son siempre otros. No es una comunión que fusione los mí-mismos en un Mí-mismo o en un Nosotros superior. Es la comunidad de los otros […] la comunidad asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario único […]. Una comunidad, no es un proyecto fusional, ni de modo general un proyecto productor u operatorio (26).

De esta manera, no encontramos aquí a un individuo soberano ni una identidad como fuente de reivindicaciones de la propiedad y la representación política. El lazo que empuja al ser-con es la exposición al otro, el encuentro y la impropiedad (la des-obra) de las experiencias y existencias.

Es en esta búsqueda anti-esencialista, des-fundacional que El infarto del alma problematiza las formas en que se piensa y se construye la comunidad en el Chile de la Transición a la democracia a través de un trabajo colectivo y artístico emplazado en la exploración de las potencialidades políticas que comporta la experiencia afectiva de los sujetos desplazados, en particular el amor. A contracorriente de la entronización de las identidades, El infarto del alma trabaja con la importancia de los encuentros y sus derivas, las cuales exponen contantemente a los cuerpos unos con otros, exponen asimismo la palabra a la fotografía, y a su vez éstas a sus propias tradiciones artísticas, el encuentro, sintetizando el núcleo de todo afecto en tanto escenifica per se un «afectar y ser afectado», expone también al artista a «su objeto».

Por esta vía, se pone en evidencia la forma en que el El infarto del alma problematiza asimismo la relación que el arte entabla con los «sujetos residuales» asilados en Putaendo, haciendo hincapié en el amor como sentimiento raigal del ser humano y por ende, como sustrato valiosísimo para el arte. También éste, entregado a las fuerzas centrífugas del enamoramiento, sale de sí y se acerca a la locura creadora, no para «salvar» el mundo prosaico con la varita mágica de la estetización, sino apenas para tocar y ser tocado por esos afectos que se ponen en juego en el encuentro entre las autoras y las parejas de asilados, abriéndose él mismo hacia la fuerza disolvente del amor en dirección a descalzarse de sus propios dispositivos de legitimación, autoridad y especificación artísticas.

En Marcos de guerra. Vidas lloradas, Judith Butler señala certeramente el potencial político de la afectividad, evidenciando de qué manera el afecto es objeto de regulaciones asiduamente veladas por parte de los distintos regímenes de poder. Partiendo de un pensamiento filosófico que comprende a la vida en relación a su condición de precariedad y vulnerabilidad -en la medida en que ésta siempre se halla expuesta a los otros y a la destrucción-, Butler desenmascara la distribución diferencial de lo que denomina el «derecho al duelo», es decir, el derecho a que ciertas vidas, cuando estas son destruidas, sean lloradas y movilicen la indignación. Allí detecta Butler que el poder, en su gestión de una población (un biopoder), también produce sujetos residuales, es decir, determinadas vidas que, aunque se constaten como efectivamente «vivas», sin embargo son percibidas como “no vivibles” (22), no correspondientes a la norma de «la vida humana». Éstas son colocadas como una externalidad constitutiva a la norma, y así un espacio desde el cual legislar el ámbito de «lo vivible», (las vidas y cuerpos que sí importan, propone Butler en un ensayo paradigmático de 1993 titulado Cuerpos que importan) y lo que no lo es. Estas vidas desechables, en tanto no solo no entran en la norma sino que además representan una amenaza para ella, son por ende, no merecedoras de determinados afectos, entre ellos el llanto, como destaca Butler (44-45), pero tampoco el amor. También aquí se pone en evidencia que los cuerpos de estos sujetos residuales en tanto «locos» habitan un espacio social en el cual el amor, la sexualidad, el erotismo de (y entre) sus cuerpos se halla completamente negado y estigmatizado. En esa zona de fricción e incomodidad, allí donde determinadas formas reguladas de aprehender la vida se hallan asentadas en conformidad con un proceso de normalización de los cuerpos, allí precisamente es donde se aviva el trabajo artístico crítico de todo statu quo.

El potencial político del afecto es argumentado por Butler a través del abordaje de distintos elementos. En primer lugar, en tanto el afecto se entronca indefectiblemente con el campo de lo relacional y vincular, constituye una herramienta crítica y asimismo metacrítica para desmarcar a los cuerpos de sus sujeciones y normalizaciones, aquellas que los distribuyen en espacio diferencial de las vidas que cuentan efectivamente como «vida» y aquellas que no, lo «normal» y lo «anormal». Por ello para Butler pensar desde la importancia que el afecto comporta para los regímenes de poder nos provee de la posibilidad de traer hacia la reflexión crítica los marcos de inteligibilidad que rigen las formas asentadas e incorporadas irreflexivamente de aprehender «la vida», es decir, posibilita pensar sus límites, sus usos tecnificados y su necesidad de transformación (26). En un segundo punto Butler hace hincapié en que el afecto funciona como fuerza que, aunque no puede dejar de estar mediada por ciertos marcos de lectura que regulan lo social, siempre se impulsa hacia un más allá de lo dado en la medida en que moviliza «una respuesta al mundo» (69), respuesta que es siempre singular y corpórea, constituyéndose en el punto axial a través del cual la vida no es sino la capacidad de afectar y ser afectados por un otro irreductible. En este sentido el afecto interpela la constitución de comunidades de pertenencia (60-61) convergentes en torno a un elemento que se cifra como «lo propio» (ya sea la nación, la lengua, la raza, la cultura), y que así funciona como aquello que debe ser apropiado por parte del sujeto para garantizar su entrada a la comunidad: su derecho a vivir una vida susceptible de ser llorada. Pero estas otras vidas residuales producidas en su margen, las afectividades y formas relacionales que de ellas emanan, ponen en tela de juicio para Butler ese sentido de pertenencia, desplegando su potencia política al posibilitar pensar otras formas de comunidad. En el caso de El infarto del alma, el amor que viven los alienados recluidos en el hospicio, y el cual comparten con las autoras, tiene una fuerte injerencia en la posibilidad que tiene el texto de proponer y también de experimentar artísticamente a través del trabajo colectivo basado en la amistad entre Eltit y Errázuriz, otras formas vinculares que rompen la comunidad moderna de pertenencia precisamente en el Chile de la Transición a la democracia.

Estos encuentros múltiples que habilita el afecto en el texto; tanto el amor que pone en contacto los cuerpos de los sujetos desechados –un contacto que visto desde la norma de la «vida vivible» resulta aberrante-, como el encuentro celebratorio de la amistad entre las autoras, el encuentro entre la escritura, la fotografía y los cuerpos; y especialmente, el encuentro amoroso entre el arte y la vida, tanto con la de los otros como con la del propio artista precisamente a través de ese otro, cargan al Infarto del alma de una fuerza interpelante única la cual llega a inquirir repensar el lugar del arte, también éste, al igual que la vida precaria, atravesado indefectiblemente por un otro que lo convoca a salir de sí, a «expropiarse».

Varios de los estudios críticos que componen el volumen The affect theory reader (Gregg & Seigworth) contribuyen a complejizar y ampliar la propuesta butleriana al abordar el afecto como fuerza, intensidad, como poder de desorganización y asimismo, energía que pasa-entre-los cuerpos, irreductible por ello a un solo cuerpo (una anatomía, una identidad, un contorno corporal modelizado) y abierto hacia lo inesperado del encuentro (1-3). Esta perspectiva, con una gran injerencia deleuziana, habilita a abordar productivamente al afecto desde la importancia que la dimensión de lo potencial tiene en él: «affect can be understood then as a gradient of bodily capacity» (3). En este sentido, lo que el cuerpo puede hacer y sentir nunca se halla acabado, sino en un estado procesual constante: un “todavía no” que relanza al/los cuerpo/s hacia un «perpetual becoming (…) pulled beyond its seeming surface-boundedness by way of its relations to, indeed its composition through , the forces of encounter» (4). Los ensayos de Steven D. Brown y Ian Tucker, de Ben Anderson y de Patricia T. Clough, siguiendo muchos de ellos los ineludibles aportes de Brian Massumi a la teoría del afecto como asimismo los de Deleuze, enfatizan la idea del afecto como fuerza dinámica que se activa a partir de lo que pasa entre los cuerpos (dimensión política por excelencia) resistiéndose a los aparatos de captura del poder dominante y asimismo, por parte del discurso. Esto aporta un interesante giro a los planteos butlerianos al problematizar las “posiciones subjetivas” dentro del discurso (Brown & Tucker, 234), y en consecuencia, las posibilidades y estrategias de resistencia al poder. De este modo, desdeñando una tendencia a conceptualizar el lugar del sujeto en el discurso como lugar comprometido con cierta pasividad (Anderson, 163), el afecto que lo atraviesa viene a dislocarlo de maneras impensadas, reconceptualizando al cuerpo que afecta y es afectado como fuerza aleatoria que constantemente irrumpe en el orden político (163), incluso cuando este orden, como sugiere Butler en Marcos de guerra, es un orden asfixiante, biopolítico, manipulador. Para Anderson, el afecto es así el límite del poder porque no tiene límites (166), abriendo así al cuerpo a la acción creativa y emancipatoria (167): «the lesson is that affect are constantly in conjunction with forms of power that coexist, resonate, interfere, and change rather tan simply replacing one another» (169). Estas contribuciones al pensamiento sobre el afecto impulsan a focalizar lo que pasa entre los cuerpos del hospicio de Putaendo como también entre éstos y el trabajo artístico, resituando esa experiencia en el plano de la acción, el de la potencia interpelante, y no ya en el de la mera representación y testimonialidad.

 

El cuerpo enamorado como cuerpo expropiado y fuera de sí.

El hospicio de Putaendo se erige como lugar a espaldas de la ciudad, no solo porque como consta en la escritura de Eltit se halla retirado de la capital chilena, sino porque funciona recluyendo e invisibilizando cuerpos indeseados por la sociedad. Se ponen en escena, citando las palabras de Eltit, «dos mundos (…) como si un pedazo de ciudad se hubiera fugado –a la manera de una fuga psicótica – hacia allí» (Eltit y Errázuriz 9). La ciudad también tiene sus cuerpos marginados -los obreros, los pobres, las prostitutas- pero mientras éstos son capitalizables, es decir apropiables (vueltos propiedad) por la ley de la ciudad que los distribuye y estratifica según un orden basado en la economía de lo racional y del rédito; el cuerpo del loco es culpable de la ilegalidad mayor: detentar en muchos casos un cuerpo sano (para el trabajo) pero una mente que naufraga en el delirio.

En El infarto del alma los asilados se hallan en una situación extremadamente precaria, de indigencia y abandono, son «los seres más desprovistos de la tierra» (12). Como afirma Eltit, «sus cuerpos se volvieron ilegales» (44) para una «mirada social inflexible ante su delito de la no pertenencia» (73). Son así ilegales en tanto ilegibles, su corporalidad no puede ser leída ni apropiada por la lógica que rige la dimensión vincular de la sociedad chilena de la Transición, esta es, la lógica del capitalismo, el consumo, la producción y reproducción. Por ello, como sostiene la escritora, son recluidos en el hospital psiquiátrico de Putaendo, símbolo del «triunfo de la razón, de la economía de lo racional, cuyo empeño mayor es dilucidar los límites y especialmente los límites de la propiedad» (45-47). Allí experimentan la «pérdida de las garantías civiles» (73), separándoselos de la ciudadanía y pagando así su transgresión imperdonable: el haber «arruinado el llamado familiar a la prolongación de la especie» (73).

No es casual que este texto que estamos abordando emerja en el contexto de la Transición a la democracia (1989-1990) y de los gobiernos de la Concertación chilena[2]. Precisamente en estos años se observa un proceso de reconfiguración contundente de la «identidad nacional» que licúa a través de la política del olvido las divisiones que se registraban entre la sociedad civil y la castrense. En estos años asistimos a un proceso de «blanqueamiento» del pasado (Moulian) digitado desde el propio Estado, correlativo a un blanqueamiento de los cuerpos, los cuales debían ocultar/olvidar las cicatrices de la tortura para que un proceso de reconciliación democrática tuviera lugar. En este escenario emerge un nacionalismo «cosmético», como lo denomina Nelly Richard (2001: 163-164), el cual busca «performar una identidad» desembarazada de la memoria del pasado signado por terrorismo de estado (1973-1989). Chile se presentaba a todas luces como una sociedad nueva, en la cual no cabía la opacidad y turbiedad que inyectaba la insistencia en la memoria del pasado: se define así una forma de comunidad sin restos. Eltit y Errázuriz emprenden su viaje por el reverso de este proceso político destinado a forjar una nueva identidad blanqueada de toda cicatriz, yendo hacia el Chile que nadie quiere ver para encontrarse con los sujetos-desperdicios de esa «familia chilena» (Nelly Richard) nuevamente reconciliada en pos de un futuro lleno de promesas. Allí se encuentran con los cuerpos emparejados de los asilados, porque «la pareja es la única forma de establecer alianza cuando el tiempo del naufragio ya se ha manifestado, cuando sus nombres ciudadanos han sido borrados de la faz de la tierra» (77).

Los locos, «enfermos residuales, indigentes, NN, sin identificación civil» (Eltit y Errázuriz 9) experimentan un doble abandono: despreciados tanto por la propia familia de origen, como por la «nueva familia» de la nación chilena en la que se escuda el discurso de la concertación, reconciliación y pacificación. Fuera de todo linaje que les garantice una pertenencia y legalidad, reinventan a través del amor una comunidad de lazos que muchas veces son precarios y efímeros, pero también tan férreos como el delicado hilo de contacto con el otro, lleno de misterio y potencia incalculable, irreductible a un programa político prefijado. Frente a la primera pareja de enamorados que se le presenta, Eltit no puede sino quedar conmocionada ante el misterio del amor: mientras él le muestra un cicatriz en el estómago, ella, repitiendo el gesto de su novio, le muestra en su vientre la cicatriz de su esterilización, y así «la pareja se ama, se pierde en distintas ensoñaciones, pero están aferrados por una inseparable cercanía, conectados estrechamente por el paso de un cuchillo en el estómago que los hace el uno para el otro, solo el uno para el otro (…) se trata de un amor único, total, un amor loco» (16).

Al contrario del cuerpo legitimado para arrogarse garantías civiles, es decir, del cuerpo ciudadano de la «reconciliación nacional», sin marcas comprometedoras que pongan en peligro la estabilidad del pacto social del olvido, en el hospicio de Putaendo otros cuerpos (tullidos, marcados, desencajados por los efectos del fármaco) reconfiguran la comunidad por fuera de las pertenencias a una esencia, sea ésta la “sangre” del linaje familiar o la identidad de una nación. De este modo, a través de la conexión de una cicatriz surge una forma de comunidad que abre los límites del cuerpo con respecto a su contorno anatómico pero también, con respecto a aquel límite social impreso en la esterilización forzada que busca reducirlo a una finitud inocua. La cicatriz es el vehículo dialógico con otros cuerpos, a la vez que concreto también enigmático y lúdico, en el «permanente tránsito al otro» (33) que pone a funcionar el amor. Esa dislocación es precisamente el centro del amor para Eltit, porque éste «siempre rompe los modelos establecidos», funcionando como «la máxima desprogramación de lo real». De esta forma, se vuelve inasimilable para las políticas de la identidad que funcionaron como discursos altamente convocantes durante la Transición y los gobiernos de la Concertación chilena. Políticas de la identidad que a través de las consignas de la integración y tolerancia, o como sostiene Nelly Richard, de la consigna de una «pluralidad sin contradicciones» (Fracturas 16), buscaron uniformar las subjetividades bajo el ideal de un nosotros reunificado en el ejercicio disciplinado de la ciudadanía amnésica. Pero el amor descompone ese nosotros compacto e instaura «la forma de la errancia en el otro, en el otro, en el otro» (Eltit y Errázuriz 43), porque el amor «fluye, se dispara, se dispersa» (22). La experiencia amorosa es un exceso vital que desborda los límites del cuerpo, siendo irreductible a la identidad y a las formas de inclusión y representación (social, estética y jurídica) que demandan en primera instancia una domesticación del cuerpo y su sujeción a los lindes de una individualidad legible por el poder.

Tanto para la dictadura militar como asimismo para los gobiernos de la Concertación, la «familia chilena» constituyó la institución predilecta en la medida en que se la conceptuó como el órgano base para la conformación de la sociedad y la defensa de sus valores, y de esta manera, el mecanismo axial para la transmisibilidad del código de pertenencia a la comunidad. La familia funcionó así como reproductora de una naturalización de los destinos (paternos y maternos) del cuerpo. Pero El infarto del alma se descalza de esa ley del linaje familiar para constituir otro tipo de familia a través del contacto libre entre los cuerpos, un contacto que al interpelar desde la afectividad «nos abre a la profundidad de nuestra propia insanía» (10). De este modo, apenas llegan a Putaendo Eltit y Errázuriz, los asilados se les acercan y las llaman «tía» y «mamita»: «mamita, mamita, como si yo hubiera criado a una hija consentida» (15), se sorprende así Eltit del desprendido afecto que le dispensan y del vínculo inmediato y éticamente convocante que éste construye. A partir de allí, de esa exposición sin inmunización al otro, Eltit declara «ahora yo también formo parte de la familia» (15), atomizando así el mecanismo regulador de la sangre como forma de administrar la pertenencia y la identificación. Los pacientes la besan y la abrazan, y «entre tantos besos reiterados aparece en mí el signo del amor» (15), dirá Eltit.

En tanto este exceso acontece en el espacio del entre-cuerpos, emerge en el texto el horizonte de la acción política bajo la consigna de un volver a imaginar la comunidad desde sus intersticios menos vigilados: los cuerpos fuera de toda ley y reconocimiento, los cuerpos cuya pérdida no resultarían merecedores del duelo porque, recuperando a Butler, constituyen vidas no vivibles. El infarto del alma toma estos cuerpos en tanto restos de una sociedad excluyente para pensar otros modos de comunidad que, siguiendo a Mónica Cragnolini, pueden ubicarse en un pensamiento de la «comunidad del resto», la cual supone afirmar el no cierre del otro en figuras atrapables y dominables por una subjetividad representativa, «que el otro no sea representable significa que el otro no es apropiable, que no es reductible a un número en un programa o proyecto, que es una singularidad que excede, excedencia de sentido con respecto a todo programa» (23). El otro es así, «singularidad y acontecimiento no programable» (24). En tanto restos, «vidas residuales», los asilados de Putaendo impiden la totalización y el cierre de los sentidos en el pacto de consenso que la Transición a la democracia busca imponer, se resisten a conformar, como propone Cragnolini, «una respuesta que neutralice el conflicto» (22). De este modo, su no-pertenencia no funciona cómodamente como sustrato sobre el cual refundar otra comunidad aparte, no es ese el objetivo, sino como principio de alteración constante de la propiedad (la identidad propia, la nación propia) en tanto fundamento cohesivo de la pertenencia a una comunidad, corroyendo a la vez la idea misma de que una comunidad se funde en dichas relaciones de pertenencia y que éstas sean objeto susceptible de reificación política. Para escapar a ello, a las fuerzas clasificadoras que buscan desplegar su control sobre la potencialidad del desborde, El infarto del alma en tanto creación artística se expone también amorosa y alocadamente al entrelazamiento de y con los cuerpos.

 

Pensar al arte desde el cuerpo enamorado

En tanto experiencia ilimitada de errancia y desprogramación radical con respecto a «la economía de lo razonable» (Richard, Residuos y metáforas), aquella que «obliga a dejar afuera de sus recuentos utilitarios tanto las fallas como los excesos» (23), el amor constituye una cantera de potencias inauditas ya sea para pensar la relación entre los cuerpos (en la medida en que éste es irreductible a un solo cuerpo), como también para problematizar el lugar del arte, en particular, frente a la interpelación política que le significan estos cuerpos ilegales, desplazados, vulnerables y vulnerados en extremo.

Mientras Errázuriz fotografía a las parejas que se han formado en el centro de reclusión psiquiátrica, Eltit construye una voz fragmentaria y múltiple, por momentos sostenida en su propia biografía, por ejemplo, cuando relata el «diario de viaje» al hospicio, en otros, ensayando una voz desde adentro mismo de la insanía mental; una escritura de cartas desde la voz de una loca enamorada y abandonada por su amante. También hay en el libro fragmentos de ensayismo lírico en los que se reflexiona por ejemplo sobre la figura de la madre y sobre la tradición de la literatura amorosa. Encontramos, por otro lado, la transcripción completa del relato de un sueño de una de las asiladas y también un poema titulado «La falta», que se va reescribiendo de forma intermitente, en el que, a la vez que se apela a los clichés del relato del amor no correspondido (la espera, la soledad, el hambre del otro, la falta del otro), también se los retuerce para que éstos digan otras cosas: porque la falta es asimismo el hambre que provoca la pobreza y el sometimiento del cuerpo privado de libertad. De este modo, la errancia amorosa de los cuerpos en el contacto con otros cuerpos es acompañada por una escritura también en errancia por entre los soportes y en el desborde de lo que la institución literaria demarca como su límite inteligible. Asistimos así a una escritura que no disimula su enamoramiento con la palabra, y de este modo, su condición de estar “expropiada de sí” y expuesta a una otredad que la atraviesa, fragmenta y disloca.

A través de ambos soportes, escritura y fotografía, y del desborde de éstos hacia múltiples mixturas, las autoras entran en contacto con ese exceso que comporta el vínculo amoroso y que hace desbordar los límites corporales y la pertenencia a una individualidad erigida como bastión de seguridades sociales. Lo que ocurre entre los cuerpos, su dimensión de pura potencia, es el punto central por el que gravita también la experiencia artística. También allí Eltit se reconocerá portadora de un amor que la aliena, que la saca de sí y la lleva hacia el otro, porque, según sus palabra, «después de todo he viajado para vivir mi propia historia de amor. Estoy en el manicomio por mi amor a la palabra, por la pasión que me sigue provocando la palabra» (Eltit y Errázuriz 12).

Amor, locura y enfermedad se religan a un linaje literario que Eltit tiene muy presente a lo largo de su escritura, encarnado principalmente en las figuras de Bretón y de Rimbaud, pero principalmente la novela romántica del siglo XIX. Esta contigüidad entre el arte, la enfermedad y la locura (del amar y del naufragar en el otro) establece en el texto una zona de complicidades con los asilados que difícilmente pueda traducirse a la idea de un arte funcional a la representación testimonial y así, a la reconstrucción de los lazos sociales en pos de una reparación del trauma. La interjección entre la praxis artística de Eltit y Errázuriz pensada, según la expresión propia de Eltit, como enamoramiento, con el exceso y permanente desborde que plantea el amor en tanto afecto axial de los asilados, echa por tierra la posibilidad de abordar El infarto del alma como texto al servicio de una reconciliación de los sentidos y lenguajes sociales quebrados. Porque ese amor, al igual que el arte, pertenece a una economía otra, desencajada de los diseños instrumentales del cuerpo y la palabra: «El amor que es únicamente gasto y desgaste afectivo y por ello el despilfarro puro» (73).

La intensidad que portan estos cuerpos, la cual cuaja en la obstinación de la vida que se amarra siempre al deseo atávico por otro, poniendo en el primer plano lo más irreductible del ser humano que es su capacidad de amar, coloca al arte en el lugar del testigo y lo envuelve en la responsabilidad de dar cuenta de su acontecimiento a través de un hecho artístico que no puede ser sino a su vez una nueva experiencia de amor y de pérdida, de diseminación y también de activación germinativa de las energías proveídas por el encuentro con el otro («afectar y ser afectado»). Como afirma Julio Ramos, el arte «volverá de allí iluminado, a poner en forma, a dar cuenta de la catástrofe que ha visto (…)» Aunque también, hay quienes «no regresan, ni devuelven la mirada, ni entran en el intercambio de dones que implica el traslado metafórico» (64).

Ambas autoras, la una desde la fotografía (Errázuriz), la otra desde la palabra (Eltit), venían desarrollando su proyecto artístico en el marco de los últimos años de la dictadura chilena, la llamada Escena de Avanzada, reforzando muchas de estas búsquedas iniciales en los años posteriores de la Transición, en particular, la exploración de un lenguaje y de una manera de aproximarse al relato del horror que, sin desatender la urgencia ética de la denuncia, también potenciara el extrañamiento de la experimentación radical como mecanismo de resistencia a la incorporación fácil del arte al mercado y/o a la traducibilidad ideológica directa que demandaban los códigos artísticos de izquierda. Diamela Eltit formó parte del grupo C.A.D.A (Colectivo de Acciones de Arte), el cual congregaba a artistas de distintas disciplinas (artistas plásticos, visuales, performers, poetas) desde una apuesta por lo colectivo como práctica de resistencia a una economía neoliberal del consumo. Ya desde estos años, sus trabajos estuvieron marcados por el sostenimiento de lo experimental y el socavamiento de los lugares más estables e institucionalizados para el arte. Textos como Lumpérica (1983), El Padre Mío (1989), Mano de obra (2002) borronean constantemente los límites entre el testimonio y la novela, y a su vez, lo que se podría demarcar como «lo específico» al interior de cada género: la transparencia del testimonio en relación al relato del otro o la construcción de una narratividad y una biografía en la novela. Para Leónidas Morales, de hecho, con el Infarto del alma se terminó la novela para Eltit. Y este punto final con respecto al género y sus especificidades no solo tiene que ver con la mixtura que en el libro hay entre escritura e imagen, una forma compositiva que claramente no es nueva, sino, más precisamente, por la forma en que tanto una como la otra se salen de las convenciones y sistemas de autorización propios del medio artístico, es decir, siguiendo los aportes de Florencia Garramuño, por cómo exploran ellas también formas de no pertenencia y no especificidad, «sustentándose en una radical deconstrucción de todo aquello que tenga ver con lo propio, lo específico, lo que se define por pertenecer, de modo cómodo y estable, a un medio, una categoría, o una especie» (Garramuño 157). En El infarto del alma hay una no sujeción a una genealogía literaria determinada (la del amor romántico de la novela del siglo XIX) y a una política de la representación que le garantice un lugar de autoridad al arte en la sociedad. Estas decisiones estéticas se hallan en diálogo estrecho con la potencialidad crítica y política de la afectividad: lo que el cuerpo locamente enamorado, vuelto ilegible e ilegal para la sociedad del rédito utilitario, le brinda al arte.

Por una parte, la fotografía no está puesta en relación a la palabra para «ilustrar» (no hay epígrafes ni correspondencias claras), y si bien hay un trabajo con la pose, lo cual podría llevarnos al terreno de la belleza estética, de la estetización, porque inevitablemente toda foto (re)compone otra realidad a través del encuadre, el enfoque, etc., sin embargo, esa pose sacude el código de la pose publicitaria y su ofrecimiento al ojo de cuerpos sanos, maquillados, vigorosos, jóvenes. Lo que vemos, por el contrario, es la pose de la pareja de enamorados, la típica foto del «somos novios», allí donde el amor «se posa» sobre el cuerpo y se actúa para la cámara un «estar juntos». Pero en estos cuerpos, paralelamente también se posa el fármaco sobre el rictus ladeado, la mirada extraviada y «la notoria desviación de sus figuras» (Eltit y Errázuriz 10). Por ello hay en las fotografías de Errázuriz una vuelta sobre los códigos de la fotografía médica y antropológica, la misma que se usó en el ámbito de la criminalística, es decir, la fotografía del saber científico que ponía en primer plano el rasgo facial y corporal incriminatorio, el cual delataba al sujeto en su torcedura (incluso potencial) con respecto al mandato social de la buena conducta. Por último, en su evidente carácter de álbum que retrata la intimidad de las parejas, en la serie de estas fotos hay una interpelación a la tradición del álbum familiar y al álbum de casamiento en la medida en que ahora sus protagonistas son los otros inesperados de ese modelo de retratos sociales: estos locos excluidos de un espacio familiar de contención, en el cual se dé reconocimiento y se celebre ese amor que se recoge en las imágenes: «No hubo entre nosotros una ceremonia, no existe un solo documento público que pruebe que, al menos, un día tu y yo nos conocimos, pero nos conocimos (…)» (79) dice la voz de una loca de amor en una de las varias cartas que componen el libro; cartas sin fecha, sin nombre, sin firma, evidenciando así que el amor y la escritura del amor no es propia de nadie, sino de todos, y por ello mismo, constituye una intensidad, un encuentro, una forma de lo común quese cifra en la expropiación.

También la palabra se escribe haciéndose cargo críticamente de su propia genealogía y es allí donde aparecen fragmentos de la más delicada tradición literaria a través de la cual se ha codificado una sensibilidad amatoria, pero también, una forma reglada y estéticamente encumbrada del cuerpo que ama y es objeto de amor. Eltit hace referencia a la novela del Romanticismo en tanto formas cristalizadas a través de las cuales se ha representado «legítimamente» al amor como locura, y al amor como colindante y contraparte de la enfermedad, en especial por la figura trágica del tuberculoso que, de forma extremadamente estética muere de amor y su vida “vivida” en tanto testimoniada por una tradición literaria, es sin lugar a dudas, merecedora de duelo y llanto. En esta matriz literaria, a Eltit no se le escapa que la palabra adquiere una función de «purificación estética» (Eltit y Errázúriz 63) de la enfermedad y el cuerpo, es decir, que opera una «conversión ascendente» (63). Por ello, en dicho punto, esta tradición de la novela romántica es traída para ser atravesada por una perturbación interna, una desidentificación que disloca a la literatura de su propia genealogía y por esta vía, de sus marcos de autoridad y legitimidad social. Hay en juego allí una relación tensa con la memoria espacial del propio hospicio de Putaendo, cuya primera función en los años ’40 fue la de ser un sanatorio destinado a los tuberculosos de las clases pudientes, escenario privilegiado de la novela romántica, y ahora, en «el recambio de cuerpos bajo la tutela del Estado» (68) ha pasado a ser un manicomio donde aquellos relatos del siglo XIX parecen ya no tener cabida porque a los locos de amor del presente «jamás la fama amorosa los volverá leyenda dentro del imaginario social» (74).

Eltit se pregunta «¿cuál memoria común podría llegar a establecerse entre los antiguos tuberculosos y los presentes cuerpos locos?» (73) y la respuesta excede al evidente nexo de la enfermedad. Lo que es común es el amor que reaparece «en las siluetas menos esperadas […] abriéndose paso a través de la pasividad de los fármacos […] y (continuando) secretamente el legado» (73). El amor es lo común a todos en la medida en que no pertenece a nadie y así, no es apropiable, no es reclamable de manera excluyente y no sostiene privilegios ni reconocimientos distribuidos de forma diferencial según las vidas vivibles y no vivibles. Por ello «reaparece en el hospital del pueblo de Putaendo apenas como una cita tercermundista de un modelo ya cesado. Resurge entre los cuerpos que transportan las más ásperas huellas carnales de su desamparo social» (77)

No hay cuerpos que amen más que otros, porque el amor no está en los cuerpos sino en lo que sucede entre los cuerpos en ese devenir deleuziano que, en tanto potencia (porque todo puede acontecer a través de un contacto en cual no hay nada programado) se hace lugar de lo político. La pregunta por lo fundante de la comunidad, lo que nos hace aun estar juntos pese a todo, pese al horror de un terrorismo dictatorial que ha lacerado en extremo el vínculo social, se radicaliza en el marco de la Transición a la democracia, cuando las esencias, los nacionalismos, la patria, el nosotros de la chilenidad, ha mostrado su revés más monstruoso. El arte explora, a través de ese salirse de sí de los sujetos asilados en el manicomio las posibilidades de una comunidad fuera de las esencias fijas, fuera de los linajes institucionales y familiares. El «fuera de sí» no es una vertiente temática, representacional, sino que se cuela en la forma compositiva del arte que problematiza la cuesión de la comunidad. La construcción de lo común es un trabajo siempre en desenvolvimiento, una acción que pone en marcha el cuerpo como sede de los afectos y empuja hacia el encuentro a través de un constante salirse de sí. En su encuentro con estos cuerpos enamorados, también el arte se sale de sí (de lo que ese «en sí» del arte recortan y demandan las instituciones) y se transforma en laboratorio de otros lenguajes en contacto, en el cual, a la vez que se experimenta con nuevos materiales, se reescribe en clave crítica la genealogía del soporte:

La gran pregunta que recorre a los cuerpos que habitan en el reclusorio siquiátrico parece ser: “¿Quién soy?”, pregunta que se torna crucial e insoslayable cuando el yo está en franco estado de interdicción. Sin embargo, ¿no es acaso la pregunta propia de un enamorado?: “¿quién soy yo cuando me he perdido en ti?” (40).

El infarto del alma propone pensar entonces al arte como un enamoramiento, en tanto, en su desplazamiento hacia afuera y hacia el encuentro con esos otros opera, como la locura, «la máxima desprogramación de los real» (16). Por ello, en la última de las cartas que la loca enamorada escribe a su amado observamos la huella de ese enamoramiento que atraviesa y empuja al arte. No encontramos así una escritora (Eltit) que «tome la voz» que el loco no tiene y escriba las cartas que su experiencia de amor no escribirán jamás. Por el contrario, nos damos cuenta de que lo que creíamos que eran cartas que recreaban la voz de la insanía, en verdad son las cartas de una artista enamorada de la palabra, cuyo deseo último es «besar mi propia boca» (79) porque el objeto amado, la palabra, está allí completamente internalizado. El encabezado de estas cartas pasan de esta manera de un sostenido “te escribo” a un “escribo” que pierde el pronombre indicial del tú, y lo que se escribe es el acontecer amatorio donde «de arte será hoy mi deslumbrante deseo. Qué maravilla. ¿Piensas que alguien podría acaso incendiar verbalmente la tierra?» (80).

En este pasaje de la escritura desde la representación hacia lo acontencial se signan las posibilidades interpelantes del arte. Como sostiene Alain Badiou:

Hay un punto muy potente en el arte, y es que rinda justicia al acontecimiento. Incluso ésta es una de sus definiciones posibles: el arte es lo que, en el orden del pensamiento, rinde completamente justicia al acontecimiento […] Sólo el arte restituye la dimensión sensible de lo que son un encuentro, una sublevación, una emoción […] El amor […] es el momento en que un acontecimiento viene a agujerear la existencia […] Porque el amor es irreductible a toda ley. No hay ley del amor (s/n).

Esa potencia acontecimental del estar fuera de toda ley entrelaza los cuerpos-restos expulsados del orden social con el salirse de sí del arte para ir en la búsqueda de una política que no se resuelve en la representación y reparación de «la falla» de la insania, o del trauma de una sociedad quebrada por el terrorismo de Estado, sino en la complicidad del devenir enloquecido en el que el arte y el cuerpo se tocan, porque en el extremo de la escritura -en tanto el lugar de la escritura es el borde- sostiene Jean-Luc Nancy (Corpus), “no ocurre sino eso” (énfasis del original) (13). “No le ocurre, pues, otra cosa a la escritura, si algo le ocurre, que tocar. Más precisamente: tocar el cuerpo” (13) (énfasis del original).

 

El arte como cuerpo de afectos

En un texto anterior a El Infarto del alma, Diamela Eltit ya se acerca al lenguaje del loco como forma de exploración estética y de compromiso con la situación social y política de Chile, en este caso, el habla pertenece a un loco vagabundo cuyo nombre da título al libro, El Padre Mío (1989). Éste texto, exceptuando el prólogo a cargo de Eltit, consiste en la transcripción literal de tres diálogos/entrevistas con Padre Mío que ésta graba en 1983, 1984 y 1985. En ese primer acercamiento ya se emplaza una pregunta central que luego vuelve a aparecer en El infarto del alma: la relación entre el arte (lo que puede hacer el arte), la estética y el sufrimiento del otro:

Desde dónde recoger esta habla era la pregunta que principalmente me problematizaba, especialmente, porque su decir toca múltiples límites abordables desde disciplinas formalizadas y ajenas para mí, como la siquiatría, por ejemplo. Hube de ubicarme, otra vez, en un lugar diverso, un espacio de suplantación que no apela a revertir nada, a curar nada, como no sea instalar el efecto conmovedor de esta habla y la relación estética con sus palabras vaciadas de sentido, de cualquier lógica, salvo la angustia de la persecución silábica, el eco encadenatorio de las rimas, la situación vital del sujeto que habla, la existencia rigurosamente real de los márgenes en la ciudad y de esta escena marginal. En suma, actuar desde la narrativa. Desde la literatura. (Eltit, El Padre Mío 16)

El vagabundo llamado Padre Mío, su delirio y su corporalidad se transforman en cantera para una búsqueda artística que intervenga críticamente en ese escenario, por ello la productividad para el arte es evidente en diversos planos en este libro: «buscaba, especialmente, captar y capturar una estética generadora de significaciones culturales» (11). Y en este sentido, la productividad emerge cuando, para Eltit, su «vagabundaje urbano (permite pensar) […] órdenes críticos que transgredían pasivamente la vocación institucional por el refugio en el espacio privado» (11), por otro lado, cuando su cuerpo, signado por la miseria y a la vez por el exceso barroco de la acumulación de desechos que se cargan sobre el cuerpo y se llevan de un lado a otro, la asentada suciedad que desoye los mandatos de la higiene, le permite pensar la exterioridad violenta a la que han sido reducidos éstos sujetos marginalizados. Asimismo, en el habla delirante y hecha pedazos de Padre Mío, Eltit ve a Chile, sus «fragmentos de exterminio» y sus «sílabas de muerte, pausas de mentira, frases comerciales, nombres de difuntos» (17), pero en esa «honda crisis del lenguaje» (17) también ve la literatura, o mejor dicho, ve algo que se parece mucho a ella. Esa ruptura del lenguaje que sucede en el loco, que es también la ruptura del lenguaje social compartido para hablar del horror de lo que está pasando, moviliza a la escritora a encontrar otros lenguajes que lidien con lo real y lo urgente desde otras estrategias.

En la fragmentación del habla del loco, todas las faltas que ésta deja expuestas, que como en el poema de El infarto del alma, no solo aluden al estallido sintáctico en la pérdida de la comunicabilidad, sino también a la soledad, abandono y miseria a la que son lanzados estos sujetos, Eltit cataliza una búsqueda estética y humana en la que converge, como sugiere Julio Ramos, la experimentación extrema pero también la problemática de la responsabilidad del arte, su condición de afectar y ser afectado, dentro del horizonte de su «inserción en el circuito de las interpretaciones sociales» (66).

El desclasado, el marginal constituían también el campo representacional de los códigos artísticos de la izquierda. Pero en ambos textos, tanto El Padre Mío como El infarto del alma, Eltit y Errázuriz van más allá de su retórica testimoniante porque ponen en un primer plano al cuerpo en crudo, en su materialidad muda y lacerada pero a la vez resistente en tanto rebosante de afectos no programados por los marcos normativos de inteligibilidad de la vida. Los locos sólo «poseen acaso el extravío de una sílaba terriblemente fracturada» (Eltit y Errázuriz 16), y por otro lado, son cuerpos N.N carentes de documentos oficiales que registren su biografía (como las actas de nacimiento, actas de matrimonio, salvo la ficha médica); tampoco poseen cartas de amor, poemas que intercambiar, menos aún géneros literarios que los transformen en «leyenda» como en la novela romántica. ¿Cómo trabaja el arte frente a una situación tan extrema y urgente del otro? Cuando parecería que la asimetría de posiciones entre el loco con su cuerpo falto de todo, y el artista, poseedor de un lenguaje rico y derrochante, confinaría a los primeros a un lugar pasivo, podríamos decir, el de «ser salvados socialmente» a través de la transfiguración artística.

Julio Ramos advierte «tienta pensar que su voz desecha encuentra albergue, hospitalario y definitivo, en el lugar emancipatorio del arte y la literatura» (72). En otras palabras, tienta leer en la escritura extremadamente lírica de Eltit una compensación de esa falta: llenar de poemas, de cartas de amor aquel vínculo afectivo que no las tuvo, prestarle la palabra y la capacidad explicativa a aquellos enajenados de sí. Y esto nos lleva a otra pregunta también importante: ¿cómo ha leído la crítica esa zona de contacto entre el arte y el cuerpo, particularmente, en relación al abordaje crítico de El infarto del alma? Hemos encontrado allí un enfoque interpretativo que, en la medida en que se reitera también por ello mismo empieza a hacer ruido; nos referimos a la idea de que el arte reintegra, concilia, repone, en especial cuando éste se aproxima al sujeto lumpen y marginado. Nelly Richard, una de las voces críticas más autorizadas en el área, señala por ejemplo que Paz Errázuriz en sus fotografías del El infarto del alma «va a investir de crédito fotográfico estos cuerpos socialmente desacreditados, para regalarles finalmente una escena que compense, con su sobrevalor de luminosidad, las carencias de estos cuerpos oscuros (…)» (Residuos y metáforas 248), por otro lado, que «la cámara de Paz Errázuriz suple los efectos del desprecio social que padecen estos cuerpos (…)» (252) y «traslada sus corporalidades marginadas hacia el interior del recuadro de honor de la fotografía, corrigiendo así las asimetrías y desigualdades de las que son regularmente víctimas». Por otro lado, para Richard, «les restituye a estos otros del poder y de la seducción carnal los beneficios de una mirada igualitaria (…) los pone virtualmente a la altura de los exponentes más privilegiados de la belleza convencional» (252). Mientras que en relación a la escritura también reafirma la misma perspectiva al proponer que «el gesto poético y político que realiza El infarto del alma consiste en ofrecerles una sobreabundancia de metáforas a estos sujetos casi enteramente privados de la capacidad de dar cuenta de sí mismos, compensando sus privaciones con el lujo dispendioso de una puesta en escena que multiplica alrededor de ellos recursos simbólicamente afines a sus desórdenes e irregularidades” (259) (énfasis nuestro). Suplir, restituir, corregir, compensar son verbos que dan cuenta de un modo crítico específico de comprender el rol del arte, el cual precisamente, desde nuestra propuesta de lectura, está siendo puesto en tela de juicio en El infarto del alma al deponer la tendencia a pensar de forma desbalanceada la carga acentual y valorativa en la acción del arte y evidenciando el riesgo de caer en una unidireccionalidad de la experiencia artística y vital. En este plano, pensar al arte desde la significancia creciente del afecto también contribuye a revitalizar, como propone Ignacio M. Sánchez Prado, «nuevas formas de aproximarse a la cultura” (12) que ya no se emplazan exclusivamente desde la óptica de los Estudios Culturales, por el contrario, aquí la consideración de la afectividad en los abordajes teórico-críticos viene a «recalibrar los estudios culturales más allá del privilegio epistemológico otorgado a la ideología y a las identidades sociales desde sus posiciones paradigmáticas” (Sánchez Prado 12). Aunque sin duda el arte acciona siempre desde «su generosidad» (Ramos 67), también es posible poner un signo de interrogación sobre esta política de la representación bienpensante y consensuada que la crítica cultural asigna al arte, para, por el contrario, comenzar a pensar en y desde la zona de contacto entre el arte, el cuerpo, los afectos, la forma en la que el cuerpo del arte también resulta fracturado, atravesado, autorizado y desautorizado por el otro con el cual entra en contacto.

Recuperando la metáfora del arte como enamoramiento, por la idea de gratuidad que carga, de encuentro intempestivo y salida irrefrenable hacia el otro, pensando asimismo en el marco de las estéticas de no pertenencia que propone Florencia Garramuño, tal vez se pueda subrayar, no ya lo que el arte hace con el cuerpo y con las emociones que éste pone en marcha, sino aquello que emerge insospechadamente en la zona de trasvases y que implica una dimensión de la afectividad no siempre traducible a políticas de la representación. Así observamos que también Eltit se acerca íntimamente a ese relato de la loca de amor que escribe sus cartas al amante que la ha abandonado cuando hacia el final del prólogo de El Padre Mío dice: «El Padre Mío ya no habita más en ese sector. Retorné a esa zona en varias oportunidades. Pregunté por él en los alrededores: -Se fue, me contestaron. La publicación de este libro me permite compartir su peso, dejar abiertas otras identificaciones. Me permite, especialmente, diluir su ausencia». (18) y firma «Diamela Eltit, enero, 1989».

Tal vez, esto nos permite pensar que al escribir las cartas de El infarto del alma desde dentro del relato quebrado y delirante de la loca Eltit no está reponiendo ninguna «falta» en la palabra del otro, sino reescribiendo su «historia de amor» como artista y su experiencia de abandono, volviéndose ilegal para la propia institución literaria en pos de religarse desde un afuera de toda ley al acontecimiento del amor, a «la pasión que me sigue provocando la palabra […] …que me sigue… a pesar de todo (Eltit y Errázuriz 12)» –a pesar del lenguaje hecho trizas de ese Chile posdictadura, como el amor de locos, que justamente persiste, se obstina y se vuelve atávico como el hambre, a pesar también de los desaires, los desencuentros, las pérdidas, aquellas que interpelan la pretendida impasibilidad del arte frente a su «objeto de representación».

En su ensayo «El giro ético de la estética y la política», Jacques Rancière se pregunta por el estatuto del arte en estos tiempos de consenso e indistinción ética, observando que, peligrosamente, éste tiende a ceder ante una visión que lo «consagra al servicio del lazo social» (147). Ante la crisis y el trauma, este tipo de arte estaría allí para representar, compensar la fisura de lo real generando formas de pertenencia: «devolverle a un mundo común el sentido perdido y [para] reparar las fallas del lazo social» (148). Pero Rancière está pensando más bien en otro lugar para el arte: un lugar de disenso al que remitimos El infarto del alma, donde éste no tiene como función dar sentido a los hechos a la sociedad, conciliar el margen con el centro o el pasado con el presente, sino, por el contrario, generar nuevos cortes -«ambiguos, precarios, litigioso» (161)- que reconfiguren lo dado desde su continua puesta en discusión que convoca insistentemente a repensar el lugar de los cuerpos y la potencia que se despliega en sus afectos.

 

 

Notas

[1] En adelante, todas las citas corresponden a la reedición de 2010 de El infarto del alma.

[2] El triunfo del NO en el plebiscito de 1988 significó preparar la llegada de la democracia a través de una colación de distintos partidos de centro-izquierdas autodenominados “Concertación de partidos por el NO”, luego simplemente conocida como “Concertación” La “Concertación de Partidos por la Democracia” gobierna en Chile desde el 11 de marzo de 1990 hasta el 11 de marzo de 2010. En el período 1990-1994 la presidencia la ocupa Patricio Aylwin; en el período 1994-2000, Eduardo Frei; entre 2000 y 2006 Ricardo Lagos y finalmente, entre 2006 y 2010 Michelle Bachelet.

 

 

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