Angélica Liddell: teatro, rito y sacrificio

Alberto Albert Alonso
Universitat de Barcelona
aaa62@alu.ua.es

 

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Resumen

 

El siglo xxi amanece anclado a los conflictos irresolutos del siglo xx. La onda expansiva de los cataclismos deja convaleciente a la humanidad. ¿Cómo contar con el arte el después del desastre? Angélica Liddell (Figueres, 1966) aparece en la escena española con un mensaje de sacrificio. Se sumará al viaje de regreso a la ritualidad que el teatro de vanguardia proclamaba. La faceta de Angélica Liddell que aquí nos interesa es la de pensadora del nihilismo, por lo que no desarrollaremos un análisis exhaustivo de sus textos teatrales. Desde su propia lectura y producción del teatro, otorga a la mujer los papeles de sacerdotisa y artista redentoras. Tras un breve recorrido por la ritualidad en el teatro, y sin perderla de vista, nos encaminaremos hacia una lectura sagrada del teatro de Liddell, en la que parece no haberse insistido.

 

Palabras clave

 

Angélica Liddell, nihilismo literario, teatro ritual, sacrificio poético, pensamiento sagrado.

 

Abstract

 

The 21st century wakes up clung to the 20th century’s unresolved troubles. The catastrophe’s shock wave produces a convalescent humanity. How could art be used after disasters? Angélica Liddell (Figueres, 1966) enters the Spanish scene with a sacrifice message. She will go back to ritual theatre, which was started by Modernism. We will study Angélica Liddell as a nihilism thinker, so we will not deeply examine her texts. From her personal lecture and production of theater, she believes in Woman as a redeeming priestess and artist. After a breaf itinerary by ritual theater, and without forgetting it, we will head to a sacred reading of Liddell’s theatre, in which probably nobody has become interested.

 

Key words

 

Angélica Liddell, literary nihilism, ritual theatre, poetic sacrifice, sacred thinking.

 

 

 

Imagination dead. Imagine

Ante la llegada de una catástrofe y, más aún, en la catástrofe, el ser humano tiende a dirigirse al pensamiento del fin de la historia[1]. El artista, por su parte, no solo lo piensa, sino que lo hace explícito. Una de las formas de reconstruir ese finis mundi postmoderno es, sin duda, la del regreso. Se trata de desandar el camino, pero siendo conscientes del desexilio[2]. Volver a los orígenes es, en cierta medida, reafirmar el fin de la historia en su íncipit. Pero, ¿hay fin de la historia o fin de una historia?

El arte después del desastre –un arte postapocalíptico– ha de contarse de una manera particular. Debe renovarse. Y porque se piensa en renovación, entendemos que lo que hay es fin de una historia, no fin de la historia. Así, “imagination dead. Imagine”, en palabras de Samuel Beckett (apud. Critchley 75). Ahora bien, la renovación se verá –no puede ser de otro modo– sin perder el horizonte que queda después de la catástrofe. Es por eso que el arte tendrá que reflexionar desde un nihilismo resistente, activo. Tal como asegura Antonio García Ninet (10): “[Nietzsche] llamó nihilismo a la crisis radical de todos los valores, en cuanto esta situación implicaba la reducción de todo valor a una nada de valor”. En Genealogía de la moral Nietzsche certifica que nos hemos cansado del hombre (69). Gonçal Mayos, en la introducción a El Nihilismo de Nietzsche, explica la distinción de los tres nihilismos nietzscheanos (Nietzsche, El Nihilismo 12): hay un nihilismo que tiene conciencia de sí y se reconoce como tal, que podría llamarse nihilismo explícito, el cual puede dividirse entre activo, que es la toma de conciencia del nihilismo que reacciona creativamente y destructivamente, esto es, su anticristo, y pasivo, que es incapaz de ello.

Una de las respuestas al desastre de inicio del siglo xx fue la del regreso dionisíaco. Dioniso regresará, pero también haciendo él un camino de desexilio, consciente de los cambios habidos en el viaje de retorno: Antonin Artaud, Jerzy Grotowsky, Samuel Beckett, Tadeusz Kantor, Peter Brook, Richard Schechner, el Living Theater, Augusto Boal, Fernando Arrabal, la revisitación del teatro clásico japonés Nô y Kabuki, y las performance de Maria Abramovic y Gina Pane, etc. habrán redefinido el teatro desde la ritualidad y la corporalidad del actor.

¿Cómo influye este pensamiento nihilista y dionisíaco en el teatro europeo del siglo xx? Es la pregunta que nos conducirá al pensamiento dramático de Angélica Liddell (Figueres, 1966). La dramaturga española beberá de toda la renovación que produjeron las vanguardias. Sin embargo, ella lo tiene bien claro desde el principio: “Yo no hago teatro de vanguardia, hago teatro viejo, viejísimo, tan viejo como el primer hombre” (apud. Cornago, Políticas 320). En las páginas sucesivas llevaremos a cabo un análisis del pensamiento nihilista de Liddell en torno al teatro ritual a partir de tres textos programáticos, en los que materializa su pensamiento dramático: el texto teatral Mi relación con la comida (2005), la recopilación de artículos y conferencias El sacrificio como acto poético (2014) y el Ciclo de las resurrecciones (2015). En ellos puede verse la idea germinal de sus propuestas escénicas, la cual se va dirigiendo cada vez más hacia una mayor evidencia de lo sagrado que no dejaba de estar presente desde sus comienzos.

 

Del rito al teatro. Dioniso regresa a casa

Óscar Cornago Bernal en La vanguardia teatral en España (1965-1975): del ritual al juego, afirma (25):

El ritual constituyó uno de los modelos más eficaces para la renovación de los lenguajes teatrales en la vanguardia internacional. Las relaciones antropológicas entre rito y teatro se erigieron como un importante parámetro que canalizó algunas de las propuestas de las vanguardias iniciales y que, en los años sesenta, volvió a surgir como uno de los núcleos fundamentales en torno al cual se desarrollaron diferentes ramificaciones, no siempre coincidentes, configurando un amplio, rico e incluso contradictorio movimiento teatral.

Así, el arte en España se sumará a la vanguardia europea. De una manera lejana a la “mímesis ilusionista” y cercana a la “austeridad formal” (Cornago, La vanguardia teatral 26), se proponía un teatro ritual que explotase las potencias del cuerpo. El teatro de vanguardia “recurría a lenguajes de inspiración primitivista como defensa última de la subjetividad frente al avasallante mundo exterior” (Cornago, La vanguardia teatral 26). Estos lenguajes primitivistas se localizaban en los ritos religiosos, en el canto, en el grito, en el baile, en toda práctica unitiva de ceremonia y celebración que se remonta a los orígenes del teatro. Christopher Innes señala la imposición de “un ideal de hombre primitivo, cuya relación natural con un mundo místico e intemporal era afirmada […] como alternativa viable a la civilización contemporánea” (9).

Bernhard Zimmermann nos recuerda que la palabra tragedia deriva del “canto pronunciado en ocasión del sacrificio de un macho cabrío” (11). En ese sacrificio,

se reúne toda una sociedad, o una parte de ella, en actividades fijadas por determinadas prescripciones, por ritos. […] El macho cabrío (trágos) sacrificado remite al dios para el cual este animal es sagrado, a Dioniso, dios de la vegetación y del vino. Los sacrificios en honor de esta divinidad tienen su tiempo natural en la primavera, para invocar el regreso de la vegetación o para celebrarlo (11-12).

La palabra teatro (del griego theatron) significa ‘lugar desde donde se mira’, lo cual implica que el origen está en el silencio de la palabra, que es, precisamente, hacia donde se dirigía el teatro ritual en la Vanguardia: “El retomo del cuerpo al centro de la escena pasa por el ineludible rechazo de la palabra y este rechazo lleva irremediablemente a proyectar una nueva mirada sobre el cuerpo” (Sánchez Montes 90). Ahora bien, Angélica Liddell no abandona la palabra, sino que la reubica.

No podemos obviar el sentido nietzscheano de la tragedia (Nietzsche, El nacimiento 44):

Bajo la alianza de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. De manera espontánea ofrece la tierra sus dones, y pacíficamente se acercan los animales rapaces de las rocas y del desierto.

Lo dionisíaco, análogo de la “embriaguez” (Nietzsche, El nacimiento 44), es un impulso potencial y extático. Ahora bien, Angélica Liddell insiste en subrayar que su teatro no es dionisíaco, sino demoníaco: “El teatro es una especie de demencia controlada, consiste en estar poseído y controlar la posesión; más que dionisíaco creo que es demoníaco, y realmente sí que es la imagen del sacrificio, del sacrificio del texto. El texto no va a vivir, va a morir” (apud. Cornago, Políticas 324). Esto significa que cada personaje comparte con el ser humano el estar poseído por un daimon, una presencia potencial que le permitiría desarrollar su interior, es decir, sumarse a lo que Liddell llama “anarquismo paradójico”: la asunción del espectador –como mediador entre el personaje y la persona– de tener el imperativo de realizar el bien los unos a los otros. Ya volveremos más adelante sobre esto para demostrar que el pensamiento nihilista de Liddell repiensa lo cristiano inscribiéndose en el anticristo nietzscheano, esto es, en la consciencia fragmentaria de que toda verdad es inventada y, por ello, no consolidada como una verdad sino como la verdad.

Paralelamente, hay que ser conscientes de que la tragedia ha quedado silenciada; su esplendor no es más que eso: una huella fundacional que ya pretendía dignificar Aristófanes en Las ranas. Stefan Hertmans advierte sobre el silencio de la tragedia:

Las tragedias se han hecho imposibles porque nuestro razonamiento ha pasado de ser sagrado a ser irónico: podemos relativizar, consideramos un acontecimiento trágico como una evolución de la que son culpables los hombres, no como una fatalidad superior. Razonamos horizontal y causalísticamente, no vertical y sagradamente. Creemos con firmeza en la relativización de la verdad; ésa es nuestra sacralidad antisacral (246).

Hertmans prefiere distinguir trágico de tragédico: “nuestro tiempo sí que es, como todos los tiempos, trágico […], pero ya no es “tragédico” (porque lo tragédico, de la tragedia antigua, era incluso mayor que una catástrofe planetaria: era cósmico)” (251). El término de Hertmans nos servirá en la medida en que Liddell construye sus textos en torno a tres ejes tragédicos: la familia como lugar del conflicto, la trilogía como forma y el destino imparable de la extinción, no ya del personaje, sino del propio espectador para el cual ella escribe: el hombre de nuestros días. Ahora bien, el pensamiento nihilista de Angélica Liddell se sitúa entre lo trágico o catastrófico y lo tragédico porque su propuesta teatral no ha perdido del todo el razonamiento sagrado mediante el cual conectan el hombre y lo divino. Pedro Vílloro (48) reconoce el interés de la crítica en el “inconformismo” y el “espíritu transgresor” del teatro de Liddell, por lo que es necesario abrir una lectura que entienda estos términos desde lo que, en nuestra opinión, no deja de dialogar con su pensamiento: la sacralidad cristiana.

 

Angélica Liddell, Ecce Mulier

La intertextualidad, al contrario que la fe –tal como la entiende Ingmar Bergman [3]–, es algo que está ahí fuera y que aparece aún sin llamarla. Por lo tanto, si queremos conocer el pensamiento dramático de Angélica Liddell, es necesario asistir al diálogo que mantiene con el teatro de vanguardia; como veíamos más arriba, es una línea trazada en el regreso a la ritualidad.

El llamado “teatro pobre” y “teatro de las raíces” de Jerzy Grotowsky[4] fue concebido desde la experimentación teatral entre el actor y el público (Bobes Naves 528-529). Su Laboratorio de Teatro, creado en Polonia el año 1959, consistía precisamente en eso. Esta comunicación en escena buscaba perfilar una línea terapéutica en el espacio del teatro, tanto con Grotowsky como con los ritos iniciáticos que Richard Schechner[5] escenificaba con colaboración del público (Innes 191-196). Angélica Liddell se sitúa en ambos planos: la terapia y el rito de paso o rito iniciático. Lo hace en su obra Mi relación con la comida (2004) al vincular el teatro con la medicina (50-51):

La medicina repara mediante métodos amargos las enfermedades que la cocina ha causado empleando cosas placenteras pero perjudiciales.

Quiero decir:

¿El teatro debe ser cocina o medicina?

Usted que se dedica al teatro, conteste:

¿Debe agradar al espectador sin más, o debe por el contrario incomodar al espectador para proporcionarle un beneficio ético?

Pero si de algún pensamiento teatral beben todas estas propuestas de vanguardia y postvanguardia –incluido el teatro “viejo, viejísimo” de Angélica Liddell– es, sin duda, del de Antonin Artaud. Es él quien da el pistoletazo de salida hacia el regreso, hacia la ritualidad. Lo hace con su “teatro de la crueldad”. Liddell responde a Artaud con un nuevo enfoque de la crueldad. Si bien él la piensa como la potencia del esfuerzo, ella añade algo que no cabía en Artaud: la violencia de la autolesión y del odio. Artaud define la crueldad en El teatro y su doble: “Todo cuanto actúa es una crueldad. Con esta idea de una acción extrema llevada a sus últimos límites debe renovarse el teatro” (96). En la ubicación de estos “límites” está la línea que separa a Artaud de Liddell, ya que ella sí recurre al “desgarramiento carnal” que no alcanza Artaud (115); para ella, la crueldad sí es “sinónimo de sangre vertida, de carne martirizada, de enemigo crucificado” (Artaud, El teatro 116). Sin embargo, ambos consideran que el teatro debe mantener una relación “atroz y mágica con la realidad y el peligro” (Artaud, El teatro 101).

El sacrificio como acto poético (2014) reúne una serie de conferencias y artículos de Angélica Liddell, que nos aproximan –en comunión con sus textos teatrales– a su pensamiento dramático. Podemos definirlo desde un nihilismo activo o resistente, tal como ella misma nos sugiere: “la ignominia necesita la réplica de los poetas” (52). O de otra manera más explícita: “la violencia poética es por tanto un acto de resistencia contra la violencia real” (38).

Es la misma idea que leemos más arriba acerca del teatro y la medicina. La idea de redención o salvación está en El teatro y su doble de Artaud: “ha de creerse en un sentido de la vida renovado por el teatro, y donde el hombre se adueñe impávidamente de lo que aún no existe, y lo haga nacer” (15). La hay también, de base, en Mi relación con la comida de Liddell: “en el teatro hay que rajar el vientre del mundo para que supure todos los cadáveres, ahí está la medicina, en ese vientre atiborrado y en ese bisturí” (58).

Ella asegura que vivimos “tiempos de catástrofe”. Se considera, en esta sociedad, una “anarquista paradójica”, como deberíamos serlo todos. “Anarquismo paradójico” es el innato conocimiento y la innata realización del bien sin necesidad de convencionalizarlo. Es la actuación individual, única, sola. Aunque ella insista en que no hace denuncia ni crítica social, en realidad se refiere a que no quiere encasillarse en ninguna estructura ideológica. Se vuelca en la realidad, en la actualidad, si cabe, más ancestral, pues se acerca a las constantes antropológicas como un rito de reiniciación. Y al hablar de lo actual, habla de lo ancestral, que se encuentra en “las grandes preocupaciones y las grandes pasiones” (Artaud, El teatro 140).

En estos “tiempos de catástrofe”, nos hemos llegado a acostumbrar a la violencia real, una “violencia televisiva” (Liddell, El sacrificio 36). Es una violencia que se ha perpetrado con la palabra y con el acto. Pero la costumbre nos ha llagado las palabras y nos ha ficcionalizado la realidad. La ficción ya es insuficiente y la palabra “es una bombilla salpicada de sangre y mierda de mosca. Apenas vemos la luz” (Liddell, El sacrificio 24). Esta idea está en diálogo con George Steiner en Lenguaje y silencio: ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano: “Hablar, adoptar la singularidad y soledad privilegiadas del hombre en el silencio de la creación, es algo peligroso” (59). Y para Artaud, la palabra es “impotente” (El teatro 17). Liddell añadiría: es innecesaria. Por eso, empleará la palabra como un instrumento de disección y como una voz ecoica e iterativa, litúrgica y ritual.

Angélica Liddell reclama la “violencia poética”, que requiere de la experiencia dolorosa y pasional del cuerpo. A partir de su observación y de su participación, se puede producir el cambio. Dejemos que ella nos lo diga:

El teatro es un momento de sufrimiento, un dolor compartido. […] Es una voluntad declarada de hacerle participar [al espectador] como un monstruo. […] Son conciencias individuales que se juntan en ese ritual de conflictos que es la misa escénica, la congregación (apud. Cornago, Políticas 319).

Lo ritual en el teatro de Angélica Liddell hay que entenderlo desde el cuerpo y en el cuerpo. La palabra se debe al cuerpo. Su pronunciación acelerada y resonante, su intensidad vocal intermitente en algunas sílabas y palabras, la gradualidad ascendente y descendente, el descontrol –controlado– de las pausas, de los silencios, de los gritos y de la respiración, todo ello acontece en el cuerpo. Busca constantemente la llegada a un estado de trance, sea con el movimiento o con la quietud. Dice: “El cuerpo en escena es el lugar del pathos de la palabra, es decir, el lugar del sufrimiento” (El sacrificio 26). De esta manera, Angélica Liddell desorganiza el cuerpo, tal como lo entiende Artaud[6] y tal como lo recupera Gilles Deleuze en Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia[7]. Con el efecto de la palabra en el cuerpo busca una redención individual, que nace y muere de ella, como individuo, y que nace y muere del resto de los espectadores, como individuos. Del yo al tú, del vosotros al nosotros.

Angélica Liddell trabaja en su teatro con la presencia de animales. Recurre a ellos como seres que comparten corpóreamente el espacio teatral. Trabaja con maniquíes, figuras y títeres animales (lo hace en Perro muerto en tintorería. Los fuertes y en Todo el cielo sobre la tierra (El síndrome de Wendy), entre otros textos teatrales). Destaca la presencia de un caballo negro en Yo no soy bonita, rodeado de paja: la dramaturga no duda en sentar al público sobre paja con el objetivo de reunir a la persona con el animal en el dolor compartido (Vidal Egea 250). Los animales no son los únicos cuerpos muertos y mortificados, pues también pone en escena, siguiendo el “teatro de la muerte” de Tadeusz Kantor, muñecos, maniquíes y títeres. Los dos casos más representativos son Frankenstein y El matrimonio Palavrakis. A través de esta escenificación, Liddell habla de la monstruosidad del monstruo, que equivale a la humanidad del humano: “el monstruo sigue entre nosotros” (Rovecchio Antón 126). Asimismo, la naturaleza catastrófica es portadora de nuestra necesidad de redención. Es lo que ella, como sacerdotisa, nos dice en Mi relación con la comida: “Simplemente aguardaremos las catástrofes naturales” (66). Esta lectura cosmogónica está en diálogo con otro texto suyo, “Cuando los bosques caminen hasta Minsk”, recogido en El sacrificio como acto poético (93). En este último, Liddell destina la redención a la acción natural como único medio de derrocar al dictador de la capital de Bielorrusia. Por ello, no se aleja del comentario artaudiano: “Y está bien que de tanto en tanto se produzcan cataclismos que nos inciten a volver a la naturaleza, es decir, a reencontrar la vida” (El teatro 12).

El artista –en este caso, la artista– dice verdad. Y lo hace a partir de la belleza: “belleza no tiene que ver con lo bonito, tiene que ver con la verdad” (apud. Cornago, Políticas 325). Así lo decía Augusto Boal: “Esto es lo Bello: la revelación de la verdad escondida” (56). Para ello, la artista debe situarse en el papel del bufón, del loco, del marginado a quien no se le escucha su verdad, que suele ser la verdad del otro que está enfrente. Liddell es consciente de lo que Michel Foucault aventuraba en Historia de la locura en la época clásica: “En las farsas y soties, el personaje del Loco, del Necio, del Bobo, adquiere mucha importancia. […] Si la locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, el loco, al contrario, recuerda a cada uno su verdad” (22). De esta manera, Liddell entiende que “cuando el bufón se rebela lo está haciendo por humanismo, porque está presenciando todo aquello que perjudica a lo humano” (El sacrificio 72).

Jesús Eguía Armenteros señala muy lúcidamente:

Si la información no permite la confrontación, el teatro en Liddell se servirá de los mismos acontecimientos para, al llevarlos al terreno de lo poético con los juegos rituales del exceso, llevar al espectador a una saturación que rompa su indiferencia (190).

Efectivamente, Liddell trabaja contra esta información tóxica: “Solo quiero concentrar el horror en un escenario para que el horror sea real, no informativo sino real” (El sacrificio 41). Y lo hace desde un exceso esencialista, que es el que nos restituye en el continuum vital que entiende Georges Bataille en Teoría de la religión (1975). El exceso de Liddell es, premeditadamente, una sobredosis de expresividad; es desmedido porque su reflejo, la realidad, también lo es. Solo con la comunión de los excesos es posible reencontrar la esencia. Liddell sigue a Pasolini: “No debemos permitir que la represión triunfe sobre la expresión” (Liddell, El sacrificio 40). Y la expresión, en un mundo de represión, es exceso redentor.

En un anhelo de comunión, Liddell infringe la ley moral y lógica que no contempla el sacrificio. Angélica Liddell recurre al sacrificio coincidiendo en la lectura artaudiana: “Sólo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica en el espíritu” (Artaud, El teatro 112). Su sacrificio es una destrucción necesaria para regresar, comúnmente, a la redención. Es el pensamiento que subyace al odio. Ese es el terrible grito de dolor y de angustia: el de la desesperación. El devenir de la humanidad se le presenta a Liddell aún más ininteligible que si se depositase en la ignota divinidad. Es en este desconcierto y en esta pérdida donde la desesperación causa el mayor dolor. Un ejemplo claro lo tenemos en las llamadas –o gritos– al amor que no conoce y que tal vez nunca llegará a consumarse. Lo vemos tanto en Primera carta de san pablo a los corintios como en You are my destiny, en cuya puesta en escena la percusión y los alaridos de la actriz sustituyen a la palabra porque no hay palabra posible que pueda realizar el misterio del amor. En esta misma representación, los actores se rasgan sus palabras y sus vestidos, para quedar totalmente desnudos ante la desesperación del amor imposible o, al menos, posible únicamente en la agresión de la violación de Tarquino a Lucrecia. Él es el único que “prefirió perderlo todo a cambio de un instante de amor” (Liddell, Ciclo 54). Y Lucrecia, desesperada, acepta.

El sacrificio de Angélica Liddell es poiético porque construye. Lo iguala al sacrificio de Abraham: “El sacrificio poético, como el de Abraham, no tiene un fin, es una prueba terrible, absurda, que no tiene valor más allá de lo INCOMPRENSIBLE” (El sacrificio 108). Toda prueba es absurda en tanto que se realiza sabiendo lo inseguro, lo improbable y, por ello, lo incomprensible. ¿Hay algo que Dios explicase a Abraham en el monte Moria? ¿Acaso puede explicarse un sacrificio, cuando contradice la ley moral y la lógica vital? Steiner y Boutang lo tienen claro (Boutang 94-97):

Steiner: Yo sigo buscando. Y en los textos que quizá vamos a discutir sobre Abraham e Isaac, los tres días, los tres días en que el padre viaja con el niño al monte Moria, ¿qué es lo que pudieron decirse durante esos tres días? Y quizás esto: nada.

[…]

Boutang: Pero no puede decir: no es portador de ningún mensaje. Abraham siente el ser de Dios que le prohíbe hablar. No va a justificar: espera.

La ritualidad de Angélica Liddell se mueve entre lo profano y lo sagrado. En El sacrificio como acto poético asegura firmemente: “Yo creo en los ritos profanos” (63). La profanidad de estos ritos hay que entenderla en oposición a los ritos entendidos como experiencias sagradas y a las exhibiciones como experiencias profanas. Ella no ahonda en la verticalidad de instancias supremas, sino en la horizontalidad humana; y en todo caso, de creer en una verticalidad, sería una verticalidad de instancias inferiores: el claro ejemplo es Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d’alphabétisation, título tomado del profeta Jeremías. Con la verticalidad de instancias supremas nos referimos a un pensamiento sagrado que pone en contacto al ser humano con el ser divino. No es suficiente para Angélica Liddell: necesita trasladar lo sagrado, es decir, este contacto humano y divino, a la sociedad. Esta es la horizontalidad humana: el otro que convive con nosotros –para quien nosotros somos el otro– es el enemigo al que se debe amar de nuevo porque es quien posee la sacralidad. El acceso a lo sagrado es una de las constantes en el teatro de Liddell; obsérvese, principalmente, en el Ciclo de las resurrecciones y en Belgrado. Canta lengua el misterio del cuerpo glorioso (2007). La tesis doctoral de Ana Vidal Egea (481-498) no repara en la dimensión sagrada de Belgrado…, que es precisamente la que articula el pensamiento dramático de Liddell. La doctora Vidal Egea se limita a resumir el argumento de las escenas y a informar sobre el conflicto de los Balcanes desde una óptica periodística. Nosotros creemos que este texto debería leerse desde la liturgia que lo acompaña, es decir, desde la refuncionalización que supone la intertextualidad bíblica. Nos referimos a la búsqueda de lo sagrado que el periodista Baltasar lleva a cabo y que culmina en su encuentro con el buen hermano del asesino Zeljko. Este personaje que aparece al final, Borislav, es el Christus natus est que nos anunciaba la sexta escena. Si bien Ana Vidal entiende esta liturgia cristiana desde el sarcasmo (496), nosotros leemos este sarcasmo como una denuncia a la inefectividad del mensaje cristiano, no por imposible, sino por imposibilitado. Al mismo tiempo, aprovechamos este lenguaje “sarcástico” para recordar que el sarcasmo nace de una contradicción o una oposición de contrarios, de la cual se busca un nuevo sentido; es lo mismo que sucede con la ironía y la paradoja, lugar –por cierto– muy propio de la mística.

La conexión que venimos planteando entre lo vertical y lo horizontal es de índole cristiana. Lo vertical y lo horizontal convergen en la simbología de la cruz de san Andrés, que se reconoce con la forma de un aspa, y que significa esta convergencia señalada, tal como leemos en el Diccionario de símbolos de Juan-Eduardo Cirlot (114). Es hacia este cristianismo en Liddell donde queremos dirigir las reflexiones sobre su pensamiento dramático, ya que observamos una cierta reticencia a pensar lo sagrado en su teatro[8]; tal vez esto se deba a su actitud contestataria y rompedora que la convierte en odiadora del mundo. Pero el odio, no lo olvidemos, es una forma de amor; Jesucristo ya anuncia en el Nuevo Testamento la recompensa de situarse en el odio para amar: “Vosotros habéis oído que se dijo: ‘Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo’. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por quienes os persiguen” (Mt. 5: 43-48). Angélica Liddell, enemistada con el ser humano, propone su teatro desde un amor que odia, pero que no por eso deja de ser amor a sus enemigos. A partir de su texto Todo el cielo sobre la tierra (El síndrome de Wendy), Liddell se ve abocada a una nueva sacralidad: las respuestas a sus preguntas tal vez estén –si es que acaso caben las preguntas– en la verticalidad y no en la horizontalidad. Es lo que se respira en el Ciclo de las resurrecciones. Los dos sustantivos del título ya hablan de una cierta sacralidad. El motor de estos textos es el amor salvaje, místico y doloroso. Ya no se trata de que todos alcancemos la instancia suprema, externa a nosotros, sino que la busquemos en la interioridad del todos nosotros –del todas nosotras–, algo intuido en Primera carta de san Pablo a los corintios: “¿Cómo es posible, Señor, cómo es posible que no estemos todos locos de amor?” (38). Y también en Tandy: “Yo creía que se trataba simplemente de amor, pero no lo llaman amor, no lo llaman amor, dicen que es una psicosis en tres fases. La primera fase se llama esperanza” (70).

Liddell parece responder al teatro sagrado que plantea Peter Brook en El espacio vacío: “Hoy día hemos puesto al descubierto la impostura, pero estamos redescubriendo que un teatro sagrado sigue siendo lo que necesitamos. ¿Dónde debemos buscarlo? ¿En las nubes o en la tierra?” (58). Liddell nos confiesa –y se confiesa– con una sacralidad que es profana en Primera carta…: “A veces pienso que sólo los no creyentes sabemos lo que es la auténtica fe. Y por eso podemos rezar. Rezar de verdad” (36). He ahí su amor imposible por la humanidad. En Anfaegstelse confiesa:

Mi madre nunca me ha querido. Y por eso me convirtió en un monstruo de amor. […] He llegado a la conclusión de que toda mi vida he buscado el amor de una madre. […] Voy buscando a alguien que me ame […] como tú me maltrataste, mamá (11-12).

Y buscando el amor de la madre, ¿no se busca acaso también el amor del Principio?

El sacrificio de Angélica Liddell trabaja en la confesión, en la realidad más real, en la falta de inocencia, en la autolesión, en el dolor y en la soledad. Ahora bien, su sacrificio poético –y aquí está su “anarquismo paradójico”, su nihilismo resistente– es absurdo en tanto que consciente de ser una prueba sobre la fe de una creencia individual, que en realidad nunca se desvela. Su lectura del sacrificio de Abraham lo explica. Pero aún se ve más claro con el relato mítico del amor imposible entre Orfeo y Eurídice: de la misma manera que él, cuando baja a rescatar a su amada, la pierde al mirarla, Angélica Liddell pierde al ser humano cada vez que lo mira, como dice en Maldito sea el hombre que confía en el hombre: “Te separas por fuerza de la idea de humanidad, te decepciona por fuerza la idea de humanidad” (16). Liddell, sabiendo que se encontrará con una decepción constante, no duda en seguir realizando este viaje órfico porque no puede dejar de amar a sus enemigos.

El ejemplo paradigmático, a modo de sinécdoque de su pensamiento dramático, está en Ping Pang Qiu, donde refleja su amor imposible por China: “Y por eso hablo de mi amor por China, porque cuanto más amas China, más tristeza sientes, porque China no existe, China es la destrucción de China” (76). Sin embargo, Angélica Liddell resiste absurdamente, se sacrifica absurdamente, en nombre de una fe, de una creencia, como una prueba, esperando que lo impida el ángel que intercedió en el episodio bíblico de Abraham y su hijo Isaac. Pero, ¿es una espera realmente en vano? Óscar Cornago Bernal lo tiene bien claro sobre Angélica Liddell: en el epílogo a La casa de la fuerza dice que “invocar la belleza, el amor, la justicia, conduce extrañamente a invocar lo que ya no es” (apud. Liddell, La casa 133). Por lo tanto, entendemos de Óscar Cornago Bernal que la intervención sacerdotal de Angélica Liddell deviene en un ofrecimiento ritual imposible, martirial, o sea, absurdo; lo es precisamente por ser una prueba en nombre de una creencia, de algo incierto. Sumergida en la sociedad, Liddell confía en la construcción (poiesis) a partir de la destrucción de la misma manera que el progreso está en el regreso, en lo primitivo. Destruir es salvar. Por eso, entendemos que de su naufragio –un naufragio en el que vamos todos– debe reconstruirse el ser humano, precisamente a partir de ese “mal nécessaire” del que nos habla Laura Obled: “le spectacle défie la morale pour mieux la refonder” (37). Conviene insistir en que su pesimismo destructor no es más que una forma de invitarnos a optimizar la resurrección. Pero si suponemos una lectura sagrada cristiana del pensamiento dramático de Angélica Liddell, ¿cómo podría convivir esto con el lenguaje escatológico cargado de sexo, incesto, suicidios, violaciones, fetichismo y necrofilia? Aparte de que lo sagrado se evidencia por su profanación –tal como hemos propuesto más arriba–, si atendemos a lo que nos dice Pedro Vílloro (52) con “una sociedad repugnante no merece expandir su inmundicia”, entendemos que la redención cristiana viene por la saturación de lo morboso con el objetivo de perder su efecto: a mayor extensión –o saturación–, menor intensidad. Este es su acto redentor y piadoso.

Si volvemos a la antinomia que propone S. Hertmans, “lo trágico/lo tragédico”, nos damos cuenta de que Angélica Liddell logra articular su teatro desde el equilibrio de ambos moduladores, pues su pensamiento sí nos sitúa en un razonamiento sagrado. La sacralidad dialoga con la herencia del nihilismo nietzscheano que, pese a buscar el anticristo, Liddell consigue maniobrar hacia los adentros del alma humana de una forma similar al cristianismo. La dramaturga se pregunta en sus textos por la necesidad de someternos a la ley divina, pero lo hace como una aceptación y como una entrega a ese Dios-Amor que tanto anhela en sus textos teatrales, al Amado desconocido del que nos hablaba San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual. Este es el absurdo de su sacrificio: no saber existir sin someternos a ese amor humano y divino. Nos da la clave en su diario La novia del sepulturero: “Todos necesitamos algo sagrado cuando no hay milagro que nos libre de nosotros mismos” (Ciclo 133). Para mayor explicitud, leamos la definición de lo sagrado que ella da en una entrevista:

Hay una necesidad de lo sagrado. Siempre he deseado o necesitado creer en Dios aún a sabiendas de que Dios no existe. Lo sagrado es lo que nos pone en contacto con los movimientos fundamentales del hombre, el nacimiento, la reproducción y la muerte, lo sagrado tiene que ver con la tragedia griega y la transgresión que conduce de manera irreversible a la muerte. Lo sagrado es lo verdaderamente transgresor pues va contra todo orden social y ley, contra el cálculo de la razón, y por eso nos pone en contacto con nuestro verdadero ser, con nuestro camino al borde [de] la cornisa de la desaparición (Alvarado, El Mundo 09/06/15).

No venimos diciendo que Angélica Liddell sea cristiana ni tan solo clasificamos su teatro en lo cristiano. Nosotros pensamos que su pensamiento dramático dialoga con lo sagrado-cristiano a partir de la ruptura profana que tanto F. Nietzsche como S. Hertmans diagnostican a nuestra contemporaneidad. Es una profanidad necesaria para reestructurar las verdades de nuestro tiempo y para hacer accesible el ser divino al ser humano. La propia Liddell ve lo sagrado como “lo verdaderamente transgresor”; ¿no es acaso su teatro verdaderamente transgresor?

Angélica Liddell se ofrece con su pensamiento y su cuerpo. Ella también regresa al rito. Lo hace desde una intermediación de lo sagrado y lo divino. Carga con la cruz cristiana. Por el camino de reafirmación de la (in)humanidad, ella va emitiendo gritos, profiriendo letanías, perpetrándose autolesiones, embriagándose de confesión y de trance chamánico, embalsamando animales y humanos; todo ello lo va haciendo a través de una senda más circular que nunca, pues las dos orillas están en nosotros mismos. El sacrificio dramático arbitra en lo sagrado y lo profano como una renovada forma de amar al prójimo. En la escena, junto a nosotros, vemos a una mujer entregada a la deriva: Angélica Liddell, ecce mulier in hac lacrimarum valle.

 

 

Notas

[1] La idea del “fin de la historia”, de una “posthistoire”, conduce a la “sensación de que se ha llegado a un estado final irreversible”, al “agotamiento de la historia, entendida como decurso lineal y progresivo de los destinos magníficos” (Volpi 138). Se cuestiona la idea del progreso y, como veremos más adelante, no se trata sino de un anhelo de regreso a partir de la ruptura de una forma determinada de historiar.

[2] El poeta uruguayo Mario Benedetti (1920-2009) emplea este neologismo en Primavera con una esquina rota (1982) para referirse al camino de regreso del exilio en el cual debe practicarse el ejercicio de la desmemoria, es decir, el mantenimiento de la consciencia histórica para no asumir el olvido. Asimismo, en el desexilio uno debe enfrentarse, inevitablemente, al devenir de los tiempos, al cambio.

[3] Angélica Liddell cita a Bergman en el exordio a su texto Primera carta de san Pablo a los corintios: “La fe es como amar a alguien que está ahí fuera, en las tinieblas, y no aparece por mucho que se le llame” (15). Esta cita pertenece al film El séptimo sello (1957) de Bergman.

[4] El teatro pobre se refiere tanto a la sencillez de recursos escénicos como a la esencialidad gestada en la potencia del cuerpo actoral: “Educar a un actor en nuestro teatro no significa enseñarle algo; tratamos de eliminar la resistencia que su organismo opone a los procesos psíquicos. El resultado es una liberación que se produce en el paso del impulso interior a la reacción externa, de tal modo que el impulso se convierte en reacción externa. El impulso y la acción son concurrentes: el cuerpo se desvanece, se quema; y el espectador sólo contempla una serie de impulsos visibles” (Grotowsky 10-11).

[5] Richard Schechner, con su Performance Group de Nueva York, “alcanzó la notoriedad de la noche a la mañana con Dionysus in 69 (1968)” (Innes 196). Es una reescritura de Las bacantes de Eurípides, convertida en “un rito de iniciación”, en un “rito de paso de Nueva Guinea”, en el que los actores, desnudos, invitaban al público a formar un “túnel humano”, que era la “imagen del canal del útero” (Innes 198).

[6] Como el actor es “un atleta del corazón” (Artaud, El teatro 147), es decir, de un órgano, habrá que desorganizar el organismo para potenciar, desde él, el propio cuerpo; con ello, al actor le serán revelados los poderes “que se mueven materialmente por los órganos y en los órganos”, que “existen realmente”, aunque, y precisamente por eso tiene que desorganizarse, “nunca se le ocurrió que en verdad existieran” (Artaud, El teatro 148). Lo propone también en Para acabar de una vez con el juicio de Dios: “pues áteme si así lo quiere, / pero no existe nada más inútil que un órgano. // Cuando le haya dado un cuerpo sin órganos, / entonces lo habrá liberado de todos sus automatismos y devuelto a su verdadera libertad” (100).

[7] Deleuze regresa al replanteo del cuerpo sin órganos de Artaud para recordar, principalmente, dos cosas: que el cuerpo sin órganos (CsO) mantiene una batalla contra el organismo y no contra los órganos, y que el propio organismo está dentro del CsO: “poco a poco nos vamos dando cuenta de que el CsO no es en modo alguno lo contrario de los órganos. Sus enemigos no son los órganos. El enemigo es el orga-nismo. El CsO no se opone a los órganos, sino a esa organización de los órganos que llamamos organismo” (163-164). Angélica Liddell descompone, desarticula, desorganiza el cuerpo, en sus textos teatrales.

[8] No creemos suficiente la aproximación que propone Emmanuelle Garnier al conectar con Cristo la imagen de los inmigrantes en Y los peces salieron a combatir contra los hombres (123-124). Lo cristológico no es solo un elemento temático o plástico, sino que es uno de los moduladores centrales del pensamiento creador de la dramaturga. Sí nos parece pertinente la estética en la que inscribe lo grotesco a partir de Patrice Pavis, quien en su Diccionario del teatro lo definía como la mimetización rediseñada del caos (Garnier 124). Este concepto nos ayuda a entender mejor la conjunción necesaria entre lo profano y lo sagrado a través del “sarcasmo” del que nos habla Ana Vidal a propósito de Belgrado…, tal como hemos dicho más arriba.

 

 

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